PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
Y habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación de sus olas. Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces es cuando verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria. Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca. Y les dijo una parábola: Mirad la higuera y los árboles todos; cuando veis que brotan, sabéis por vosotros mismos que ya se viene el verano. Así también, cuando veáis que esto acontece, conoced que el reino de Dios está próximo. En verdad, os lo digo, no pasará la generación ésta hasta que todo se haya verificado. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
El Santo Breviario presenta a nuestra meditación un sermón del Santo Pontífice León Magno, en el cual recuerda que cuando Nuestro Salvador instruía a sus discípulos, y a toda la Iglesia en sus Apóstoles, acerca del advenimiento del reino de Dios, y del fin del mundo y de los tiempos, les dijo: “Guardaos de no agravar vuestros corazones con la crápula y la embriaguez y los cuidados del siglo”.
Cuyo precepto, agrega el Santo Doctor, hemos de reconocer que especialmente se refiere a nosotros, ya que el día anunciado, si bien nos es desconocido, con todo, no dudamos de que esté cercano.
Para cuyo advenimiento es necesario que se preparen todos los hombres, insistía San León, no sea que halle a alguno dedicado al cuidado de su carne o a los negocios del siglo.
Y San Gregorio Magno, también en las lecturas del Breviario, enseñaba que, deseando Nuestro Señor y Redentor hallarnos preparados, nos anuncia los males que acompañarán al mundo en su vejez, para que de esta suerte no nos apartemos de su amor. Nos muestra las calamidades que deben preceder a su término, a fin de que, si no queremos temer a Dios mientras gozamos de tranquilidad, por lo menos nos espanten sus castigos y nos atemorice su juicio cercano. De estas cosas, algunas vemos que se han ya cumplido, y otras tememos que presto sucederán.
En cuanto a levantarse unos pueblos contra otros, así como a las demás calamidades que afligen al mundo, vemos en nuestros tiempos mucho más de lo que leemos en los libros. Ya sabéis las continuas novedades llegadas de diversas partes, y cuantas ciudades han destruido los terremotos. En cuanto a las pestes, las sufrimos sin cesar. Las señales en el sol, la luna y las estrellas, aún no las vemos tan manifiestas, mas, según las mudanzas que del aire experimentamos, podemos creer que no están muy lejanas.
Con mayor razón que los Santos Pontífices y Doctores de los primeros siglos, podemos nosotros decir que el día de Cristo brilla ya sobre nuestras cabezas.
Tan pronto como se haga más de noche, y crezcan el poder de las tinieblas y la impiedad de los hombres seducidos, aparecerá bruscamente el Hijo del hombre, sentado sobre las nubes del cielo.
Entonces, todos tendrán que doblar ante Él sus rodillas y habrán de reconocer que Él es el Señor universal, el vencedor del mal y de los malos.
Él, a su vez, recogerá a los suyos, a los que permanecieron fieles a su lado, y los conducirá a su Reino.
Por eso, el día del Señor es para la liturgia el día más anhelado y dichoso: es el día del triunfo definitivo de Cristo, del Redentor; es el día de la entrada de la Iglesia en el reposo y en la paz.
Junto con la Liturgia, hoy somos testigos de la tan ansiada vuelta del Señor. Somos testigos de su victoria definitiva. Por eso nuestro corazón salta de júbilo. Vemos a Nuestro Salvador descender del Cielo hasta nosotros, envuelto en toda su gloria y rodeado de poder y majestad.
A Ti, Señor, elevo mi alma; en Ti solo confío; no permitas que se burlen de mí mis enemigos, porque ninguno de cuantos confiaron en Ti se vio nunca confundido. Muéstrame, Señor, tus caminos y dame a conocer tus sendas. (Introito de la Misa de hoy).
Esperémosle llenos de anhelo. Suspiremos por la revelación de la gloria de los hijos de Dios.
Escuchemos la exhortación del gran Doctor y Apóstol San Pablo para que caminemos de un modo digno de Dios: Hermanos: Sabed que ya es hora de levantaros del sueño; porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, y el día está cerca; desechemos por tanto las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de luz. Andemos como de día, honestamente, no en banquetes y borracheras, no en lechos y lascivias, no en contiendas y rivalidades; antes bien, revestíos del Señor Jesucristo.
