DOMINGO DE PASIÓN
Decía Jesús a los judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios. Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado? Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre; y vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre. Los judíos le dijeron: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas; y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo? Jesús les respondió: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día; le vio y se gozó. Y los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham? Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy. Tomaron entonces piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.
El Evangelio de este Domingo de Pasión nos demuestra que, cuanto más avanzamos en nuestras meditaciones, más nos damos cuenta de que no hay página de los Santos Evangelios que no nos manifieste de manera admirable la sabiduría y la bondad de Nuestro Señor, tanto y aún más que su poder. En efecto, hoy tenemos una prueba más.
Este Evangelio está tomado del capítulo octavo de San Juan que, junto con el séptimo, relatan varios discursos de Jesús a los judíos en el Templo, cuando estuvo unos días en Jerusalén, para la fiesta de los Tabernáculos, cinco o seis meses antes de su Pasión. Ya desde entonces sus enemigos tramaban su muerte; pero aún no había llegado su hora.
El Salvador había explicado a los judíos su unión con su Padre, la autoridad y la autenticidad de su misión divina; les había mostrado la deplorable ceguera de los que rehusaban reconocerlo y recibirlo, y finalmente la excelencia de su doctrina.
Además, los apremiaba con fuertes amonestaciones y les exponía el mal que se estaban haciendo ellos mismos al no creer en Él y al preferir a su palabra, que es la Verdad, la del diablo, padre de la mentira… y padre de ellos mismos…, como se los declaró…
Pero, como se endurecían más y más, finalmente los controvirtió cuestionándolos: ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?
Con estas palabras, Jesucristo protesta contra su mala fe y su terquedad, como si les propusiera este dilema: puede haber dos motivos en vuestra incredulidad:
— En mí, los defectos que apreciéis en mi conducta, o los errores que descubráis en mi doctrina.
— En vosotros mismos, vuestra propia maldad y terquedad culpable.
Ahora bien, os desafío a que me recriminéis cualquier cosa, sea de mi vida, sea de mi doctrina.
Un desafío verdaderamente divino, del que sólo Dios es capaz y que, en un hombre común y corriente, sería un acto incalificable de presunción y de orgullo…
Pero en Jesús todo es santo y perfecto.
Por eso, aunque tenía feroces enemigos frente a Él, que nunca dejaban de espiarlo y observarlo para atraparlo en falta, ninguno de ellos se atrevió a aceptar este desafío.
Dice San Gregorio Magno: «Admiremos aquí la mansedumbre del Salvador que, habiendo venido a la tierra para justificar a los pecadores, no desdeña demostrar cómo está sin pecado”.
En cuanto a su doctrina, ya les había dicho: si he probado con tantas maravillas que es verdadera y divina, ¿por qué no me creéis cuando os digo la verdad, afirmando que soy el Hijo de Dios?
Profundicemos un poco más en este desafío verdaderamente divino… Así podía hablar sólo Él, que es inocencia, santidad por esencia y por excelencia…, que es el verdadero Cordero de Dios, venido a quitar los pecados del mundo… Tu solus Sanctus, Jesu Christe…
Nuestro Señor, siendo Dios, tiene horror soberano de todo lo que es malo y pecaminoso, y sería impiedad, blasfemia, decir que Dios puede pecar… El pecado no puede estar en Él; es su enemigo…, y vino a destruir todas las obras del diablo…
Él es nuestro Pontífice, santo, inocente, sin mancha, el Justo por excelencia, el Santo de los Santos…
Dios Padre lo trató, por amor a nosotros, como si fuera el pecado mismo, para que seamos justos delante de Dios…
¿Quién dirá todo lo que tuvo que sufrir el Sagrado Corazón de Jesús, durante toda su vida, a la vista de los pecados de los hombres, que vio en todas sus formas y en toda su malicia…, la indiferencia de tantos…, su ingratitud…, la odiosa terquedad de los judíos, las faltas de sus Apóstoles, la traición de Judas, los crímenes y el endurecimiento del mundo pagano?
