Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Por lo tanto, os digo: No andéis afanados por vuestra alma, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. ¿No es más el alma que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni amontonan en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta. ¿Pues no sois vosotros más que ellas? ¿Y quién de vosotros discurriendo puede añadir un codo a su estatura? ¿Y por qué andáis acongojados por el vestido? Considerad los lirios del campo, cómo crecen, no trabajan ni hilan: os digo, pues, que ni Salomón con toda su gloria fue cubierto como uno de éstos. Pues si al heno del campo, que hoy es, y mañana es echado en el horno, Dios así lo viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe? No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles se afanan por estas cosas, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas ellas. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura. Y no andéis cuidadosos por el día de mañana. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado: le basta a cada día su propia aflicción.
El Evangelio de este Domingo trae dos hermosas parábolas, simples, claras…, pero muy profundas y con magníficas lecciones.
Para combatir en nosotros la solicitud terrena y sus desastrosos efectos, Nuestro Señor Jesucristo nos da una enseñanza contundente sobre la confianza y abandono en la Divina Providencia.
No andéis afanados… No os acongojéis…
Primero debemos comprender bien cuál sea la solicitud que Cristo, Nuestro Señor, prohíbe con estas palabras. Para ello, tengamos en cuenta que el afán puede ser vicioso por cuatro causas:
1ª) Por no ser de cosas necesarias para la vida o convenientes a nuestro estado, sino superfluas y demasiadas, atesorando codiciosamente bienes de la tierra.
2ª) Por ser antes de tiempo y oportunidad, tomando los cuidados que no pertenecen a este tiempo, sino a otro posterior.
3ª) Por ser desordenado en la intención o graduación de las cosas, buscando los bienes temporales primero que los espirituales; o por malos medios; o poniendo en ellos todo nuestro fin y descanso.
4ª) Por ser demasiadamente angustiado, aunque sea en cosas necesarias; porque tal congoja procede siempre de demasiada afición a las cosas temporales, y de poca fe en la divina Providencia, como si Dios no tuviera cuidado de nosotros.
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Por eso Nuestro Señor agrega inmediatamente lo que no trae el Evangelio de hoy: Y no andéis cuidadosos por el día de mañana. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado: le basta a cada día su propia aflicción.
Como si dijese: no os carguéis hoy de los trabajos y cuidados que no son necesarios para este momento; tomad hoy los propios del presente, y mañana tomaréis los de ese día; y pues no sabéis lo que ha de suceder al día siguiente, ni si habrá mañana para vosotros, no toméis hoy el cuidado superfluo de lo que está por venir; dejad esto a la Divina Providencia, que abraza todos los tiempos, y en cada momento proveerá lo que por entonces conviniere.
La conclusión de esta doctrina es que no es saludable, antes bien nocivo, preocuparnos por la pena del día siguiente, es decir, del tiempo por venir.
La expresión “el día de mañana” está en perfecta armonía con la oración del Padre Nuestro, donde decimos a Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.
Lo pedimos “para hoy”; ya que hoy no tenemos necesidad del pan “de mañana”. El pan de mañana sólo nos será necesario mañana.
En esta actitud ante al Padre celestial hay para nosotros una doble ventaja:
En primer lugar, la de estar en una dependencia absoluta respecto de Dios…, colgados de la mano de Nuestro Padre…
En segundo lugar, la de ser perfectamente libres, y no esclavos, respecto de las solicitudes de la vida presente.
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Pero, observemos bien, Nuestro Señor, que nos prohíbe y nos libera de la solicitud del día de mañana, no nos priva de aquélla del día presente.
Hoy mismo debemos ser solícitos para el pan de hoy.
Ese pan cotidiano debemos pedirlo a Dios; y Él nos lo dará, pero con dos condiciones: el rezo y el trabajo.
El rezo pide a Dios y espera de Él.
El trabajo pide, por decirlo así, a la tierra, y espera de ella su fruto.
El hombre es cuerpo y alma. Y en la solicitud que Dios le prescribe para hoy, hay una parte para su cuerpo y también una parte para su alma.
La parte que le corresponde al cuerpo es el trabajo; la parte que le corresponde al alma es el rezo.
No era esta la condición del hombre antes del pecado original.
Se ve por allí que el abandono a la providencia de Dios dista mucho de ser la holgazanería.
El hombre perezoso peca contra Dios y peca contra sí mismo: ofende a Dios no rogando; él mismo se ofende no trabajando.
“Ayúdate, y el cielo te ayudará”. Trabaja, y Dios, bendiciendo tu trabajo, te dará el pan de cada día, junto con la alegría de ganarlo.
