Padre Juan Carlos Ceriani: ASCENCION DE NUESTRO SEÑOR

 

ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR

En aquel tiempo, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció Jesús y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.

Jesús había terminado su misión en la tierra. Descendió del Cielo para predicar el Reino de Dios, rescatar a la humanidad caída y fundar la nueva sociedad de los hijos de Dios.

No le faltaba más que transformar a los continuadores de su obra en otros Cristos, dotándolos del divino Espíritu, que hablase por su boca y obrase por sus manos.

Pero, como tantas veces lo había anunciado, no debía enviarles el Espíritu Santo, sino después de su vuelta al Padre y de su glorificación en los Cielos.

Al cabo de un mes, empleado en celestiales comunicaciones con los Apóstoles, Jesús les ordenó volver a Jerusalén y esperarle en el Cenáculo, donde vendría a encontrarlos.

Se pusieron en camino alegremente, juntándose a las caravanas que ya se encaminaban a la ciudad santa para prepararse a la fiesta de Pentecostés.

María, la Madre de Jesús, se encontraba con ellos rodeada de las Santas Mujeres, que siempre le hacían compañía, y cierto número de Discípulos privilegiados.

Temían todavía la cólera y vejaciones de los fariseos deicidas; pero el divino resucitado estaría con ellos y sabría defenderlos contra sus enemigos. Si los convocaba a Jerusalén era, sin duda, para hacerlos testigos de un nuevo triunfo: ¿habría llegado, tal vez, la hora de la restauración del Reino de Israel?

A pesar de todas las instrucciones de su Maestro sobre el Reino de Dios, la preocupación nacional acerca del reino temporal del Mesías se mantenía arraigada en el espíritu de los Apóstoles…

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El cuadragésimo día después de la Resurrección, estando reunidos en el Cenáculo, Jesús apareció en medio de ellos, y en actitud familiar se sentó a la mesa con los asistentes. Como siempre, habló del Reino de Dios que los Apóstoles iban a establecer en el mundo.

Durante los tres años de su magisterio, les había revelado su Evangelio, confiado sus divinos Sacramentos y designado el jefe que debía dirigirlos; a ellos tocaba ahora anunciar a todos su Resurrección como prueba irrefutable de su divinidad y del origen divino de la religión santa que el Padre, por medio de su Hijo hecho hombre, intimaba a todo el género humano.

Muy dura sería la tarea; tanto más cuanto que los poderosos del mundo no guardarían más miramientos con los Discípulos que los que habían tenido con el Maestro. Pero Jesús no abandonaría a sus delegados; les enviaría el Espíritu de lo Alto, que les llenaría de su luz y les penetraría de su fuerza.

Les ordenó no dejar Jerusalén, sino esperar allí al divino Espíritu que les revestiría de celestial fortaleza. Sólo entonces comenzaría su misión, inaugurando su ministerio en Jerusalén, allí mismo en donde iban a recibir aquel bautismo de fuego.

Alentados por estas recomendaciones y promesas, los Apóstoles se imaginaron que, con la venida del Espíritu Santo, el reino visible del Mesías iba a comenzar. Señor, le preguntaron, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?

Jesús no respondió a la pregunta, dejando al Espíritu Santo el cuidado de elevar aquellas almas terrenas; pero les repitió lo que ya les había dicho sobre su Reino: No os corresponde a vosotros el saber los tiempos y momentos que tiene el Padre reservados a su poder soberano. El Espíritu Santo va a descender a vuestras almas y entonces daréis testimonio de mí en Jerusalén, luego en toda la Judea, después en Samaría y hasta en los confines del mundo… Seréis mis testigos, mis mártires, como veremos el próximo Domingo…

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Concluida la comida, el Señor Jesús les condujo fuera de la ciudad hacia el lado de Betania. Ciento veinte personas acompañaban al divino triunfador. El cortejo siguió el valle de Josafat, y Jesús marchaba majestuosamente en medio de los suyos.