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Tal es el preludio solemne con el que se inicia el año eclesiástico. Se despliega ante los ojos de nuestro espíritu el impresionante drama de la vuelta de Cristo. Cuando llegue su hora, aparecerá el Hijo del hombre rodeado de gran poder y majestad. Delante de Él enviará a sus Ángeles, los cuales congregarán a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, desde lo más alto de los cielos hasta sus últimos confines.
Verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria. ¡El día de la vuelta del Señor! La Parusía…
El Señor vive y reina. Así como es el Redentor de los hombres, así será también el remate de todas las cosas y de la historia del mundo. De igual modo que apareció un día revestido de pobreza y de humildad, así aparecerá también, al fin de los tiempos, revestido de poder y majestad.
Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación de sus olas. Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas.
Es el día del triunfo, el día de la glorificación de Cristo en presencia de toda la humanidad reunida.
Los pueblos y las naciones, la religión, la ciencia, la ética, la política, las corrientes espirituales, los errores de las distintas épocas y culturas, etc.; todos tendrán que manifestarse en su verdadera naturaleza, para ver si fueron fruto auténtico o si sólo fueron paja.
Tendrán que justificarse de cómo se portaron con la Verdad, con Dios, con Cristo y con su Iglesia.
Tendrán que dar cuenta de si sirvieron a Dios o si trabajaron contra Él.
Entonces serán juzgados de un modo especialísimo los padres, las madres, los superiores, los estadistas, los sabios, los escritores, los pontífices, los sacerdotes, los curas de almas, y todos los que en vida ejercieron un cargo o un ministerio público o desempeñaron alguna misión oficial.
Todos ellos tendrán que dar razón del influjo, bueno o malo, que ejercieron en los demás y de si favorecieron o perjudicaron al Reino de Dios.
Todo tendrá que someterse al juicio de Cristo, hoy injuriado y despreciado. Todo tendrá que inclinarse ante Él y ante su sentencia inapelable.
El día del triunfo, el día del reconocimiento de Nuestro Salvador. ¡Con qué ansiedad espera la Iglesia ese día!
En ese momento, ante el mundo entero, se hará justicia a Cristo, a su Iglesia y a todos cuantos permanecieron fieles al Reino de Dios. ¡Ven, Señor Jesús!
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En medio de la perturbación de los elementos, en medio de las espesas y lúgubres tinieblas, aparece de pronto en el cielo una luz, la señal del Hijo del Hombre, una cruz dibujada con rayos luminosos.
¡La injuriada, la odiada Cruz del Señor! Todos tendrán que ver y reconocer que sólo en Ella se nos dio la verdadera salud.
La luminosa Cruz revela la proximidad del Señor. De igual modo que un día subió a los Cielos, con su cuerpo resucitado y glorioso, envuelto en una nube, así volverá sobre las nubes del cielo, revestido de la gloria de su Padre, envuelto en su majestad celestial, y rodeado de Ángeles por todas partes.
Todos verán y reconocerán entonces la inapreciable gloria que Él les mereció con su muerte y que les había reservado para su alma y para su cuerpo.
Todos tendrán que ver y reconocer lo que Él pudo y quiso hacer con ellos, por medio de su Encarnación, de su Cruz, de su Resurrección, de su Ascensión a los cielos; por medio del envío del Espíritu Santo; por medio de su Iglesia, con sus dogmas y sus Sacramentos.
Entonces reconocerán y confesarán que, si no consiguieron el fin, la vida eterna y feliz, no fue por culpa de Dios. Y, viceversa, los que se han de salvar reconocerán y confesarán agradecidos que lo fueron en virtud del amor de la gracia del Señor.
La vuelta del Señor es el sello infalible con que Dios autenticará la primera venida de Jesús, la verdad de su Encarnación, la veracidad de todas sus palabras, la santidad de su vida y de su ejemplo, la eficacia de su Pasión y muerte, la verdad de su Iglesia, la bondad de la misión, de la autoridad, de los derechos, de las exigencias, de la predicación y de los Sacramentos de su Iglesia.
