DOMINGO VIGESIMOTERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo, hablando Jesús a las turbas, he aquí que se acercó un príncipe, y le adoró, diciendo: Señor, mi hija acaba de morir: pero ven, pon sobre ella tu mano, y vivirá. Y, levantándose Jesús, le siguió, y también sus discípulos. Y he aquí que una mujer, que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se acercó por detrás, y tocó la orla de su vestido. Porque decía dentro de sí: Si tocare solamente su vestidura, sanaré. Pero Jesús, volviéndose, y viéndola, dijo: Confía, hija, tu fe te ha salvado. Y sanó la mujer desde aquel instante. Y, habiendo llegado Jesús a la casa del príncipe, cuando vio a los flautistas, y a la multitud agrupada, dijo: Apartaos: porque la niña no está muerta, sino que duerme. Y se burlaron de Él. Y, arrojada la muchedumbre, entró, y tomó su mano. Y resucitó la niña. Y se divulgó la nueva por toda aquella región.
El Evangelio de la Misa de este día contiene dos milagros de Nuestro Señor Jesucristo, uno en favor de una mujer enferma de un flujo de sangre, y otro en el de la hija de uno de los jefes de la Sinagoga, resucitándola.
Estos dos milagros encierran un gran misterio… San Jerónimo nos enseña, en la Homilía del día, que la hemorroísa que curó el Salvador es figura de la gentilidad, y que la nación judía está representada en la hija del príncipe de la sinagoga. Escuchemos al Santo Doctor:
“El octavo milagro hubiese consistido en que un jefe de la Sinagoga, que no quiere ser excluido del sacramento de la verdadera circuncisión, pide a Jesús la resurrección de su hija. Mas he aquí que una mujer afligida de una pérdida de sangre, se desliza por entre el cortejo, y es curada en el octavo lugar, de suerte que la hija del jefe de la Sinagoga, perdiendo su turno, es postergada al noveno, de conformidad con las palabras del Salmista: «La Etiopía alzará la primera sus manos hacia Dios», y con las del Apóstol: «Cuando haya entrado la plenitud de los gentiles, entonces salvarse ha todo Israel».
Leemos en el Evangelio de San Lucas que la hija del jefe de la Sinagoga tenía doce años. Advirtamos, pues, que esta mujer, o sea el pueblo gentil, comienza a sentirse enferma al mismo tiempo en que el pueblo judío nacía a la fe. Y ciertamente, el vicio no se distingue si no es en comparación con las virtudes.
Pero no fue en el interior de una casa, ni en la ciudad en donde esta mujer, afligida de una pérdida de sangre, se acercó al Salvador, sino en el camino por donde Él iba (en semejantes casos la ley excluía de las poblaciones); de suerte que al ir a visitar a una persona curaba a otra. Por lo que también dicen los Apóstoles: «A vosotros debía ser primeramente anunciada la palabra de Dios; mas, ya que os juzgáis indignos de la salvación, nos pasamos a los gentiles»”.
Hasta aquí el Santo Doctor.
Por lo tanto, la sinagoga, representada por la niña, no recuperará la vida hasta el restablecimiento de la gentilidad, significada por la hemorroísa.
Tal es, precisamente, el misterio del tiempo de los gentiles, que transcurre desde que éstos han reconocido al médico celestial hasta la conversión de Israel, que se encuentra todavía hoy en la ceguera espiritual; la cual cesará al fin.
En efecto, según la Profecía de Nuestro Señor, “Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que el tiempo de los gentiles sea cumplido”.
¡Qué misteriosos y, a la vez, qué fuertes y suaves se nos presentan los designios de la Sabiduría Eterna!
¡Qué enérgicos y qué delicados se manifiestan los arcanos divinos en estos momentos!, cuando nos hallamos en este punto en que el mundo, llegado casi al término de su destino, parece que va a zozobrar, pero sólo por un instante, para desprenderse de los impíos y desplegarse nuevamente transformado en luz.
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El pecado, desde un principio, rompió la armonía del mundo, arrojando al hombre fuera de su camino.
Luego, una sola nación atrajo sobre sí la misericordia divina.
Mas, al aparecer la luz sobre ella, como una privilegiada, se advirtió mejor la oscuridad de la noche en que el género humano se hallaba. Como enseña San Jerónimo, “ciertamente el vicio no se distingue si no es en comparación con las virtudes”.
