I. SOBRE LA TRISTEZA, AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER
CAPTURADO (MT 26, MC 14, LC 22, LO 18)
La perspectiva del martirio
«Y entrando en agonía, rezaba con más ardor, y su sudor se hizo como gotas de sangre que chorreaba hasta el suelo»39. Afirman muchos autores que los sufrimientos de Cristo fueron mucho más dolorosos que los de cualquier otro mártir por grandes que fueran, en cualquier otro tiempo o lugar. Hay quienes no están de acuerdo porque, dicen, hay otros géneros de tortura de aquellos que padeció Cristo, y en algunos casos, los tormentos se han prolongado durante días. Piensan también que, por razón de su divinidad infinita, una sola gota de la preciosa sangre de Cristo hubiera sido más que suficiente para redimir a toda la humanidad. La prueba de Cristo no fue ordenada por Dios según la medida humana, sino de acuerdo con su sabiduría impenetrable; y, como nadie puede conocer esta medida con certeza, sostienen no ser perjudicial para la fe creer que el dolor de Cristo fue menor que el de algunos mártires. Además de la extendida opinión de la Iglesia, que oportunamente aplica a Cristo las palabras de Jeremías sobre Jerusalén (O vos omnes qui transitis per viam, respicite et videte si est dolor sicut dolor meus), encuentro yo este pasaje muy convincente para que jamás crea que los tormentos de ningún mártir puedan ser comparados con el sufrimiento de Cristo, ni siquiera en esta cuestión de la intensidad del dolor. Incluso si tu-viera que conceder (y tengo buenas razones para no hacerlo) que alguno de los mártires haya padecido más y mayores torturas y, si se quiere, más largas que las de Cristo, pienso que torturas de apariencia más leve causaron, de hecho, en Cristo un dolor más atroz del que se podría sentir con suplicios de apariencia más espantosa.
En efecto, veo a Cristo abatido con la angustia de la inminente pasión, con una angustia tan amarga como nadie ha podido experimentarla ante el pensamiento de los tormentos que se le venían encima, porque, ¿Quién ha sentido jamás tal angustia que un sudor de sangre fluyera de todo su cuerpo chorreando hasta el suelo? Sólo el presentimiento del dolor fue más amargo y penoso en Cristo que en cualquier otro: ésta es la medida para hacerse una idea de la intensidad del dolor que padeció.
La angustia que padecía no pudo haber aumentado de tal manera que causara al cuerpo sudar sangre, si Cristo no hubiera empleado su omnipotencia divina, no sólo para que no disminuyera el dolor, sino para aumentar su fuerza. Y lo hizo así por su propio querer.
Anunciaba la sangre que los futuros mártires se verían obligados a derramar sobre el suelo; y ofrecía, al mismo tiempo, un ejemplo nunca visto y sorprendente de una angustia inmensa. Lo hacía a modo de consuelo para aquellos que, al llenarse de pavor y miedo ante el pensamiento de la posible tortura, podrían quizá pensar que la angustia es signo de su próxima ruina, y caer en desesperación.
Alguno podrá sacar aquí a relucir el ejemplo de aquellos mártires que, libremente y con gran deseo, se expusieron a una muerte cierta por su fe en Cristo; y seguir después diciendo que son particularmente dignos de los laureles del triunfo porque mostraron tal gozo que no dejaba lugar al dolor, ni mostraron rastro de tristeza ni de miedo. Estoy dispuesto a aceptar el primer punto, con tal de que no se vaya tan lejos que se acabe negando el triunfo de quienes, marchando a contrapelo, ni se echan para atrás ni escapan una vez capturados; sino que continúan hacia adelante a pesar de su temerosa angustia y, por amor a Cristo, hacen frente a aquello que les horroriza.
