P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN

LA ANUNCIACIÓN A MARÍA SANTÍSIMA
Y
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO DIVINO

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida en matrimonio a un varón, de nombre José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María. Y entrado donde ella estaba, le dijo: “Salve, llena de gracia; el Señor es contigo”. Al oír estas palabras se turbó, y se preguntaba qué podría significar este saludo. Mas el ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia cerca de Dios. He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin”. Entonces María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” El ángel le respondió y dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios. Y he aquí que tu parienta Isabel, en su vejez también ha concebido un hijo, y está en su sexto mes la que era llamada estéril; porque no hay nada imposible para Dios”. Entonces María dijo: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel la dejó.

El Evangelio de hoy nos ofrece el relato de la embajada más solemne que jamás haya sido enviada, del mensaje más extraordinario que jamás haya sido entregado, el acontecimiento más importante que ha ocurrido desde la creación del mundo…

Consideremos primero lo que debemos creer acerca de la Encarnación del Verbo de Dios.

La Encarnación, o misterio del Hijo de Dios hecho hombre, es la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en la única Persona del Verbo; de donde resulta que Jesucristo, el Verbo Encarnado, es Dios verdadero y verdadero hombre.

La primera verdad para creer en este misterio es que sólo la Segunda Persona de la Santísima Trinidad es la que se ha encarnado. Y convenía que así fuese puesto que la Encarnación tenía como fin devolvernos nuestra herencia celestial como hijos adoptivos de Dios.

La segunda verdad es que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, no se ha despojado de la Divinidad, ni ha dejado de ser Dios. Como dice San León Magno, “no es la Divinidad que ha sido destruida o rebajada, sino que es la humanidad la que fue elevada».

Sea que consideremos a Jesucristo encerrado en el seno purísimo de su Madre, o recostado en el pesebre, o expuesto a nuestras miserias, o clavado y expirando en la Cruz, siempre es en todas partes el Hijo de Dios, eterno como su Padre, Soberano Señor de todas las cosas, y, por lo tanto, siempre supremamente adorable.

La tercera verdad que nos propone este misterio es que hay dos naturalezas en Jesucristo, la divina y la humana: verdaderamente Dios y hombre perfecto; Dios verdadero, engendrado desde toda eternidad por el Padre, hombre verdadero, concebido en el tiempo por María Inmaculada, teniendo como nosotros un cuerpo pasivo y mortal.

Por tanto, hay un doble escollo a evitar: reducir o ignorar una u otra naturaleza.

Están íntimamente unidas en Jesucristo, pero sin mezcla ni confusión, conservando cada una su ser, sus propiedades, sus perfecciones.

Por lo cual, es un error hablar de una naturaleza teándrica. No existe una naturaleza divino-humana. Son dos naturales distintas, unidas en la Persona del Verbo, por la unión hipostática.

Pero sí hay que confesar que, así como hay dos naturalezas, hay también en Jesucristo dos ciencias (siendo triple la humana), dos voluntades y dos operaciones.

La cuarta verdad es que, aunque hay dos naturalezas en Jesucristo, sin embargo, hay una sola Persona, la del Verbo. Y la personalidad divina no fue añadida a la naturaleza humana ya constituida o preexistente, sino que la unión hipostática se produjo en el momento mismo de la Encarnación, es decir de la concepción del Verbo en el seno purísimo de María Virgen.

De allí se sigue que todas las acciones, todas las palabras, todos los sufrimientos de Jesucristo, son divinos, pues el sujeto de atribución es la Persona divina.

A la persona de Jesucristo debemos aplicar todos los atributos y las propiedades que pertenecen, ya sea a la divinidad, ya sea a la humanidad, por ejemplo: Dios nació, Dios ha muerto.

Y se sigue de aquí que Jesucristo es el Hijo, no adoptado, sino propio y verdadero de Dios; digno del mismo culto de adoración que la Santísima Trinidad; así como que María es verdaderamente la Madre de Dios, ya que el Hijo que Ella concibió y dio a luz es verdaderamente Dios y hombre.

Hagamos de todo corazón actos de fe en cada una de estas verdades; y recordemos que no hay salvación posible sin creer en la Encarnación de Nuestro Señor, pues es una verdad necesaria con necesidad de medio.

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¿De qué manera se efectuó la Encarnación?

