DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA
Y tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía. Y aconteció que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.
Con este Domingo de Quincuagésima, estamos ya a las mismas puertas de la Santa Cuaresma. Durante la Septuagésima, la Iglesia nos ha preparado para ella en tres etapas. En las lecciones de Maitines, del Santo Breviario, nos ha presentado tres grandes figuras del Antiguo Testamento: Adán, Noé y Abrahán.
Adán, responsable del primer pecado, es, al mismo tiempo, el tipo o figura del nuevo Adán, Cristo.
Noé, salvado en el Arca, es el símbolo de la humanidad redimida, rescatada por el agua del Bautismo, en el Arca de la Iglesia.
Abrahán, que no dudó en sacrificar a su hijo Isaac sobre el monte Moria, es un símbolo de la inmolación de Cristo sobre el Calvario.
Asimismo, tres ideas fundamentales dominan en los tres Evangelios de estos Domingos:
— la invitación de Dios a trabajar en la viña del alma (Domingo de Septuagésima);
— la acción de Dios en su Iglesia, arrojando la semilla de su palabra y de su gracia, para que produzca copioso fruto (Domingo de Sexagésima);
— y el fin o la intención de esta acción divina: la iluminación, por el Santo Sacramento del Bautismo, como anticipo de la futura iluminación, es decir, de la eterna glorificación en la Pascua del Cielo.
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En el Evangelio de hoy la Santa Liturgia nos descubre primero el misterio de la próxima Cuaresma y de la Pascua: He aquí que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo escrito por los Profetas acerca del Hijo del Hombre, pues será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y, después que le hayan azotado, le matarán, y al tercer día resucitará.
Los Apóstoles no comprenden estas palabras del Cristo paciente…; y, sin embargo, se ponen animosamente al lado del amado Maestro y suben con Él a Jerusalén.
¡Unámonos, en el Santo Sacrificio, al Sumo Sacerdote Cristo!, y sigamos firmes la ruta que Él nos traza: por la lucha y el dolor, a la victoria de la resurrección; por la muerte de cada día, a la inmortal vida de la Pascua eterna.
Llenos de confianza, marchemos también nosotros, con la Santa Iglesia, al combate que nos exige la Santa Cuaresma, al combate contra nuestro hombre viejo, contra las pasiones, contra las seducciones del mundo y del infierno.
Resistir, mortificarse, vencerse enérgicamente, luchar heroicamente: he aquí la tarea de la Cuaresma. Pero esta tarea, este trabajo hay que ejecutarlo con espíritu recto, con espíritu de amor.
¿Qué valen todas las acciones y ciencias, todos los dolores y sacrificios sin la caridad? Por eso, el Apóstol entona hoy en la Epístola, un sublime cántico a la caridad.
La caridad es quien empujó a Jesús hacia Jerusalén, para inmolarse por nosotros. Ella es quien le impulsa ahora mismo, en el Santo Sacrificio, a derramar sobre nosotros misericordiosamente los frutos de su muerte redentora.
La caridad nos obliga también a nosotros a marchar con Jesús, a sacrificarnos con Él, a darlo todo, cuerpo y alma, tiempo y salud, todo el corazón con sus inclinaciones y apegos. Hagamos, pues, nuestra ofrenda en unión con el Salvador que se inmola. Estemos dispuestos a correr su misma suerte, a ser escarnecidos y azotados, a ir incluso a la muerte con Él.
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Lucha y trabajos: he aquí el patrimonio de Cristo y de su Iglesia. He aquí también nuestra herencia.
Sabemos que, de nosotros mismos, no podemos esperar más que fracasos y decepciones; pero en nuestra debilidad reside nuestra fuerza. Cuanto más nos humillemos por nuestra insuficiencia y pongamos en el Señor toda nuestra confianza, tanto más seguramente venceremos. Esperemos de Él fortaleza y victoria. Acudamos hoy al Señor, como el ciego del Evangelio.
Jesús es realmente el Salvador, poderoso y siempre dispuesto a remediar la pobreza y miseria de los hombres; pero antes exige fe y confianza absoluta en Él.