¡Felices de nosotros, los que conocemos, reconocemos y confesamos al Señor aquí, en esta vida mortal, los que creemos en Él, los que pertenecemos a Él en su santa Iglesia!
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El cielo y la tierra pasarán. Hermanos míos, he aquí lo que os digo: El tiempo es breve, la figura de este mundo pasa, dice San Pablo a los Corintios. Y agrega, por lo tanto, los que están casados, vivan como si no lo estuvieran; los que lloran, como si no lloraran, los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si nada poseyeran; los que trafican con el mundo, como si no traficaran. Porque la figura de este mundo pasa. Quiero que viváis sin preocupaciones…
No vale, pues, la pena afanarse excesivamente por nada de lo de esta vida, no debemos permitir que nuestro ánimo sea invadido demasiado por la alegría o por la tristeza. Todo cuanto nos rodea, todo cuanto pueda sobrevenirnos aquí en la tierra está condenado a la nada.
La figura de este mundo pasa. Dura mucho menos de lo que nosotros pensamos. No vale la pena de que nos entreguemos con tanto ardor a las cosas de este mundo, a sus intereses y preocupaciones.
¡He aquí la Iglesia! Ella sólo conoce una cosa: la causa del Señor. Sólo una preocupación la inquieta, sólo una gran pasión llena su corazón: lo que es del Señor.
La figura de este mundo pasa. Si no nos desprendemos interiormente de todas las cosas criadas, no podremos aplicarnos a las divinas. Si somos tan pobres en la vida interior, se debe únicamente a que no hemos aprendido aún a desprendernos por completo de lo criado y perecedero.
El cielo y la tierra pasarán. Estos cielos, que existen ahora, y la tierra, tal como la conocemos al presente, están reservados para el fuego en el día del juicio. Pero nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en donde habita la justicia.
La creación espera ansiosa la revelación de los hijos de Dios. La creación está sujeta a corrupción; pero también ella espera ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Lo que Dios se propuso hacer desde un principio con la humanidad y con toda la creación, lo realizará entonces para siempre. Lo que ahora yace oculto y sepultado bajo los escombros del pecado, convertido en podredumbre y en muerte, brillará entonces con purísima claridad, en medio de la inalterable armonía del ideal y de la verdad divina.
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Y vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descendida, del cielo, preparada y adornada como una esposa para su esposo. El cielo, la nueva Jerusalén, la ciudad de la clara Divinidad, descenderá a la tierra. Ésta, cual una esposa enjoyada y hermosa, saldrá al encuentro del Esposo.
Desde entonces para siempre ya no será más la morada del Dios oculto, velado, sino que será la morada del Dios manifiesto. La creación, consumada en Dios, alcanzado plenamente su fin, ya no estará más sujeta a la corrupción, a la mudanza. Reinará una admirable y universal armonía, tanto en cada hombre en particular como en todos los seres de la creación. Entonces Dios será todo en todos.
La obra del Hijo de Dios humanado realizada plenamente en su Iglesia… ¡Venga tu reino!
El día de Cristo, el día de la victoria, el día del triunfo de su verdad, de su humildad, de su Cruz, de su amor, de su gracia. ¡Salve, Cristo, Triunfador, Rey, que vives en todo!
El día de Cristo, el día del triunfo de su Iglesia; el día de la victoria de la fe, de los Sacramentos, de los dolores por Cristo y con Cristo, de su oración y de su obra en las almas. ¡También la Iglesia vencerá, triunfará, vivirá! ¡Y nosotros con ella!
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Todos verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad. Una vez que la malicia haya desplegado todo su poder, aparecerá después el Señor, el cual desenmascarará la mentira, la matará con el aliento de su boca, la aniquilará con el brillo de su venida, y separará a los buenos de los malos, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos.
Entonces el número de los elegidos estará completo y comenzará el día de la recolección del trigo y de la quema de la cizaña.
Dejad que crezcan juntas por ahora ambas simientes. Una misteriosa mezcla y confusión del bien y del mal, de los hijos de la luz y de los hijos de las tinieblas, de la cizaña y del trigo, del reino de Satanás y del Reino de Cristo…
Dos pueblos distintos, capitaneado cada cual por su rey respectivo, luchan constantemente entre sí, hasta el fin de los tiempos; ambos viven juntos y codeándose aquí en la tierra, aunque en su interior son diametralmente opuestos. Y un día serán separados por Dios por toda la eternidad.
