FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
En aquel tiempo, siendo el niño de doce años, habiendo subido a Jerusalén, según solían en aquella solemnidad, acabados los días de las fiestas, al volverse ellos, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que sus padres lo advirtiesen. Sino que, persuadidos de que estaría en la comitiva, anduvieron una jornada y empezaron a buscarle entre los parientes y conocidos. Mas no hallándole, se volvieron a Jerusalén, buscándole. Y sucedió, al cabo de tres días de haberlo perdido, que le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndoles unas veces y preguntándoles otras. Y cuantos le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verle, quedaron sorprendidos, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira, tu padre y yo te estábamos buscando, llenos de aflicción. Y él les respondió: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo me ocupe en las cosas de mi Padre? Y ellos, por entonces, no comprendieron el sentido de las palabras que les dijo. Y descendió con ellos a Nazaret y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús creció en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres.
En este Primer Domingo después de la Epifanía, la Sagrada Liturgia nos transporta a Nazaret, para que podamos contemplar allí la vida de la Sagrada Familia y tenerla como modelo.
Todos nacemos y nos desarrollamos en el seno de la familia y todos estamos llamados a la vida de familia, ya sea de la familia natural, ya sea de la familia sobrenatural, la Iglesia, por el Bautismo.
Vayamos, pues, todos a Nazaret para contemplar allí nuestro modelo y para inspirarnos en él.
La vida de la Familia de Nazaret está retratada en el Evangelio de hoy. Ella sube al Templo de Jerusalén, para presentar allí a Dios la ofrenda prescrita por la Ley.
María Santísima y San José pierden al Niño, lo buscan llenos de ansiedad y de dolor, y vuelven a hallarlo de nuevo en el Templo. De regreso a su hogar, Jesús se somete a ellos.
La vida de la Familia de Nazaret se caracteriza, pues, por las siguientes notas:
– por su ardiente celo religioso,
– por su gran amor a la oración,
– por la íntima unión y compenetración que reinan entre el divino Niño y sus amorosos padres,
– por la cordial obediencia y sumisión del Niño a María Santísima y a San José.
Por su parte, la Epístola de la Fiesta nos pone ante los ojos el espíritu y las virtudes de la Familia Cristiana, que deben imitar todas las familias católicas:
“Hermanos: como elegidos de Dios, como santos y amados suyos, revestíos de entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de modestia y de paciencia. Soportaos mutuamente y perdonaos los unos a los otros, si alguno tuviere motivo de queja contra otro. Como el Señor os perdonó a vosotros, así habéis de hacer también vosotros. Ante todo y sobre todo, os encargo encarecidamente que tengáis caridad, pues ella es el vínculo de la perfección. Y la paz de Cristo salte gozosa, triunfe de todas las miserias en vuestros corazones, pues por ella habéis sido llamados a formar un solo Cuerpo. Sed agradecidos. El Verbo de Cristo, su doctrina, su Evangelio, habite abundantemente en vosotros. Enseñaos e instruíos mutuamente los unos a los otros en toda sabiduría”.
El espíritu y las virtudes de familia son un precioso e inapreciable tesoro. Y esto, tanto para la familia natural como para la espiritual. Esas virtudes consisten, según la Epístola de hoy, en querer y procurar con noble esfuerzo que todos los miembros tengan un solo corazón y una sola alma; en no buscar más que el agrado de los demás; en soportar y perdonar a todos; en entregarse totalmente al servicio de la comunidad, viviendo íntimamente compenetrados con ella; en evitar cuidadosamente todo lo que pueda atentar contra el mutuo amor, contra la mutua inteligencia, contra la mutua confianza.
La familia cristiana exige el sacrificio y la renuncia de muchos gustos personales. Exige una mortificación continua, un absoluto dominio sobre el amor propio. Exige virtudes muy sublimes: una piedad honda y sincera, una viva fe, mucha oración y gran unión con Dios.
Todo esto ha de poseer y practicar la familia, si quiere ser una familia perfectamente cristiana. ¡Maravilloso modelo! ¡Preciosas enseñanzas!
Hace dos años, con ocasión de esta Fiesta de la Sagrada Familia, desarrollé el tema de la homilía de modo que sirviese a todos aquellos que ya han abrazado la vida matrimonial, así como también a los jóvenes que se preparan para formar un hogar.
Remito a los interesados a aquél texto, que será publicado por separado.
+++
El Santo Evangelio nos narra que la Sagrada Familia subió para la Pascua desde Nazaret al Templo de Jerusalén: los judíos tenían esa obligación, a no ser estuviesen impedidos; de modo que la capital de Judea duplicaba en ese tiempo su población.