En nuestra flaqueza está nuestra fuerza; ella nos obliga a refugiarnos en Jesús, a entregarnos totalmente en manos del Señor y a dejarnos conducir por Él.
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El Señor marcha hacia su pasión y muerte con una austeridad llena de calma, con una santa virilidad. Sus discípulos marchan a su lado… Son todos una misma cosa con Él… He aquí que subimos hacia Jerusalén, a la Semana Santa, a la Pasión, a la Pascua.
Y en cada Misa vuelve a repetirse la verdad de estas palabras: He aquí que subimos hacia Jerusalén, a la cima del Calvario, para vivir allí, con el Señor, su pasión y muerte y su resurrección.
Toda nuestra vida cristiana no es, en realidad, más que un continuo: He aquí que subimos hacia Jerusalén, para recorrer, con el Señor, su Vía Dolorosa.
Morir para vivir… Si compartimos sus dolores, también participaremos de su gloria…
Así, con esta claridad, nos señala la Sagrada Liturgia la ruta que hemos de seguir en la próxima Cuaresma.
Ella desvanecerá todas nuestras ilusiones y todas nuestras dudas… Nos señalará claramente nuestro camino; He aquí que subimos hacia Jerusalén, para padecer y morir con el Señor, a fin de resucitar, más tarde, en la gloria eterna.
¡Por la lucha, a la victoria! ¡Que no sean estas palabras un mero sonido!
Ya van tres años que los Apóstoles siguen al Señor, que les ha enseñado, les ha puesto ante sus ojos la vida del Hijo de Dios humanado, una vida de humildad, de paciencia, de sufrimientos…
Y, sin embargo, ellos persisten todavía en su mentalidad humana. Sus esperanzas giran en torno a un héroe nacional, que les liberte del poderío romano y funde un nuevo reino judío… Y ellos sueñan con acapararse los primeros puestos y los cargos más elevados en el nuevo reinado…
Ellos no entendieron nada de lo que el Señor les predicó acerca del Reino de Dios, que no es de este mundo, que no se basa en el poderío y en las grandezas políticas y nacionales, sino solamente en la cruz y en el dolor.
iQué ciegos están todavía, a pesar de haber permanecido en tan largo contacto con la Luz que vino a este mundo!
¡Tan difíciles son de comprender, aun para el hombre piadoso, las palabras dolor, sufrimiento, humillación!
Los ciegos para comprender la Cruz del Señor, somos nosotros mismos.
Ahora marchamos hacia la Santa Cuaresma, nos dirigimos hacia el Viernes Santo, camino de la Cruz.
La Iglesia está afligida y lamenta en gran manera el que los cristianos de hoy hayamos perdido casi por completo el sentido del sacrificio.
Dejamos que el Señor ande solo su camino de cruz, su Via Crucis. Le suplicamos que nos dispense de la penosa obligación de acompañarle.
Admiramos y celebramos a los héroes amantes de la Cruz y del sacrificio, a los santos mártires, a los grandes Santos de la Iglesia… Sin embargo, nos esforzamos muy poco por imitar sus sentimientos heroicos, su amor a la Cruz.
Los cristianos modernos hemos olvidado el apreciar y amar la Cruz.
Los Apóstoles no entendieron nada de lo que Jesús les dijo… ¡Tampoco nosotros, bautizados, católicos, sacerdotes, simples feligreses…!
¡Señor, que vea! Así nos hace suplicar la Iglesia en la santa Misa, junto con Bartimeo, hijo del miedo…
¡Señor, que veamos! ¡Haznos comprender que no hay salvación posible fuera de la participación en tu Cruz, fuera de la imitación del Crucificado!
Haznos ver que la mortificación y la renuncia a sí mismo son la verdadera ley de los auténticos servidores de Dios, la marca de tus fieles imitadores.
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Cuanto más parte se tome en las aflicciones de Nuestro Señor, tanto más se crecerá en la vida de Cristo.
Con esta convicción entra la Santa Iglesia en la Santa Cuaresma.
