LA SAGRADA LITURGIA: ELEMENTOS LITÚRGICOS

Conservando los restos

ELEMENTOS LITÚRGICOS
(Parte XVI)

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La ignorancia de la Liturgia es una de las causas de la ignorancia de la Religión”

EL AÑO LITÚRGICO

EL CICLO TEMPORAL O CRISTOLÓGICO

EL CICLO DE PASCUA

(Preparación, celebración y prolongación del misterio de la Redención)

EL TIEMPO DE PENTECOSTÉS

(Prolongación de la Redención)

1. Su objeto y extensión

Se llama Tiempo después de Pentecostés a la sucesión de semanas transcurridas entre la octava de Pentecostés y el primer domingo de Adviento, espacio que abarca de 23 a 27 semanas, es decir aproximadamente un semestre.

Por su extensión es, pues, el más largo de los ciclos litúrgicos, como que dura él sólo más que todos los demás juntos; pero desde el punto de vista religioso, y aun literario y artístico, es el menos importante, y hasta resultaría monótono si no fuese por las fiestas de Santos que se han venido entreverando en el correr de los siglos.

El Tiempo después de Pentecostés, como decimos, oscila entre 23 y 27 semanas. De ellas, 24 pertenecen propiamente a este tiempo; las restantes se completan con las que sobraron del Tiempo de Epifanía.

En cualquier forma, los textos del domingo XXIV se reservan para la última semana del año litúrgico, cuyo Evangelio describe el fin del mundo, como el del Primer Domingo de Adviento narra el Juicio final. Así se enlazan perfectamente el principio y el fin del año eclesiástico.

El objeto de esta larga temporada es prolongar en la Iglesia el eco y los efectos de la bajada del Espíritu Santo, celebrar el reinado de amor de este divino Espíritu en las almas y en la sociedad cristiana, y diseñar su obra santificadora y vivificadora, a través de tiempo y del espacio.

En la primera época del año, toda la liturgia giró en torno a la Redención; en esta segunda, en cambio, todo tiende a hacer efectiva esa Redención, mediante la santificación.

Podríamos decir que en aquélla Cristo hizo la siembra, y en ésta el Espíritu Santo hace el riego y le da pujanza, para que florezca y fructifique en santidad. Por lo mismo nos hace pensar este tiempo en la obra titánica de la Iglesia, predicando, bautizando y luchando por todos los medios, para completar, bajo el influjo del Espíritu Santo, la obra de la Redención. Por eso es tan larga esta temporada y representa tan bien nuestra dura peregrinación hacia la patria celestial.

2. Su formación

La formación definitiva de este período litúrgico fue, en el orden cronológico, la última del año eclesiástico. Al principio, estos domingos fueron agrupándose, a imitación de los del primer semestre, en derredor de algunas fiestas principales, de las que recibían la denominación. Así, hasta el siglo VIII, subdividíanse estas semanas en la siguiente forma:

– Domingos después de San Juan Bautista,

– San Pedro y San Pablo,

– San Lorenzo,

– San Cipriano,

– San Miguel.

Desde el siglo VIII, empero, al desaparecer del Misal estas subdivisiones, los Domingos comenzaron a llamarse, sencillamente, Domingos después de Pentecostés, que es como se titulan en la actualidad.

Las susodichas subdivisiones en torno a las mencionadas fiestas tuvieron por objeto, por una parte, dar más variedad a la temporada, y por otra, llamar la atención sobre ciertos Santos, los que, por su importancia, eran considerados como astros de primera magnitud en esa época del ciclo litúrgico. Su papel, a la sazón, era servir como de piedras miliarias en el cómputo de esa larga serie de semanas menos definidas que las demás.

3. Los textos litúrgicos

Con la introducción de fiestas de Santos, el Tiempo después de Pentecostés, si bien ganó en interés y en variedad, perdió mucho de sus tesoros literarios, ya que desaparecieron del Misal los textos propios de las Ferias, quedando con los suyos únicamente los Domingos. El Breviario, en cambio, es más rico que el Misal, pues ha conservado para los oficios de cada día largas lecturas de la Biblia, muchas de las cuales se usan todavía.

Las Epístolas de la Misa están sacadas de San Pedro, Santiago y San Juan, y especialmente de San Pablo. Éste es, realmente, el que lleva la voz cantante en esta temporada. Los Evangelios primitivamente guardaban cierta armonía con las Epístolas y los demás textos de la Misa; pero, en virtud de modificaciones sucesivas, algunos Domingos han perdido todo aquel ingenioso paralelismo.