.Si alguien defiende que quienes abrazaron gozosos el martirio reciben mayor gloria que estos últimos, no diré yo nada, y puede quedarse para sí con su argumento. Me basta con saber que en el cielo a ningún mártir le faltará gloria más grande de la que jamás pudieron sus ojos ver ni sus oídos escuchar, ni entraba en el corazón poder concebir mientras vivía aquí en la tierra. Además, si alguno tiene un lugar más alto en el cielo, nadie le envidia; al contrario, todos se gozan en la gloria de los demás a causa de su mutuo amor. Finalmente, hay que decir que todo este asunto sobre quién recibirá de Dios más gloria en el cielo no es, en mi opinión personal, algo perfectamente diáfano para nosotros, yendo como vamos a tientas en la oscuridad de nuestra naturaleza mortal.
Ciertamente, «Dios ama al que da con alegría»40. Pero, aun así, no tengo ninguna duda de que amaba a Tobías e igualmente al santo Job. Los dos varones sobrellevaron con paciencia y fortaleza sus calamidades, pero, que yo sepa, ninguno de ellos saltaba de gozo ni aplaudía de contento mientras tanto. Ofrecerse a morir por Cristo cuando la situación así lo exige o cuando Dios mueve por dentro para hacerlo es, no lo niego, una obra de virtud heroica. Mas, fuera de tales casos, no me parece tan seguro comportarse así, y entre aquellos que espontáneamente sufrieron por Cristo hay muchas grandes figuras que temieron sobremanera, que padecieron profundamente angustiados y abatidos, y que, en más de una ocasión, huyeron de la muerte antes de enfrentarla finalmente con gran fortaleza.
No niego el poder de Dios, y sé bien que, de vez en cuando, hace este favor a personas santas como premio de los trabajos de sus vidas, o bien simplemente por generosidad: llena el alma del mártir con tal alegría que, no sólo deja de ser oprimido por la angustia, sino que se ve también libre de lo que los estoicos denominan las propassiones (emociones incipientes o primitivas), de las que incluso esos sabios consumados son susceptibles. Se da el caso de quienes, desplazada su consciencia por una emoción muy fuerte, no sienten las heridas que les han inflingido en la batalla; sólo más tarde advierten el daño. De manera semejante, no hay razón para dudar de que el gozo en la esperanza de la gloria ya cercana haga que el alma sea transportada fuera de sí, hasta el punto de no temer la muerte y ni siquiera sentir los tormentos.
Llamaría yo a este don o gracia «gratuita felicidad» o premio a la virtud vivida, y no materia de futura felicidad. Podría haber pensado que esta recompensa corresponde al dolor sufrido por Cristo, si no fuera porque Dios, en su liberalidad, lo otorga en una medida tan buena y tan colmada, tan apretada y tan sobreabundante, que es muy cierto que los sufrimientos de esta vida no son de ningún modo comparables con la gloria de la vida futura que se revelará en aquellos que ama-ron a Dios tan celosamente que gastaron su sangre y su vida por su gloria en medio de una agonía mental y entre tormentos corporales.
Dios, en su bondad, no remueve el miedo de esas personas porque apruebe en mayor grado su audacia, o porque quiera premiarla de esa manera, sino más bien a causa de su debilidad: sabe bien que no podrán hacer frente al terror en condiciones de igualdad. Hubo, de hecho, algunos que sucumbieron al miedo, aunque vencieron después sufriendo todos los tormentos. Quienes, de otra parte, padecen la muerte con ánimo pronto y gozoso, ayudan a otros con su ejemplo, y no dudo que esto sea bien útil.
No olvidemos, sin embargo, que casi todos tememos la muerte, y por eso, apenas nos hacemos idea de cuánta ayuda y fortaleza han recibido muchos de aquéllos que, angustiados y temblorosos, se enfrentaron con la muerte, y que, a pesar de todo, superaron con valen-tía los escollos del camino y los obstáculos, barreras más duras que el hierro, como lo son su propio abatimiento, su miedo y su angustia. Victoriosos sobre la muerte conquistan el cielo al asalto. ¿No se enardecerá el ánimo de estas débiles creaturas al ver el ejemplo de tales mártires, como ellos cobardes y temerosos, para no ceder bajo la persecución aunque sientan la tristeza dentro de sí, y el miedo y abatimiento ante una muerte tan espantosa?.
