TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA
La Epístola de este domingo está tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos XII, 14-21, pero la cito desde el versículo 9, destacando en azul lo que corresponde a la Misa de hoy:
Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor. Vivid alegres con la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración; subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. Tened el mismo sentir unos con otros. No blasonéis de cosas altas, sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros a vosotros mismos por sabios. A nadie volváis mal por mal; procurando obrar bien no sólo delante de Dios sino también delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto de vosotros depende, vivid en paz con todos los hombres. No os defendáis vosotros mismos, queridos míos, sino dad lugar a la cólera, pues está escrito: “A Mí me toca la venganza; Yo haré justicia, dice el Señor”. Antes bien, “si tiene hambre tu enemigo dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Pues haciendo esto, ascuas encendidas amontonarás sobre su cabeza”. No te dejes vencer del mal, sino domina al mal con el bien.
En el capítulo XII de su Carta a los Romanos, comienza San Pablo la parte moral o exhortatoria de la misma, con una serie de consejos y avisos para los cristianos en su vida diaria, que resumen las exigencias morales de la justificación.
Es de notar el enlace con la anterior parte dogmática, pues ello es prueba de que, para San Pablo, lo mismo que para Santiago, la fe no es una fe muerta, sino una fe que está exigiendo las obras de las virtudes cristianas.
A partir del versículo 9 y hasta el 21, el Apóstol comienza una serie de consejos de vida cristiana, centrados en la práctica de la caridad, entre los cuales se encuentran los que trae la Epístola de este Domingo.
Con esta larga serie de avisos de carácter moral, centrados en la caridad, San Pablo nos da claramente a entender el gran papel de esta virtud en la vida cristiana.
Los avisos se suceden rápidamente y, a lo que parece, sin un orden lógico determinado.
Quizás se podría hacer distinción entre los versículos 9-13, aludiendo al ejercicio de la caridad entre los cristianos, y los versículos 14-21, extendiendo ese horizonte a todos los hombres, incluso a los enemigos y perseguidores.
Comienza San Pablo con una recomendación de carácter general, manifestando que la caridad debe ser sincera, es decir, sin simulación ni fingimiento: Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien.
Insiste luego en varios aspectos particulares, entre los que podemos destacar:
– El de fraternidad, como hijos de un mismo Padre celestial y miembros de un mismo Cuerpo místico: amándoos los unos a los otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor.
– El de alegría, con la esperanza del cielo: Vivid alegres con la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración.
– Y el de hospitalidad, recibiendo solícitamente a todos los santos que necesiten refugio: subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad.
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A continuación, comienza el pasaje de la Epístola de hoy. Aunque entremezclando otros, insiste sobre todo en el concepto del amor a los enemigos, cosa que también ya había hecho claramente Nuestro Jesucristo en el Sermón de la Montaña (cf. San Mt., 5: 39-44).
San Pablo enseña primero cómo debemos ejercer la caridad para con los enemigos.
Indica que la benevolencia debe ser amplia, de modo que abarque aun a los enemigos: Bendecid a los que os persiguen; dando a entender que aun con los enemigos y perseguidores debemos ser benévolos, eligiendo para ellos el bien y orando por ellos. Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen y calumnian, había dicho Nuestro Señor (Mt 5, 44).
La benevolencia, además, debe ser sin mezcla de lo contrario, y por eso dice: Bendecid, y no maldigáis. Lo cual es contra algunos que bendicen de palabra y maldicen con el corazón. Y también contra los que a veces bendicen y a veces maldicen, o a unos bendicen y a otros maldicen.
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Seguidamente indica lo perteneciente a la concordia, cuando dice: Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. Tened el mismo sentir unos con otros.
La concordia, la unión de los corazones, se puede considerar en primer lugar en cuanto al efecto, tanto en los sucesos buenos como en los malos.
En los buenos, para que se goce uno con los bienes de los demás, por lo cual dice: Gozaos con los que se gozan.
Es evidente que esto se debe entender de cuando se goza uno por una cosa buena; pues hay algunos que se gozan con lo malo.
Y en los sucesos malos, la concordia hace que uno se entristezca de los males ajenos; por lo cual agrega: llorad con los que lloran.
La misma compasión del amigo que se conduele proporciona una doble consolación en las aflicciones.
Primero de ella se colige una prueba de amistad. En su adversidad, esto es, en su infortunio, se conoce quién es su amigo. Y es consolador darse uno cuenta de que alguien es su verdadero amigo.
Y también porque, por el hecho de condolerse el amigo, se le ve ofrecerse a llevar él también el peso de la adversidad que produce la aflicción. Y es claro que más leve se siente lo que se carga entre muchos que lo que por uno solo.
