PADRE JUAN CARLOS CERIANI: FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA 2020

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

Con ocasión de esta Fiesta de la Sagrada Familia, quisiera que la homilía sirviese a todos aquellos que ya han abrazado la vida matrimonial, así como también a los jóvenes que se preparan para formar un hogar.

Pues bien, para unos y otros, es necesario recordar, ante todo, que el Sacramento del Matrimonio es signo eficaz de los desposorios de Cristo con su Iglesia. Ahora bien, dicha boda se llevó a cabo sobre la Cruz; del costado abierto de Cristo «dormido» en la Cruz, cual otro Adán, nació la Iglesia, hueso de sus huesos y carne de su carne.

Las místicas bodas se celebraron sobre la Cruz; y la vida de la Iglesia, Esposa de Cristo, es vida de Cruz. Siempre el matrimonio cristiano, pero máxime hoy en día, debe ser celebrado con espíritu de Cruz, con espíritu de cruzados.

Decimos que con mayor razón en nuestros días porque, al abandonar el hombre la verdadera reli­gión, su doctrina y sus costumbres, el matrimonio ha sido degradado.

Por esto, abrazar, hoy, la vida matrimonial puede ser considerado como una vocación; como un llamado especial de Dios, a un hombre y a una mujer, para asumir las responsabilidades de ser, ante la sociedad apóstata moderna, signo de la unión de Cristo con su Iglesia.

San Pablo, escribiendo a los Efesios y a los Colosenses, resume las obligaciones mutuas de la esposa y del esposo:

Las mujeres sujétense a sus maridos como al Señor, porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo cabeza de la Iglesia, salvador de su cuerpo. Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo.

Maridos, amad a vuestras mujeres, y no las tratéis con aspereza, como Cristo ama a la Iglesia y se entregó Él mismo por ella, para santificarla, purificándola con la palabra en el baño del agua, a fin de presentarla delante de Sí mismo como Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así también los varones deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie jamás tuvo odio a su propia carne, sino que la sustenta y regala, como también Cristo a la Iglesia, puesto que somos miembros de su cuerpo. “A causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se adherirá a su mujer, y los dos serán una carne.” Este misterio es grande; mas yo lo digo en orden a Cristo y a la Iglesia. Con todo, también cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer a su vez reverencie al marido.

Tienen aquí material, sea para hacer un examen de conciencia los que ya han abrazado la vida matrimonial, sea para conocer en general lo que Dios exige a cada cónyuge.

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Ahora bien, respecto al matrimonio, así considerado, existe un problema fundamental, de base, de cimientos… Muchos de los que han abrazado la vida matrimonial, o están por hacerlo, han nacido y crecido con una concepción errada del amor, centrada en la belleza física, la afinidad, la simpatía… Lamentablemente no conocieron ni entienden otra manera de amar…

Y esto es debido a que el hombre no conoce a la mujer, y la mujer no conoce al hombre; luego, el hombre no entiende a la mujer, y la mujer no entiende al hombre. No se puede amar lo que no se conoce…

Y todo esto depende de un plan divino, el propuesto por Dios al crear al hombre y, luego, de él y para ser su ayuda, a la mujer; para encargarles una misión sagrada: Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Los bendijo Dios; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla”.

Entonces, desconociendo o despreciando este divino plan, siguiendo ese llamado de la naturaleza a unirse de todos modos, con o sin llamado especial de Dios, la mujer moderna pretende que el varón moderno sea igual a ella. El varón moderno, por su parte, toma en general uno de estos dos caminos: o se defiende de este concepto falso y antinatural, imponiendo malamente su poder; o bien se torna sumiso a los deseos de ella, perdiendo así lo propio.

En ambos casos la perfección de la unión queda desnaturalizada, aunque se trate de personas normales, hombre y mujer.

El matrimonio es signo eficaz de la unión de Cristo con su Iglesia… Ahora bien, la subordinación natural de la mujer al varón es de tal índole que, cuando ella no está compenetrada de principios morales fuertes y no ha alcanzado sazón de virtudes, el varón, si es persuasivo, puede conducirla tanto al bien como al mal.

Esta frase pertenece al Padre Petit de Murat, sobre ella volveremos más abajo, y ella indica lo más importante. Los principios morales deben estar asimilados en la mujer y, con mayor esmero, en el varón.