He aquí el tiempo de la gracia, he aquí el día la salvación… Así dice la Epístola del Primer Domingo de Cuaresma.
Con la expresión el tiempo de la gracia, la Iglesia alude al Año Jubilar de los antiguos israelitas. Cada cincuenta años tenía lugar un año de perdón general; se perdonaban todas las deudas contraídas durante los años anteriores, todos los esclavos israelitas eran puestos en libertad, las posesiones vendidas tornaban otra vez a las manos de sus antiguos dueños, cesaban todas las labores del campo, se vivía de lo cosechado en el año anterior.
Esto era el año de franquicia, el Año Jubilar.
Con ello se trataba de inculcar la idea de que Dios es el único y verdadero Señor de todos los bienes de la tierra, y a Él le toca disponer de ellos como mejor le plazca.
Se trataba de recordar al pueblo de Dios su obligación de entregarse totalmente al servicio divino, de vivir en una constante alabanza y glorificación de Dios, de su Señor.
Se quería recordar que la primera preocupación del pueblo escogido debía ser la de vivir para Dios, y que la preocupación por las cosas terrenas debía ocupar el último plano.
El Año Jubilar era un símbolo de la restitución de todas las cosas, de la liberación final. Era, al mismo tiempo, una imagen de los tiempos de la salvación mesiánica.
He aquí el tiempo de la gracia, he aquí el día de la salud, el Año del perdón, el Año Jubilar.
La Iglesia sabe muy bien que no todos sus hijos son capaces de elevarse hasta esta altura. Viven todavía muy apegados al mundo, conservan su mentalidad, sus aspiraciones, sus preocupaciones desordenadas por los valores temporales.
Por eso se nos proporciona la Santa Cuaresma, este santo tiempo de purificación y de limpieza.
Entremos en estos santos días con la misma convicción, con la misma intención de la Iglesia y de su Liturgia.
Lavemos las manchas y el polvo del pecado y de todo apego desordenado a lo terreno, a lo temporal, a lo mundano.
Sacrifiquemos todo lo que pueda impedirnos subir hasta la cima de la vida cristiana.
Esta renuncia nos costará muchos trabajos, luchas y sacrificios.
Unámonos al Señor en su vida de renuncias, de luchas y sufrimientos, convencidos de que Él, la Cabeza, vencerá también en nosotros, sus miembros.
Cuanto más íntimamente nos unamos a Él, tanto más seguros estaremos de participar después, en Pascua, de su glorificación, de su nueva vida.
Entonces consagraremos nuestra vida a Dios como resucitados, como hombres nuevos, «en el año de gracia del Señor».
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Resumiendo, tres grandes ideas dominan a lo largo de la liturgia de Cuaresma: la Pasión y Resurrección de Cristo, el Bautismo y la Penitencia.
Reproduzcamos, pues, en nosotros la vida de Cristo, condenado inocentemente, ultrajado, perseguido y entregado a la muerte.
Tomemos, con Él, sobre nuestras espaldas los trabajos, sacrificios, humillaciones y dolores de estas semanas de Cuaresma.
Conducidos de la mano por la admirable Liturgia Cuaresmal, hagamos revivir en nosotros el recuerdo de la gracia y el de nuestro Santo Bautismo, y renovemos el renuncio, así como el creo, que entonces pronunciamos.
Coloquémonos en espíritu entre las filas de los penitentes y hagamos también nosotros penitencia, expiando así nuestros muchos pecados y negligencias.
Retirémonos del mundo y entreguémonos a una vida de oración, de recogimiento, de santas lecturas, de íntimo trato con Dios.
Siguiendo una costumbre apostólica, observemos el Ayuno Cuadragesimal, que Dios se ha dignado inspirar y conceder a su Iglesia a lo largo de cuarenta días.
Usemos, pues, con moderación de las palabras, de la comida y bebida; cercenemos nuestras horas de sueño y de juego, y pasemos nuestras noches vigilantes.
Pidamos al Señor: Tú, que nos das este tiempo de gracia, concédenos también un corazón arrepentido; para que, purificado con lágrimas de penitencia e inflamado de amor, se consagre a Ti.