PADRE JUAN CARLOS CERIANI: FIESTA DE PENTECOSTÉS

 

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FIESTA DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada. El que no me ama no guardará mis palabras; y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he dicho estas cosas durante mi permanencia con vosotros. Pero el Intercesor, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él os lo enseñará y os recordará todo lo que Yo os he dicho. Os dejo la paz, os doy la paz mía; no os la doy Yo como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se amedrente. Acabáis de oírme decir: Me voy y volveré a vosotros. Si me amaseis, os alegraríais de que voy al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Os lo he dicho, pues, antes de que acontezca, para que cuando esto se verifique, creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo. No es que tenga derecho contra Mí, pero es para que el mundo conozca que Yo amo al Padre, y que obro según el mandato que me dio el Padre.

Refiérese en esos Hechos de los Apóstoles que San Pablo llegó a Éfeso, y allí encontró algunos discípulos, y les preguntó: ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe?

Los discípulos le contestaron: ¡Pero, si no hemos oído siquiera hablar del Espíritu Santo ni que tal cosa exista!

Ciertamente, no ignoramos nosotros que exista el Espíritu Santo; mas ¡cuántos cristianos hay que sólo le conocen de nombre y casi nada saben de sus operaciones en las almas!

Sin embargo, la economía divina no se comprende cumplidamente sin tener una idea precisa de lo que es el Espíritu Santo para nosotros.

San Pablo, que nada tomaba tan a pecho como ver a Jesucristo vivir en el alma de sus discípulos, les pregunta si han recibido el Espíritu Santo. Es que sólo son hijos de Dios en Jesucristo los que son dirigidos por el Espíritu Santo.

No penetraremos, pues, perfectamente el misterio de Cristo y la economía de nuestra santificación, mientras no fijemos la mirada en este Espíritu divino, y en su acción sobre nosotros.

Tengamos en cuenta cómo el mismo Señor, en el admirable discurso que pronunció después de la Cena, en el que revela a los que llama sus amigos los secretos de la vida eterna, les habla varias veces del Espíritu Santo, casi tantas como de su Padre.

Les dice que este Espíritu suplirá sus veces entre ellos cuando haya subido al Cielo; que este Espíritu será para ellos el maestro interior, un maestro tan necesario que Jesús rogará al Padre para que se los dé y viva en ellos.

Consideremos, pues, lo que es el Espíritu Santo en sí mismo, dentro de la adorable Trinidad, su acción en la santa humanidad de Cristo y los incesantes beneficios que reporta a la Iglesia y a las almas.

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No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la Revelación nos enseña, es decir, que pertenece a la esencia infinita de un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; ése es el misterio de la Santísima Trinidad.

El Padre, conociéndose a Sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno; y el Hijo es igual al que lo engendra, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida y sus perfecciones.

El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único. Y ese amor mutuo, que deriva del Padre y del Hijo, es en Dios un amor subsistente, una Persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es Dios; lo mismo que el Padre y el Hijo posee como Ellos y con Ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad.

Este Espíritu divino se llama Santo y es el Espíritu de santidad, santo en Sí mismo y santificador a la vez.

Las obras de santificación se atribuyen de un modo particular al Espíritu Santo. Esto se llama apropiación.

El Espíritu Santo es el término último de las operaciones divinas, de la vida de Dios en sí mismo; cierra el ciclo de esa intimidad divina; es el perfeccionamiento en el amor, y tiene, como propiedad personal, el proceder a la vez del Padre y del Hijo por vía de amor.

De ahí que todo cuanto implica perfeccionamiento y amor, unión, y, por ende, santidad, todo eso se atribuye al Espíritu Santo.

La obra de nuestra santificación es común a las tres divinas Personas, pero, como la obra de la santidad en el alma es obra de perfeccionamiento y de unión, se atribuye al Espíritu Santo, porque de este modo nos acordamos más fácilmente de sus propiedades personales, para honrarle y adorarle en lo que le distingue del Padre y del Hijo.

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Veamos primeramente esas operaciones del Espíritu Santo en Nuestro Señor. Acerquémonos con respeto a la divina Persona de Jesucristo, para contemplar algo siquiera de las maravillas que en Él se realizaron en la Encarnación y después de Ella.

