CARDENAL GOMÁ: LA FAMILIA

LA ARMADURA DE DIOS

CARDENAL DON ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS

ARZOBISPO DE TOLEDO — PRIMADO DE ESPAÑA

LA FAMILIA

CAPÍTULO V

I.- DIGNIDAD DE LA MADRE

Como la madre acaricia al hijo.

Is., 66, 13

Quedaría mutilado este estudio sobre la familia si no dedicáramos a la madre un capítulo de este libro.

Porque la madre es como el centro de la familia. Situada, por orden de jerarquía, entre el padre y los hijos, parece que él y ellos agrandan la figura de la madre, que los enlaza a todos con los vínculos del amor y de la fecundidad. Ella es como el corazón del mundo; porque tiene en sus manos los resortes del amor en la vida doméstica y social.

En el campo de la ideología moderna se ha izado la bandera de la mujer para discutirla, para ensalzarla, para humillarla, para cantar su fuerza y sus glorias para abrirle el paso al ancho estadio de las conquistas modernas, o para disputarla, con espíritu cicatero, hasta los derechos que hoy ejerce; justo es que nosotros pongamos en buena luz su legítima grandeza, sus oficios, su misión.

Ella es la que mejor conserva su nombre y sus prestigios entre nosotros: es preciso señalar sus virtudes, como los peligros que la han creado estos tiempos de decadencia.

Y antes que entremos en materia, saludad conmigo la grandeza de esta mujer que ha llegado a los honores de la maternidad; a este frágil ser humano, que sabe arrancar a las profundidades de su vida la vida de las generaciones que sin, cesar se renuevan; a este ser débil, cuyo corazón es el vaso del amor más fuerte que hay en el mundo; y el amor es fuerte como la muerte.

Saludad a este ser abnegado, que se sacrifica desde el momento en que engendra una nueva vida hasta que deja de latir su corazón, para que se dilate y dignifique la vida del hombre sobre la tierra. Saludad a esta criatura, que muere como todas las criaturas deleznables de la tierra, pero que tiene por monumento imperecedero, el amor y el recuerdo de cuantos hijos han sido en el mundo.

Dios mismo ha querido honrar a la madre. Ha querido honrarla haciendo, con vistas a la maternidad futura, una Mujer que es su obra maestra en el orden de las puras criaturas, a la cual Él mismo ha querido cantar, diciéndole: Eres toda hermosa, amiga mía, y en ti no hay mancha alguna. Ha querido honrarla, naciendo Él mismo de esa Madre que formó; y para honrarla más, no quiso, al salir de sus entrañas, romper los sellos sagrados de su virginidad. Ha querido honrarla, levantándola a las alturas de la Corredención, haciéndola solidaria del gobierno sobrenatural de los espíritus, sublimándola en la historia más que a ser humano alguno, fuera del mismo Hijo de Dios; haciendo que la llamen Madre todos los hombres que se llamen hijos de Dios, y que todas las generaciones la digan bienaventurada.

Ved cómo honra un Dios a la madre. Después de predecir, por el profeta Isaías, la ruina de las cosas viejas de Israel, quiere Dios anunciar la fecundidad de su futura Iglesia; y, como si sintiera Dios celos de la madre, se arroga, en frases sublimes, las funciones de la maternidad, Por ventura, dice el Señor, yo que a los otros hago parir, ¿no pariré yo mismo? Yo, que a los otros doy la fecundidad, ¿seré acaso estéril, dice el Señor? Y luego pinta Dios con colores vivos su amorosa fecundidad, para decir a las razas futuras las palabras que encabezan este capítulo: Llevados seréis a los pechos, y sobre las rodillas os acariciarán. Como la madre acaricia a su hijo, así yo os consolaré (Is., 66, 9 ss.). Es decir, que Dios, para concretar en un símbolo la obra de su poder y de su amor, que es la redención futura, no halló otro más propio que la excelsa figura de la maternidad. La misma obra objetiva de la redención, la Iglesia, sociedad de los redimidos, salida del costado del Hijo de Dios, es nuestra Madre: Creo… en la Santa Madre Iglesia…

Tratemos de la Dignidad, los Derechos y los Deberes de la Madre de Familia

DIGNIDAD DE LA MADRE

Al hablar de la dignidad de la madre no hemos de mendigar a la poesía y a la elocuencia humanas los elogios de que la han colmado en toda lengua y bajo todo cielo. Ni hemos de temer a la historia ni a las leyes de algunos pueblos que han hecho de la madre un ser desgraciado. La madre tiene la grandeza y dignidad específica que le dio el mismo Dios; ni los humanos elogios añadirán un codo sobre ella, usando una palabra del Evangelio, ni las aberraciones de la historia podrán derribarla del pedestal que de derecho le corresponde.

