JUEVES SANTO
El martes por la tarde Jesús anunció a sus Apóstoles que su muerte se verificaría dos días después. El miércoles fue un día de duelo y amargura. Las terribles palabras de la víspera tenían oprimidos todos los corazones.
Hasta entonces, los Apóstoles se habían imaginado que las predicciones de Jesús sobre su pasión y muerte, contenían un misterio cuyo verdadero sentido revelarían los mismos acontecimientos; pero después de las precisas palabras de su Maestro, ¿cómo hacerse ilusión?
Si Jesús les abandonaba, ¿qué iría a ser de ellos en esa Jerusalén en donde seguramente se perseguiría a los amigos del Profeta con el mismo furor que a Él?
Testigo de sus alarmas y aflicciones, Jesús les consolaba afectuosamente y les alentaba asegurándoles que la separación sería muy corta y que volverían a verle inmediatamente después de la resurrección.
En Betania las lágrimas corrían de todos los ojos. Allí fue donde el Salvador dio el adiós, no sólo a sus queridos amigos que le hospedaban, sino también a las Santas Mujeres de Galilea, que se encontraban reunidas con la divina Madre en casa de Lázaro.
La Virgen María lloraba en medio de sus compañeras; ya la punta de la espada anunciada por el anciano Simeón, penetraba en su Corazón; mas Ella escuchaba con santa resignación las palabras de aliento que el divino Maestro les dirigía. Unía su sacrificio al sacrificio de su Hijo y oraba con Él por los que iba a rescatar al precio de su Sangre.
Y así, entre lágrimas y consuelos, llegó por fin el momento de la separación.
Ese jueves debía celebrarse por la noche la Cena pascual. Jesús dijo a Pedro y a Juan: Id a prepararnos el festín de la Pascua. Los dos enviados dijeron a Jesús: ¿Dónde quieres que preparemos la Pascua? El Salvador les respondió misteriosamente: Entrando a la ciudad, encontraréis a un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en donde entrare, y decid al dueño de ella: “El Señor te hace saber que su tiempo está próximo y que desea celebrar en tu casa la Pascua con sus discípulos. ¿Dónde podrá comer con ellos el Cordero pascual?” Y él os mostrará un cenáculo grande, aderezado; allí haréis los preparativos necesarios.
Judas escuchaba con atención las indicaciones dadas por el Maestro, esperando aprovecharlas para la ejecución de su secreto designio; pero Jesús dejó ignorar completamente el lugar de la Cena, a fin de que el traidor no pudiese venir a sorprenderle antes de terminar la comida, ni perturbase los misterios que allí debían realizarse.
Pedro y Juan encontraron en las puertas de la ciudad al hombre con el cántaro de agua, le siguieron y entraron con él a casa de su señor, quien les mostró el Cenáculo donde debían preparar la cena. Era sobre el monte Sión, cerca del palacio en que reposó largo tiempo el Arca de la Alianza, en donde el Rey David cantaba en sus inspirados salmos la venida del Mesías y los horrores de su Pasión.
El día comenzaba para los judíos a la seis de la tarde. Al aparecer las primeras estrellas del viernes, primer día de los Ázimos, Jesús se dirigió al Cenáculo con sus Apóstoles. Tomó lugar en medio de la mesa, San Pedro y San Juan a sus dos lados y los otros se colocaron en semicírculo en torno del Maestro.
El contento había huido de los corazones en aquellas tristes circunstancias, y todos tenían el presentimiento de que grandes cosas iban a ocurrir durante aquella cena.
El amor de Jesús desbordaba de su Corazón y se mostraba más sensible en su noble rostro, y les dijo: Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de morir, porque es la última vez que la celebraré en vuestra compañía, hasta que juntos la comamos en el reino de Dios.
Tomando entonces la copa que se hacía circular al comenzar la cena, dio gracias y, pasándola a sus apóstoles, les dijo: Yo no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios.
Los Apóstoles no sabían bien de qué reino quería Él hablar, pero comprendieron que asistían al festín de despedida y sus corazones se acongojaron más y más.
Entonces comenzó el festín pascual en conmemoración de aquel gran día en que Dios sacó a Israel de la servidumbre del Egipto. Los ritos y manjares recordaban todas las circunstancias de la última comida que hicieron los hebreos el día de su libertad.