Aunque la cizaña crezca con el trigo, la oposición interna entre ambos es cada vez más grande y más hiriente, la lucha entre ambos se hace cada día más violenta y encarnizada.
El mal se prepara para el último combate, para la batalla decisiva.
Antes de la consumación del mundo aparecerá el hombre de pecado, el sin ley, el adversario de Dios y de Cristo. Se levantará contra todo lo que se llama Dios y contra todo lo santo, y se sentará en medio del templo de Dios.
Después que haya sucedido todo esto, aparecerá el Señor. Entonces, lo que desde el principio estuvo ya dividido interior y ocultamente, será separado también exteriormente y para siempre. ¡Apartaos de mí, malditos! ¡Venid, benditos de mi Padre!
El Señor conoce a los suyos desde toda la eternidad. En medio de la confusión del mundo, está siempre con ellos, preservándolos del mal y santificándolos. Si soporta a los malos, lo hace para que se conviertan o bien para que, por medio de ellos, se afine y acreciente la virtud de los justos.
Dejad que ambas simientes crezcan juntas hasta el tiempo de la recolección… Diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, atadla en manojos y arrojadla al fuego. El trigo, en cambio, congregadlo en mis graneros.
¡El día de la vuelta del Señor, de la eterna separación del bien y del mal, del Reino de Cristo y del dominio de Satanás, del mundo de la luz y del ambiente de las tinieblas!
Será el colofón y el último acto con que la Providencia pondrá fin a su gran obra de dirección y gobierno del mundo terreno a través de los siglos.
El juicio final completará y sellará esta obra. Será el último acto y la ratificación de toda la justicia de Dios desde el comienzo de la creación. La historia del mundo, todo lo acaecido en él aparecerá claro y patente, como un libro abierto, ante los ojos de todos, tal como fue en realidad.
En ese día Dios será justificado ante el hombre.
En ese día celebrará el triunfo de su sabiduría, con la cual rigió y gobernó al género humano de una manera suave y, a la vez, divinamente fuerte.
Ese día será el día del triunfo de la justicia de Dios, la cual dará a todos según su merecido: a los justos, los librará de sus tribulaciones; a los pecadores, los castigará.
Ese día será el día del triunfo del amor de Dios, el cual abrió siempre su oído y su corazón a las súplicas del hombre, sólo tuvo pensamientos de paz y de salud, y no de amargura ni de perdición, e hizo todo cuanto pudo para salvar al caído en el error.
Ese día será el día del triunfo del poder de Dios, el cual supo aprovechar el mismo mal para realizar con él sus planes salvadores, o bien lo permitió solamente —a pesar de lo mucho que lo odia y aborrece— para manifestar así su profundo y misericordioso amor hacia los pecadores y para, por medio de los malos, purificar, santificar y robustecer la virtud de los buenos.
En el día de Cristo todos tendrán que proclamar: Justo eres tú, oh Dios, y rectos son tus juicios. Los caminos del Señor son misericordia y gracia.
El día de Cristo será el día de la separación de lo impuro, falso e injusto por un lado, de lo bueno, puro, verdadero y noble por el otro. Será el día del triunfo de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia, de la fe en Dios y en Cristo sobre la incredulidad, de la fidelidad a Dios y a Cristo sobre toda traición a Dios y a su Ungido.
La cizaña será recogida en gavillas, para ser quemada. El trigo, en cambio, será congregado en los graneros de Dios.
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¿Qué vio el Profeta Daniel en los tiempos de la mayor prepotencia de la cuarta bestia? Es decir, en los tiempos en que ya se presentaba en público, armada con todas sus armas, en que hacía en el mundo impunemente los mayores estragos, en que perseguía furiosamente a los santos, o al verdadero cristianismo, y los vencía.