Esta obra es debida, sin duda, a la Trinidad toda, aunque se atribuye especialmente al Espíritu Santo; ya lo decimos en el Símbolo: Creo… en Jesucristo Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo. El Credo no hace sino repetir las palabras del Ángel a la Virgen: El Espíritu Santo se posará en ti; el ser santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios.

¿Por qué esta atribución especial al Espíritu Santo? Santo Tomás, entre otras razones, nos dice que el Espíritu Santo es el amor sustancial, el amor del Padre y del Hijo; ahora bien, si la Redención por la Encarnación es obra cuya realización reclamaba una Sabiduría infinita, su causa primera ha de ser el amor que Dios nos tiene. Amó tanto Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito.

Tan fecunda y admirable es la virtud del Espíritu Santo en Jesucristo, que no sólo une la naturaleza humana al Verbo, sino que a Él también se le atribuye la efusión de la gracia santificante en el alma de Jesús.

En Jesús hay dos naturalezas distintas, perfectas entrambas, unidas en la Persona que las enlaza: el Verbo. La gracia de unión hace que la naturaleza humana subsista en la Persona divina del Verbo; por ella la humanidad de Cristo pertenece al Verbo.

Sin embargo, aun cuando la naturaleza humana esté así unida al Verbo, no por eso es aniquilada ni queda inactiva; antes bien, guarda su esencia, su integridad, todas sus energías y potencias; es capaz de acción y la gracia santificante es la que eleva a esa humanidad santa para que pueda obrar sobrenaturalmente, de un modo divino en cada una de sus facultades, y producir frutos divinos.

Ahora bien, la efusión de la gracia santificante en el alma de Cristo se atribuye al Espíritu Santo.

La «gracia de unión» sólo se da en Jesucristo, mientras que la gracia santificante se encuentra también en las almas de los justos; en Cristo se halla en su plenitud, plenitud de la que todos recibimos, en una medida más o menos amplia.

En nosotros la gracia santificante origina la adopción divina; mas en Nuestro Señor la función de la gracia santificante consiste en que la naturaleza unida a la Persona del Verbo por la gracia de unión y convertida en la humanidad del propio Hijo de Dios, pueda obrar de un modo sobrenatural.

El Espíritu Santo, al derramar en el alma de Jesús la plenitud de las virtudes, le infundió al mismo tiempo la plenitud de sus dones.

En una circunstancia memorable, mencionada por San Lucas, se aplicó Nuestro Señor a Sí mismo el texto del Profeta Isaías: El Espíritu del Señor está sobre Mí; porque Él me ha consagrado con su unción y me ha enviado a evangelizar a los pobres, a curar a los que tienen el corazón desgarrado, a anunciar a los cautivos su liberación, a publicar el tiempo de la gracia del Señor.

La gracia del Espíritu Santo se ha difundido sobre Jesús como aceite de alegría que le ha consagrado, primero, como Hijo de Dios y Mesías, y le ha henchido, además, de la plenitud de sus dones y de la abundancia de los divinos tesoros.

Esta santa unción se verificó en el momento mismo de la Encarnación; y precisamente para significarla, para darla a conocer a los judíos y para proclamar que Él es el Mesías, el Cristo, esto es, el Ungido del Señor, el Espíritu Santo se posó visiblemente sobre Jesús en figura de paloma el día de su bautismo, cuando iba a comenzar su vida pública.

Desde este momento, los Evangelios nos muestran cómo el alma de Jesucristo en toda su actividad obedecía a las inspiraciones del Espíritu Santo: el Espíritu le empuja al desierto, donde será tentado; el mismo Espíritu le conduce de nuevo a Galilea; por la acción de este Espíritu arroja al demonio de los cuerpos de los posesos; bajo la acción del Espíritu Santo salta de gozo cuando da gracias a su Padre porque revela los secretos divinos a las almas sencillas; finalmente, nos dice San Pablo que la obra maestra de Cristo, el sacrificio sangriento en la Cruz por la salud del mundo, lo ofreció Cristo a impulso del Espíritu Santo.

