P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE SAN JOSÉ

SAN JOSÉ, ESPOSO DE MARÍA SANTÍSIMA

Estando desposada la Madre de Jesús, María, con José, sin que antes de que conviviesen, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. Mas José, su esposo, siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla secretamente. Estando él con estos pensamientos, he aquí que un Ángel del Señor se le apareció en sueños, diciendo: José, hijo de David, no receles recibir a María tu esposa, porque lo que se ha engendrado en su seno, obra es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados.

Celebramos hoy la Fiesta del Glorioso Patriarca San José, Esposo de María Santísima y Patrono de la Santa Iglesia.

Sus grandezas son incomparables; superan toda imaginación y todo lenguaje humano, porque es el Esposo de la Santísima virgen María, el Padre adoptivo de Jesús, y la Cabeza de la Sagrada Familia.

En cuanto a su calidad de Esposo de María, tengamos en cuenta que es propio de Dios hacer con perfección y divinamente todo lo que hace.

Veamos cómo preparó a la Virgen María para ser la Madre del Verbo Encarnado: fue concebida sin la mancha del pecado original, fue llena de gracia, adornada con todas las virtudes, y para colmar una preparación de por sí sublime, Dios quiso, invirtiendo el orden de la naturaleza, que, para llegar a ser la Madre de su Hijo según la carne, María conservase su virginidad.

Ahora bien, en su infinita sabiduría, Dios había decidido encomendar esta Virgen Inmaculada, esta Santísima Madre de su Hijo Encarnado, a la fidelidad y protección de San José, quien tendría para con Ella toda la ternura y solicitud, todos los derechos y deberes de un cónyuge.

Pero convenía que tuvieran todas las cualidades y perfecciones que los hicieran dignos el uno del otro. San José, por tanto, debía ser el más excelente de los hombres, lleno de gracias y apropiado para María, Madre de Dios.

¡Con qué gracias y con qué virtudes adornó a este hombre, a quien destinó para tan noble alianza!

Es por esto que varios Doctores, no menos eruditos que piadosos, afirman que San José recibió tres grandes y señalados privilegios: el primero, ser santificado desde el vientre de su madre; el segundo, ser confirmado en gracia y preservado del pecado; el tercero, la extinción en Él del fomes peccati, la concupiscencia, para que su pureza y su inocencia quedasen siempre salvaguardadas…

San José fue virgen como María, santo y perfecto como Ella, aunque en un grado inferior, a fin de ser digno de guardar este precioso depósito, velar por esta santa Arca y ayudar a esta gloriosa Madre de Dios.

De la misma manera que las palabras “María, de la que nació Jesús”, son suficientes para la eterna gloria de Nuestra Señora, así también las palabras “José, Esposo de María”, son suficientes para el eterno honor de San José.

¡Qué dignidad y qué gloria para Él ser el verdadero y dignísimo Esposo de la Virgen Inmaculada, de la verdadera Madre del Hijo de Dios!

Si María Inmaculada es verdaderamente Reina de los Ángeles y de los Santos, es natural que San José, su Castísimo Esposo, participe de su realeza y de su grandeza; así como también es digno de nuestro homenaje y nuestra veneración, entre todos los demás Santos.

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Si San José es ya tan grande como Esposo de María, más aún lo es por ser Padre de Jesús.

Sólo Dios puede revelar el precio de este tesoro celestial, de este depósito inestimable, Jesús, su único Hijo, el cual puso entre las manos del Glorioso Patriarca.

Por esta elección, San José es el sustituto del mismo Dios y encargado de ocupar su lugar respecto de Jesús. Es la sombra del Padre

Por eso tuvo el derecho a mandar al Verbo Encarnado todo lo que es deber de un hijo; y el Verbo, por quien todo fue hecho, le obedeció como a un padre.

¿A qué otro, entre todos los Ángeles o todos los Santos, ha dicho jamás el Hijo de Dios: Tú eres mi padre, te amo como a mi padre, y te obedezco como a mi padre?

Esta incomparable dignidad se convierte en fuente de los más preciosos privilegios.

¡Qué misión tan celestial y magnífica! Después de la de María Santísima, no hay ni puede haber mayor.

Dice Santo Tomas que hay tres cosas que Dios no puede hacer más grandes: la santísima Humanidad de Nuestro Señor (a causa de su unión hipostática con el Verbo); la gloria de los elegidos (a causa de su objeto principal, que es la visión de la esencia divina); y la Madre incomparable de Dios.

Ahora bien, concluye San Leonardo de Puerto Mauricio, “podemos añadir una cuarta cosa, y es que Dios no puede hacer un padre mayor que el padre de un Hijo que es Dios».

La dignidad de San José como Padre de Jesús es, pues, inefable; y lo que honra a este gran Santo es que cumplió sus funciones y deberes con constante e inmensurable fidelidad, con un amor y una devoción sin igual, de tal modo que mereció la admiración de los Ángeles, las alabanzas de la Santísima Trinidad y el reconocimiento de Jesús y María.

¡Debemos, pues, honrar a San José como padre adoptivo de Jesús, y debemos tener en Él una absoluta confianza!