La sabiduría de Dios, que todo lo penetra con fuerza irresistible y que dispone toda las cosas con suavidad, al contemplar en presente cómo serían afectados los ánimos de los hombres en diferentes lugares, acomoda su ejemplo a los varios tiempos y lugares, escogiendo, ora un destino ora otro, de acuerdo con lo que Él ve será más conveniente. De esta manera, da a los mártires temperamentos según los designios de su pro-videncia. Uno corre aprisa y gustoso a la muerte; otro marcha en la duda y con miedo, pero sufre la muerte con no menos fortaleza: a no ser que alguien imagine ser menos aliente por tener que luchar no sólo contra sus enemigos de fuera, sino también contra los de dentro; que el tedio, la tristeza y el miedo son, además de fuertes emociones, poderosos enemigos.
Puede concluirse toda esta discusión diciendo que hemos de admirar y venerar los dos tipos de mártires, alabar a Dios por ambos, e imitarlos cuando la situación lo exija, cada uno según sus posibilidades y la gracia que Dios le dé. El que siente grandes deseos no necesita más ánimos para ser audaz, y entonces, quizá sea oportuno recordarle que es bueno que tema, no sea que su presunción, como la de Pedro, le haga echarse para atrás y caer. El que siente angustia, miedo y abatimiento debe ciertamente ser confortado. Y así, tanto en un caso como en el otro, la angustia de Cristo está llena de alivio, pues mantiene al primero lejos de exagerar su entusiasmo, y hace al otro alzarse en la esperanza cuando se encuentre postrado y abatido.
Si alguien se siente fogoso y lleno de entusiasmo, ese tal, al recordar tan humilde y angustiosa presencia de su rey, tendrá buen motivo para temer, no sea que su astuto enemigo esté elevándole en alto, pero sólo para poder aplastarle más tarde contra el suelo con mayor dureza.
Quien se vea tan totalmente abrumado por la ansiedad y el miedo que podría llegar a desesperar, contemple y medite constantemente esta agonía de Cristo rumiándola en su cabeza. Aguas de poderoso consuelo beberá de esta fuente. Verá, en efecto, al pastor amoroso tomando sobre sus hombros la oveja debilucha, interpretando su mismo papel y manifestando sus propios sentimientos.
Cristo pasó todo esto para que cual-quiera que más tarde se sintiera así de anonadado pudiera tomar ánimo y no pensar que es motivo para desesperar.
Demos gracias como mejor podamos, que nunca podremos dar bastantes; y en nuestra agonía recordemos la suya, con la que ninguna podrá jamás ser comparada; y pidámosle, con todas nuestras fuerzas, que se digne consolarnos en nuestra angustia, iluminándonos con la que Él mismo sufrió.
Cuando, con vehemencia y a causa de nuestra flaqueza, le pidamos que nos libre del peligro, sigamos su ejemplo tan precioso cerrando nuestra súplica con este broche: «No se haga mi voluntad sino la tuya.» Si lo hacemos, no dudo lo más mínimo que, así como cuando Él oraba, un ángel fue a llevarle consuelo, también cada uno de nuestros ángeles nos traerán ese consuelo del Espíritu que nos dará fuerza para perseverar en las obras que nos llevan al cielo. Y para darnos segura confianza sobre esto, Cristo nos antecedió allá por ese camino y con el mismo método.
Tras haber padecido agonía durante un largo rato, su ánimo se restableció de tal modo que volvió a los Apóstoles y se dirigió al encuentro del traidor y de los verdugos que le buscaban para atormentarle.
Después, tras haber sufrido como convenía, entró en su gloria y allí prepara un lugar para aquellos de nosotros que si-gamos sus pisadas. Que por su agonía se digne ayudarnos en la nuestra, para que no se vea frustrado ese lugar del cielo por nuestra estupidez y cobardía.
Los Apóstoles se duermen mientras el traidor conspira
«Levantándose del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos dormidos por causa de la tristeza.