Y Jesús, como un manso cordero, se ofrece incesantemente como víctima a su Padre, para expiar todos los pecados…
La regla de su vida fue la voluntad de su Padre; por lo tanto, sólo podía querer y hacer lo que era conforme a Dios… Todo en Él, pensamientos, deseos, palabras, juicios, acciones, era conforme al beneplácito de Dios, y, en consecuencia, santo, perfecto, objeto de la admiración de los Ángeles y digno de Dios.
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A continuación, el diálogo se aspereza nuevamente al máximo, pues Jesús les dice: El que es de Dios, oye las palabras de Dios, señalándoles que la causa de su incredulidad está en ellos mismos…
En efecto, el que es de Dios, el que es hijo de Dios por la fe, por la caridad y por la conformidad de su voluntad con la voluntad divina, escucha las palabras de Dios con docilidad, alegría y afecto. Si, pues, no las escucháis, es porque no sois de Dios…
Inmediatamente antes, Jesús ya les había dirigido estas terribles palabras: “Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a Mí, porque Yo salí y vine de Dios. No vine por Mí mismo, sino que Él me envió. ¿Por qué, pues, no comprendéis mi lenguaje? Porque no podéis sufrir mi palabra. Vosotros sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira. Y a Mí porque os digo la verdad, no me creéis”.
San Gregorio Magno enseña que «el amor a la palabra de Dios es señal de predestinación”, y agrega, “¡cómo han de temer los que la desprecian o sólo sienten repugnancia por ella!»…
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Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado?
San Juan Crisóstomo dice que “el malo no tiene ni moderación ni pudor; cuando debería ruborizarse, se agría y exaspera, como testimonian los judíos”.
Al no tener absolutamente nada fundado o serio para responder a los argumentos del Salvador, prorrumpen en insultos.
Es la naturaleza del odio ciego y perverso actuar de esta manera, y con frecuencia vemos que el mundo trata a los santos y ministros del Señor de esta manera, quienes le reprochan su incredulidad y sus crímenes y buscan convertirlo.
Los judíos llaman al Salvador samaritano, es decir, un innovador, un apóstata que, mezclando su evangelio con la ley de Moisés, alteraba y corrompía esta última; y eso es lo que habían hecho los samaritanos, por su religión, mezcla de judaísmo y paganismo.
Ahora bien, a los ojos de los judíos, nadie era tan vil, despreciable y odioso como estos samaritanos, desertores y cismáticos.
Estos miserables judíos también tratan a Jesús de poseído, ya sea porque obraba milagros, que atribuían a la magia, o porque penetraba en lo más profundo de sus corazones, o porque enseñaba verdades sublimes, que atribuían al demonio.
Como siempre, el Salvador nos da el ejemplo de mansedumbre y de paciencia, respondiendo con dulzura y verdad a tan atroz insulto.
De las dos imputaciones de las que fue objeto, Jesús admite una tácitamente y rechaza formalmente la otra.
Tanto San Agustín como San Gregorio Magno, enseñan que “no niega que es samaritano, porque esta palabra significa guardián, y Aquel que nos creó y nos redimió tiene la misión de guardarnos». Además, es el Buen y Caritativo Samaritano, que se acercó a la humanidad herida y le mostró su misericordia.
Sin embargo, a la segunda imputación, responde con serenidad y dignidad, por la simple negación de la mentira y la pura afirmación de la verdad: No estoy poseído; el que busca la gloria de Dios, no puede ser instrumento de Satanás.
Y agregó: Honro a mi Padre; y vosotros me habéis deshonrado.
Honro a mi Padre con mis obras santas, con mis milagros, cuya operación le atribuyo, con mi paciencia para escucharos… Pero vosotros, con vuestras calumnias me deshonráis, al referir al diablo lo que debéis atribuir sólo a Dios… Cumplo con mi deber, y vosotros estáis violando el vuestro…
Los judíos, ciegos y endurecidos, se enorgullecían de sí mismos y pensaban que estaban libres de todo, porque eran hijos de Abraham y rendían a Dios cierto culto exterior.
Nuestro Señor les muestra que están en un grave y grosero error, especialmente al negarse a creer en Él y al tratarlo de samaritano y poseído…
Por eso les dijo: No estoy poseído; mas yo honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis.