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Consecuencia de las dignidades anteriores, le cabe la de ser Jefe de la Sagrada Familia.

Por las leyes de que es Esposo de María y Padre adoptivo de Jesús, San José queda igualmente constituido Cabeza de la Sagrada Familia, y tiene el honor de ser el representante del Padre Celestial; es el que tiene la autoridad, el mando, es el jefe.

Es Él quien se encarga de custodiar, proteger, nutrir y dirigir al divino Niño. Es con Él que el Padre celestial trata todo lo concerniente a su Verbo encarnado; es a Él, no a María, a quien vienen los Ángeles a transmitir las órdenes del Cielo…

San José está, pues, investido de la autoridad misma de Dios. El Salvador realmente le debe su conservación, ya sea durante la persecución de Herodes, ya durante el largo y penoso destierro en Egipto, ya en Nazaret.

Imaginemos los méritos alcanzados por San José por todas las vigilias, los dolores, las fatigas, los afanes que soportó, para salvar y mantener la vida de Jesús, Rey de los Cielos y Salvador de los hombres.

Goza de prerrogativas únicas por la participación que ha tenido, aquí abajo, en los misterios del Hijo de Dios hecho hombre, y de sus íntimas relaciones con la Divinidad.

Después de María Santísima, nadie más que Él merece nuestro homenaje y nuestra profunda veneración; todo en Él es maravilloso y celestial, misterioso y divino…

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El Oficio de San José en el Santo Breviario se expresa de este modo: El justo germinará como el lirio y florecerá eternamente ante el Señor.

¡Cuán perfectamente se aplican estas palabras al hombre justo por excelencia!

Guardando una pureza más que angelical en un cuerpo de carne, y asociado, en su vida, a la vida de la más pura de las vírgenes, germinó y floreció como un hermoso lirio bajo la mirada del Señor; regado y vivificado por la sobreabundante gracia de Dios, y por una dulce y larga intimidad con su Salvador, creció maravillosamente, y ahora, en el Cielo, goza de gloria y felicidad indecibles e interminables.

Consideremos cuánto fue honrado y privilegiado San José: en su elección; a lo largo de su vida; en su muerte; y ahora en el Cielo.

San José fue privilegiado por una elección divina.

Dios, habiendo resuelto enviar a su amado Hijo a la tierra, escogió a la Santísima Virgen María para ser su Madre; y, por esta angélica virtud de la virginidad, que es como el intermediario entre los espíritus y los cuerpos, Él la preparó maravillosamente para un oficio tan sublime.

Pero, en su infinita sabiduría, quiso añadirle una ayuda digna de Ella y del fruto divino que Ella había de engendrar. Por tanto, un hombre virgen como Ella; sostén, tanto para Ella como para este divino Hijo.

Este hombre privilegiado, destinado a ser el esposo castísimo de la Santísima Virgen y el custodio fidelísimo de su Señor y de su Dios, es San José.

¡Feliz Santo!, porque fue más honrado y favorecido que todos los santos patriarcas y antepasados del Mesías, que sólo pudieron suspirar por su venida, pero no pudieron contemplarlo; mientras que San José, convertido en Padre y Guardián de este mismo Mesías, pudo verlo y oírlo, llevarlo en sus brazos y servirlo durante treinta años.

¡Qué santa afinidad establece esta divina elección entre San José y las tres Personas de la Santísima Trinidad!

El Padre celestial, dándole un corazón y sentimientos enteramente paternales, lo hizo su representante, lo instruyó para que fuera su lugarteniente ante su propio Hijo, para velar por Él y rendirle todos los oficios de un buen padre en cuanto a su hijo.

El mismo Verbo Encarnado se pone, como hombre, bajo su dirección, se abandona completamente a él para el alimento, el vestido, el alojamiento, incluso para su seguridad y su salvación, y le obedece como a su propio Padre.

El Espíritu Santo le confía el cuidado y la custodia de su Esposa inmaculada y de su fecunda virginidad, y quiere que María le esté sujeta en todo.

¿Se puede imaginar una mayor dignidad, mayores privilegios?

Pero, lo que realza el privilegio de la elección de San José es que, según los modos y consejos admirables de la Providencia, estuvo acompañada de innumerables gracias totalmente singulares, a fin de que fuera digno y capaz de cumplir una misión tan divina.

De tal manera, después de María Santísima, no hay creatura alguna tan adornada en dones y favores celestes como San José.

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Respecto de los privilegios de San José durante su vida, ¿quién podrá destacarlos convenientemente?

San José, destinado a vivir tanto tiempo en compañía de la más Santa de las criaturas y del mismo Hijo de Dios…, después de María es el que más disfrutó de la presencia y compañía del Verbo Encarnado.

Consideramos felices a los pastores de Belén y a los Reyes Magos por haber podido pasar unos momentos a los pies de Jesús; al santo anciano Simeón, por haberlo llevado en sus brazos, en el templo; los Apóstoles, de haber podido escucharlo y seguir sus pasos durante tres años… Pero, ¿cómo concebir la complacencia de San José, que vivió en su intimidad durante treinta años?

