DOLORES Y SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA
Al considerar y contemplar los Dolores de Nuestra Señora, se comprueba que Ella sufre en la misma medida de su amor.
Para tener una idea del gran dolor de María al perder a su Hijo por la muerte, es necesario meditar el amor de esta Madre hacia Él.
Todas las madres sienten como propias las penas de sus hijos; por eso la Cananea, cuando le pidió al Salvador que librara a su hija poseída por el demonio, le dijo que tuviera piedad de ella, su madre, más que de la hija: “Ten piedad de mí, Señor, hijo de David, pues mi hija es atormentada por un demonio”.
Pero ¿qué madre amó tanto a su hijo como María amó a Jesús? Era su Hijo único y criado con tantos trabajos; Hijo amadísimo de la Madre y tan amante de Ella; Hijo que al mismo tiempo era su Hijo y su Dios, que habiendo venido a la tierra a encender en todos el fuego del divino amor, como Él mismo dijo, ¿qué llamaradas de amor no encendería en aquel Corazón de su Madre Santísima, puro y vacío de todo afecto mundanal? La misma Virgen Santísima dijo a Santa Brígida que su Corazón era uno con el de su Hijo por el amor.
Aquella mezcla de esclava y madre, y de Hijo y Dios, levantó en el Corazón de María un incendio de amor compuesto de mil hogueras.
Pero todo este incendio de amor, al tiempo de la Pasión se convirtió en un mar de dolor.
San Bernardino dice meditando este misterio: Todos los dolores del mundo, si se juntaran de una vez, no serían tan intensos como el dolor de la gloriosa Virgen María.
Y así es en verdad, porque esta madre, como escribe San Lorenzo Justiniano, cuanto más tiernamente amó, tanto más profundo fue su dolor.
Cuanto con más ternura lo amó, con tanto mayor dolor sintió al verlo partir, especialmente cuando se encontró a su Hijo que, ya condenado a muerte, iba con la cruz al lugar del suplicio.
Y ésta es la cuarta espada de dolor que vamos a considerar.
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Reveló la Virgen Purísima a Santa Brígida que cuando se acercaba el tiempo de la Pasión, sus ojos estaban siempre llenos de lágrimas pensando en el amado Hijo que lo iba a perder en esta tierra, y que tenía un sudor frío por el temor que le asaltaba al pensar en el próximo espectáculo tan lleno de dolor.
Y ya cercano el día, fue Jesús llorando a despedirse de la Madre para ir a la muerte.
San Buenaventura, considerando lo que haría María aquella noche, le habla así: Sin dormir la pasaste, y mientras los demás dormían tú permaneciste en vela.
Llegada la mañana venían los discípulos de Jesucristo a esta afligida Madre, quién a traerle una noticia y quién otra, pero todas de dolor, cumpliéndose en Ella el texto de Jeremías: “Llora que llora por la noche y las lágrimas surcan sus mejillas; ni uno hay que la consuele de todos los que la quieren”.
Uno venía a referirle los malos tratos cometidos contra su Hijo en casa de Caifás, otro le refería los desprecios que le hizo Herodes. Llegó finalmente San Juan y le anunció que el injustísimo Pilatos lo había condenado a muerte de cruz.
Oh, Madre dolorosa, le diría San Juan, tu Hijo ya ha sido sentenciado a muerte y ya ha salido llevando Él mismo la cruz camino del Calvario; ven, si quieres verlo y darle el último adiós en el camino por donde ha de pasar.
Parte María con Juan, y por las huellas de sangre que ve por las calles advierte que ya ha pasado por allí su Hijo.
Dice San Buenaventura que la afligida Madre, acortando por un pasaje, fue a desembocar en la calle por donde había de pasar su Hijo atribulado.
Dice San Bernardo: la más afligida de las madres va al encuentro del más afligido de los hijos.
Esperó María en aquel lugar; ¡y cuántos escarnios tuvo que oír, de los judíos que la conocían, dirigidos contra su Hijo y, tal vez, contra ella misma!
¡Qué exceso de dolor fue para Ella ver los clavos, los martillos y los cordeles que llevaban delante los verdugos y todos los horribles instrumentos para matar a su Hijo! ¡Y qué espada para su Corazón al oír la trompeta que anunciaba la sentencia contra su Jesús!