Existía una ceremonia por la cual el joven judío, a los trece años, era nombrado «hijo de la Ley», o sea, aceptaba personalmente la religión que le habían ensenado de niño.
La liturgia de hoy nos hace acompañar a Jesús, que cuenta ya doce años de edad, en su peregrinación al Templo de Jerusalén, para presentar allí su primera oblación oficial: siendo el niño de doce años, habiendo subido a Jerusalén, según solían en aquella solemnidad.
Como veremos, esa es la razón que dio el joven Jesús de su proceder: que el pertenecía ya al servicio de su Padre Celestial.
Es evidente que todo hombre pertenece primordialmente a la Religión, que es el primero de sus deberes; pero el caso de Jesús era aún más fuerte. Él pertenecía a la Religión en forma exclusiva: pues es el Mesías, el Salvador, el Revelador; y tenía una misión única en el mundo.
Él tenía que ocuparse en las cosas que son de su Padre. Se ofrece a su Padre en sacrificio. Pero, por la misma razón, también regresa luego a Nazaret, para proseguir allí su inmolación, en el tranquilo hogar de la familia… Y estaba sujeto a ellos… Obediencia, trabajo, anonadamiento.
Veinte años más tarde volverá a presentarse en Jerusalén, para terminar allí su inmolación muriendo en la Cruz.
Unámonos también nosotros a la oblación del Niño Jesús.
+++
¿Cuál es el significado profundo de esta ofrenda?
Para comprenderlo, tengamos en cuenta que, desde muchos siglos antes de Jesucristo, los judíos de todas las regiones de Palestina subían todos los años al Templo de Jerusalén, para ofrecer en él sacrificios al Señor. En la plaza, delante del Santuario, se elevaba continuamente la llama del sacrificio. Todos los días eran sacrificados nuevos animales, y su sangre bañaba constantemente el altar de los holocaustos.
A pesar de todo eso, Dios no encontraba la menor satisfacción en toda esta serie interminable de ofrendas. Eran sacrificios incapaces de dar a Dios una gloria y alabanza dignas de Él, como tampoco de alcanzar el perdón de los pecados y de justificar al hombre delante de Dios.
Era necesario un nuevo sacrificio, que sustituyese a todos esos sacrificios insuficientes.
Esto dice el Señor: Ya no recibiré más dones ni sacrificios de vuestras manos. Desde el Oriente hasta el Occidente será engrandecido mi Nombre por los gentiles; y en todas partes, no solamente en Jerusalén, se ofrecerá y sacrificará a mi Nombre una oblación nueva y pura.
Un día como hoy comenzó, pues, este nuevo sacrificio. El Hijo de Dios humanado subió al Templo de Jerusalén por vez primera como un Israelita de mayor edad, para ofrecer allí, humilde, calladamente, su sacrificio.
Con María, su Madre, y San José, su padre nutricio, presenta también el Niño Jesús la minúscula ofrenda de los judíos pobres. Pero, al lado y junto a este insignificante don, se coloca también Él mismo, ofrece todo su ser y toda su vida, presenta al Padre su buena voluntad para ejecutar todo lo que Él le ordene…
San Pablo, en su Carta a los Hebreos, indica la primera oración del Hijo del hombre el día mismo de su Encarnación: Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite pecados. Por lo cual dice al entrar en el mundo: “Sacrificio y oblación no los quisiste, pero un cuerpo me has preparado. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo –así está escrito de Mí en el rollo del Libro– para hacer, oh Dios, tu voluntad.”
¡Un sacrificio verdaderamente santo y que agrada plenamente al Padre celestial!
+++
Admiremos, pues, la Epifanía, la manifestación de Dios, en la aparición del Niño Jesús en el Templo, a la edad de doce años. Pero contemplemos sobrecogidos la continuación del misterio.
Pasadas las fiestas, Jesús no se unió a la caravana que retornaba a Nazaret, como lo pensaban María Santísima y el Buen San José. Se quedó en el Templo.
Habiéndose entremezclado con los legistas de Israel, con sus preguntas y respuestas causó en todos un profundo estupor: cuantos le oían estaban asombrados de su sabiduría y de sus respuestas.
También su Madre, María Santísima, y su padre adoptivo, San José, se maravillaron cuando volvieron a encontrarle allí, respondiendo y preguntando a los doctores del Templo.
La Virgen María le preguntó angustiada: Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? Mira, tu padre y yo te estábamos buscando, llenos de aflicción…
Y el Niño Dios le respondió con naturalidad, recordándoles sus elevados deberes de hijo para con el Padre Eterno: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?
