DOMINGO DE SEXAGÉSIMA
Y como hubiese concurrido un crecido número de pueblo, y acudiesen solícitos a Él de las ciudades, les dijo por semejanza: Salió el que siembra, a sembrar su simiente. Y al sembrarla, una parte cayó junto al camino y fue hollada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre piedra; y cuando fue nacida, se secó, porque no tenía humedad. Y otra cayó entre espinas, y las espinas que nacieron con ella la ahogaron. Y otra cayó en buena tierra; y nació, y dio fruto a ciento por uno. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tiene oídos para oír, oiga. Sus discípulos le preguntaban qué parábola era ésta. Él les dijo: A vosotros es dado el saber el misterio del reino de Dios, mas a los otros por parábolas; para que viendo no vean y oyendo no entiendan. Es, pues, esta parábola: La simiente es la palabra de Dios. Y los que están junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo, y quita la palabra del corazón de ellos, porque no se salven creyendo. Mas los que sobre la piedra, son los que reciben con gozo la palabra, cuando la oyeron; y éstos no tienen raíces; porque a tiempo creen, y en el tiempo de la tentación vuelven atrás. Y la que cayó entre espinas, estos son los que la oyeron, pero después en lo sucesivo quedan ahogados de los afanes, y de las riquezas, y deleites de esta vida, y no llevan fruto. Mas la que cayó en buena tierra; estos son, los que, oyendo la palabra con corazón bueno y muy sano, la retienen, y llevan fruto con paciencia.
En la antigüedad, la iglesia estacional de este Domingo de Sexagésima era la Basílica de San Pablo, el viril luchador, tal como nos lo muestra la Epístola de hoy.
Él es el portavoz de toda la Iglesia, congregada en torno suyo. Las necesidades de la Iglesia son sus propias necesidades; las aflicciones y súplicas de la Iglesia son sus angustias y ruegos. Todas las amarguras y dificultades que experimenta la Iglesia, las vivió él primero, y quiere que hoy nos asociemos y participemos de su lucha.
Y debemos hacerlo especialmente en estos días de continuo y desenfrenado carnaval, de bailes y danzas, en estos días de crudo materialismo, de superficial cultura humana…, pagana más precisamente…, con todas sus lacras, con todas sus ideas tan extrañas al espíritu de Dios y de Jesucristo, en estos días de pavorosa propaganda atea…
Para que sus hijos entren dentro de sí mismos y puedan comprender el lenguaje de San Pablo, la Iglesia nos reúne hoy simbólicamente en torno a su tumba, para orar allí y ofrecer el Santo Sacrificio.
He aquí lo que nos predica la Iglesia: el que ha jurado fidelidad a Cristo, debe estar dispuesto a soportar toda clase de amarguras y sufrimientos, a entablar animosamente por Cristo todo género de combates.
No son los placeres terrenos los que conducen a Cristo, sino la renuncia, las penas, la paciencia en los dolores, la fortaleza en las tribulaciones y la inquebrantable confianza en la virtud de la gracia sobrenatural.
¿Qué sería Pablo sin sus tribulaciones, sin sus cadenas, sin mi martirio? Pero también, ¿qué sería sin la gracia, sin la omnipotente ayuda de lo alto?
Sin embargo, la gracia sola no basta. Requiere también un terreno propicio, una tierra como la del alma de San Pablo.
Si la semilla sobrenatural, que ilumina el entendimiento y excita la voluntad, cae sobre el camino, será pisoteada; si cae entre piedras, no podrá echar raíces, porque le faltará jugo; si cae entre espinas, será sofocada por las malas hierbas.
En cambio, si la semilla de la gracia cayere en una tierra buena, producirá fruto copioso.
¡Cuántos hay, entre los hijos de la Iglesia, que están nadando continuamente en un mar de gracias y que, sin embargo, no producen ningún fruto! ¿De quién es la culpa? ¿De la semilla de la gracia? No; del mal suelo, de la mala tierra.
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San Pablo es un tipo acabado de la Iglesia, probado con toda clase de dolores y humillaciones; pero, al mismo tiempo, inundado de la fortaleza de Cristo. Porque la virtud de Cristo se perfecciona en la debilidad de los hombres.
La Epístola de hoy nos pinta el retrato de Jesucristo, hecho débil en su Iglesia, en sus Apóstoles, sus sacerdotes y sus verdaderos fieles, que luchan y sufren constantemente sobre la tierra.