Entrando más en detalle, San Pablo enseña que la concordia consiste es la unidad en el sentir, tener el mismo sentir unos con otros, para convenir en el mismo parecer, vivir perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir.
Mas debemos saber que el sentir es doble.
El uno pertenece al juicio del entendimiento, acerca de lo que se puede especular. Ahora bien, disentir en tales cosas no repugna ni a la amistad ni a la caridad, porque la caridad está en la voluntad. Y tales juicios no provienen de la voluntad sino de la necesidad de la razón.
Pero el otro sentir corresponde al juicio de la razón sobre lo que se debe hacer, y en tales cosas el disentir es contrario a la amistad, porque tal disentimiento tiene la contrariedad de la voluntad.
Ahora bien, siendo la fe no sólo especulativa sino también práctica, en cuanto que obra por dilección, en consecuencia, el disentir de la recta fe es contrario a la caridad.
Y todo el problema está en lo que se entiende por “recta fe”… Y de allí se comprueba quién es el que falta a la caridad…
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Cuando dice: No blasonéis de cosas altas, sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros a vosotros mismos por sabios, San Pablo hace a un lado los impedimentos de la concordia, que son dos.
El primero es la soberbia, por la cual ocurre que mientras busca uno desordenadamente su propia excelencia y rehúsa la sujeción, desea sujetar a otro e impedirle su excelencia. Y de aquí se sigue la discordia.
Y para librarnos de tal cosa exhorta, como diciendo: No apetezcáis vuestra propia excelencia; no te engrías, antes teme; no te metas en inquirir lo que es sobre tu capacidad; antes, al contrario, acomódate a lo que es más humilde, a lo que os parezca despreciable, no lo rehúses cuando te obligue.
El segundo impedimento de la concordia es la presunción de sabiduría, o también la de prudencia, presunción por la cual sucede que no acepta uno el parecer de los demás.
Para hacerlo a un lado, San Pablo enseña: No queráis teneros a vosotros mismos por sabios, para que no juzguéis que sólo lo que os parece a vosotros es lo prudente.
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A continuación, enseña las cosas que corresponden a la beneficencia, excluyendo lo contrario.
Y primero enseña que a nadie se le debe hacer ningún mal por razón de venganza. Acerca de lo cual hace tres cosas.
Primero prohíbe la venganza, diciendo: A nadie volváis mal por mal.
Pero esto se debe entender en cuanto a lo formal, como se dijo arriba acerca del maldecir; porque se nos prohíbe volver mal por mal por un sentimiento de odio o de envidia de modo que nos deleitemos en el mal del otro.
Porque si por el mal de culpa que alguien comete le vuelve el juez el mal de pena conforme a justicia en contrapeso de la maldad, materialmente se le hace un mal, pero formalmente y en sí se le hace un bien.
De aquí que cuando el juez cuelga al malhechor por homicidio no vuelve mal por mal, sino, al contrario, bien por mal.
Lo segundo que enseña es que también los bienes se les muestren a los prójimos, diciendo: procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres, de modo que se hagan las cosas que agradan a los hombres.
Pero sucede que esto se hace tanto bien como mal; porque si se hace por interés humano, no se obra bien. Mas si eso mismo se hace por la gloria de Dios, se hace bien.
Tercero, da la razón de una y otra de las cosas dichas.
Porque para esto debemos prescindir de la recompensa de los malos y obrar el bien delante de todos los hombres, para estar en paz con ellos, por lo cual agrega: vivid en paz con todos los hombres.
Pero aquí agrega dos cosas condiciones importantes, siendo la primera: si es posible. Porque a veces la maldad de los demás impide que podamos tener paz con ellos, a no ser que consintamos con su maldad; y, en este caso, es claro que la paz que resulta ilícita. Por lo cual conviene recordar lo que dice el Señor: No he venido a traer paz sino espada.
La otra condición que agrega es esta: en cuanto de vosotros depende, porque debemos hacer lo que esté en nuestra mano para procurar la paz con ellos.; pero nadie está obligado a lo imposible, como hemos visto.
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En seguida, San Pablo muestra que no hay que causarles males a los prójimos so capa de defensa.
Y primero da la enseñanza, diciendo: No os defendáis vosotros mismos, así como de Cristo se dice: Entregué mis espaldas a los que me azotaban, y mis mejillas a los que me mesaban la barba. Por lo cual el mismo Señor ordenó: Si alguien te abofeteare en la mejilla derecha, preséntale también la otra.
Pero, atención, como dice San Agustín, el mismo Señor, habiendo sido abofeteado, no dijo: He aquí la otra mejilla, sino que reclamó: Si he hablado mal, prueba en qué está el mal; pero si he hablado bien ¿por qué me golpeas? Con esto enseñó que el ofrecimiento de la otra mejilla debe ser hecho en el corazón. Y Nuestro Señor estuvo dispuesto no sólo a presentar la otra mejilla por la salvación del hombre, sino a ser crucificado con todo su cuerpo.