Los Apóstoles, los Discípulos, las Santas Mujeres, agrupadas alrededor de la divina Madre, le seguían con santa alegría, pero con los ojos humedecidos en lágrimas ante el pensamiento de que el buen Maestro iba pronto a dejarlos.

Jesús atravesó el torrente Cedrón donde sus enemigos le abrevaron con sus fangosas aguas; luego, dejando a la izquierda el jardín de Getsemaní, teatro de su mortal agonía, subió al monte de los Olivos. Llegado a la cima, echó una última mirada sobre aquella patria terrestre donde había morado treinta y tres años, desde su nacimiento en el establo de Belén hasta su muerte en la cruz del Gólgota.

Habiendo venido hacia los suyos, estos no le habían recibido, Pero, se acercaba la hora en que la raza humana, vivificada por su sangre, le adoraría como su Dios.

Más allá del océano, su mirada abarcaba aquel Occidente donde sus Apóstoles llevarían presto su Nombre bendito, enarbolando el símbolo de la Redención en la cumbre misma del Capitolio romano. Allí será donde millones de corazones en la serie de los siglos, palpitarán por Él con un amor que sobrepujará a todos los amores. Y antes de dejar la tierra, bendijo todos esos pueblos que debían componer su Reino.

Fijos en Él todos los ojos, no se hartaban de contemplar aquella faz radiante, aquella mirada llena de bondad y de ternura que vagaba por el auditorio como para dar a cada uno el último adiós.

Luego, levantó las manos para impartir a todos una bendición postrera, y, mientras los bendecía, su cuerpo glorificado, puesto en movimiento por un acto de su divino poder, se separó de la tierra y se elevó majestuosamente al Cielo.

Mudos de sorpresa y admiración, Apóstoles y Discípulos le siguieron largo tiempo con la vista, hasta que, al fin, una nube le cubrió sustrayéndolo a sus miradas.

Y como no acababan de seguirlo con sus ojos en el lugar por donde le habían visto desaparecer, dos Ángeles vestidos de blanco, se presentaron diciéndoles: Varones de Galilea ¿qué hacéis aquí mirando al Cielo? Este Jesús que acaba de separarse de vosotros para subir al cielo, descenderá de allí un día como le habéis visto subir.

Venido a la tierra bajo la forma de siervo para salvar a los hombres, bajará a ella por segunda vez con la majestad del Rey de los reyes para juzgarlos.

Y Jesús continuaba subiendo hacia el trono de su Padre. Bien pronto se vio rodeado de legiones innumerables de almas que, detenidas en los Limbos durante largos siglos, habían esperado que el nuevo Adán les abriese las puertas del Cielo.

A la cabeza de aquellos fieles de la Antigua Alianza, marchaban los dos desterrados del Edén que nunca olvidaron al Redentor prometido a su raza; y luego, los Patriarcas Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los Profetas.

Tras estos, venían las generaciones santas de alma recta y cuyo corazón puso su confianza en Aquél que había de venir.

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David ha pintado con su maravilloso lenguaje la llegada del triunfador a la cumbre del empíreo.

Así como a las puertas del Edén vigilaban dos Arcángeles para impedir la entrada a nuestros primeros padres, así los Ángeles del Cielo velaban a las puertas del Paraíso para abrirlas al nuevo Adán.

De súbito, oyeron el cántico triunfal del ejército de Santos que escoltaban a Jesús:

Príncipes, abrid vuestras puertas; abríos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria.

¿Quién es este rey de la gloria?, preguntaron los Ángeles.

Es el Señor, replicaron los Santos, es el Dios fuerte y poderoso, es el Dios invencible en las batallas; abríos, puertas eternas, es el Dios de las virtudes.

Y las puertas se abrieron, y Jesús se encontró en medio de las milicias celestiales que también le aclamaron como a su Jefe desde largo tiempo esperado.

Y en efecto, por los merecimientos de Cristo, las adoraciones y alabanzas angélicas llegarían en adelante hasta el Eterno más dignas de su majestad infinita, así como también por los Santos se llenarían los vacíos abiertos en aquellas filas por la caída de los ángeles prevaricadores.