Nuestro Señor sólo vino a la tierra, quiso encerrarse en nuestros Sagrarios y esconderse bajo los velos eucarísticos sólo para ser Sacerdote y el Religioso de su Padre; para devolverle la gloria que le es debida y que los hombres, engañados por el diablo, han dejado y dejan de darle.
Por eso toda su vida fue un sacrificio, una continua inmolación a la gloria de su Padre. Cada una de sus acciones, de sus dolores, cada uno de sus suspiros, en virtud de la unión hipostática, de las dos naturalezas en una sola Persona, fue un acto de adoración, de alabanza, de agradecimiento, de reparación, de amor infinito, y dio más gloria a Dios que todos los sacrificios de la tierra y todos los cánticos del Cielo…
Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso est tibi Deo Patri omnipotenti omnis honor et gloria…
¿Quién podrá revelar y expresar el honor que Jesús rindió a su Padre con su admirable obediencia, con su plena y entera sumisión a la voluntad divina? ¿Quién dará a conocer el celo ardiente con que ardía su Sagrado Corazón…? Todo, sus oraciones, su predicación, sus milagros, todo lo hizo para glorificar a su Padre, para hacerlo conocer y amar en todas partes y por todos…
Dio pleno honor y gloria a su Padre inmolándose en la cruz, para satisfacer su justicia, y para expiar los pecados de los hombres y librarlos del yugo de Satanás…
Además, si estuviera poseído por el demonio, sería soberbio como él, buscaría la brillantez, la fama, los honores… Ahora bien, yo no busco mi propia gloria, como los hipócritas, que quieren pasar por lo que en realidad no son… Hay otro, es decir mi Padre, quien tiene cuidado de ello y me hará justicia… Judica me, Deus, et discerne causam meam de gente non sancta…
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Sorpresivamente, Nuestro Señor añade estas palabras: En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre.
En ellas hay un nuevo llamado de su compasivo Corazón a la judaica terquedad, como si les dijese: si alguno cumple mi palabra, no sólo en su corazón, sino también en su conducta y por sus obras, no debe temer la muerte en el pecado, la condenación, sino que él vivirá para siempre.
Estas palabras son una prueba más, y evidente, de la divinidad del Salvador, pues sólo Dios puede hacer tal promesa.
Destaquemos este conmovedor ejemplo de la indulgencia y del celo de Nuestro Señor.
San Gregorio Magno observa que «cuanto más aumentan los malvados en la perversidad, más celo debemos mostrar, lejos de dejarnos abatir; y difundir la palabra divina, a fin de ganarlos para Dios.»
Sin embargo, esta promesa de Jesús sólo enardeció más a los judíos; pues la interpretaron en el sentido de muerte física, mientras que Él hablaba sólo de la segunda muerte, la muerte eterna. Y buscaron y encontraron en ella el medio de corroborar su calificativo insultante: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas; y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo?
Sin perder su calma divina, Jesús opone a estas palabras de desprecio y de odio el testimonio de su Padre, que hasta ahora tantas veces lo ha glorificado, ya sea por la voz que hizo oír en el Jordán, o por el poder milagroso que le dio a la vista de todos: Si me glorifico a mí mismo, es decir, si solo, sin mi Padre, busco mi gloria personal, mi gloria es nada; es vana y falsa, como toda gloria humana. Pero mi gloria viene de Dios, es mi Padre quien me glorificó, confirmando con tantas obras maravillosas mi origen divino y mi misión.
Es mi Padre, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra.
¿Podría el Salvador afirmar su divinidad más claramente?
No lo conocéis como verdaderos hijos, ya que no tenéis por Él esa fe, esa sumisión, ese amor que caracteriza a los verdaderos hijos de Dios por adopción… Pretendéis conocerlo, mientras rehusáis cumplir su palabra… Pero yo lo conozco, y mantengo su palabra…
Después de estos argumentos, tan personales y tan concluyentes, Jesús retoma la objeción de los judíos, que le habían preguntado irónicamente si pensaba que era más grande que Abraham.