Las naciones, abandonadas a su profunda miseria, veían que las atenciones divinas eran para Israel, a la vez que sentían sobre sí cada vez más gravoso el merecido olvido.
Al cumplirse los tiempos en que el pecado original iba a ser reparado, pareció que también entonces se iba a consumar la reprobación de los gentiles; pues se vio a la salvación, bajada del Cielo en la persona del Hombre-Dios, dirigirse exclusivamente hacia los judíos y las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Con todo, la raza generosamente afortunada, cuyos primeros padres y príncipes con tanto ardor habían solicitado la llegada del Mesías, no se encontraba ya a la altura en que la habían colocado los Patriarcas y Santos Profetas.
Su religión, fundada en el deseo y la esperanza, ya no era más que una expectación estéril, que la incapacitaba para dar un paso hacia adelante en busca del Salvador.
Su ley, muy incomprendida, después de tenerla inmovilizada terminaba por asfixiarla con las ataduras de un formalismo sectario.
Ahora bien, mientras ella, a pesar de su culpable indolencia, se figuraba en su orgullo celoso conservar la herencia exclusiva de los favores de lo alto, la gentilidad, cuyo mal siempre en aumento la inducía a buscar un libertador, reconoció en Jesús al Salvador del mundo, y la confianza con que se adelantó le valió ser curada en primer lugar.
El desprecio aparente del Señor sólo sirvió para fortalecerla en la humildad, cuyo poder penetra los cielos. Tengamos presente las palabras del Señor a la cananea: “No está bien tomar el pan de los hijos para echarlo a los perros”.
Pero Israel también tendrá que esperar… En los padecimientos de un abandono prolongado, Israel habrá de encontrar la humildad, gracias a la cual merecieron sus padres las promesas divinas; y así podrá alcanzar su cumplimiento.
La palabra de salvación ha resonado ya por todas las naciones, salvando a cuantos respondieron al llamado.
Jesús, retrasado en su camino, llegará al fin a la casa a la que se dirigen sus pasos, a esa casa de Judá, donde perdura aún la apatía de la hija de Sión.
Su omnipotencia misericordiosa apartará de la pobre abandonada a aquella turba confusa de los falsos doctores y a los profetas de la mentira que la tienen adormecida con los acentos de sus palabras vanas; arrojará lejos de ella para siempre a esos blasfemadores de Cristo que pretenden retenerla muerta.
Falsos doctores…, profetas de la mentira… blasfemadores de Cristo…, no sólo judíos, sino también apóstatas del catolicismo…
Tomando la mano de la enferma, la devolverá a la vida con todo el esplendor de su primera juventud; así probará, de modo bien claro, que su muerte sólo era un sueño, y que la sucesión de los siglos no podrá prevalecer contra la palabra dada por Dios a Abraham, su servidor.
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A lo dicho, los comentarios de otros dos Santos Padres y Doctores aportan muchas luces:
San Ambrosio.
Místicamente, Cristo había dejado la sinagoga entre los gerasenos; y a Aquél a quien los suyos no conocieron, nosotros, que somos extraños, lo recibimos.
¿Quién pensamos que podrá ser el príncipe de la sinagoga, sino la Ley, en consideración a la cual el Señor no dejó enteramente la sinagoga?
Mientras el divino Verbo se dirigía a curar a la hija del príncipe de la sinagoga, para salvar a los hijos de Israel, la Iglesia santa, formada de los gentiles –que perecía por la enfermedad de sus crímenes vergonzosos– obtiene, por su fe, la curación que estaba preparada para otros.
¿Por qué esta hija del príncipe moría a los doce años y esta mujer padecía de flujo de sangre desde hacía doce años, sino para que se entienda que todo el tiempo que la sinagoga estuvo en vigor padecía la Iglesia?
Así como aquella mujer había gastado toda su fortuna en los médicos, así el pueblo gentil había perdido todos los dones de la naturaleza.
Oyendo que el pueblo judío estaba enfermo, empezó a esperar el medio de su salvación. Conoció que había llegado el tiempo en que el Médico bajaría del cielo, se levantó para salirle al encuentro, confiada por la fe, y tímida por el pudor. Es propio del pudor y de la fe reconocer la enfermedad, no desesperar del perdón.