Pero he aquí que, después de haber pasado los instrumentos, el pregonero y los ministros de la justicia, alza los ojos y, ¿qué ve? Ve a un joven cubierto de sangre de pies a cabeza, con una corona de espinas, con una pesada cruz sobre las espaldas; lo contempla y casi no lo conoce, diciendo entonces con Isaías: “No tenía apariencia ni presencia”.
Sí, porque las heridas, los moretones y la sangre coagulada le hacían semejante a un leproso, de modo que estaba desconocido: “Despreciado, varón de dolores, desecho de hombre, no lo tuvimos en cuenta”.
Pero, al fin, el amor se hizo reconocer; y una vez que lo hubo conocido, como dice San Pedro de Alcántara: “Qué lucha se entabló entre el amor y el temor en el corazón de María”. Por una parte, deseaba verlo; mas, por otra, le daba temor ver algo tan digno de compasión.
Finalmente, se miraron; y sus miradas, llenas de dolor, fueron como otras tantas flechas que traspasaron aquellas dos almas enamoradas.
Margarita, hija de Santo Tomás Moro, cuando vio que su padre iba hacia la muerte, no pudo decir más que: “¡Padre, padre!”, y cayó desvanecida a sus pies.
María, cuando vio a su Hijo que iba hacia el Calvario, no se desvaneció, no; porque la Madre de Dios no podía perder el uso de la razón; ni murió, pues Dios la reservaba para un mayor dolor; pero, si no murió, sí sufrió un dolor capaz de causar mil muertes.
Quería la Virgen abrazarlo, pero los esbirros la rechazan, injuriándola; y empujan hacia adelante al adorado Señor; y María lo sigue de cerca.
Virgen Santa, ¿a dónde vas? ¿Al Calvario? ¿Te atreverás a ver colgado de la cruz al que es tu vida? San Lorenzo Justiniano imagina que el Hijo le dice: “Oh Madre mía, detente: ¿a dónde quieres ir? Si vienes conmigo serás atormentada con mi dolor y yo con el tuyo”.
Pero, a pesar de que ver morir a Jesús le ha de costar un dolor tan acerbo, la amante María no quiere dejarlo.
El Hijo va delante, y la Madre junto a Él para ser con Él crucificada.
Escribe San Juan Crisóstomo: “Hasta de las fieras nos compadecemos. Si viéramos a una leona que va detrás de su cachorro que lo llevan a matar, daría compasión. ¿Y no dará compasión ver a María junto a su Cordero inmaculado que es llevado a la muerte? Tengamos compasión de Ella y procuremos acompañar a su Hijo y a Ella también nosotros, llevando con paciencia la cruz que nos manda el Señor”.
Y pregunta San Juan Crisóstomo: “¿Por qué Jesucristo quiso estar solo en los demás sufrimientos y en cambio, al llevar la cruz, quiso ser ayudado por el Cireneo?” Y responde: “Para que comprendas que la cruz de Cristo no te sirve de nada sin la tuya”.
No basta, pues, para salvarnos la sola Cruz de Jesús, si no llevamos con resignación y conformidad la nuestra hasta la muerte.
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Es cosa de admirar esa nueva clase de martirio: una madre condenada a ver morir ante sus ojos, ejecutado con bárbaros tormentos, a un hijo inocente y al que amaba con todo su corazón.
“Estaba junto a la cruz su Madre”. No se le ocurre a San Juan decir otra cosa para ponderar el martirio de María.
Contemplémosla junto a la Cruz, a la vista de su Hijo moribundo, y digamos después si hubo y hay dolor semejante a su dolor.
Detengámonos también nosotros hoy en el Calvario para considerar esta quinta espada que traspasó el Corazón de María por la muerte de Jesús.
Apenas llegado al Calvario el Redentor, rendido de fatiga, los verdugos lo despojaron de sus vestiduras y clavaron a la cruz sus sagradas manos y sus pies. Una vez crucificado levantaron la Cruz, y así lo dejaron hasta que muriera.
Lo abandonaron los verdugos, pero no lo abandonó María. Entonces se acercó más a la Cruz para asistir a su muerte.
San Buenaventura le habla así: “Señora, ¿de qué te sirvió el ir al Calvario para ver morir a este Hijo? ¿Por qué no te detuvo la vergüenza y el horror de semejante crimen? Debía retenerte la vergüenza, ya que su oprobio era también el tuyo siendo su Madre. Al menos, debiera detenerte el horror de semejante delito al ver un Dios crucificado por sus mismas criaturas”.