Soportó San Pablo muchos trabajos, cárceles sin cuento, malos tratos a cada paso, peligros de ladrones, peligros de su pueblo, peligros de los gentiles, peligros de los falsos hermanos, trabajos, miserias, vigilias, hambre, sed, fríos, calores.
Por iguales senderos transcurre la vida de la Iglesia.
En lo exterior, una interminable serie de oposiciones, calumnias, persecuciones, opresiones y desprecios…
En lo interior, fragilidades, pecados, escándalos, amargas experiencias con muchos de sus sacerdotes, de sus religiosos, de los casados, de los jóvenes, incluso de los niños…; injustas y amargas críticas, desprecios, mundanidad y corrupción moral por parte de sus mismos hijos…
Estos son los dolores y las luchas de la Iglesia y de sus hijos sobre la tierra. Todo ello es obra de Dios. Son pruebas divinas.
Con los dolores y miserias, con las tentaciones y persecuciones humillantes de la vida interior y exterior, la tierra del alma cristiana es conturbada y lacerada.
¡Obra de Dios! Él toma al alma con su robusta mano y la sacude y la hace temblar, hasta obligarla a entrar dentro de sí misma y comprender su propia nada, su absoluta impotencia.
Ahora ya reconoce, confiesa y publica su pobreza y su indignidad, su fragilidad y su miseria.
Ahora la tierra del alma ya está preparada para recibir la buena semilla de la gracia.
Ya no confía nada en sí misma, sino que todo lo espera de Dios, de la gracia, del amor de su Salvador.
La semilla que el Señor ha purificado en ella de este modo, que ha sembrado en esta alma quebrantada, cae en buena tierra.
El alma la recibe, la guarda en un buen corazón, en un corazón óptimo, y produce fruto en paciencia.
En la debilidad del hombre se perfecciona la virtud de Cristo.
La mejor disposición, para alcanzar la virtud y la gracia de Cristo, consiste en la humildad con que el alma reconoce, confiesa y publica su propia debilidad, su miseria, su pecabilidad, su impotencia, su nulidad; en la humildad con que acepta todas las tribulaciones y pruebas, como venidas de la mano de Dios.
Cuanto más se deje sacudir y quebrantar por Dios, cuanto más alegremente soporte sus penas y dolores, tanto más echará raíces y producirá fruto en ella la semilla de la virtud y de la vida de Cristo.
Por eso agradecen al Señor, la Iglesia y toda verdadera alma cristiana, las pruebas que Él quiere enviarles.
Siempre será verdad que la salvación está en la Cruz. Nada tan eficaz y fecundo en la vida espiritual como el dolor. La liturgia del Domingo de Sexagésima nos convence de ello.
El Señor prueba a su Iglesia y al alma en la adversidad, porque las quiere bien, porque las ama. Es su amor quien le impulsa, quien le fuerza a obrar así. Lo hace para desarrollar de ese modo, para perfeccionar y hacer fecunda la vida de la Iglesia y de cada alma.
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El divino Sembrador arroja su semilla a manos llenas. ¿Está el suelo preparado?
La parábola nos indica tres clases de tierra en que la semilla se desperdicia, no fructifica…
Otros años me he detenido a comentar y desarrollar cada uno de estos casos. Hoy quiero llamar la atención sobre uno de los mayores obstáculos para progresar en la santificación: el pecado venial voluntario, consciente y plenamente deliberado…
En efecto, es él el que malea la tierra del alma, de modo que ella no pueda producir ningún fruto.
El pecado venial es una transgresión leve de la divina ley, por la que el pecador sólo falta levemente a alguno de los deberes con Dios, con el prójimo o consigo mismo.
A diferencia del pecado mortal, se trata de una simple desviación, no de una total aversión del último fin; es una enfermedad, no la muerte del alma.
El pecador que comete un pecado mortal es como el viajero que, pretendiendo llegar a un punto determinado, se pone de pronto completamente de espaldas a él y empieza a caminar en sentido contrario.
El que comete un pecado venial, en cambio, se limita a hacer un rodeo o desviación del recto camino, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto adonde se encamina.
Se distinguen tres clases de pecados veniales:
a) Por su propio género, o sea los que por su misma naturaleza no envuelven sino un leve desorden o desviación (por ejemplo, una pequeña mentira sin perjuicio para nadie).
b) Por parvedad de materia, o sea aquellos pecados que de suyo están gravemente prohibidos, pero que, por la pequeñez de la materia, no envuelven sino un ligero desorden (por ejemplo, el robo de una pequeña moneda).
c) Por la imperfección del acto, o sea cuando faltan la plena advertencia o el pleno consentimiento en materias que con ellos serían de suyo graves (son semiadvertidos o semideliberados).