El primer título de la dignidad de la madre es su absoluta igualdad en naturaleza con el padre. Es esta una verdad elemental, que sólo ilustraremos para que mejor se comprenda la situación de la madre en el seno del hogar, junto al padre.

Al tratar de la grandeza de la familia, decíamos que era obra de la mano de Dios, y transcribíamos aquella escena bíblica de la creación de los primeros padres, con la bendición que Dios les dio así que hubo formado a Eva, arrancándola del costado del primer varón.

Y ved lo que dice Adán, al cruzarse las miradas aquellos dos seres santísimos y felicísimos; atended, porque la palabra de Adán es la condenación de toda doctrina y de todo hecho que tienda a hacer de la madre un ser inferior, degradándola; o un fetiche, levantándole altares que no se hicieron para ella: Esto, ahora —por contraposición a los animales que acababan de desfilar ante él y a los que impusiera nombre—, es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta se llamará VARONA (viragovira decía el latín antiguo—), porque ha sido tomada del varón (Gén., 2, 23).

Tal es la primera razón de la dignidad de la madre: es de la misma carne del hombre, de la misma substancia del padre. El padre Adán es el origen fontal de toda la humanidad; pero la madre Eva está en el mismo nivel del padre, en el orden de la naturaleza, porque Dios toma una porción del padre y la transforma en mujer.

El hijo vendrá al mundo en el mismo nivel del padre y de la madre, porque ambos le engendrarán de su propia substancia; y todos los seres humanos vendrán al mundo unidos por esta lazada irrompible de la solidaridad formada por la identidad de carne y sangre.

San Agustín tiene una palabra feliz, como tantas tiene, para expresar esta igualdad: a Adán y Eva les llama «aquellos dos hombres»: Duo hominis illi. Eran un hombre de un sexo y otro de otro; es el equivalente del vir y virago, de la narración genesíaca; es la equivalencia de aquella palabra del Evangelio que nos dice que Dios creó al hombre masculino y femenino. Yo diría que en español tenemos también el equivalente, porque a la mujer la llamamos «hembra», es decir, «hombra», hombre femenino, porque del costado del hombre la formó Dios.

Ante este principio fundamental de la antropología y de la teología católica, ¿qué representan las aberraciones de la filosofía y de la historia paganas? ¿Qué importa, madres, que pueblos bárbaros o decadentes hayan llenado de oprobio a la mujer y a la madre; que la repudien por pobre o inútil; que los celos del chino la fuercen al martirio de la atrofia de los pies; que el árabe atraviese el desierto, sentado sobre su camello y fumando su pipa con frialdad estoica, mientras la madre va tras él, jadeante, cargada con mil enseres, y entre ellos la dulce carga de su hijo?

Nada; porque las aberraciones del hombre, aunque duren siglos, no son capaces de alterar las esencias. Y la esencia de la madre es la esencia del padre, porque ya no son dos, sino que son uno, dice el Evangelio.

Pero la dignidad de la madre, aun en la hipótesis de la igualdad de naturaleza con el padre, hubiese podido claudicar si Dios la hubiese sometido al padre en las funciones fundamentales de la vida doméstica o social.

No es así; y en ello nos ofrece la Biblia otro argumento de la dignidad excelsa de la madre.

¡Oh, madres! Vosotras habréis oído mil veces estos ditirambos con que el hombre se alaba a sí mismo su inteligencia, la tenacidad de su esfuerzo, la amplitud de su dominio, la fecundidad de su trabajo, lo maravilloso de sus conquistas.

Está bien; todo esto es del hombre, a condición de que el hombre, en su egoísmo injusto, no os niegue la parte que en ello tenéis vosotras. Porque vosotras sois las colaboradoras del hombre, sus auxiliares y copartícipes en el imperio sobre todas las cosas.

Vedle al primer padre, que le dice a Dios, que le inculpa por su crimen: La mujer que me diste por compañera me dio del fruto del árbol y comí (Gén., 3,12). Madres, sois socias del padre, sois sus compañeras; el nivel de vuestros oficios está a la altura del suyo, porque ambos os completáis en las funciones de la vida.

El sagrado texto nos dice, en forma enfática, que Dios, al ver al hombre solo, resolvió darle un auxiliar semejante a él: Hagamos al hombre una ayuda semejante a él (Adjutorium simile, Génesis, 2, 18).

Esta palabra levanta a la madre al mismo nivel del padre, porque la levanta sobre todos los auxiliares del padre.

Cuando el hombre quiera ser padre, buscará un auxiliar, que será la madre de sus hijos: Adjutorium simile.

Cuando quiera constituir un hogar, buscará una colaboradora que le auxilie en la formación de este pequeño nido de la vida humana: Adjutorium simile.