Estas son las primeras palabras pronunciadas por Jesús que nos han transmitido los Evangelistas. Son palabras referentes a sus deberes de Hijo. Habla ahora del Padre, de su Padre, como hablará también en la Cruz, momentos antes de expirar.
Estas palabras son una Epifanía, una revelación, una luminosa manifestación de la clara conciencia que posee Jesús de ser el Hijo consubstancial de Dios Padre.
Son una clara confesión de que Él pertenece por entero al Padre y está consagrado a la misión que Éste le ha confiado.
Son un explícito reconocimiento que Él hace de su entrega y de su absoluta sumisión al Padre y a todo lo que Él quiera.
¡Qué misterios! Un niño, en medio de los ancianos doctores de la Ley, deslumbrándolos con los fulgores de una sabiduría no aprendida en sus escuelas, ¡verdaderamente, es el Hijo de Dios!
Y ese Niño, el Hijo de Dios, se somete a María Santísima y al Buen San José, y aún por muchos años se sepulta con ellos en la obscuridad y en el silencio de Nazaret: Y estaba sujeto a ellos…
+++
Profundicemos un poco en la respuesta del Niño Jesús, que encierra una dificultad clásica y un gran contenido teológico.
¿Por qué me buscabais –se sobrentiende– entre los parientes y conocidos, tanto en la comitiva como luego en la ciudad?
¿No sabíais que debo ocuparme? La interrogación negativa supone en ellos una respuesta afirmativa. Ellos, pues, sabían que Él, aunque niño, debía ocuparse…
¡Sí!… Pero…, ¿en qué?
Hay dos traducciones o interpretaciones:
1) En la casa de mi Padre.
2) En las cosas de mi Padre.
El primer sentido (en la casa de mi Padre) es el que pide el contexto, ya que Cristo está en el Templo, donde lo encontraron. Allí es donde debían haberle buscado, sin más; no entre parientes y conocidos.
Pero, si está allí, en el Templo, este sentido se entronca con el segundo; es decir, está ocupado en las cosas de su Padre, aunque en el contexto no se destaque; porque es en el Templo, la casa del Padre, donde se tratan especialmente las cosas que a Él le pertenecen.
De todos modos, en cualquiera de los dos casos, Jesucristo se presenta llamando a Dios “mi Padre”, con una propiedad y una exclusividad únicas.
María le dice «tu padre y yo te estábamos buscando», y Él responde que ellos debían saber, es decir, saben, que su obligación es estar ocupado en las cosas de su Padre, en la misión que le encomendase su Padre; y que por eso estaba en el Templo, porque allí moraba Dios, su Padre.
El Evangelista resalta que ellos «no comprendieron el sentido de las palabras».
Sin embargo, el Niño les dijo, aunque en forma interrogativa, que ellos sabían que tenía que ocuparse de las cosas de su Padre, que era su misión ocuparse de las cosas de su Padre en el Templo.
Y en realidad, después de la Anunciación a María Santísima por el Arcángel, y de la aclaración de las dudas de San José, sería incomprensible que no lo supieran.
Por lo tanto, la ignorancia o incomprensión se refiere al desarrollo de la obra mesiánica, a la marcha concreta del plan divino, tal como Dios Padre lo iba realizando, y que ellos, ciertamente, ignoraban.
En el caso concreto de Nuestra Señora, ¿cuál debía ser su puesto, su papel, en ese plan? ¿Qué lugar debía ocupar? ¿Estar o no junto a su divino Hijo ocupándose de las cosas del Padre?
Que San José tuviese que dar un paso al costado, por su muerte, cuando debía comenzar la misión pública de Nuestro Señor, es totalmente comprensible; pero, María Santísima, la Nueva Eva, ¿no debía estar junto al Nuevo Adán, ocupándose también Ella, conjuntamente con Él, de las cosas del Padre?
De lo cual se desprende que, sabiendo ellos que su hijo es el Hijo de Dios, esta respuesta del Niño Jesús, llamando en forma tan excepcional a Dios su Padre, es la proclamación oficial que Jesucristo hace a sus padres, con ocasión de la ceremonia por la cual acababa de ser nombrado «hijo de la Ley», que Él es el Hijo de Dios.
Hay que destacar que la expresión «es necesario que yo me ocupe» (oportet me esse) de la respuesta de Cristo, las otras siete veces en que la utiliza San Lucas está siempre en relación con la Pasión, como complemento de las profecías.
Por lo que se deduce que aquí también dice una relación con la Pasión, indicando el cumplimiento de la misión encargada por el Padre, así como la coronación del plan divino de la Redención por la muerte y gloriosa Resurrección.