En segundo lugar, indica la razón, diciendo: sino dad lugar a la cólera, o sea, al juicio divino. Como si dijera: Encomendaos a Dios que, con su juicio, puede defenderos y vengaros.
Lo que aquí dice San Pablo, de que el cristiano no debe tomar la justicia por sí mismo, sino dejarla a Dios, ha de entenderse del cristiano como persona privada, no del cristiano constituido en autoridad, que tiene el deber de reprimir el mal.
Cuando alguien con autoridad judicial, o procura el castigo para reprimir la maldad, o también con autoridad de algún superior intenta su defensa, se entiende que da lugar a la cólera, esto es, al juicio divino, cuyos ministros son los príncipes.
E incluso como persona privada, el cristiano puede, y a veces convendrá hacerlo, apelar y defenderse ante los tribunales; pero lo que nunca le será lícito es hacerlo con espíritu de venganza personal, secundando la reacción de la carne.
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Inmediatamente prueba lo que dijo.
El primer argumento es de autoridad. San Pablo, a fin de recalcar más la idea de que no busquemos por nosotros mismos la justicia contra las injurias, sino que lo dejemos en manos del Señor, que la hará a su tiempo, busca apoyo en la Sagrada Escritura, citando una frase del Libro del Deuteronomio (32: 35) y otra del Libro de los Proverbios (25: 21-22): “A Mí me toca la venganza; Yo haré justicia, dice el Señor”. Antes bien, “si tiene hambre tu enemigo dale de comer; si tiene sed, dale de beber.
Es segundo argumento es de razón, diciendo: Pues haciendo esto, ascuas encendidas amontonarás sobre su cabeza.
El sentido de esta expresión es que, perdonando las injurias del enemigo y devolviendo bien por mal, produciremos en él sentimientos de vergüenza y remordimiento, que le obligarán a cambiar de conducta. Socorriéndolo en su necesidad, ascuas encendidas, esto es amor de caridad, amontonamos sobre su mente, porque, como dice San Agustín, “No hay mayor modo de hacerse amar que empezar amando”. Porque sería demasiado áspero el ánimo que, si no quiere corresponder, se niegue a considerar.
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Cuando San Pablo dice: No te dejes vencer del mal, sino domina al mal con el bien, prueba lo que dijo.
Porque le es natural al hombre el querer vencer al adversario y no ser vencido por él.
Ahora bien, es vencido por alguien el que por este mismo es arrastrado, así como el agua es vencida por el fuego cuando la arrebata a su calor.
Así es que, si por el mal que por otro se le causa a un hombre bueno, éste es arrastrado a hacerle el mal, el bueno es vencido por el malo.
Pero si, por lo contrario, en virtud del beneficio que el bueno le ofrece al perseguidor, lo atrae a su amor, el bueno vence al malo.
Así es que dice: No te dejes vencer del mal, esto es, del que te persigue, para que tú lo persigas a él, sino que con tu bien vence el mal de él, para que, haciéndole el bien, lo retires del mal.
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El hombre mundano es lo contrario del hombre cristiano. El hombre mundano necesita vengarse. Su norma es no perdonar nunca. ¡Ojo por ojo, diente por diente!
La generosidad para con el enemigo, el perdón de una ofensa y la tranquila resignación, cuando se es insultado, no son para él virtudes: son efectos de la falta de energía, de la debilidad de carácter.
Mas yo os digo: no resistáis al que os haga mal. Al contrario, si te hieren en una mejilla, presenta la otra. Jesús no se contenta sólo con enseñarlo de palabra, sino que es el primero en practicarlo. Se le golpea, se le calumnia, se le escupe, se le acusa injustamente, se le condena a muerte: y Él se calla.
Para los que le hacen tanto mal no tiene más que disculpas y una oración a su Padre: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.
Vence el mal con el bien. Este es el verdadero espíritu de Cristo, este es el cristianismo puro, esta es la auténtica virtud.
Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber.
Sólo está permitida una venganza: la de corresponder con cariño y buenas obras a los que nos hagan mal.
Vence el mal con el bien. Haced bien a los que os odien y orad por los que os persigan.
El cristiano no debe «contabilizar el bien» que hace; nunca debe parecerle bastante.
El verdadero cristiano piensa siempre bien de los que le causan mal. Más aún: los aprecia y les devuelve bien por mal.
Esto es lo que nos ordena la Epístola de hoy. Este es el espíritu de Cristo, el espíritu que debe animar a todos los bautizados, a todos los miembros de Cristo.