El Espíritu de amor guiaba toda la actividad humana de Cristo; Él obraba por inspiración y a impulsos del Espíritu Santo; el alma del Verbo estaba henchida de gracia santificante y obraba por la suave moción del Espíritu Santo. De ahí que todas las acciones de Cristo fueran santas.

Su alma es santísima; en primer lugar, por hallarse unida al Verbo; tal unión hizo de ella, desde el primer momento de la Encarnación, no un santo cualquiera, sino el Santo por excelencia, el Hijo mismo de Dios.

Su alma es santa, además, por estar hermoseada con la gracia santificante, que la capacita para obrar sobrenaturalmente y en consonancia con la unión inefable que constituye su privilegio.

Es santa, finalmente, porque todas sus acciones y operaciones, aun cuando sean actos ejecutados por el Verbo encarnado, se realizan por moción y por inspiración del Espíritu Santo, Espíritu de amor y santidad.

Por eso canta la Iglesia a diario: Tú eres el solo santo, ¡oh Cristo Jesús!

El solo santo, porque eres, por tu Encarnación, el único y verdadero Hijo de Dios; el solo santo, porque posees la gracia santificante en toda su plenitud, a fin de distribuirla entre nosotros; el solo santo, porque tu alma se prestaba con infinita docilidad a los toques del Espíritu de amor que inspiraba y regulaba todos tus movimientos, todos tus actos, y les hacía agradables al Padre.

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Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial. Y ya sabemos cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de Pentecostés.

De ese día data la toma de posesión por parte del Espíritu divino de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Él es quien guía e inspira a la Iglesia, guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo: Os enseñará toda verdad y os recordará todo lo, que os he enseñado.

Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple.

Así como Jesucristo fue consagrado Maestro, Pontífice y Rey por una unción inefable del Espíritu Santo, con unción parecida consagra Cristo a los que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir en la tierra su misión santificadora.

Del mismo modo, los Sacramentos, jamás se confieren sin que preceda o acompañe la invocación al Espíritu Santo.

Vemos cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Bien podemos decir con San Pablo que es el Espíritu de vida; verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando profesa su fe en el Espíritu vivificador: Es, pues, verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad sobrenatural; que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura.

En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano las señales luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y de su misión.

Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu Santo, eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan variados como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que era verdaderamente la Iglesia de Jesús.

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Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del Espíritu Santo se han hecho casi imperceptibles, la acción de ese divino Espíritu se perpetúa en las almas; y, si bien es sobre todo interior, no por eso es menos admirable.

La santidad no es más que el desarrollo de la primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el Bautismo.

Aunque el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia es obra de la Santísima Trinidad, no sin motivo se atribuye especialmente al Espíritu Santo.

Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas?

Nos da primeramente testimonio de que somos hijos de Dios. Es espíritu de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también hacernos participantes de su santidad, para que seamos verdaderos y dignos hijos de Dios.

Con la gracia santificante, que deifica a nuestra naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu Santo deposita en nosotros hábitos que elevan al nivel divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen las virtudes sobrenaturales, sobre todo las teologales de fe, esperanza y caridad; después, las virtudes morales infusas, que nos ayudan en la lucha contra los obstáculos que se cruzan en el camino del Cielo; y, por fin, los dones.

La Santa Iglesia nos dice en su Liturgia, en el Himno Veni Creator, que el mismo Espíritu Santo es el Don por excelencia: Donum Dei altissimi, porque viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de amor.

Pero ese Don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe. Siendo el Don increado, es por lo mismo fuente de los dones creados que con la gracia santificante y las virtudes infusas habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.

En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán tuvo antes de pecar; y en la obra capital de nuestra santificación nos vemos de continuo necesitados de acudir a la ayuda directa del Espíritu Santo.

Él nos dispensa esta ayuda por medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro mayor perfeccionamiento y santidad; mas para que sus inspiraciones sean bien acogidas por nosotros, despierta Él mismo en nuestras almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas disposiciones son precisamente los dones del Espíritu Santo.

Los dones no son, pues, las inspiraciones del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen obedecer pronta y fácilmente a esas inspiraciones.

Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja guiar por el Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo de Dios. En toda su vida espiritual piensa y obra de una forma conveniente desde el punto de vista sobrenatural.

El alma que es fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como hija de Dios.

Por los dones, el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra vida sobrenatural.

Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra santidad es esencialmente de orden sobrenatural.

Verdad es que ya por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra de un modo conforme a su condición racional y humana, por movimiento propio, por iniciativa personal; mas con los dones queda dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina, y esto de un modo que no se compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas.

La influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a la de las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas operaciones completan maravillosamente.

¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto cuidado y con tanta esplendidez de cuanto tenemos menester para llegar a Él!

Sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras almas, dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su munificencia, o mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella…

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Tal es, pues, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas; acción santa como el principio divino de donde emana, acción que nos impulsa a santificarnos.

Ahora bien, ¿cuál debe ser la devoción que hemos de tener a este Santo Espíritu que mora en nuestras almas desde el Bautismo y cuya actividad en nosotros es de suyo tan honda y eficaz?

Ante todas las cosas, debemos invocarle con frecuencia. La Iglesia, en esto, como en todo, nos sirve de guía, puesto que cierra el ciclo de las fiestas en las cuales se van como descorriendo los misterios de Cristo, con la solemnidad de la venida del Espíritu Santo, Pentecostés, y emplea, para implorar la gracia del Espíritu divino, oraciones admirables, aspiraciones caldeadas de amor, cual es el Veni Sancti Spiritus.

Pidámosle siempre y con empeño creciente, una participación más grande de sus dones, del Sacrum Septenarium.

Debemos también darle las más humildes y rendidas gracias. Hemos de demostrar a menudo agradecimiento a este Huésped cuya presencia amorosa y eficaz nos colma de riquezas y beneficios.

Cuidémonos de no contrariar su acción en nosotros. No extingáis el Espíritu de Dios, dice San Pablo; y también: No contristéis al Espíritu Santo.

Como sabemos, la acción del Espíritu Santo en el alma es muy delicada, porque es acción de perfeccionamiento; sus toques son toques de suma delicadeza. Debemos, pues, hacer lo posible para no estorbar con nuestras ligerezas la actuación del Espíritu Santo, ni con nuestra disipación voluntaria, ni con nuestra apatía, ni con nuestras resistencias advertidas y queridas, ni con el apego desmedido a nuestro propio parecer.

La acción del Espíritu Santo es perfectamente compatible con aquellas flaquezas que se nos deslizan por descuido en la vida, de las cuales somos los primeros en lamentarnos. Nuestra nativa pobreza no aleja al Espíritu Santo, que es «Padre de los pobres», Pater pauperum, como le llama la Iglesia en la Secuencia de la Misa. Lo incompatible con su acción es la resistencia fríamente deliberada a sus inspiraciones.

El Espíritu Santo es respetuosísimo de nuestra libertad, no violenta nuestra voluntad. ¡Tenemos el triste privilegio de poder resistirle! Pero nada contrista tanto al amor como el notar resistencia obstinada a sus requerimientos.

En los dones el alma, más que agente, es movida; pero esto no quiere decir que deba permanecer enteramente pasiva, sino que debe disponerse a la acción divina, escucharla, serle fiel sin tardanza.

Nada embota tanto la acción del Espíritu Santo en nosotros como la falta de docilidad frente a esos interiores movimientos que nos llevan a Dios, que nos mueven a observar sus mandamientos, a darle gusto… No contristéis al Espíritu... No apaguéis el Espíritu Santo

Seamos siempre generosos, fieles al Espíritu de verdad. Seamos almas dóciles y sensibles a los toques de este Espíritu.

Si nos dejamos guiar por Él, desarrollará plenamente en nosotros la gracia divina de la adopción sobrenatural que nos quiso dar el Padre, y que el Hijo nos mereció. Ese divino Espíritu nos hará rendir frutos de santidad, formará a Jesús en nosotros, como formó un día su santa humanidad, a fin de que reproduzcamos en esta frágil naturaleza, mediante su acción, los rasgos de la filiación divina que recibimos en Jesucristo, para la gloria del Eterno Padre.