Ahora bien, los únicos principios morales que tienen un fundamento sólido y genuino son los católicos. Por tanto, sin Dios, sin catolicismo, no hay relaciones sanas posibles entre un hombre y una mujer.

¡Sin Dios, sin catolicismo, no hay relaciones sanas posibles entre un hombre y una mujer!

Y, una vez más, para los veteranos…, corregir lo que se pueda; para los novatos y aspirantes, conocer bien el plan de Dios…

Ahora bien, ¿cuáles son esos principios que fructifican en virtudes arraigadas?

Fray Mario José Petit de Murat nos los enseña magistralmente en el capítulo tercero de su libro El Buen Amor. De allí resumo lo fundamentalísimo, y remito a la publicación por separado que haremos el martes. Dice el Padre Petit de Murat:

¡Cómo está la humanidad! El hombre desconoce su grandeza, pisotea sus prerrogativas. ¡El hombre y la mujer ya no son hombre y mujer!

La última perfección, la especificante de la sustancia humana, lo racional, se suma a un género inmediato, el animal. Este género es doble: masculino y femenino.

En el varón y la mujer hay algo de común y algo de distinto.

Lo común: la mujer, ante todo, es criatura racional como el varón. Debe compenetrarse profundamente de esta verdad. Es ante todo una persona humana, y no la concupiscencia del hombre.

Lo distinto son las dotes, modales y aptitudes exclusivas de la mujer, cuyo conjunto constituye la femineidad.

Mujeres, ¡sean femeninas, no feministas! (esto es mío, pero considero que el Padre estaría de acuerdo conmigo).

El varón es ante todo racional y la mujer sobre todo intuitiva. La misión de aquel es conquistar el orden del Cielo para la tierra; la de la mujer absorberlo y meterlo en la red esencial del alma y la sangre.

Encontramos que hay diferencias con el varón, y diferencias esenciales.

No se trata de cualquier diferencia sino de una oposición de relación. Más aún, lo masculino y femenino, comportan una de las relaciones más íntimas que puedan darse, cual es la de complementación, complementación mutua, en toda la amplitud de la naturaleza. Se necesitan mutuamente.

La inteligencia del varón debe complementarse a la de la mujer y viceversa; cada una en aquel aspecto para el cual tiene aptitud que falta de alguna manera en la otra; otro tanto sucede con todas las otras facultades.

La investigación llevada a cabo arroja una importantísima conclusión: si bien la unidad de persona la tiene en la especie humana cada individuo, la de naturaleza en el orden operativo está integrada por la acción conjunta del varón y la mujer, ya en el orden general de la sociedad, ya en el particular del matrimonio.

¿Cuál es la misión propia del varón frente a la mujer y viceversa, en esa mutua y total complementación?

El hombre cumple su misión respecto del mundo sensible, mediante la mujer, o mejor, en la mujer. Esta es el engarce del hombre con la tierra. Mediante ella, él se infunde de manera concreta en la realidad telúrica.

La acción del varón en la mujer excede los términos de la mujer, y perfecciona o destruye al mundo sensible.

La racionalidad femenina es receptiva de la masculina: ella bebe en profundidad la expresión de éste cuando está animada de grandes verdades o, también, de mimetismos bien fraguados de las mismas.

Si él es un varón logrado, la mujer se embebe en su palabra, el razonamiento de ella cesa y, al fin, queda frente a aquél sólo una inteligencia desvelada, en profunda comprensión.

Hombres, ¡sean varones, varoniles, no mentecatos ni zanguangos! (esto también es mío, y el Padre habla de varones logrados). Y llegamos a la frase anticipada más arriba:

Esta subordinación es tal que cuando ella no está compenetrada de principios morales fuertes y no ha alcanzado sazón de virtudes, el varón si es persuasivo, puede conducirla tanto al bien como al mal.

La mujer, a su vez, injerta al hombre en la tierra; equilibra la tendencia de éste hacia lo universal y abstracto.

Distribuidas de esa manera las dotes humanas en la profundidad psíquica del varón y la mujer, ambos, si crecen en la verdad, se complementan del modo más estable en zonas anteriores al sexo.

Si crecen en la verdad, se complementan del modo más estable en zonas anteriores al sexo…

¿Todavía piensan en contraer matrimonio? ¿Qué lo contrajeron sin saber estas cosas? Los que me conocen desde hace más de treinta años, son testigos de que siempre aconsejé leer este libro, particularmente este capítulo… Sigamos.