Pero responde el mismo santo: “Es que tu Corazón no pensaba en su propio sufrimiento, sino en el dolor y en la muerte del Hijo amado; y por eso quisiste tú misma asistirle, al menos acompañándole”.
Verdadera Madre de Dios, Madre llena de amor, a la que ni siquiera el espanto de la muerte pudo separar del Hijo amado.
¡Qué espectáculo tan doloroso era el ver a este Hijo agonizando sobre la cruz, y ver agonizar a esta Madre que sufría todas las penas que padecía el Hijo!
María Santísima reveló a Santa Brígida el estado lamentable de su Hijo moribundo, tal como Ella lo vio en la Cruz: “Está mi amado Jesús en la cruz con todas las ansias de la agonía: los ojos hundidos, entornados y mortecinos; las mejillas amoratadas y el rostro demudado, la boca entreabierta, los cabellos ensangrentados, la cabeza caída sobre el pecho, el vientre contraído, los brazos y las piernas entumecidos y todo su cuerpo lleno de llagas y de sangre”.
Todos estos sufrimientos de Jesús, dice san Jerónimo, eran a la vez los sufrimientos de María. Cuantas eran las llagas en el cuerpo de Cristo, otras tantas eran las llagas en el corazón de María.
El que entonces se hubiera hallado en el Calvario, hubiera encontrado dos altares en que se consumaban dos grandes sacrificios: uno en el Cuerpo de Jesús y otro en el Corazón de María, aunque, en realidad había sólo un altar, es decir, la sola Cruz del Hijo, en la cual, junto con la víctima que era este divino Cordero, se sacrificaba también la Madre.
Si bien la Madre bendita estaba junto a la cruz, con más propiedad hay que decir que estaba en la misma Cruz, sacrificándose crucificada con su mismo Hijo. Por eso San Agustín dice que “la cruz y los clavos fueron del Hijo y de María; crucificado el Hijo, también estaba crucificada la Madre”.
En efecto, lo que hacían los clavos en el Cuerpo de Jesús, lo hacía el amor en el Corazón de María; de manera que, al mismo tiempo que el Hijo sacrificaba el Cuerpo, la Madre sacrificaba su Alma.
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Las madres, por lo común, no quieren presenciar la muerte de sus hijos; pero si una madre se ve forzada a asistir a un hijo que muere, procura darle todos los alivios posibles; le acomoda en el lecho para que esté de la manera más confortable, le suministra bebida fresca, y así va la infeliz madre consolando su dolor.
¡Oh Madre, la más afligida de todas! ¡Oh María, a Ti te ha tocado asistir a Jesús moribundo, pero no has podido darle ningún alivio!
Oye María al Hijo, que dice: “Tengo sed”, pero no pudo Ella darle un poco de agua para refrescarlo. No pudo decirle otra cosa, como observa San Vicente Ferrer, sino esto: “Hijo no tengo más que el agua de mis lágrimas”.
Veía que el Hijo en aquel lecho de dolor, colgado de aquellos clavos, no encontraba reposo; quería abrazarlo para aliviarlo, al menos para que expirase entre sus brazos, pero era imposible. Quería abrazarlo, pero las manos, extendidas en vano, volvían hacia sí vacías.
Veía a su pobre Hijo que en aquel mar de penas andaba buscando quien le consolase, como lo había predicho por boca del profeta: “El lagar lo pisé yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo; miré bien y no había auxiliador”; pero ¿quién iba a querer consolarlo, si todos los hombres eran sus enemigos, si aun estando en la cruz blasfemaron de Él y se le reían, unos de una manera y otros de otra?
Unos le decían a la cara: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”; y otros: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”, “Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz”.
Dijo la Santísima Virgen a Santa Brígida: Oí a unos que llamaban a mi Hijo ladrón y a otros que lo llamaban impostor; a algunos decir que nadie merecía la muerte como él; y todas esas cosas eran como nuevas espadas de dolor.
Pero lo que más acrecentó el dolor de María, junto con la compasión hacia su Hijo, fue oírle lamentarse de que hasta el eterno Padre le había abandonado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Palabras, como dijo la Madre de Dios a Santa Brígida, que no se le pudieron ya apartar de la mente ni del Corazón, mientras no hacía otra cosa que ofrecer a la justicia divina la vida de su Hijo por nuestra salvación.