Cuando quiera formar el alma de sus hijos, dirá a la madre que le auxilie en la gran obra: Adjutorium simile.

En el rudo bregar de la vida, la madre de sus hijos será la que le ponga la mesa, la que cuide de su cuerpo, vencido por la enfermedad o el trabajo; la que ponga sus manos delicadas en estas heridas del corazón que se reciben en ciertos combates de la vida; la que, arrimada a él, le aliente en las zozobras y en las dudas; la que, solidarizándose con él, le dé esta impresión de fuerza y dulzura que da la buena compañía, que engendra el optimismo y es estímulo poderoso de las grandes empresas: Adjutorium simile.

Pero dejad, madres, que para ponderar debidamente vuestra dignidad me asome a esos abismos insondables de la maternidad. Aquí vuestra grandeza rebasa la misma grandeza del hombre.

Iguales a él en naturaleza, en funciones, en imperio, lo sois aún porque, junto con él, os llama Dios a esta obra estupenda, incomprensible, de la multiplicación y del crecimiento de la humana vida a través de los siglos. Creced y multiplicaos, y llenad la tierra, dijo Dios a la primera pareja, ofreciéndole los horizontes de una paternidad y una maternidad que son una participación de la fecundidad de Dios mismo y en cuyos misterios se ha perdido la ciencia de todos los siglos.

Bajo este aspecto, vosotras, madres, tenéis un prestigio y una dignidad que no tiene el padre. Dios llamó por sus nombres a Adán y Eva; y Adán significa «rojo», porque rojo era el barro de la tierra de que Dios le formó; pero Eva, madres, es nombre de plenitud de vida, de fecundidad: Y llamó Dios a la mujer Eva, dice el sagrado texto, porque era la madre de todos los vivientes (Gén., 3, 20).

Aún no era madre Eva, y Dios la llama ya «madre de todos los vivientes». Es que en el seno, entonces virginal de Eva había Dios puesto los tesoros de toda la vida humana.

Vosotras, hijas de Eva, recibiréis una participación de este inmenso tesoro de maternidad que escondió Dios en las entrañas de la madre de todos los vivientes, tesoro que transmitiréis a vuestras hijas para que perpetúen sobre la tierra el prodigio de una fecundidad que es prenda de vuestra dignidad excelsa.

Cuando el Verbo de Dios quiso hacerse carne, queriendo hacerlo en la pureza de la incontaminación personal, prescindió del padre según la carne, y nació de sola mujer, consagrando con ello esa prerrogativa única de la maternidad.

Pesadla bien, madres, esta excelsitud de la maternidad, porque sin ello jamás pesaréis la grandeza de vuestros deberes y de vuestras responsabilidades. Dios es la Vida de las vidas, dice San Agustín: Vita vitarum; y el ser vida es esencia en Dios.

Una de las formas de imitación de la vida de Dios es la vida humana. Cuando Dios, formado ya el cuerpo de Adán, quiso hacerle vivo, nos dice la Escritura que le insufló su aliento, como si sacara Dios vida de su vida para comunicarla a su criatura. Dios da a vuestros hijos el alma; vosotros dais a su cuerpo vida de vuestra vida.

Vosotras desconocéis el misterio de la producción de una nueva vida que brota en vuestras entrañas. Cada una de vosotras puede decirle al hijo de su corazón, como la madre de los Macabeos: Yo no sé, hijos míos, cómo aparecisteis en mi seno (II Mac., 7, 22). ¡Qué! Si la histología y la fisiología, con los poderosos recursos de sus laboratorios, han tratado de sorprender este secreto de Dios, y Dios ha celado su obra, queriendo que los hombres vean aparecer cada día, riente y lozana, la nueva vida, como se ve aparecer el agua cristalina a la faz de la tierra, pero ocultando a sus ojos los misteriosos meatos que recogen una a una las gotas de la corriente.

A pesar de ello, el hecho es el hecho, estupendo, y el hecho es que los hijos se forman en las entrañas de las madres. Cada uno de nosotros puede decir aquella palabra del Sabio: En el seno de mi madre se ha plasmado la maravilla de mi carne (Sab., 7, 1). No sólo esto, madres, sino que Dios, al formarse en vuestras entrañas el hijo, viene a ellas con su poder, y, como lo hiciera en el paraíso, crea con su soplo vivificador un espíritu vivo, inmortal, el alma de vuestros hijos; convirtiéndose así vuestro seno en alcázar de este prodigio que es el cuerpo humano, y en santuario de una inteligencia, de una voluntad, de unas pasiones, de unos sentidos, de un hombre, en fin, que recibiréis un día en vuestros brazos, y que más tarde podrá ser vuestra gloria o vuestra tortura, que será una vulgaridad o un talento, un santo o un malvado. Esta es la grandeza espantosa de vuestra maternidad.