Masculinidad y femineidad son modos entitativos, son géneros, no accidentes, que afectan a la sustancia humana en toda su extensión, entablando de esa manera complementación mutua y total entre varón y mujer.

Inteligencia e inteligencia; voluntad y voluntad; sensibilidad y sensibilidad; con todo su bagaje de facultades cognoscitivas, apetitos y pasiones, se llaman mutuamente en vocación de ser una sola cosa, no por confusión ni mezcla, no por dominio despótico de uno sobre otro; tampoco por inexplicables urgencias fisiológicas, sino por complementación por la cual ambos se nutren mutuamente con la aptitud que el otro no tiene.

La distribución de aptitudes es admirable. La inteligencia del varón es sobre todo racional y abstractiva; la de la mujer, intuitiva. Aquél, por tendencia natural, mira los principios y leyes que rigen el ser y el obrar; ésta aplica a las circunstancias concretas de las personas y las cosas las consecuencias de esos principios y leyes; incorpora al torrente de la vida, sin saberlo, lo que el varón ha adquirido o fraguado en su mente.

Una mutua vocación de esencias es la que llama a esa fusión interior, estable, sin orillas, cuando novios y esposos, movidos por verdadero amor total, logran encontrarse, el uno al otro, en el dilatado seno que llamamos alma.

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Si se comprende lo que llevamos dicho, y si se reflexiona seriamente sobre ello, se impone la importancia de la correcta elección del cónyuge. Al respecto, Pío XI, en su Encíclica Casti connubii, dice lo siguiente:

A la preparación próxima de un buen matrimonio pertenece de una manera especial la diligencia en la elección del consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad o la infelicidad del futuro matrimonio, ya que un cónyuge puede ser al otro de gran ayuda para llevar la vida conyugal cristianamente, o, por lo contrario, crearle serios peligros y dificultades. Para que no padezcan, pues, por toda la vida las consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los que deseen casarse antes de elegir la persona con la que han de convivir para siempre; y en esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del matrimonio: en orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a la sociedad humana y civil, que nace del matrimonio como de su propia fuente. Imploren con fervor el auxilio divino para que elijan según la prudencia cristiana, no llevados por el ímpetu ciego y sin freno de la pasión, ni solamente por razones de lucro o por otro motivo menos noble, sino guiados por un amor recto y verdadero y por un afecto leal hacia el futuro cónyuge, buscando en el matrimonio, precisamente, aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido.

También aconsejo la lectura meditada del libro Noviazgo y Felicidad de Pablo Eugenio Charbonneau, cuyo primer capítulo, El sentido del noviazgo, publicaremos el próximo lunes.

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Comencé diciendo que, con ocasión de esta Fiesta de la Sagrada Familia, quería que la homilía sirviese a todos aquellos que ya han abrazado la vida matrimonial, así como también a los jóvenes que se preparan para formar un hogar.

Aquellos que ya han abrazado la vida matrimonial… Pensemos…, algunos ya hace cincuenta años… en 1970…, con cuatro años de conciliábulo vaticanesco y en plena implantación de la misa bastarda montiniana… Los otros, con cuarenta, treinta, veinte, diez años…, con el agravamiento de los efectos delicuescentes que se siguieron de aquellas causas… A lo cual hay que sumar los ataques y los daños causados al matrimonio en el orden social por medio de leyes contra la naturaleza del matrimonio, así como también contra el mismo orden natural…

A los jóvenes que se preparan para formar un hogar… Por esto decía que abrazar, hoy, la vida matrimonial puede ser considerado como una vocación; como un llamado especial de Dios, a un hombre y a una mujer, para asumir las responsabilidades de ser, ante la sociedad apóstata moderna, signo de la unión de Cristo con su Iglesia.

Insisto, para lo que llevan diez o más años de vida matrimonial, se impone corregir lo que se pueda… Los otros, no cometer errores fatales…

Pues, cuando casi todos los hogares apostatan y corrompen las santas leyes del matrimonio; cuando el espíritu del mundo y el materialismo hacen pensar a los esposos sólo en los bienes de la tierra; cuando los medios de información, las artes, el derecho, las ciencias, la filosofía y hasta la misma teología socavan los cimientos de la sociedad familiar, entonces es cuando se comprende la importancia de edificar esos bastiones de cristiandad y esas fortalezas católicas, de defensa y de asalto, esas familias cristianas, que son inhóspitas trincheras del matrimonio católico, tal como lo quiso y quiere Dios.