Sin embargo, un pecado venial podría convertirse en mortal por varios capítulos:
a) Por conciencia errónea acerca de la gravedad de una acción que se ejecuta temerariamente.
b) Por su fin gravemente malo (como el que injuria levemente al prójimo con el fin de hacerle pronunciar una blasfemia).
c) Por peligro próximo de caer en pecado mortal si comete el venial (como el que se deja llevar un poco de la ira sabiendo que suele acabar injuriando gravemente al prójimo).
d) Por escándalo grave que ocasionará (como un sacerdote que por simple curiosidad entrase en plena fiesta en una sala de baile de mala fama).
e) Por desprecio formal de una ley que obliga levemente.
f) Por acumulación de materia que puede llegar a ser grave (por ejemplo, el que comete varios hurtos pequeños hasta llegar a materia grave: en el último comete pecado mortal; y ya en el primero si tenía intención de llegar poco a poco a la cantidad grave).
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Es necesario tener bien en cuenta que el pecado venial es un mal de importancia, pues constituye, de suyo, una verdadera ofensa contra Dios, una desobediencia voluntaria a sus leyes santísimas y una grandísima ingratitud a sus inmensos beneficios.
Se nos pone delante, de un lado, la voluntad de Dios y su gloria, y de otro, nuestros gustos y caprichos, y preferimos voluntariamente estos últimos.
Es cierto que no los preferiríamos si supiéramos que nos iban a apartar radicalmente de Dios (y en esto se distingue el pecado venial del mortal); pero es indudable que la falta de respeto y de delicadeza para con Dios es de suyo grandísima aun en el pecado venial.
Tan grave es, en efecto, la malicia de un pecado venial en cuanto ofensa de Dios, que no debería cometerse, aunque con él pudiéramos sacar todas las almas del Purgatorio y aun extinguir para siempre las llamas del Infierno.
Con todo, hay que distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad, cometidos por sorpresa o con poca advertencia y deliberación, y los que se cometen fríamente, dándose perfecta cuenta de que con ello se desagrada a Dios.
Los primeros nunca los podremos evitar del todo y Dios, que conoce muy bien el barro de que estamos hechos, se apiada fácilmente de nosotros. Lo único que cabe hacer con relación a esas faltas de pura fragilidad y flaqueza es tratar de disminuir su número hasta donde sea posible y evitar el desaliento, que sería fatal para el adelanto en la perfección y que supone siempre un fondo de amor propio más o menos disimulado.
Escuchemos sobre este punto a San Francisco de Sales:
“Aunque es razón sentir disgusto y pesar de haber cometido algunas faltas, no ha de ser este disgusto agrio, enfadoso, picante y colérico; y así es gran defecto el de aquellos que, en viéndose encolerizados, se impacientan de su impaciencia misma y se enfadan de su mismo enfado… Así como a un hijo le hacen más fuerza las reconvenciones dulces y cordiales de su padre, que no sus iras y enfados, así también, si nosotros reprendemos a nuestro corazón cuando comete alguna falta con suaves y pacíficas reconvenciones, usando más de compasión que de enojo y animándole a la enmienda, conseguiremos que conciba un arrepentimiento mucho más profundo y penetrante que el que pudiera concebir entre el resentimiento, la ira y la turbación… Cuando cayere, pues, tu corazón, levántale suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el conocimiento de tu miseria, sin admirarte de tu caída; pues ¿qué extraño es que la enfermedad sea enferma, y la flaqueza flaca, y la miseria miserable? Pero, sin embargo, detesta de todo corazón la ofensa que has hecho a Dios y, llena de ánimo y de confianza en su misericordia, vuelve a emprender el ejercicio de aquella virtud que has abandonado”.
Haciéndolo así, reaccionando prontamente contra esas faltas de fragilidad con un arrepentimiento profundo, pero lleno de mansedumbre, de humildad y confianza en la misericordia del Señor, apenas dejan huella en el alma y no representan un obstáculo serio en el camino de nuestra santificación.
Pero cuando los pecados veniales se cometen fríamente, dándose perfecta cuenta, con plena advertencia y deliberación, representan un obstáculo insuperable para el perfeccionamiento del alma.
Esos pecados cometidos con tanta indelicadeza y desenfado contristan al Espíritu Santo, como dice San Pablo, y paralizan por completo su actuación santificadora en el alma.