Las piezas maestras de la literatura del tiempo son las Colectas, todas las cuales, sin excepción, son pequeñas joyas literarias y teológicas.

El Breviario suministra para el oficio largos extractos de los Reyes, de los libros Sapienciales, de los Macabeos, de Ezequiel, de Daniel y de los doce Profetas menores.

En conjunto, la literatura litúrgica de esta temporada equivale a un curso completo de religión.

4. Carácter de este Tiempo

El Tiempo después de Pentecostés, por lo mismo que representa la larga peregrinación de los cristianos por este valle del destierro y a la vez de las luchas de la Iglesia a través de las peripecias dé la historia, se caracteriza por un suave dejo de melancolía y por un deseo de florecer y de madurar espiritualmente para consumar la unión con Jesucristo, bajo la acción del Espíritu Santo. Estos sentimientos los sensibiliza, por decirlo así, la liturgia, prescribiendo para este tiempo los ornamentos de color verde, usando con moderación el Aleluya y saludando cotidianamente a la Virgen, Madre de los hombres, con la Salve.

El color verde es, en la naturaleza, señal de vegetación y de vida, y eso mismo designa en el orden de la gracia. Por eso lo usa la Iglesia en esta temporada, para indicarnos que debemos florecer y fructificar espiritualmente, si queremos gozar un día de la eterna primavera en la patria celestial.

El uso moderado del Aleluya caracteriza bien el ambiente ordinario de la vida del cristiano, el cual, acosado como se ve constantemente por los enemigos del alma y por las adversidades del siglo, no puede todavía cantar victoria, si bien la alienta la esperanza de cantarla un día.

Finalmente, el recurso cotidiano a María con el rezo de la Salve, esa oración tan tierna, pero tan melancólica, que traduce tan finamente las ansias y congojas del desterrado hijo de Eva en este valle de lágrimas, no nos permite olvidar nuestra condición de pobres peregrinos.

Véase con qué medios tan sencillos crea la liturgia el ambiente conveniente a nuestra piedad, en este período del año de suyo un tanto vago y heterogéneo.

5. Algunas festividades complementarias

Este tiempo litúrgico, que, como hemos dicho, no festeja ningún misterio especial, ni se encierra en ningún marco ideológico concreto, sino que describe a muy grandes rasgos las luchas de la Iglesia y de las almas a través de su existencia, ha ido cediendo lugar a muchas fiestas de Santos y a algunas relativas a Jesucristo. Estas últimas han como rebasado de los ciclos anteriores, henchidos como estaban de los misterios cristológicos. Merecen especial mención:

– La Santísima Trinidad (primer domingo de Pentecostés), que es común a las Tres Divinas Personas,

– Corpus Christi (jueves de la primera semana después de Pentecostés),

– El Sagrado Corazón (el viernes siguiente a la Octava del Corpus),

– La Preciosísima Sangre (1º de julio),

– La Transfiguración (6 de agosto),

– El Inmaculado Corazón de María (22 de agosto), de reciente institución,

– La Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre),

– Cristo Rey (último domingo de octubre).

a. La fiesta de la Santísima Trinidad fue introducida en el calendario romano por el Papa Juan XXII, en 1334. Aunque todo el año eclesiástico y toda la liturgia católica son un himno perenne a la augusta Trinidad, fue muy oportuno condensar todos los loores en una sola fiesta, más aún que para honrar ese profundísimo Misterio, para provocar una profesión anual y solemne en el dogma de los dogmas y en el misterio de los misterios de la religión.

b. De Corpus Christi nos ocuparemos en la próxima entrega por separado.

c. La Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús fue motivada por las apariciones del Señor a Santa Margarita María Alacoque, entre los años 1673 y 1675. El Papa Pío XI la elevó, en 1928, a Fiesta de primera clase con octava, y le dio un Oficio y una Misa nuevos, de factura más clásica que todos los precedentes y con una intención ya bien marcada de excitar a los fieles a actos positivos de reparación, que es lo que Jesús más insistentemente le pedía a la Santa visitandina.

d. La Fiesta de la Preciosísima Sangre la instituyó, en 1849, Pío IX estando desterrado en Gaeta, y Pío X la fijó en el día 1º de julio, habiéndola elevado Pío XI a primera clase.

e. La Fiesta de la Transfiguración, cuyo argumento es la escena evangélica tan conocida, existió en Oriente y en Occidente como fiesta particular de algunas iglesias desde muy antiguo. En Roma la introdujo Calixto III, en 1457, y a la vez la extendió a toda la Iglesia, en memoria de la victoria obtenida en Belgrado, el 22 de julio de aquel mismo año, contra los turcos, y conocida en Roma el 6 de agosto, fecha en que se celebraba esa fiesta en algunas diócesis, sobre todo de España, de donde era oriundo el Pontífice.