Por esto comprendemos que Ella, por mérito de sus dolores, cooperó a que naciéramos para la vida de la gracia, que por esto somos hijos de sus dolores.
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Nuestro Seños quiso que Ella estuviera presente como cooperadora de nuestra redención; pues había decretado dárnosla como Madre, debía darnos a luz como hijos en la Cruz.
Y si el Corazón de María encontró algún alivio en aquel mar de amarguras, esto era lo único que entonces la consolaba: saber que por medio de sus dolores nos estaba dando a luz para la vida eterna.
Eso mismo le reveló Jesús a Santa Brígida: “María, mi Madre, por su compasión y caridad, se hizo madre de todos en el cielo y en la tierra”.
Y, de hecho, éstas fueron las últimas palabras con que Jesús se despidió de Ella antes de morir, éste fue el último recuerdo, dejarnos por sus hijos en la persona de Juan cuando le dijo: “Mujer, he aquí a tu Hijo”.
Y desde ese momento empezó María a ejercer con nosotros el oficio de “Madre buena”, porque, como atestigua San Pedro Damiano, el buen ladrón se convirtió y se salvó por las plegarias de María, recompensándole con ello el servicio que en otro tiempo él le había hecho”.
Con esto alude a lo que aseveran antiguos autores diciendo que este ladrón, en la huida a Egipto con el niño Jesús, había estado cortés con ellos.
Este oficio de intercesión la Santísima Virgen ha continuado y continúa realizándolo.
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¡Oh Madre, la más dolorosa de todas! ¡Ha muerto tu Hijo, el más amable y el que tanto te amaba!
Llora, que te sobra razón para llorar.
¿Quién podrá consolarte?
Sólo puede consolarte el pensamiento de que Jesús, con su muerte, ha vencido al infierno, ha abierto el Paraíso que estaba cerrado para los hombres y ha conquistado multitud de almas.
Desde el trono de la Cruz ha de reinar sobre muchos corazones que, vencidos por su amor, con amor le han de servir.
“Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor”.
Almas devotas, escuchad lo que dice la Virgen Dolorosa: Amadas hijas, yo no quiero que vengáis a consolarme, porque mi corazón no es capaz de consuelo en esta tierra después de la muerte de mi amado Jesús. Si queréis complacerme, esto es lo que quiero de vosotras: contempladme y ved si en el mundo ha existido jamás un dolor semejante al mío al ver que me arrebataban con tanta crueldad al que era todo mi amor.
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Con la muerte del Hijo no han concluido sus sufrimientos. Va a ser herida con nueva espada de dolor al ver traspasar con una lanzada cruel el costado de su Hijo ya muerto, y después tendrá que recogerlo entre sus brazos al ser bajado de la cruz.
Esto es lo que vamos a considerar en el sexto dolor que afligió a esta pobre Madre.
Esto reclama nuestra atención y nuestras lágrimas, porque los dolores de Nuestra Señora, la Virgen María, no la atormentaron de uno en uno, sino que en esta ocasión pareciera que acudieron todos en tropel a asaltarla.
Basta decirle a una madre que ha muerto su hijo para revivir en ella todo el amor a su hijo perdido.
Algunos, para aliviar a las madres cuando han muerto sus hijos, tratan de recordarles los disgustos que les dieron.
Pero, Reina mía, si yo quisiera con ese procedimiento aliviar tu dolor por la muerte de Jesús, ¿qué disgusto recibido de Él podría recordar? No, porque Él siempre te amó, siempre te obedeció, siempre te respetó.
Y ahora lo has perdido.
¿Quién podrá ponderar de modo apropiado tu sufrimiento? Tú sola que lo probaste puedes explicarlo.
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Habiendo muerto Nuestro Redentor, el primer pensamiento de la Madre de Dios fue acompañar a su Hijo y presentarlo al Padre eterno.
Debió decirle María: Te presento, Dios mío, a tu Hijo e Hijo mío, que ya te ha obedecido hasta en la muerte; recíbelo entre tus brazos. Ya está satisfecha tu justicia y cumplida tu voluntad; ya está consumado el gran sacrificio digno de tu eterna gloria.
Y después, mirando el cuerpo muerto de su Jesús, diría: Oh llagas, llagas de amor, yo os adoro y con vosotras me congratulo, ya que por vuestro medio se ha realizado la salvación del mundo. Quedaréis abiertas en el cuerpo de mi Hijo para ser el refugio de aquellos que en vosotras se amparen. ¡Cuántos por vosotras recibirán el perdón de sus pecados y por vosotras se inflamarán en amor del sumo bien!