Y qué honor para él el haberle prestado tantos servicios, sea exiliado en Egipto, luego en Nazaret, donde con su trabajo, sus vigilias, proveyó a la subsistencia de Jesús y de María…

¿A quién, sino a San José, podría haberle dicho el Salvador del mundo: Tú eres quien me salvó, me guardó, me alimentó… Te debo mi vida…

Pero también, ¡con qué inefables favores fue recompensado San José por Jesús y María, a cambio de tantos servicios! ¡Qué alegría para él oír a Jesús llamarlo con el dulce nombre de padre! ¡Con qué amor lo miraba y meditaba en sus más pequeñas palabras y acciones! ¡Con qué fervor le adoraba en el trabajo, en las comidas, a todas horas!… Pero especialmente de noche, mientras su Jesús dormía, San José velaba ante su cuna, como un serafín todo ardiendo de amor…

Podemos decir que esos treinta años pasados en la intimidad de Jesús, y tan bien empleados en adorarlo, en amarlo y en servirlo, transformaron, para San José, su humilde morada en un paraíso anticipado.

Por lo tanto, no es sin razón que podemos afirmar que, después de María, ninguna criatura fue jamás más privilegiada que él, aquí abajo.

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Habiendo sido tan privilegiado en vida, San José debía serlo también en la muerte. Se sometió a esta ley común, pero ¡cuánto se dulcificó para San José!… En efecto, Nuestro Señor no quiso que ella tuviera por este Padre tan devoto ninguna de las angustias, temores y amarguras que ella tiene por la mayoría de los demás mortales.

En primer lugar, bien podemos pensar que Jesús previno a San José de que la hora de su muerte estaba cercana, y que le ayudó a prepararse, suscitando en su corazón sentimientos de perfecta sumisión al beneplácito de Dios, así como de gratitud y amor por todos sus beneficios, y especialmente por la gracia inefable que le había dado de ver al Salvador y ser su guardián y su padre…

San José no murió de enfermedad ni de vejez, sino de amor…; fue el exceso de sus transportes de gratitud y de amor lo que consumió su vida.

Llegado el momento fijado por Dios, Jesús y María estaban cerca de él; María prodigándole sus cuidados, y Jesús consolándolo y mostrándole el Cielo, donde le esperaba la corona, tan merecida por su fidelidad y su caridad.

Cada palabra de Jesús era como un dardo de fuego que incendiaba el corazón del piadoso moribundo, y consumía en él lo que quedaba de lo perecedero…

Finalmente, en medio de este ardor celestial, durmió el sueño bendito de los Justos, y entregó su alma a Jesús, quien la bendijo y la encomendó a su Padre…

¡Oh muerte preciosa y verdaderamente envidiable!… Por eso es el Patrono de la Santa Muerte.

¿Quién de nosotros no querría morir como San José, asistido por Jesús y María? De nosotros depende merecer este favor… Tengamos una especial devoción a San José, pidiéndole que nos ayude a amar a Jesús y a María con todo nuestro corazón, para que también nosotros merezcamos su asistencia en ese momento supremo, del que dependerá nuestra eternidad.

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En cuanto a los privilegios de San José en el Cielo, varios Doctores creen que San José estuvo entre el número de los Santos que resucitaron el Viernes Santo, y que el día de la Ascensión lo siguió al Cielo en cuerpo y alma. Esta es la opinión, entre otros, de San Francisco de Sales.

Sea lo que sea de esta creencia, podemos estar seguros de que, después de María Santísima, San José ha sido privilegiado y lleno de gracias. Igualmente, como ningún Santo ha sido más semejante a Cristo, por sus cualidades naturales, por sus virtudes heroicas, y por los sufrimientos soportados por Él, así tampoco nadie ha de compartir más de su gloria en el Cielo.

Es justo que Jesús, ahora, le demuestre su gratitud, compartiendo con Él, más que con cualquier otro Santo, su poder soberano. Por eso la Iglesia nos asegura que San José es, junto con María Mediadora, el Tesorero y Dispensador de las gracias y favores celestiales, y nos invita a recurrir a él, con la más firme y plena confianza en todas nuestras necesidades espirituales y temporales.

Honremos, pues, con todo nuestro corazón a San José; recurramos a Él con la confianza más filial y completa; roguémosle que nos ayude a ser fieles para servir y amar a Jesús y a María como Él.

Y que nosotros, por su intercesión, obtengamos también morir en sus brazos, para participar de su gloria y de su eterna bienaventuranza en el Cielo.

Como el faraón decía a su pueblo, así nos dice la Santa Iglesia: Ite ad Joseph

¡Oh grande y amado San José!, que tan privilegiado has sido en tu elección, en toda tu vida, y en tu preciosa muerte; ¡Oh Tú!, que eres tan elevado y tan poderoso en el Cielo, ten piedad de nosotros, pobres pecadores, protégenos, ayúdanos a ser más fieles a las gracias de Dios, a servir mejor a Jesús y a María aquí abajo, y a merecer una santa muerte, que nos pondrá en posesión de la felicidad del Paraíso por toda la eternidad.