En los sacramentarios y misales antiguos se pone para este día la bendición de las uvas, no ciertamente porque tenga nada que ver con la fiesta de la Transfiguración, puesto que es anterior a ella, sino porque es la época en que, en Europa, empieza a madurar ese fruto.

f. La Fiesta del Inmaculado Corazón de María, establecida con el rito de la segunda clase por el Papa Pío XII, el año 1944, es el resultado del culto que hacía tiempo se le venía tributando en el mundo a ese dulce Corazón y que, en estos últimos años recibió nuevo impulso merced a las apariciones de Fátima. Esta nueva fiesta ha traído como corolario la consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María, para ponerse más bajo su patrocinio en las actuales amarguras y tribulaciones, triste consecuencia de la última guerra mundial.

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g. La Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz fue originariamente, la fiesta aniversario de la dedicación de las iglesias del Santo Sepulcro y del Gólgota, habida el 14 de septiembre de 335, a la que llevaba gran concurso de gente la ostensión que se hacía ese día de la Santa Cruz. Para mostrar la Cruz, se subía el Obispo a un ambón o lugar alto, de donde tomó el nombre de Exaltación que hoy guarda. A una de aquellas ostensiones fue María Egipciaca († 420), la pecadora, cuando se convirtió.

h. La Fiesta de Cristo Rey, cumbre y coronamiento de todos los honores litúrgicos que la Iglesia tributa al Salvador, la instituyó Pío XI en diciembre de 1925, como recuerdo de aquel Año Santo. Con ella quiso la Iglesia asestar un rudo golpe contra el laicismo reinante, proclamando en esa forma solemne y permanente que Jesucristo, Rey de los individuos, es también Rey de las sociedades, ya que la religión no es solamente una cuestión individual sino también social.

Esta fiesta, fijada para siempre el último domingo de octubre, es de primera clase y tiene un Oficio y una Misa hermosísimos y de estilo clásico. Los himnos, sobre todo, junto a una gran valentía de forma y de fondo, unen una profunda piedad.

Cuando esta fiesta sea bien comprendida por el pueblo —pues no lo es todavía— será una de las más entusiastamente celebradas y sus enseñanzas se impondrán en la vida individual, familiar y social.

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6. Cristo redivivo por el Año Litúrgico

Gracias a las fiestas y períodos del ciclo cristológico, Jesucristo, el Cristo completo del Evangelio: el que nació de María Virgen, el que predicó, el que hizo milagros, el que curó enfermos y consoló a tantos afligidos, el que padeció y murió en la Cruz, el que resucitó y subió a los cielos y el que allí está glorificado, revive día a día en la Iglesia por Él fundada y de la que es Cabeza.

De ese modo, el Año Litúrgico no es una representación fría e inerte de cosas pretéritas, sino un organismo vivo y vivificante, que comunica vida espiritual exuberante a las almas que lo siguen con las debidas disposiciones.

Este es el Cristo auténtico de la Iglesia, el mismo de ayer y de hoy de siempre, y el que, en este mundo de los redimidos necesitados de continua redención, preside desde la Cruz y desde el Sagrario la vida de lucha y de dolor de los cristianos. Siguiendo con interés todo a lo largo del Año Litúrgico, el cristiano de cada siglo actualiza y revive para sí toda la vida de Cristo, como si fuese su contemporáneo, y se asimila su fuerza vital, como los sarmientos la de la vid y los miembros la de la cabeza.

El Papa Pío XII, al tratar del ciclo cristológico del Año Litúrgico, reprende a los escritores modernos, que “engañados por una pretendida teoría mística superior, se atreven a afirmar que no debemos considerar el Cristo histórico, sino el Cristo «pneumático» y «glorificado», y que no vacilan afirmar que, en la piedad de los fieles, se ha verificado un cambio, por el cual aquel Cristo ha sido como destronado, ya que el «Cristo glorificado» que vive y reina por los siglos de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, ha sido obscurecido, y en su lugar se ha colocado aquel Cristo que un tiempo vivió esta vida terrenal. Por eso algunos llegan hasta a querer quitar de los templos sagrados los mismos Crucifijos”.

No les viene mal esta seria advertencia a los artistas y escultores cristianos, que tan pronto nos representan a un Cristo desesperado y torturante, cual un malhechor, como a un Cristo sonriente e impasible. Ambas representaciones atentan contra el auténtico Cristo “histórico”, que es el Cristo verdadero de la Liturgia.