Los romanos abandonaban a las aves de rapiña el cadáver de los ajusticiados, pero la ley de los judíos prohibía dejarlos en el patíbulo después de puesto el sol. Como iba a comenzar el sábado, era todavía más urgente la observancia de esta prescripción legal. Los príncipes de los sacerdotes habían pedido a Pilato que hiciera dar el golpe de gracia a los condenados, y retirar en seguida los cuerpos.
Con este fin, algunos soldados provistos de enormes mazas, treparon silenciosamente el Gólgota. Se aproximaron a uno de los ladrones y le rompieron las piernas; lo mismo hicieron con el otro.
Y María, mientras estaba llorando la muerte de su Hijo, vio aquellos hombres armados que venían contra su Hijo. Y al verlos, primero tembló de espanto y después les dijo: Mirad que mi Hijo ya está muerto; no le ultrajéis más y no sigáis atormentándome a mí, su pobre madre. Les suplicó que no le quebrantasen las piernas.
Los soldados notaron que estaba muerto y que por lo tanto era inútil destrozarlo. Sin embargo, para mayor seguridad, un soldado le hirió el costado con un golpe de lanza. El hierro penetró en el Corazón, y al punto salió de la herida sangre y agua.
Estas cosas fueron hechas para que se cumpliese la Escritura: No le quebraréis ni un hueso. Y también dice otra Escritura: Pondrán los ojos en aquel a quien traspasaron. El Apóstol San Juan vio con sus propios ojos las particularidades de esta escena misteriosa. Vio el hierro destrozar el pecho de Jesús; vio correr la sangre y el agua, las dos fuentes de vida que manan del divino Corazón, el agua bautismal, que regenera las almas, y la sangre eucarística, que las vivifica.
Y Juan dio testimonio de lo que él había visto, a fin de inspirar a todos la fe y el amor.
Al golpe de la lanza retembló la Cruz y el Corazón de Jesús quedó abierto. El ultraje de esta lanza fue para Jesús, pero el dolor fue para María.
Afirman los Santos Padres que esta fue la espada que predijo a la Virgen el Santo Anciano Simeón; espada no de acero, sino de dolor que traspasó su alma bendita al traspasar la lanza el Corazón de Jesús donde ella siempre moraba.
En los demás dolores tenía al menos al Hijo que la compadecía; en éste no tenía al Hijo que la pudiera consolar.
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Temiendo la Madre Dolorosa que le hicieran nuevos ultrajes al Hijo amado, le rogó a José de Arimatea que consiguiera de Pilato el cuerpo de Jesús para que, al menos muerto, pudiera cuidarlo y librarlo de nuevos ultrajes.
José de Arimatea era ilustre Senador, hombre rico, varón bueno y justo, que también esperaba el Reino de Dios, el cual no había consentido en el consejo ni en los hechos de ellos, porque era discípulo de Jesús, aunque oculto por el miedo a los judíos.
Las grandes emociones del Calvario disiparon su cobardía y le alentaron hasta el punto de complacer a la Dolorosa Madre y tomar la resolución de darle una honrosa sepultura. Animado súbitamente de un valor heroico, no temió presentarse a Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús.
Y Pilato se maravillaba de que tan pronto hubiese muerto. Y llamando al Centurión, preguntó si ya era muerto. Y después que lo supo, dio el Cuerpo a José. El gobernador romano tenía mucho que reprocharse respecto al Crucificado y sus amigos; hizo de buena gana esta concesión.
Para poner término a su tarea, iban los soldados a desclavar los cuerpos y enterrarlos con los instrumentos de su suplicio, como era de costumbre, cuando dos hombres se presentaron reclamando el cuerpo de Jesús. José iba acompañado de Nicodemo, aquel doctor de la Ley que, desde su conferencia nocturna con Jesús, no había cesado de defenderle contra las injustas acusaciones de los jefes del pueblo.
José traía un sudario para envolver el cuerpo, y Nicodemo una composición de cien libras de mirra y áloe para embalsamarle. Con la ayuda de Juan y de otros discípulos, bajaron de la Cruz el Cuerpo de Jesús.
La afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y después se sienta al pie de la cruz teniéndole en su regazo.