Es en este contexto que los que fundan un hogar católico pronuncian, delante de Dios, de la Iglesia y de la sociedad, el consentimiento mutuo que los une para siempre en matrimonio…

Y los que, sin vislumbrar este contexto, o sin tenerlo en cuenta, ya lo han fundado, a pesar de todo, han de ser fieles a sus compromisos con Dios, con la Iglesia y con la sociedad…

Se trata de una grave responsabilidad… Y hoy, en los momentos trágicos que atraviesan la Iglesia y la sociedad, es más grave aún la responsabilidad de los que se acercan a la vida matrimonial…, y la de aquellos que aún sobreviven en ella…

En estos momentos de crisis, los que forman un hogar se comprometen, ante Dios, ante la Iglesia, ante lo que aún queda de Cristiandad, ante los restos de nuestras patrias otrora católicas, a ser genuinos varones y mujeres, verdaderos esposos católicos, auténticos padres cristianos.

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Los que acepten concertar su contrato matrimonial en estos momentos, han de hacerlo sabiendo que la revolución ha arrasado, como un temporal, con todo lo que constituye la vida simple de los hombres:

La vida familiar, ante todo. Lo único que queda son casas sin vida, sin autoridad paterna, sin amor cálido materno, sin vida religiosa…

Luego, la educación de los niños. La escuela está desierta, las salas de clase despojadas de educación y cultura, la autoridad de los maestros rebajada…

La vida del trabajo también. Han diezmado el vigor de las corporaciones, de las asociaciones de obreros, de artesanos y de profesionales; no existe ni organización de las labores ni la ayuda mutua…

Del mismo modo la vida política. El municipio atacado, en parte arruinado; ninguna autoridad para asegurar el orden, la justicia, la paz…, ni a nivel nacional y menos internacional…

Ni siquiera han respetado la vida pasada, con sus raíces, sus costumbres y sus tradiciones; el cementerio ha sido profanado…

La vida religiosa, en fin. La iglesia parroquial conciliar sacrílegamente atacada; abierta a cualquiera, pero vacía de sus feligreses; sin altar, sin sacerdote, sin sacrificio, sin culto, sin doctrina… Y los Prioratos de la neo F₪₪PX aceptando la Misa tradicional como forma extraordinaria de un mismo rito, cuya forma ordinaria sería la misa bastarda, expresando ambas la misma fe…; recibiendo la jurisdicción y otros poderes de autoridades que pertenecen a ese sistema que se califica a sí mismo de iglesia conciliar y se define por el Novus Ordo Missæ, el ecumenismo indiferentista y la laicización de toda la sociedad…

Estos diversos estamentos, hogar, parroquia, escuela, municipio, delimitaban mutuamente un ámbito sagrado. En esas fortalezas, en esos campos de batalla se había de vivir, velar y combatir hasta que llegar al otro Camposanto, lugar del reposo, sembradío inmenso de Dios, donde las generaciones pasadas esperan que resuene sobre ellas la Trompeta de la resurrección.

Desde el mundo de los difuntos nuestros ancestros claman incesantemente al mundo de los vivos y exhortan: vosotros, nuestros nietos, no olvidéis el mensaje de las generaciones que os antecedieron; manteneos firmes en vuestras fortalezas… Cualquiera que sea el diluvio revolucionario que inunde la tierra, manteneos como custodios de la firmeza inquebrantable del Hogar, de la Parroquia, de la Escuela y de las Corporaciones…

Y llegará el momento, y para muchos ya ha llegado, en que todo esto no sea más que patrimonio del orden meramente familiar e individual…

Es en estas circunstancias que habéis asumido o habéis de asumir la responsabilidad de fundar un hogar católico.

Precisamente hoy, cuando la Civilización Cristiana es atacada por todas partes por los enemigos del Nombre de Dios: en la familia, en la escuela, en el orden natural querido por Dios en las naciones, en las instituciones y en todas las actividades humanas.