Jesús sirvió primero a sus Apóstoles lechugas silvestres y otras yerbas amargas, en recuerdo de las amarguras con que los egipcios habían acibarado la vida de sus padres; luego panes sin levadura, porque en el día de la Pascua los hebreos, huyendo de sus perseguidores, no tuvieron tiempo de dejar fermentar la masa; en fin, el Cordero Pascual, cuya sangre detuvo al Ángel exterminador.
Al observar los ritos de la Pascua de los hebreos, Jesús veía en ellos otras tantas figuras de la nueva Pascua, de la redención que Él traía.
La verdadera cautividad no era la de Egipto, sino la del infierno; y para escapar a los golpes del ángel exterminador de las almas, era necesaria la Sangre del verdadero Cordero Pascual, figurado por los corderos inmolados en el templo.
Este era el gran misterio que Jesús quería revelar a sus Apóstoles antes de dejar el mundo; y en el momento de celebrar la Pascua de la Nueva Alianza, quiso preparar los corazones de sus Apóstoles llenos de ideas terrestres, para que gustasen de las cosas del Cielo.
Y se aprovechó de una discusión, de nuevo suscitada entre ellos durante la cena, para darles una lección memorable. Se trataba siempre de saber quién sería el primero y el más grande en el reino.
Terminado el oficio de esclavo del lavatorio de los pies, el Salvador dijo a sus Apóstoles: ¿Habéis visto lo que acabo de hacer? Me llamáis vuestro Maestro y Señor, y tenéis razón porque en realidad lo soy. Si yo, pues, siendo vuestro Maestro y Señor, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Os he dado el ejemplo, a fin de que hagáis lo mismo que acabo de hacer. El criado no es superior a su amo, ni el apóstol mayor que el que le ha enviado. Seréis felices si practicareis las cosas que os he enseñado. En cuanto a vosotros que me habéis sido fieles en todas mis tribulaciones, haced lo que acabo de practicar y os introduciré en el reino que mi Padre me prepara, en donde comeréis y beberéis en mi mesa y os sentaréis en tronos para juzgará a las doce tribus de Israel.
Esta escena tan conmovedora, no fue sino el preámbulo de otra más sublime. El lavatorio fue sólo el símbolo de la purificación del corazón que Jesús obraría en sus Apóstoles para hacerlos dignos del don sublime que quería regalarles antes de separarse de ellos.
El mismo Jesús era el Cordero Pascual figurado desde siglos atrás por el que acababan de comer. Su Sangre iba a derramarse al día siguiente por la salvación del mundo.
Pero eso no bastaba al Cordero de Dios, que quería quedar siempre vivo en medio de los hombres, inmolarse siempre por sus pecados y sustentarles durante su peregrinación a la Tierra prometida.
Había llegado la hora de realizar la promesa formulada por Jesucristo un año atrás en Cafarnaúm, de darles a comer su Carne y a beber su Sangre.
Al fin de la cena, después de haber instruido a sus Apóstoles sobre el prodigio de amor que iba a realizar, Jesús tomó en sus santas y venerables manos uno de los panes ázimos, lo bendijo, lo partió y lo entregó a los Apóstoles diciendo: Tomad y comed todos. Esto es mi cuerpo, que va a ser entregado por vosotros.
Luego, tomando su copa llena de vino, la bendijo y se las presentó diciendo: Tomad y bebed todos de él. Este es el cáliz de mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento, misterio de fe, que por vosotros y por muchos va a ser derramada en remisión de los pecados.
Y Jesús añadió: Haced esto en memoria mía, a fin de que los Apóstoles y sus sucesores, sacerdotes de la Nueva Alianza, perpetuasen su sacrificio, no ya por una Pascua conmemorativa, como los sacerdotes de la Antigua Ley, sino por la nueva inmolación del Cordero divino, que vendría a ser el alimento de las almas y la prenda de la vida eterna.
La Cena llegaba a su fin. Los Apóstoles departían afectuosamente con su Maestro; pero pronto notaron en su fisonomía una turbación profunda… Jesús no podía pensar, sin sentir su alma desgarrada por el dolor, en Judas, en aquel corazón insensible, en el sacrilegio que acababa de cometer, el crimen más horrendo aún que meditaba… Era uno de sus miembros, que se le separaba violentamente para ejecutar en su Maestro la obra de Satanás.
Quiso, una vez más, traerle al arrepentimiento, poniendo a sus ojos la enormidad de su crimen y el castigo que le aguardaba. Dirigiéndose a los Apóstoles, les dijo: En verdad, os lo aseguro, que uno de vosotros, uno de los que están sentados a esta mesa y comen conmigo, va a traicionarme y a entregarme a mis enemigos.