Lo que vio fue, que se pusieron tronos como para jueces, que iban luego a juzgar aquella causa, y poner el remedio más pronto y oportuno a tantos males. Este mismo Consejo o Tribunal, con las mismas circunstancias y otras más individuales, lo vemos establecerse para los mismos fines en el capítulo cuarto del Apocalipsis.
Sentado, pues, Dios mismo, y con Él otros con jueces, y habiéndose declarado toda la causa, se dio inmediatamente la sentencia final, cuya ejecución se le mostró también al Profeta.
La sentencia fue esta; que la cuarta bestia y todo lo que en ella se comprende, muriese con muerte violenta, sin remedio ni apelación; que su cuerpo (no ciertamente físico, sino moral, compuesto de innumerables individuos) se disolviese del todo, pereciese todo, y fuese todo entregado a las llamas.
Que a las otras tres bestias, cuyos individuos no se habían agregado a la cuarta, y hecho un cuerpo con ella, se les quitase solamente la potestad, que hasta entonces habían tenido, mas no la vida, concediéndoles aún algún espacio.
Dada esta sentencia irrevocable y antes de su ejecución, dice el Profeta que vio venir en las nubes del cielo una persona admirable, que parecía Hijo de Hombre, el cual, entrando en aquella venerable asamblea, se avanzó hasta el mismo trono de Dios, ante cuya presencia fue presentado, y allí recibió solemnemente de mano de Dios mismo la potestad, el honor, y el reino, y que en consecuencia de esta investidura, le servirán en adelante todos los pueblos, tribus y lenguas, como a su único y legítimo soberano.
Más adelante se le dice al Profeta el fin para el cual se juntará aquel Consejo tan majestuoso y tan solemne por estas palabras: Y se sentará el juicio para quitarle el poder a la cuarta bestia, y perezca para siempre. Y que el reino, y la potestad, y la grandeza del reino, que está debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los reyes le servirán y obedecerán.
Lo que allí se anuncia con tanta claridad se verificará todo esto alguna vez.
En aquellos tiempos, los tiempos del Anticristo, Dios convocará un Tribunal solemne para quitar a los hombres toda la potestad que habían recibido de su mano, serán despojados enteramente de su potestad los que la tuvieren.
Quitada la potestad a los hombres, se pondrá ésta en manos del Hijo del hombre, Jesucristo; y no en acto primero, o en derecho, como ahora la tiene, sino en acto segundo, o en ejercicio.
Toda la potestad que se quitará a los hombres, todo el reino, que comprende todo entero el orbe de la tierra, se dará entonces, junto con Jesucristo, que es el supremo Rey, a otros muchos correinantes, esto es, al pueblo de los santos del Altísimo; a lo cual alude claramente el texto célebre del Apocalipsis, que hablando de los mártires y de los que no adoraron a la bestia, dice: vivieron, y reinaron con Cristo mil años.
Tomada la posesión por Cristo y sus santos de todo el reino que está debajo de todo el cielo, le servirán en adelante todos los pueblos, tribus y lenguas.
Después de la venida del Hijo del Hombre, después del castigo y muerte de la cuarta bestia o del Anticristo, después del destrozo y ruina entera de todo el misterio de iniquidad, han de quedar todavía en esta nuestra tierra, pueblos, tribus, y lenguas, que sirvan y obedezcan al supremo Rey y a sus Santos, y también reyes, puestos sin duda de su mano, en diferentes países de la tierra, y sujetos enteramente a sus leyes.
Todo esto leemos expreso y claro en la Profecía de Daniel, en el Apocalipsis y en otros muchos lugares de la divina Escritura.
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Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.
Cristo vence, Cristo es Rey, Cristo es el Dominador de todo.
Esperemos con esta fe la vuelta del Señor: ¡Venga tu reino! ¡Señor, vence, domina!
Llenos de fe en su vuelta con poder y majestad, dobleguémonos ante la dura ley que al presente rige al mundo: Dejad que crezcan juntas por ahora ambas simientes...
Estamos ante enigmas. ¡Grandes, difíciles e interminables pruebas de la fe!
Sin embargo, no nos dejemos engañar. Sabemos que ha de llegar el día de la recolección, el día de la separación definitiva entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal.
Caminemos rectos, como hijos de la luz, en Cristo y en su Iglesia.