Precisamente hoy, cuando la Iglesia Católica sufre un ataque abierto y declarado desde hace ya sesenta años. Ataque que la hace de más en más impotente para aportar la salvación a los hombres.

Lo que vivimos es una inmensa revolución enteramente decidida a liquidar los restos de la Antigua Cristiandad Europea, frente a la cual no se ve nada capaz de impedírselo.

Desde la Revolución, la Iglesia se ve atacada por todas partes… Violentada por fuera por las fuerzas políticas de las logias… Traicionada al interior, tanto por las autoridades modernistas que ocuparon los puestos de mando, como por aquellos mismos que estaban llamados a defenderla, manteniendo lo que habían recibido, sin entrar en componendas con los apóstatas de la Roma anticristo…

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Ante tamaña responsabilidad, ¿qué hacer?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué podemos hacer?

Conocéis la respuesta. Lo he repetido hace tres semanas, en el sermón del Cuarto Domingo de Adviento:

Nosotros también, debemos predicar a Nuestro Señor, dar testimonio de la Luz; y debemos hacerlo en referencia al tiempo en el cual vivimos, al contexto histórico donde la Divina Providencia nos ha colocado para dar testimonio.

A nosotros, el contexto histórico donde la Divina Providencia nos colocó nos obliga a predicar en medio de la relajación política y religiosa más escandalosa y turbulenta que conocieron la sociedad civil y la Iglesia.

¡Sí!, es necesario decirlo, nos encontramos ante la mayor revolución religiosa…; debemos enfrentar la autodestrucción de la Iglesia, acompañada del mayor hundimiento político y social de la historia del mundo…

En la época en que vivimos, en el desierto político y religioso del mundo ultramoderno, debemos ser la voz del que clama en el desierto…

¡Qué grande, espléndida, entusiasmante esta misión…! Estamos en las tinieblas del mundo postmoderno para servir de testigos a la Luz…

Debemos decir al mundo apóstata: Soy la voz, el heraldo encargado de anunciar la Venida de Jesucristo; preparad sus caminos y disponed los corazones para recibirlo bien. Soy la voz destinada a clamar, sacudir el entorpecimiento de las mentes, excitar a la penitencia, a la oración, a la vigilia… Orad, vigilad y haced penitencia…

Y, entonces, ¿qué hacemos?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué podemos hacer?

Tenemos que defender los bienes de la religiosidad, de la cultura y de la tradición cristiana; pero como quien ve que son cosas perecederas, y que, acaso, Dios las ha condenado, desde ya, a perecer.

Debemos defender esos valores sin apoyarnos demasiado en ellos, sabiendo que Dios nos pide que luchemos, que resistamos; pero no nos pide que venzamos, sino que no seamos vencidos.

En suma, hay que desarrollar e irradiar la propia actividad beneficiosa de tal modo que el mal que nos infieren, en vez de sofocarnos, quede como sofocado o, al menos, amortiguado en la correntada segura y pacífica de nuestro propio raudal de vida.

Insisto con lo dicho hace tres semanas:

La Iglesia del tiempo de la apostasía es Una, Santa, Católica, Apostólica; y María Inmaculada la sostiene para que se mantenga audaz.

Cuando viene el tiempo malo, hay que seguir siendo fiel a la Virgen Inmaculada, a la doctrina definida, a los Sacramentos y a la Misa de siempre… sin indultos y sin insultos…

Sed fieles, permaneced en paz, tened confianza y una santa alegría de vuestra misión…

Allí donde está el error, el odio, la división, la corrupción de lo mejor… y sobre todo…, sobre todo…, sobre todo la ruptura con la Tradición, la asimilación con el modernismo… sabed que allí está el enemigo…

Sed fieles, permaneced en paz, tened confianza y una santa alegría de vuestra misión…

¡Sed voces que claman en el desierto…!

¡Sed testigos de la luz…!

¡Sabed que el enemigo está allí…!

Pero sabed también que Nuestro Señor, Nuestro Salvador, ¡está a las puertas…!

Y no olviden que en todas las tormentas, y especialmente en la última, siempre permanecerá un faro para guiarnos, un apoyo para sostenernos, una ayuda para reconfortarnos: la Sagrada Familia…, el Niño Jesús, la Santísima Virgen María y el Buen San José.

A Ella consagramos y confiamos todas las familias de la Inhóspita Trinchera.