Con esta declaración, los Apóstoles, entristecidos y consternados, se miraban unos a otros preguntándose si en realidad podría haber entre ellos un traidor bastante malvado para entregar a su Maestro. Y como la sospecha pesaba sobre cada uno de ellos, todos, uno por uno, comenzaron a preguntar: ¿Soy yo, Señor?
Jesús respondió con un tono grave y sereno: Os lo repito, es uno de los que aquí cenan conmigo. Y añadió estas terribles palabras: El hijo del hombre se va, como de él está escrito; pero ¡desgraciado de aquel por quien el hijo del hombre será entregado! ¡Más le valdría no haber nacido!
Todos estaban aterrados; sólo Judas se mostraba en calma. Tuvo aún la audacia de preguntar como los otros: ¿Soy yo, Señor? Sus palabras se perdieron en el bullicio, pero Jesús le respondió de manera que él sólo pudiera oírle: Tú lo has dicho, eres tú.
Esta respuesta, que habría debido confundirle, no le arrancó ni un suspiro, ni una lágrima, ni un movimiento de sorpresa o de horror; de manera que los Apóstoles no encontraron en él mayor motivo de sospecha que en los otros.
Queriendo a toda costa salir de una incertidumbre que despedazaba su corazón, Pedro hizo un signo a Juan para que interrogase al Maestro. Juan se inclinó hacia el pecho de Jesús y le dijo: ¿Quién es el traidor? Respondió el Salvador: Aquel a quien voy a presentar un pedazo de pan mojado. Mojó un pedazo de pan en un plato y lo presentó a Judas, el cual recibió sin la menor emoción esta nueva muestra de amistad.
Apenas hubo comido este bocado, cuando quedó convertido, no sólo en esclavo, sino en verdadero secuaz de Satanás.
Entonces, viéndole perdido sin remedio, Jesús le dijo: Lo que estás resuelto a hacer, hazlo pronto.
No comprendieron los Apóstoles el sentido de estas palabras; creyeron que daba órdenes a Judas de comprar algún objeto para la fiesta o de distribuir limosnas a los pobres. Y el maldito, dejando el Cenáculo a toda prisa, se fue directamente a concertar con sus cómplices las últimas medidas para apoderarse de Jesús en esa misma noche.
Unas cuantas horas más y el crimen quedaría consumado.
En este momento, la tristeza de los Apóstoles llegaba hasta la desconfianza. Ignoraban lo que se tramaba contra Jesús y contra ellos; pero evidentemente estaban amenazados de una espantosa desgracia. Jesús anunciaba que uno de ellos le haría traición, que Pedro le negaría, que todos le abandonarían y que Él mismo seria tratado como un criminal y condenado a muerte de cruz. Acababa de decirles que iba a dejarles para ir a donde nadie podía seguirle.
Pero, ¿cómo explicar estos enigmas?, y, en todo caso, ¿qué suerte les estaría reservada una vez privados de su Maestro y abandonados sin defensa en medio de encarnizados enemigos?
Al verlos sumergidos en aquella mortal angustia, silenciosos, desalentados, abatidos, Jesús se sintió conmovido hasta el fondo del alma y entonces, para consolarlos y fortalecerlos, brotaron de su boca acentos qué sólo podía abrigar su Sagrado Corazón: Hijitos míos, no os inquietéis con el pensamiento de mi partida. Creed en Dios y creed en mí. Me voy a la casa de mi Padre; y allí, donde las mansiones son numerosas, voy a prepararos una. Entonces volveré a vosotros para conduciros a donde yo mismo voy.
Jesús agregó que su separación en nada les impediría extender el reino de Dios por toda la tierra como se los había prometido. Él les comunicaría un poder tal, que realizarían prodigios más maravillosos aún que los milagros hechos por Él mismo.
Al apartarse de ellos, les dejaba la paz de Dios, esa paz que el mundo no puede dar. Su partida no debía causarles ni inquietud ni temor, porque Él volvería como lo tenía prometido. Antes bien, por amor a Él, debieran regocijarse al verle regresar a su Padre.