Este misterio se llevó a cabo de una manera maravillosa. Nuestro Señor Jesucristo fue concebido en el seno purísimo de la Virgen María, tal como el Profeta y el Ángel lo han anunciado.

Pero no fue de la manera común, pues el Espíritu Santo, descendiendo en María, realizó su misteriosa y santificadora operación para hacerla digna del ser divino que Ella había de concebir; y comunicó su fecundidad a su purísima carne, e hizo que se convirtiera en Madre, sin afrentar en la mínima parte su purísima virginidad… Spiritus Sanctus superveniet in te, et virtus Altissimi obumbrabit tibi… Credo in Jesum Christum, qui conceptus est de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine…

Este es un misterio de la omnipotencia de Dios, que puede, ciertamente, obrar fuera de las leyes de la naturaleza, que Él mismo ha establecido… Non erit impossibile apud Deum omne verbum…

Dice San Bernardo: “Dios, haciéndose hombre, no podría tener por madre sino una virgen”.

Siendo Jesucristo el Santo de los santos, y siendo su concepción obra del Espíritu Santo, principio de toda santidad, esta misma concepción tenía que ser absolutamente santa…

Sin embargo, el Espíritu Santo no debe ser llamado el Padre de Jesucristo en cuanto hombre, ya que Él no lo formó a partir de su sustancia, sino que la sustancia humana, necesaria para producir un cuerpo semejante a nuestra naturaleza, la tomó sólo de María y la ordenó en el seno de esta purísima Virgen…

De este modo, María Santísima no comparte con nadie el honor de la generación temporal del Verbo encarnado; de la misma manera que Dios Padre lo produce, en su generación eterna, sin participación de nadie…

Y porque este misterio es obra del Dios de amor, es que María Purísima, sin dejar de ser virgen, pudo llegar a ser madre… Y esto constituye, para Ella, un privilegio verdaderamente único y una gloria inigualable; y la constituyó aún más pura y más santa después que antes… Benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui…

Admiremos otra prodigiosa circunstancia de este misterio: es que, desde el primer momento de su concepción en el vientre purísimo de María, Nuestro Señor Jesucristo fue constituido un varón perfecto, gozando del uso de la razón y de la posesión de todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios.

Por eso, desde este momento, como dice San Pablo, se ofreció a sí mismo a su Padre, para hacer su buena voluntad y convertirse en la Víctima santa, única capaz de salvarnos…, y, por lo tanto, cumple excelentemente su oficio de Salvador.

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La fiesta que celebramos hoy contiene, pues, un doble misterio: la Encarnación del Verbo y la elevación de María a la sublime dignidad de Madre de Dios.

Es manifiesto que es el hecho más grande, más excelente, más extraordinario y más importante que haya sucedido en el mundo; y cuyas consecuencias han sido inefables.

Consideremos este gran misterio: en relación a Dios; en relación a María Santísima; en relación a nosotros.

En relación con Dios, tengamos en cuenta que los tiempos señalados para salvar el género humano habían llegado.

La bondad de Dios, unida a su sabiduría y a su poder, ponen en ejecución este plan de salvación; y, para ello, obra el mayor prodigio que se haya visto jamás en la tierra.

Dios ha amado tanto al mundo, que decidió dar a su Hijo unigénito para salvarlo; y el Hijo se ofrece a su Padre para descender entre nosotros, revestido de nuestra naturaleza humana, para pagar nuestras deudas con la justicia divina; y el Espíritu Santo realizará esta maravilla en el seno de la Virgen María.

El Verbo se hará carne y se hará hombre, sin dejar de ser Dios…; asumirá un cuerpo y un alma semejante a los nuestros, para ser nuestro Redentor, nuestro Salvador.

Se hace pasible y mortal a fin de ser nuestra Víctima, y, por la efusión de su Sangre, expiar nuestros pecados y aplacar la justa cólera de Dios.

¿Quién podría contar las humillaciones y sufrimientos a que así se somete de antemano el Hijo de Dios por nuestro amor?

Y es hoy que comienza esta serie de manifestaciones de su amor…

¿Cuáles no deben ser nuestros sentimientos de amor y reconocimiento? Y, sin embargo, ¡cuán pocos le aman y le sirven en verdad!