Les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que llegó la hora y el Hijo del hombre va a ser entre-gado en manos de los pecadores. Levantaos y vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar». Vuelve Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les había dado de vigilar y re-zar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, Judas, el traidor, se mantenía bien despierto, y tan con-centrado en traicionar a su Señor que ni siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este con-traste entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo, ¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son muchos más as-tutos que los hijos de la luz.
Aunque esta comparación con los Apóstoles dormidos se aplica muy acertadamente a aquellos obispos que se duermen mientras la fe y la moral están en peli-gro, no conviene, sin embargo, a todos los prelados ni en todos los aspectos.
Desgraciadamente, algunos de ellos (muchos más de los que uno podría sospechar) no se duermen «a causa de la tristeza», como era el caso con los Apóstoles. No. Están, más bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con el mosto del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el lodo. Que los Apóstoles sintieran tristeza por el peligro que corría su Maestro fue bien digno de alabanza; pero no lo fue el que se dejaran vencer por la tristeza hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse porque el mundo perece, o llorar por los crímenes de otros, es un sentimiento que habla de ser compasivo, como sintió este escritor: «Me senté en la soledad y lloré», y este otro: «Me dolía el corazón porque los pecadores se apartaban de tu ley.»
Tristeza de esta clase la colocaría yo en aquella categoría de la que se dice […]. Pero la pondría ahí sólo si el efecto, aunque bueno, es controlado y dirigido por la razón. Si no es así, si la pena oprime tanto al alma que ésta pierde vigor y la razón pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por la pesadez de su sueño que se hiciera negligente en el cumplimiento de los deberes que su oficio exige para la salvación de su rebaño, se comportaría como un cobarde capitán de navío que, descorazonado por la furia del temporal, abandona el timón y busca refugio mientras abandona el barco a las olas. Si un obispo se comportara así, no dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella otra que conduce, como dice San Pablo, al infierno. Y aún peor la consideraría yo, por-que esta tristeza en las cosas espirituales parece originarse en quien desespera de la ayuda de Dios. Otra clase de tristeza, peor si cabe, es la de aquellos que no están deprimidos por la tristeza ante los peligros que otros corren, sino por los males que ellos mismos pueden recibir; temor tanto más perverso cuanto su causa es más despreciable, es decir, cuando no es ya cuestión de vida o muerte, sino de dinero. Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa. «No temáis a quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar también el alma al infierno. A ése, os repito, habéis de temer»43. Para todos, sin excepción, dijo es-tas palabras, caso de que hayan sido encarcelados y no haya escapatoria posible. Pero añade algo más para aquellos que llevan el peso y la responsabilidad episcopal: no permite que se preocupen sólo de sus propias almas, ni tampoco que se contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean arrastrados y forzados a escoger entre una abierta profesión de fe o una engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la grey a ellos confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su propio riesgo, por el bien de su rebaño. El buen pastor da su vida por sus ovejas, dice Cristo. Quien salve su vida con daño de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para la vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no confiesa la verdad cuando el silencio daña a su rebaño), al querer salvar su vida empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por el miedo, niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos no duermen como Pedro, sino que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir, como Pedro, la mirada afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia llegarán un día a limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo es necesario que respondan a su mirada y a la invitación cariñosa a la penitencia, con dolor, con amargura de corazón y con una nueva vida, recordando sus palabras, contemplando su pasión y soltando