Entró, pues, Jesús en el Cielo, como Rey de los Ángeles y como Rey de los hombres.

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David cuenta también cómo el Cristo, su hijo según la carne, pero Dios por su generación eterna, fue acogido por su Padre cuando se presentó delante de su trono: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra.

Y el Padre le recordó que tenía derecho a tal honor, primero, porque era su Hijo, igual a Él: Yo te he engendrado antes de la aurora; y luego, como Hijo del hombre vencedor del mundo y del infierno, rey de la humanidad rescatada: Siéntate a mi diestra y te sirvan de escabel tus enemigos.

En virtud de su dignidad real, Jesucristo fue investido de un triple poder:

— Primero, de establecer su Reino en todos los pueblos a pesar de la oposición de sus enemigos: Tendrás en tu mano el cetro del poder; establecerás tu imperio sobre Sión, y luego sobre toda la tierra. Serás combatido por el príncipe del mundo y sus secuaces, pero Tú dominarás como soberano sobre tus enemigos.

— En virtud de su real dignidad, Cristo fue investido, en segundo lugar, del eterno pontificado: Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec.

El Padre celestial ha anulado los sacrificios y las víctimas de la ley figurativa. No hay más que un sacrificador y una víctima que le agraden: el sacrificador es Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, y Él mismo es también la víctima, la Hostia santa e inmaculada.

En el Cielo como en la tierra, permanece el Cordero inmolado por la salud del mundo, siempre vivo para ofrecerse a su Padre e interceder por aquellos que ha rescatado al precio de su Sangre.

— Por fin, el Padre confirió al Hijo la suprema Judicatura: En el día de su cólera, quebrantará a los reyes como a los pueblos. Juzgará a las naciones, pulverizará a sus adversarios, llenará el mundo de ruinas. Ha bebido el agua del torrente en el día de sus humillaciones y dolores; justo es que levante su cabeza y confunda a sus enemigos.

Hijo de Dios, se hizo hombre, se hizo esclavo, se hizo semejante al gusano de la tierra que es hollado bajo el pie; y por esto, Dios le ha exaltado y le ha dado un nombre sobre todo nombre, a fin de que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el infierno.

Y este mismo Jesús sentado a la diestra del Altísimo, es a quien los Apóstoles van a glorificar en este mundo y cuyo reino van a establecer en toda la tierra.

Los judíos, los romanos, los apóstatas, les harán una guerra sin tregua; pero ¿quién podrá vencerlos si Jesús está con ellos? Conspiran contra el Señor y contra su Cristo, dice David, pero Dios se ríe de sus insensatos designios. Yo te he dado en herencia todas las naciones de la tierra, dice a su Hijo, y extenderé tu imperio hasta las extremidades del mundo; despedazaré a tus enemigos como se rompe un vaso de arcilla. ¡Oh reyes!, comprended; aprended, ¡pueblos de la tierra!

Y desde la Ascensión de Jesucristo hasta su Parusía, la historia de los siglos no será más que el cumplimiento de esta profecía.

La Iglesia, Reino de Jesús, no cesará de dilatarse y de enviar elegidos al Cielo; mientras que los anticristos, uno después del otro, irán a juntarse con su maestro en el fondo de los infiernos.

Todo esto lo hemos contemplado durante los cinco Domingos de Pascua al comentar el Apocalipsis.

Nos unimos a los coros celestiales y con ellos entonamos el himno de gloria:

En verdad es digno y justo, equitativo y saludable, el darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor santo, Padre todopoderoso, Dios eterno, por Jesucristo Nuestro Señor. Quien, después de su Resurrección, se manifestó visiblemente a todos sus discípulos, y subió al Cielo en su presencia, para hacemos partícipes de su Divinidad. Y, por tanto, nos unimos con los Ángeles y Arcángeles, con los Tronos y las Dominaciones, y con toda la milicia del ejército celestial cantando el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos. Llenos están los cielos y la Tierra de su gloria. Hosanna en las alturas: Bendito el que viene en nombre del Señor.