Ahora bien, le basta una sola palabra para mostrarles que es muy superior al Patriarca: Abraham, de quien os jactáis de ser hijos, sin hacer las obras, deseaba ardientemente ver mi día; es decir, se estremecía en la esperanza de ver o saber el tiempo de mi advenimiento… Lo vio, de manera simbólica y profética…, y se gozó…
Enseña San Gregorio Magno: “Lo vio, cuando dio hospitalidad a los tres Ángeles, figura de la Santísima Trinidad”. Y quedó completamente desconcertado de gozo.
“¿Quién puede explicarnos esta alegría?”, exclama San Agustín. Y agrega: “Si aquellos a quienes el Señor ha devuelto la vista del cuerpo, han sido transportados de alegría, ¿cuál habrá sido la alegría de aquel que vio con los ojos del corazón la Luz inefable, la Palabra eterna, el Esplendor que derrama su brillo en las almas piadosas, la Sabiduría indefectible, el Dios que mora con el Padre, y que iba a venir un día en la carne sin salir del seno del Padre? Esto es todo lo que vio Abraham”.
¡Bienaventurados los verdaderos hijos de este Santo Patriarca, a quienes les será concedida la misma felicidad, como premio también de su fe, de su esperanza y de su verdadero amor a Dios!
Hablando así a los judíos de su antepasado según la carne, Jesús les dio una nueva prueba de que Él era el verdadero Mesías, prometido a Abraham según la fe.
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Los judíos, juzgando a Nuestro Señor, no según su generación divina, sino simplemente según su nacimiento humano, le objetan: ¿Cómo? ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham, que murió hace más de diez siglos? Esto es materialmente imposible; sólo eres un impostor.
Jesús, sin temer su malicia, vuelve a afirmar, con una calma y solemnidad admirables, su eternidad y su divinidad: En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuese, yo soy…
Notemos y destaquemos esta extraordinaria expresión: Antequam… Ego sum…
San Gregorio Magno dice que “Estas palabras expresan su divinidad. Antes indica el pasado; Yo soy, el presente. En la divinidad no hay ni pasado ni futuro, sino siempre el ser. Por tanto, no dice: Yo era antes de Abraham; sino: Antes que Abraham fuese, yo soy”.
Una expresión igual a la que el mismo Dios había dicho a Moisés desde la zarza ardiente, y que los judíos debían conocer bien: Ego sum qui sum, Yo soy el que soy…
Adoremos esta Palabra divina: Adoro te devote, latens Deitas… Te adoro con devoción, Dios escondido… Credo quidquid dixit Dei Filius, nil hoc veritatis verbo verius… Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, nada es más verdadero que esta Palabra de la verdad…
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Ante este relámpago, los judíos vislumbraron la igualdad de Cristo con Dios; y su irritación y su odio aumentaron; y mirando a Jesús como un blasfemo, a quien la ley, en este carácter, ordenaba que fuera lapidado, tomaron piedras para arrojárselas.
San Gregorio Magno dice: «Estas almas de infieles, incapaces de soportar estas palabras de eternidad, buscaron sofocar bajo las piedras a Aquel a quien no podían entender».
Y San Agustín se pregunta: “¿A qué podían recurrir todavía esos corazones endurecidos, si no a las piedras, a las que ellos se parecían?»
Nuestro Señor Jesucristo, por un nuevo milagro, se hizo invisible, y, escondiéndose de su furor, sin huir de ellos ni maldecirlos, salió del templo.
Se escondió, no por miedo a la muerte o por impotencia, sino porque aún no había llegado la hora de su Pasión; porque no era la clase de muerte que Él había elegido; y también porque quería darnos el ejemplo de desaparecer, en determinadas circunstancias, ante la furia de nuestros enemigos.
Y salió del Templo, dando a entender, por este acto que iba a dejar a los judíos para llamar a los gentiles.
¡Terrible ejemplo de lo que les puede pasar a los pecadores que se rebelan obstinadamente contra la gracia y a quienes nada ni nadie pueden abrirles los ojos!
Temamos este endurecimiento fatal y roguemos a Dios que nos preserve de él: «¡Desgraciados aquellos que obligan a Dios a huir de sus corazones de piedra!», exclama San Agustín.
Durante estas dos semanas, preparemos bien nuestra alma para que elle rinda a Dios el honor que le es debido y a Nuestro Señor Jesucristo las debidas acciones de gracia y el fiel cumplimiento de nuestros deberes para con Él.