+++
Todo muy bien…, pero permanece otra dificultad: ¿por qué no avisó a sus padres que se quedaría en Jerusalén?
El Padre Castellani la resuelve de la siguiente manera:
“Porque no pudo. Imaginemos el suceso. Los rabinos enseñaban la Escritura por medio de preguntas y respuestas. Jesús hizo una pregunta acerca del Rey Mesías, que los sorprendió. Los rabinos se habían forjado ideas equivocadas acerca del futuro Ungido o Mesías, a quien todos en este tiempo esperaban con ansia.
Se entabló un vivo diálogo en el cual varios doctores se levantaron y rodearon al Niño, que acaparó la atención general. El jefe de la Sinagoga le dio orden de que se quedara allí. Y Él se quedó: obedeció al momento y sin una palabra de réplica a la autoridad religiosa —como hizo toda su vida; a pesar de que Él era de hecho una autoridad religiosa mayor; pero por eso mismo debía dar ejemplo de respeto a la Religión establecida, hasta que su propia autoridad de Mesías y de Hijo de Dios fuese conocida de todos.
No hay otra explicación. Y esta explicación es confirmada por el diálogo entre la Virgen y el Niño.
— «Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros? He aquí que tu padre y yo te buscábamos con dolor».
Cristo respondió:
— «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo de estar en las cosas que son de mi Padre?»
Esta respuesta no tiene sentido, si no se lee cuatro versículos antes, donde dice: «lo buscaron entre los parientes y conocidos».
Entonces la respuesta de Cristo: “¿Por qué me buscabais entre los parientes y conocidos?”, equivale a decir: «Si yo me pierdo, búsquenme en el Templo de Dios y no en otra parte»».
Pero el misterio no termina aquí, pues vueltos a Nazaret, el Niño Jesús, que había manifestado su condición divina y la conciencia de la misma, les estará sujeto aún por dieciocho años. Era el plan de su Padre hasta su aparición pública y el comienzo de su misión.
Ante el misterio que encierra el desarrollo del plan divino, el Evangelista señala que Nuestra Señora guardaba todas estas cosas en su corazón, admirándolas, contemplándolas, meditándolas…
Dios mediante, el próximo domingo veremos que, dieciocho años más tarde, estas reflexiones y las iluminaciones recibidas por las confidencias de su divino Hijo, llevaron a Nuestra Señora a comprender cuál era su lugar, su papel en el plan de Dios y cómo interviene en él desde la primera manifestación pública de Jesús en las Bodas de Caná.
+++
Ante esta Epifanía de Dios en el Joven de doce años, la Sagrada Liturgia se admira, se emociona, se extasía… y nos exhorta a hacer de la Epifanía la fiesta de nuestro acatamiento a Cristo como Rey divino.
Este acatamiento debemos rendírselo con nuestra oración, con la celebración de la Sagrada Liturgia, es decir, asociándonos al homenaje, al culto que le tributan la Iglesia del Cielo y la de la tierra.
Debemos rendírselo también con nuestra inteligencia, sometiéndola al yugo de la fe, creyendo ciegamente en la palabra de Jesucristo, en su doctrina, en su Evangelio, en su Iglesia y en los dogmas de ésta.
Y, cuando todos quieran abandonarle, digámosle nosotros con San Pedro: Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna. ¿A quién iremos? Nosotros queremos permanecer contigo.
Debemos rendirle nuestro acatamiento con nuestra voluntad, mediante una plena sujeción a sus mandamientos, a sus disposiciones, a sus Sacramentos, a su Iglesia.
Debemos rendirle nuestro acatamiento mediante una plena y cordial sumisión a su divina acción en nosotros, mediante una plena y constante sumisión en las contrariedades, en los fracasos, en las tribulaciones, en las humillaciones, en las pruebas, en las purificaciones y desconsuelos de la vida interior, en las obligaciones y deberes de nuestro estado y de nuestra vocación.
Debemos rendirle nuestro acatamiento no atribuyéndonos a nosotros mismos, es decir, a nuestras propias fuerzas, a nuestra buena voluntad, a nuestro impulso, el bien que hagamos, antes reconociendo sinceramente con el Apóstol, que el Señor es quien da el querer y el obrar.
Debemos rendirle nuestro acatamiento ofreciendo al Padre nuestro cuerpo y nuestra alma, como una hostia viva; practicando, en unión con la Santa Iglesia y con la misma sumisión de Jesucristo y de su Santísima Madre, todo lo que sea conforme a la voluntad de Dios, todo lo que a Él le agrade…
En una palabra, debemos consagrarnos a las cosas del Padre…