Oh Virgen sacrosanta, después que Tú, con tanto amor has dado al mundo a tu Hijo por nuestra salvación, he aquí que el mundo ingrato ya te lo devuelve.
Pero, oh Señor, ¿cómo te lo devuelve? María diría entonces al mundo: Mi amado es fúlgido y rubio, pero tú me lo entregas lleno de cardenales y rojo, no por el color de su carne, sino por las llagas que le has hecho. Él enamoraba con su aspecto y ahora da espanto a quien lo mira.
¡Cuántas espadas hirieron el alma de esta Madre al serle presentado el Hijo bajado de la cruz!
Basta considerar el sufrimiento de cualquier madre cuando le presentan a su hijo muerto.
Ve aquella boca entreabierta, los ojos nublados, aquella carne lacerada, aquellos huesos descarnados; le quita la corona de espinas y ve los estragos que le ha causado en su sagrada cabeza; mira aquellas manos y aquellos pies traspasados, y dice: ¡Hijo mío, a qué te ha reducido el amor que tienes a los hombres! ¿Qué mal les has hecho que así te han tratado? Hijo, mira cómo estoy de afligida, mírame y consuélame. Pero tú ya no me puedes mirar. Habla, dime una palabra de alivio; pero no hablas ya porque estás muerto.
Contemplando aquellos instrumentos atroces, decía: Oh espinas crueles, clavos, lanza despiadada, ¿cómo habéis podido atormentar así a vuestro Creador? Pero, ¿qué espinas?, ¿qué clavos?… ¡Oh pecadores, vosotros sois los que habéis maltratado de este modo a mi Hijo!
Así se expresaba la Madre Dolorosa, y se lamentaba por culpa de nosotros.
Pero, si ahora pudiera padecer, ¿qué diría?, ¿qué pena no sentiría al ver que los hombres, después de haber muerto el Hijo suyo, continúan persiguiéndole y crucificándole con sus pecados?
No atormentemos más a esta Madre Dolorosa…
Y, si en lo pasado la hemos afligido con nuestras culpas, hagamos lo que ahora nos dice: Pecadores, volveos hacia el Corazón herido de Jesús; volved arrepentidos, que Él os acogerá. Mirad que mi Hijo ha muerto por salvaros; y no es tiempo para el temor, sino para el amor; tiempo de amar al que para demostraros el amor que os tiene ha querido padecer tanto.
Comprendamos que María Dolorosa sólo halla consuelo si evitamos el pecado…
Si, pues, concluye María, mi Hijo ha querido que le fuera abierto el costado para daros su Corazón, es del todo razonable que vosotros también le deis el vuestro.
Y si queremos encontrar sitio en el Corazón de Jesús, sin vernos rechazados, vayamos junto a María, que Ella nos conseguirá la gracia.
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Cuando una madre está junto al hijo que sufre, sin duda padece todas las penas del hijo; pero cuando el hijo atormentado ha muerto y va a ser sepultado y la madre tiene que despedirse de su hijo, oh Señor, el pensamiento de que no ha de verlo más es superior a todos los demás dolores.
Esta es la última espada de dolor que debemos considerar, cuando María, después de haber asistido al Hijo en la Cruz, después de haberlo abrazado ya muerto, debía finalmente dejarlo en el sepulcro, quedando privada de su amada presencia.
María está anegada en su dolor, abrazada a su Hijo; pero fue preciso poner pronto término a estas muestras de dolor y de ternura, porque el sol estaba ya en su ocaso y el Sábado iba a comenzar.
José extendió sobre la piedra el sudario que debía servir a la sepultura. Colocaron el cuerpo de Jesús sobre el sudario; le cubrieron de perfumes como era de costumbre entre los judíos y luego recogieron las extremidades para envolver los miembros y la cabeza del amado Maestro.
En aquel lugar, en donde fue crucificado, había un huerto, y el huerto un sepulcro nuevo, que pertenecía a José de Arimatea, en el que no había sido puesto nadie.
Ya lo llevan al sepulcro en fúnebre cortejo: los Discípulos lo cargan a hombros; los Ángeles del Cielo lo acompañan; las Santas Mujeres van detrás, y con ellas la Madre Dolorosa siguiendo al Hijo a la sepultura.
Llegados al lugar del sepulcro, cuánto hubiera deseado María quedar en él con su Hijo si ésa hubiera sido su voluntad. Pero como no era ése el divino querer, al menos acompañó al Cuerpo sagrado de Jesús dentro del sepulcro mientras lo colocaban allí.