Entonces, en una nueva efusión de su amor, les habló de la misión salvadora que iban a llenar, misión que sería infructuosa, si no permanecían íntimamente unidos a Él: Yo soy la vid plantada por el celeste viñador, y vosotros sois los sarmientos. Así como éstos no producen fruto sino cuando están unidos a la cepa, así también vosotros seréis infecundos si no estuviereis injertados en mí. Sin mí, nada podéis producir; sin la savia que de mí brota, sois un sarmiento estéril que se seca y sólo sirve para el fuego. Al contrario, si estuviereis unidos a mí, alcanzaréis todo cuanto pidiereis, pues toca a la gloria de mi Padre el reconoceros como verdaderos discípulos de su Hijo, mediante los abundantes frutos que produjereis.
No podéis propagar el reino de Dios sin encontrar adversarios; pero si el mundo os aborrece, no olvidéis que primero me ha aborrecido a mí. Si fuerais del mundo, gozaríais de sus favores; mas os perseguirá con su odio, porque yo os he apartado del mundo para formaros a mi imagen. Os perseguirán como a mí me han perseguido y despreciarán vuestra palabra como a mí me han despreciado.
Consolaos con el pensamiento de que seréis tratados de esta manera por odio a mi nombre, porque no han querido conocer a Aquel que me ha enviado. De este modo han realizado la palabra de la Escritura: Me han aborrecido gratuitamente, sin motivo, por pura malicia. Pero su odio no impedirá a los pueblos glorificar mi nombre.
Cuando venga el Espíritu Santo, que yo os he de enviar, el Espíritu que procede del Padre, Él dará testimonio de mí y vosotros los que me habéis seguido desde el principio, seréis también testigos míos en medio del mundo.
Si os hablo claramente, es para poneros en guardia contra la tentación. Cuando os arrojen de las sinagogas y os quiten la vida, creyendo ofrecer con esto un sacrificio agradable a Dios, os acordaréis que yo os he predicho estas persecuciones.
En lugar de entristeceros por mi partida, deberíais más bien regocijaros, pues es ventajoso para, vuestra misión el que yo me vaya. El Espíritu Santo no vendrá a vosotros antes que yo haya vuelto a mi Padre. Entonces vendrá Él a promulgar solemnemente el crimen que el mundo ha cometido por su infidelidad.
Mucho más tendría aún que deciros; pero el Espíritu Santo que vais a recibir os enseñará oportunamente toda verdad y os revelará los secretos del porvenir.
Jesús agregó para consolarlos: Un poco más de tiempo y ya no me veréis; pero poco tiempo después, volveréis a verme. Gemiréis y lloraréis entonces, mientras que el mundo se alegrará; pero poco después volveréis a verme y vuestra tristeza se convertirá en gozo; pronto se regocijará vuestro corazón, y nadie podrá arrebataros vuestro contento.
Se detuvo un instante; luego, con voz conmovida pero siempre firme, continuó: Todo lo que acabo de deciros, lo he dicho para que encontréis en mí el reposo de vuestras almas. El mundo os pondrá bajo el lagar, pero estad tranquilos: yo he vencido al mundo.
En este momento, la obra de la redención apareció toda entera a las miradas de Jesús. Vio a sus enviados corriendo en busca de las almas hasta el fin de los siglos; vio a esas almas sumergidas en las tinieblas, abrirse por millones a la luz del Evangelio y glorificar a Aquel que reina en los Cielos.
Radiantes de amor, sus ojos se levantaron entonces hacia su Padre, y abiertos los brazos, le dirigió esta sublime oración: Padre mío, llega la hora tan largo tiempo esperada; glorifica a tu Hijo, para que él te glorifique a ti. Me has hecho cabeza del género humano a fin de comunicar la vida eterna a los que me diste, esa vida eterna que consiste en conocerte a ti, único Dios verdadero y a Jesucristo a quien enviaste. Yo te he glorificado en la tierra; he terminado la obra que me confiaste; a ti toca ahora, Padre mío, glorificarme en tu seno con aquella gloria de que en ti he gozado desde la eternidad.
Y quedó enteramente abstraído después de aquella celestial conferencia.
Los Apóstoles, al ver la calma y la serenidad de su Maestro, no podía sospechar que en esa misma hora comenzaba el drama más horroroso que el mundo haya jamás visto: la Pasión del Hijo de Dios.
Ya hemos meditado en Ella durante toda la Cuaresma. Mañana asistiremos a su ritual litúrgico.
Que Nuestra Señora del Cenáculo imprima en nuestro espíritu los mismos sentimientos que Ella abrigaba en su Inmaculado Corazón, y nos los haga conservar y meditar como Ella misma lo hizo.