Siguen siendo pecados que influyen en el alma del cristiano, de modo que su poca atención puede deformar permanentemente la conciencia.
No hacer gran caso del pecado venial sería engaño grandísimo, ya porque el pecado venial siempre contiene alguna ofensa de Dios, ya por los daños no pequeños que acarrea al alma.
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Nos ayudará todavía a comprender la malicia del pecado venial deliberado la consideración de los lamentables efectos que trae consigo en esta vida y en la otra. En efecto, las principales consecuencias del pecado venial cometido con frecuencia y deliberadamente son:
– Debilita y entibia la caridad.
– Es un alejamiento de Dios, de su amistad, la pérdida de su intimidad en el mismo grado del pecado.
– Nos priva de inmensas gracias.
– Aumenta las dificultades para la práctica de la virtud.
– Predispone al pecado mortal.
– Nos hace merecedores de grandes penas temporales en este mundo y en el otro.
Todo pecado, además de la culpa, lleva consigo un reato de pena, que hay que satisfacer en esta vida o en la otra. El reato de pena procedente de los pecados mortales ya perdonados en cuanto a la culpa y el de los veniales perdonados o no en esta vida: he ahí el combustible que alimenta el fuego del purgatorio.
– El alma tendrá en el Cielo una gloria menor de la que hubiera podido alcanzar con un poco más de cuidado y fidelidad a la gracia y, lo que es infinitamente más lamentable todavía, glorificará menos a Dios por toda la eternidad.
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Hay muchas personas piadosas que no se levantan con decisión, que no se arrepienten seriamente, que no luchan virilmente contra sí mismas y no se hacen mejores. Conocen sus faltas y se lamentan de ellas; sin embargo, no se arrepienten seriamente y no ponen los verdaderos medios para evitarlas.
La semilla es perfectamente buena; pero cae en mala tierra… Tibieza, indiferencia para con los pecados veniales, para con esas «pequeñeces».
¿Podrá echar raíces? Es un alma sujeta a pecados veniales habituales, que vive en constante estado de relajación e indiferencia, que desprecia la gracia a cada instante, que está totalmente entregada a sí misma y a las criaturas, que resiste al Espíritu Santo.
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El Tiempo Litúrgico de Septuagésima nos prepara para la Cuaresma. Este es el mejor tiempo para romper de una vez por todas con el pecado venial habitual.
¿Quién impide que la semilla divina fructifique en nosotros?
¿Es acaso nuestro no domado egoísmo, que rehúye toda mortificación?
¿Es nuestra vanidad, que no tolera la menor contradicción?
¿Es nuestra propia estima, que envenena todas nuestras buenas obras?
¿Es alguna afición desordenada y habitual, algún secreto impulso de una pasión, al que no queremos resistir virilmente?
¿Es algún defecto de nuestro temperamento, que no queremos mortificar y mejorar?
¿Es nuestro abandono de la oración? ¿Es porque la hacemos demasiado aprisa y sin atención?
Quiera el Señor darnos luz, para que conozcamos el pecado venial habitual, que tiene encadenada nuestra alma y la hace infructuosa.
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Estamos ante la tumba de San Pablo. Unámonos a él, alegrémonos de estar reunidos en torno suyo, y dejémonos inundar y saturar de su espíritu. Seamos, como lo fue él, una buena tierra para la semilla que el divino Sembrador ha arrojado con tan pródiga mano sobre nuestra alma.
Tenemos, todavía que mejorarnos mucho, si queremos que la semilla dé copioso fruto en nosotros. Ante todo, tenemos que preparar el terreno. ¿Cómo? Despejando de obstáculos el camino… Haciendo desaparecer nuestra disipación, nuestra indiferencia y, sobre todo, nuestras aficiones desordenadas y nuestras excesivas e inútiles preocupaciones de todo género.
Oraciones:
Oh Dios, que ves que no confiamos en ninguna de nuestras propias obras; concede propicio que, con la protección del Doctor de las naciones, seamos fortalecidos contra toda adversidad.
Haz, Señor, que el Sacrificio que te ofrecemos nos vivifique siempre y fortalezca.
Te suplicamos humildemente, Dios Todopoderoso, concedas que te sirvan con una conducta a Ti agradable los que alimentas con tus Sacramentos.
Te suplicamos, Señor, ilumines nuestro espíritu con la luz de tu claridad, para que veamos lo que debemos practicar y practiquemos lo que es justo.