El Cuerpo del Salvador fue colocado en un nicho abierto en el segundo de estos departamentos y esto fue notado cuidadosamente por María Magdalena y las Santas Mujeres que habían resuelto volver al sepulcro después del sábado, para renovar el precipitado embalsamamiento.
Tributados los últimos honores a su buen Maestro, los Discípulos salieron del monumento e hicieron rodar hacia la entrada una enorme piedra para impedir el acceso. Al ir a rodar la piedra para cerrar el sepulcro, los Discípulos del Salvador debieron dirigirse a la Virgen para decirle: Ea, Señora, hay que rodar la piedra; resígnate, míralo por última vez y despídete de tu Hijo.
Y la Madre dolorosa le diría: Hijo mío amadísimo, recibe el corazón de tu amada Madre que dejo sepultado con el tuyo.
Por fin ruedan la piedra y queda encerrado en el santo sepulcro el Cuerpo de Jesús, aquel gran tesoro, que no lo hay mayor ni en el Cielo ni en la tierra.
María deja, pues, sepultado su Corazón en el sepulcro con Jesús, porque Jesús es todo su tesoro.
Y nosotros, ¿dónde tenemos puesto nuestro corazón? ¿Tal vez en las criaturas? ¿En el fango? ¿Y por qué no en Jesús que, aun habiendo ascendido al Cielo, ha querido quedarse, no ya muerto, sino vivo en el Santísimo Sacramento del altar para tenernos consigo y poseer nuestros corazones?
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María Dolorosa, dando el último adiós al Hijo y al sepulcro, se marchó y se volvió a casa.
Andaba esta pobre Madre tan triste y afligida que excitaba las lágrimas de muchos aun sin querer, de modo que, por donde pasaba, los que la veían no podían contener el llanto; y los que la acompañaban lloraban por el Señor y por Ella a la vez.
Al pasar de vuelta junto a la Cruz, bañada con la sangre de Jesús, fue la primera en adorarla, y diría: Oh Cruz Santa, yo te beso y te adoro porque ya no eres madero infame, sino trono de amor y altar de misericordia consagrado con la Sangre del Cordero divino que ya ha sido en Ti sacrificado por la salud del mundo.
Después se aleja de la Cruz y retorna al Cenáculo. Entrando en él mira en torno, pero ya no ve a Jesús, y le vienen a la memoria todos los recuerdos de su hermosa vida y de la despiadada muerte. Se acuerda de los primeros abrazos que le dio al Hijo en la gruta de Belén, de los coloquios tenidos con él durante tantos años en la casita de Nazaret; le vienen a la mente las constantes muestras de afecto mutuo, las tiernas miradas llenas de amor, las palabras de vida eterna que salían siempre de su boca divina.
Pero luego se le representan las terribles escenas vividas aquel mismo día; ve aquellos clavos, aquella carne lacerada de su Hijo, aquellas llagas profundas, aquellos huesos a la vista, aquella boca entreabierta, aquellos ojos sin vida.
¡Qué noche aquella de dolor para María!
Contemplando a San Juan, la Madre dolorosa le preguntaría: Juan, ¿dónde está tu maestro? Después le preguntaba a Magdalena: Dime, hija, ¿dónde está tu amado? ¿Quién te lo ha quitado?
Llora María y con ella todos los que la acompañan.
Y tú, alma mía, ¿no lloras?
Vuelto hacia María, dile: Déjame, Señora mía, que llore contigo; tú eres la inocente y yo soy el reo.
Ruégale que al menos te admita a llorar con Ella: haz que llore contigo.
Ella llora por amor, llora tú de dolor por tus pecados.
Madre mía dolorosa, no quiero dejarte sola con tu llanto, sino que a tus lágrimas quiero unir las mías.
Esta gracia te pido hoy: un recuerdo continuo, con tierna devoción, de la Pasión de Jesús y de la tuya para que en los días que me queden de vida siempre llore tus dolores, Madre mía, y los de mi Redentor.
Espero que en la hora de mi muerte estos dolores me darán confianza para no desesperarme a la vista de los pecados con que ofendí a mi Señor.
Estos dolores me han de alcanzar el perdón, la perseverancia y el Paraíso, donde espero regocijarme contigo y cantar por siempre las infinitas misericordias de mi Dios.
Así lo espero, así sea.
Virgen Dolorosa, ruega por mí…