las amarras que los ataban a sus pe-cados. Si tan amenazado estuviera alguien en el mal que no haya dejado de profesar la verdadera doctrina por miedo, sino que, como Arrio y otros como él, predica falsa doctrina bien por una sórdida ganancia o por una corrupta ambición, ese tal no duerme como Pedro, ni niega como Pedro, sino que permanece bien despierto como el miserable Judas y, como Judas, a Cristo persigue. La situación de ese hombre es mucho más peli-grosa que la de los otros, como muestra el horrendo y triste final de Judas. No hay límite, sin embargo, en la bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera tal pecador ha de desesperar del perdón. De hecho, incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas oportunidades de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía. No le quitó la dignidad que tenía como Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era ladrón. Admitió al traidor en la última cena con sus discípulos tan queridos. A los pies del traidor se dignó agacharse para lavar con sus inocentes y sacrosantas manos los sucios pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente. Con incomparable bondad le entregó para comer, bajo la apariencia de pan, aquel mismo cuerpo suyo que el traidor ya había vendido. Y, bajo la apariencia de vino, le dio aquella sangre que, mientras bebía, pensaba el traidor cómo derramar. Finalmente, al acercarse Judas con la turba para prenderle, ofreció a Cristo un beso, un beso que era, de hecho, la muestra abominable de su traición, pero que Cristo recibió con serenidad y con mansedumbre. ¿Quién habrá incapaz de pensar que cualquiera de estos detalles podría haber removido el corazón del traidor a mejores pensamientos, por muy endurecido que estuviera en el crimen? Es cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir su pecado, cuando devolvió las monedas de plata (que nadie recogiera) gritando que era traidor y confesando haber entregado sangre inocente. Me inclino a pensar que Cristo le movió hasta este punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera sido posible si no hubiera añadido a su traición la desesperación. Así se portaba Cristo con quien, con tanta perfidia, le había entregado a la muerte. Después de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón. Siguiendo el santo consejo del Apóstol: «Rezad unos por otros para ser salvos»45, si vemos que alguien se desvía del camino recto, esperamos que volverá algún día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar para que Dios le ofrezca oportunidades de entrar en razón; para que con su ayuda las coja, y para que, una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la malicia, ni las deje pasar de lado por culpa de su miserable pereza. ¿Por qué dormís? Al encontrar Cristo a los Apóstoles durmiendo por tercera vez, les dijo: «¿Por qué dormís?», como si di-jera: «No es este tiempo para dormir, sino para estar bien despiertos y orar, como os he advertido ya dos ve-ces, no hace apenas un rato.» Si no supieron qué responder cuando se durmieron por segunda vez, ¿Qué excusa podían haber dado ahora, en que por tercera vez eran sorprendidos en la misma falta? ¿Era una excusa válida decir que se habían dormido «a causa de la tristeza», como menciona el evangelista? Así lo recuerda Lucas, pero también es cierto que no lo alaba en absoluto. Insinúa, sí, que su tristeza era de alguna manera loable; pero el sueño que la siguió no estaba libre de culpa. La tristeza, aquélla que puede ser digna de un gran premio, tiende algunas veces hacia un gran mal. Así ocurre si nos devora de tal modo que nos deja inutilizados; nos impide acudir a Dios con la oración, bus-cando de Él consuelo, y desesperados y oprimidos, como queriendo escapar de una tristeza consciente, buscamos alivio en el refugio del sueño. Mas, tampoco aquí encontraremos lo que buscábamos, y perderemos en el sueño el consuelo que podríamos haber obtenido de Dios si hubiéramos permanecido despiertos y orando. Se deja, entonces, sentir sobre nosotros el peso molesto de una mente perturbada incluso mientras dormimos, y aun con los ojos cerrados, tropezamos con las tentaciones y trampas preparadas por el diablo. De ahí que Cristo, prescindiendo de cualquier excusa para el sueño, dijera: «¿Por qué dormís? Dormid ya y descansad. Basta. Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Ha llegado la hora y el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Ya llega el que me va a entregar. Toda-vía estaba hablando, cuando llegó Judas ….»46 Al despertar a los Apóstoles por tercera vez, cortó de golpe sus palabras con una cierta ironía. No con esa ironía frívola y burlona con la que hombres ociosos, pero de talento, acostumbran a divertirse entre sí, sino con una ironía grave y seria: «Dormid y descansad…» Notad cómo da permiso para dormir: de tal modo que significa en realidad lo contrario. Apenas había di-cho: «Dormid», añadió «Basta»; como si dijera: «Ya no necesitáis dormir más. Durante todo el tiempo que deberíais haber estado despiertos, habéis estado durmiendo, incluso en contra de lo que os mandé. Ahora ya no hay tiempo para dormir, y ni siquiera para que-darse un momento sentados. Debéis levantaros inmediatamente y rezad para que no caigáis en la tentación. Tal vez por ella me abandonaréis, causando gran escándalo. Pero, por lo demás, por lo que se refiere al sueño, dormid y descansad, si podéis. Tenéis mi permiso, pero no podréis. Ya se acerca la turba -ya están casi aquí- y ella sacudirá vuestra modorra. Ya se aproxima la hora en la que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Muy cerca está quien me entrega.» Apenas hubo terminado estas pocas palabras, y todavía hablaba, cuando he aquí que Judas Iscariote… No ignoro que algunos eruditos y santos no admiten esta interpretación, aunque sí admiten que otros -igualmente doctos y santos- la han considerado aceptable. No se ha de pensar que quienes no aceptan esta interpretación se hayan horrorizado ante una ironía en labios de Cristo (como algunos otros, sin duda hombres piadosos, pero no lo suficientemente versados en las figuras de lenguaje que toma la Sagrada Escritura ordinariamente del lenguaje común; si lo fueran, habrían encontrado la ironía en tantos otros lugares que no la habrían juzgado ofensiva en éste). ¿Qué podría ser más punzante y humorístico que aquella ironía con la que el bienaventurado Apóstol censura a los corintios con tanta gracia? Pues pide, en efecto, disculpas por no haber nunca cargado a ninguno de ellos con cargas ni gastos: «¿Qué he hecho yo de menos por vosotros que por las otras iglesias si no es esto: que nunca os he sido gravoso? Perdonadme este agravio». ¿Qué ironía podría ser más mordaz que aquella con la cual el profeta de Dios ridiculizó a los adivinos de Baal mientras invocaba a la estatua muda de su dios: «Llamadle más fuerte -decía- porque vuestro dios duerme o, quizás, se ha ido a otro lugar de viaje»?48. Aprovecho la ocasión de mencionar estos ejemplos por aquellos lectores que, debido a una demasiado pía sencillez, rehúsan aceptar en la Sagrada Escritura (o al menos no advierten en ella) estas formas de lenguaje tan usadas corrientemente; y al no contar con ellas no aciertan a veces con el sentido real de la Escritura. No disgusta a San Agustín la interpretación que yo mantengo, pero dice que no es necesaria: opina ser suficiente el sentido literal y directo, sin ninguna figura del lenguaje. En su obra Concordia evangelistarum es-cribe sobre ese pasaje: «Parece que Mateo se contra-dice. ¿Cómo puede decir «dormid ahora y descansad», e inmediatamente después añadir «levantaos, vamos»? Contrariados por esta inconsistencia intentan ver en esas palabras -«dormid y descansad»- un reproche en lugar de una concesión o permiso. Esto sería lo más correcto si fuera necesario. Pero Marcos lo relata así: Cuando Cristo hubo dicho «Dormid y descansad», añadió «Basta», y siguió diciendo: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será traicionado». Por lo tanto, se ha de entender que después de decir «Dormid y descansad», quedó el Señor un rato en silencio para que hicieran lo que había permitido, y sólo después siguió: «Basta. He aquí…», es decir, «Habéis descansado bastante «».Como. siempre, no deja San Agustín de ser agudo en este razonamiento. En mi opinión, sin embargo, los que defienden la otra opinión no encuentran probable que, después de que Cristo les reprochara por dos veces el dormirse, se volvieran a dormir ahora que su captura era inmediata; ni que tras haberles reprochado severamente su somnolencia (al decirles «¿por qué dormís?»), les hubiera dado permiso para dormirse. No hay que olvidar que el peligro -y ésta era la razón por la que no debían haberse dormido antes- estaba ahora, precisamente, a la puerta, como se dice. De cualquier modo, presentado como he las dos opiniones, cada uno es libre de escoger la que prefiera.
Me limito a dar cuenta de ambas. No de-seo yo (que soy nadie en esta cuestión) ofrecer una solución como si fuera el árbitro oficial.