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Pero la legítima solicitud que debemos tener por el presente dejaría de ser legítima, y se volvería excesiva, si se extendiese al día siguiente.
Dios nos da nuestros días uno a uno, y nos da también de este modo las solicitudes de la vida.
No podemos vivir a la vez dos días, no debemos tampoco sobrellevar a la vez las penas de hoy y las de mañana. Llevemos hoy las penas presentes; mañana, si las hay, llevaremos las de mañana.
A cada día le basta su aflicción…
El mal de ayer ya no es; la aflicción de mañana no es aún. La que queda es, pues, la angustia de hoy. Y es necesario saber tomarla en todo su detalle.
Dios permite el mal sucesivamente; aprendamos a llevarlo como Dios lo permite.
De este modo, cada día tendrá bastante aflicción para cada día, cada hora bastante para cada hora, cada minuto bastante para cada minuto… Cada momento tiene lo que le basta, lo suficiente.
No añadamos el mal pasado al presente; no vayamos añadir a este mal presente el mal futuro. La carga superaría nuestras fuerzas; y Dios nos prohíbe esta clase de operaciones.
A cada día su aflicción, y así tenemos bastante. Por lo tanto, no debe haber solicitud por el día de mañana.
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Recalquemos, una vez más, que Providencia divina y Prudencia cristiana van juntas. El pensamiento de la Providencia divina no desliga al hombre de los deberes que le impone el propio estado, de las preocupaciones por las cosas materiales.
La doctrina católica nos enseña la virtud del trabajo; y tanto, que llega a decir San Pablo: Quien no quiera trabajar, que no coma.
Y, si se trata de padres de familia o de aquéllos que tienen a su cargo súbditos que alimentar, es, además, bien lo sabemos, un deber elemental el desvelarse por ellos.
Dios promete su asistencia al que le sirve, y no le sirve quien huye de cumplir su deber.
Por eso, junto a la total confianza en brazos de la Providencia, la Prudencia cristiana también debe hacer valer sus derechos.
Aquí cabe muy bien aquel lema de San Ignacio: En todas tus empresas pon tal confianza en Dios, como si Él solo, sin tu cooperación, las realizase; y empréndelas con tal energía y afán, cual si su efecto dependiese únicamente de tu interés.
Ordinariamente, salvo excepciones, debe adquirirse el pan, no por medio de afanes espirituales, sino por medio de trabajos corporales.
El pan abunda para los que trabajan, puesto que Dios se los concede como premio de su laboriosidad, así como se lo priva a los perezosos como castigo.
Puesta, pues, toda nuestra confianza en el Señor y nuestras miras en el Cielo, procuremos cumplir las obligaciones terrenas como el más interesado, convencidos de que con ello nos ganamos la gloria.
Por lo tanto, no prohíbe Jesucristo la solicitud virtuosa, que procura, con moderado cuidado, las cosas presentes y previene las que están por venir.
Esta solicitud llama diligencia; y tiene otras cuatro condiciones contrarias a las sobredichas; es a saber:
1ª) Ser de cosas necesarias o convenientes para el cuerpo o alma.
2ª) En su propio tiempo.
3ª) Con orden en la intención y en el modo de buscarlas.
4ª) Con moderada afición, sin turbación o congoja.
Esta diligencia no es contraria a la Providencia de Dios, sino efecto de ella, y medio o instrumento de que ella usa para alcanzar su fin.
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No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas ellas.
La confianza que debemos tener en la divina Providencia se funda en los tres atributos divinos, a saber:
– su sabiduría, a quien están manifiestas nuestras necesidades;
– su bondad, que quiere remediarlas por ser Padre,
– y su omnipotencia, que puede ejecutar el remedio.
Siendo esto así, es certísimo que con su Providencia paternal proveerá de remedios para todas nuestras necesidades en el grado que nos conviene.
De donde debemos inferir una razón eficacísima para tener paz y consuelo en todo lo que pretendemos, diciendo: esta cosa que deseo y pretendo, ¿me conviene, o no?
Si no me conviene (porque me ha de ser ocasión de daños de cuerpo y/o alma), no la quiero, y espero en Dios que, con su Providencia, la impedirá.
Pero, si me conviene, cierto estoy que con esta misma Providencia me la dará, porque desea mi bien como Padre, y conoce el medio para dármela como sabio, y puede ponerla por obra como todopoderoso.
Con estas consideraciones quedaremos contentos con cualquier cosa que nos sucediere, cumpliéndose en nosotros lo que dice Salomón: Al justo no le entristecerá cualquier cosa que le suceda, porque sabe que todo viene trazado por la Providencia de su Padre celestial.