Porque, yo quisiera, señoras madres, pues con título de señorío se os debe el saludo ante el misterio de vuestra maternidad, yo quisiera que os fijarais en otro hecho que revela, sobre la grandeza ontológica de vuestra maternidad, su dignidad social. Es en vuestro seno donde Dios, como obra las maravillas de su poder, viene a hacer oír la voz de su vocación que señale, en las mismas oscuridades del claustro materno, la ruta de vida que deban seguir vuestros hijos.

¡Oh, madres! Vosotras os esforzaréis más tarde en formar el corazón de vuestros hijos. A la luz del pensamiento y al calor del alma del padre y de la madre, crecerá este retoño de vuestra vida. Crecerá ufano en el seno de la sociedad. Un día tomará un rumbo vuestro hijo; los mil factores de la vida doméstica y social condicionarán su existencia. Pero, sabedlo: el término final de la carrera, temporal y eterna, fijaos bien, temporal y eterna, lo prefijó Dios a vuestros hijos en vuestro mismo seno, salvando siempre los fueros de vuestra libertad y de la de vuestros hijos.

No es mío el pensamiento; responde a un hecho consignado por el mismo Dios en los Libros sagrados. Es frecuente en ellos la locución: Ex útero vocavit me, Me llamó en el mismo seno de mi madre. En el seno de mi madre ya me amparaste, decía David (Salmo 138, 13). —El Señor me llamó desde el seno de mi madre, y en él me llamó ya por mi nombre, exclamaba Isaías, hablando a nombre del futuro Redentor (Is., 49, 1). —El Espíritu Santo viene a llenar de su santidad a Jesús en el mismo seno de la Virgen de Nazaret: Será lleno del Espíritu Santo, ya en el seno de su madre (Lc., 1, 15). —Y el gran Apóstol exclamaba, en el gozo exultante de su vocación: Me eligió Dios en el mismo seno de mi madre (Gal., 2, 15).

San Agustín, después de haber dicho en alguna parte que el mismo Dios le había llamado en el seno de su madre, exclama en diversos lugares, ante las bondades de su madre, que le llevaba para Dios en sus entrañas: «Oh, Señor; yo soy hijo tuyo e hijo de tu sierva, mi madre» (Conf., 9, 1). —»Mi madre, dice en otra parte, por cuyos méritos soy lo que soy» (De Beata Vita, in fine Praefat.). —»Me dio a luz mi madre, añade, según la carne, para que viviera esta vida temporal; en su corazón, me hizo nacer para la eterna» (Conf., 9, 8).

Tal es el misterio de vuestra maternidad y de la dignidad excelsa que de él deriva. Sois madres de todo vuestro hijo; porque en vuestro seno se obra la maravilla de la generación física, de la creación espiritual, de los mismos destinos, temporales y eternos, de vuestros hijos. Es la grandeza que viera aquella mujer del pueblo, mulier de turba, madre también seguramente, cuando ante la figura divina y las obras estupendas de Jesús, el Hijo de María, prorrumpió en aquel epifonema, primer panegírico humano de la Madre de Dios: Feliz el seno que te trajo y los pechos que mamaste (Lc., 11, 27).

Ya veis que la grandeza y dignidad de la madre está justificada en sí misma, en su naturaleza y oficios, y que todos los ditirambos del moderno feminismo no pueden añadirle una pulgada. Más: la Biblia, es decir, el libro de Dios, será siempre el libro en que mejor se ha cantado la dignidad de la madre. Desde Eva hasta la mujer del Apocalipsis, pasando por la mujer fuerte, de Salomón, y la madre de los Macabeos, la dignidad de la madre ha tenido en Dios su cantor; y ante la palabra de Dios serán siempre pálidos los colores con que la humana literatura pretenda glorificaros; no hará más que indemnizaros algo de los enormes agravios que ella y la historia os han inferido.

Pero, sobre todo, en la Madre Virgen de Dios, en la segunda Eva, cuya figura llena la Biblia, madre de todos los vivientes según la vida sobrenatural, tiene la madre su glorificación máxima. Dios la ideó sin igual antes que fuesen los mundos; la cantaron los profetas; la prefiguraron las grandes matronas del viejo Testamento; la vio el Apóstol del Apocalipsis vestida del sol, coronada de estrellas, con la luna por escabel de sus pies.

Su nombre y su amor llenan los siglos cristianos; y la flor de los genios y de los santos, a coro con los pueblos hace ya veinte siglos que la llaman madre. Es la Reina de los Cielos y de la tierra. Ya nadie podrá hablar la madre sino recordando, con amor y emoción filiales, el nombre y la persona de la casta Madre de Dios: Dei Mater alma