Pudorosa, tocó la orla; fiel, se acercó; religiosa, creyó; sabia, conoció que estaba curada; así la parte del pueblo santo de los gentiles, que creyó en Dios, se ruborizó del pecado para salir de él, abrazó la fe para creer, mostró su piedad para orar, vistió la sabiduría para sentir en sí mismo su curación, tomó confianza para confesar que había sustraído lo ajeno.
Jesucristo es tocado por detrás, porque está escrito: “Andarás en pos de Dios tu Señor”.
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San Beda el Venerable.
Al fin de los tiempos, el Señor ha de volver a los judíos y le recibirán con gusto por la confesión de la fe.
El príncipe de la sinagoga se postró a los pies de Jesús, porque el legislador Moisés, con toda la familia de los Patriarcas, conoció que Jesucristo sería muy superior a ellos. Si Dios es la cabeza de Jesucristo, los pies deben representar su encarnación.
Le rogó también que entrase en su casa, porque deseaba ver su advenimiento.
Su hija era la sinagoga, única que estaba constituida en forma legal; la cual moría a los doce años de edad (esto es, cuando se aproximaba el tiempo de la pubertad), porque, educada noblemente por los Profetas, después que había llegado a la edad de la inteligencia, en que debía engendrar para Dios frutos espirituales, fue de repente invadida de la enfermedad de los errores y omitió entrar en el camino de la vida espiritual.
Y, si Jesucristo no hubiese venido en su socorro, hubiera muerto.
Cuando el Señor marchaba a curar a la joven, era oprimido por la multitud, porque dando saludables consejos a la nación judaica, fue oprimido por la interpretación material que daban a sus enseñanzas.
El flujo de sangre debe entenderse de dos maneras, esto es, o de la prostitución de la idolatría, o de aquellos que se entregaban a los placeres de la carne y de la sangre.
La sinagoga empezó a nacer entre los Patriarcas, casi al mismo tiempo que la idolatría manchó al pueblo gentil.
Por estos médicos deben entenderse los falsos teólogos, los filósofos y los doctores de las leyes temporales, que, disertando mucho sobre las virtudes y los vicios, prometían dar a los hombres enseñanzas útiles a la vida.
O se deben entender los mismos espíritus inmundos, los cuales, como aconsejando a los hombres, se hacen adorar en lugar de Dios; y cuanto más había gastado la gentilidad de sus fuerzas naturales para oírles, tanto menos pudo curarse de la mancha de su iniquidad.
Místicamente, apenas la mujer fue curada del flujo de sangre, se anuncia la muerte de la hija del príncipe de la Sinagoga, porque, cuando la Iglesia fue purificada de sus vicios, y mereció ser llamada «hija» por su fe, al punto la sinagoga espiró por perfidia y envidia.
De perfidia, porque no quiso creer en Jesucristo; de envidia, porque se dolió de la fe de la Iglesia.
Aún no creían los criados del príncipe de la sinagoga en aquella resurrección: «Murió ya tu hija; ¿para qué cansar más al Maestro?», considerando que sería imposible el resucitar la muerta.
En su lugar dicen hoy lo mismo los que ven el estado de la sinagoga totalmente caído, que no creen pueda restaurarse, por lo que no juzgan conveniente rogar por su resurrección; mas lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Por esto el Señor le dijo: «No temas, cree tan solamente y será sana».
El padre de la niña representa el congreso de los doctores de la ley; si este Consejo hubiese querido creer, el Señor también hubiese podido salvar a la sinagoga confiada a él.
Porque, habiendo perdido por su infidelidad la alegría de la compañía del Señor, yace como muerta entre los que lloran y se lamentan, sin comprender siquiera por qué lloran.
Tomando, pues, de la mano a la muchacha, la resucitó el Señor; porque sin que se purifiquen antes las manos de los judíos, que están llenas de sangre, no resucitará la muerta sinagoga.
En la cura del flujo de sangre de la mujer y en la resurrección de la muchacha se manifiesta la salvación del género humano, que ha sido dispensada por el Señor de este modo: viniendo primero a la fe algunos de Israel, después la plenitud de las naciones, y así todo Israel será salvado.
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Hasta aquí las enseñanzas de estos dos grandes Doctores de la Iglesia.
Reflexionemos sobre estos dos milagros y su significado, porque, como dice San Agustín, “Los hechos sorprendentes y maravillosos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo son, a la vez, obras y palabras: obras porque realmente acaecieron; palabras por ser señales”.
Y son signos y figuras de hechos cuyo cumplimiento se acerca vertiginosamente…, y ya vivimos…