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¿Cómo obrará el Verbo de Dios estas maravillas? ¿Cómo se convertirá en un hombre como nosotros? ¿De dónde tomará este cuerpo, que quiere unir a su Persona divina para ser el Dios hecho hombre, el Hombre-Dios?

El Evangelio de hoy nos enseña, y este es el gran y exclusivo honor de la Virgen María, que Ella fue elegida para ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre… Es en su seno donde encarnará; es de su sangre virgen, de su sustancia, que el Espíritu Santo formará el cuerpo sagrado que debe unirse al Verbo divino.

Este es el misterio de la Encarnación en relación a María Santísima…

Nada es comparable a esta sublime dignidad de Madre de Dios… Este título, único, contiene toda la dignidad y la alabanza… «y por lo cual, dice San Agustín, entre las puras criaturas, ninguna es igualable con María”.

Esta dignidad de Madre de Dios es la razón de su Inmaculada Concepción y explica todas las gracias, todos los privilegios concedidos a María, su realeza en el Cielo y en la tierra…

«La infinita excelencia del fruto, dice San Alberto Grande, es la marca de una cierta excelencia infinita también del árbol; y es aquí el Hijo quien comunica a su Madre esta excelencia sin medida».

Pero fue la fidelidad de María a tantas gracias la que la hizo escogida por Dios; fue su humildad, su celo por mantener intacta su virginidad, lo que la hizo encontrar la gracia ante el Señor: Quia respexit humilitatem ancillæ suæ…

Consideremos sobre todo a esta Santísima Virgen anonadándose ante la Majestad Divina y, con humildad, obediencia y amor incomparable, diciendo: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum…

Es entonces cuando atrae dentro de sí al Hijo de Dios; es en este momento solemne que se cumple, en sus purísimas entrañas, el misterio de la Encarnación: Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis…

¡Cuán grande es la gloria de María! Ella se convierte en Madre del Verbo sin dejar de ser virgen; ella puede decir a Cristo, como el Padre celestial: Tú eres mi Hijo amado

Y como Cristo, que se encarna en Ella, es verdaderamente el Hijo de Dios y Dios como su Padre, se sigue que María es verdaderamente la Madre de Dios…

María Santísima es verdaderamente Madre de Dios porque, sin haber producido en Jesús el ser divino, Ella sin embargo tiene por Hijo a Aquel que es Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que une en sí mismo las dos naturalezas, divina y humana…

¡Qué honor, qué respeto, qué reconocimiento debemos a María por habernos dado a Jesús, nuestro divino Redentor y Salvador!

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Esta fiesta debe ser para nosotros una de las más solemnes, ya que es en este día que comienza la obra de nuestra salvación; es hoy que el Verbo de Dios se hizo hombre como nosotros, para redimirnos, librarnos de la esclavitud del diablo y hacernos hijos de Dios.

Él se rebaja a nosotros para elevarnos a Él; toma nuestra humanidad para hacernos partícipes de su Divinidad.

Dios vino a vivir con los hombres para enseñar a los hombres a vivir en Dios. Se hizo pequeño, para que hacer grande al hombre.

Dios viene a habitar entre nosotros para enseñarnos el camino de la virtud y del Cielo; viene a compartir nuestras miserias para traer un remedio y para colmarnos de todos los bienes.

Excitemos, pues, en nosotros hoy los mayores sentimientos de fe, esperanza y caridad… Agradezcamos a Nuestro Señor su inmenso amor para con nosotros, así como sus humillaciones, principio de nuestra elevación y de nuestra gloria. Prometamos servirlo mejor que antes; reparemos y expiemos por todos los que se niegan a adorarlo.

Felicitemos también a la Purísima Virgen María por el honor que Dios le hizo en este día. Démosle gracias por la parte que aceptó en el trabajo de nuestra redención; tengamos plena confianza en Ella, puesto que, por el hecho de su Maternidad divina, se ha convertido en nuestra Madre y nuestra Mediadora; y pidámosle que nos enseñe y ayude a amar a Jesús y recibirlo santamente en nuestro corazón como Ella.

¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!, acuérdate que es para nuestra salvación que has sido tan exaltada y Te has convertido, al mismo tiempo que nuestra Madre, en nuestra Medianera…

Ayúdanos a vivir santamente, a bien aprovechar de las gracias que Jesús vino a traernos a través de tu mediación…; y, después de este destierro en este valle de lágrimas, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, coronado de gloria y honra en el Cielo.