Padre Juan Carlos Ceriani: SERMÓN DE LA DOMÍNICA 15ª DE PENTECOSTÉS

Sermones-Ceriani

DECIMOQUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y aconteció después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus discípulos iban con Él, y una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y los que lo llevaban, se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y le dio a su madre, y tuvieron todos gran miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo. Y la fama de este milagro corrió por toda la Judea, y por toda la comarca.

Llegando a la ciudad de Naím, Nuestro Señor se encuentra con la muerte. El Evangelista, de una sola pincelada, representa la escena en su dramática profundidad: hijo único, joven, de una madre viuda.

Jesús, al llegar a Naím, se encuentra con la muerte… Jesús, autor de la vida, quien proclama ser la Resurrección y la Vida, se halla frente a frente con la muerte…

Meditemos sobre esta realidad de nuestra condición humana, la muerte.

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Para arreglar bien la vida y dirigir sabiamente todas las cosas al último fin, no hay mejor consejero que la muerte. Aconsejarse con ella es considerar qué quisiéramos haber hecho a la hora de la muerte.

Dice la Imitación de Cristo (cuyo texto se encontrará como apéndice):

Por eso está siempre prevenido, y vive de tal manera, que nunca te halle la muerte desapercibido.

Cuando viniere aquella hora postrera, de otra suerte comenzarás a sentir de toda tu vida pasada, y te dolerás mucho de haber sido tan negligente y perezoso.

¡Qué bienaventurado y prudente es el que vive de tal modo, cual desea le halle Dios en la hora de la muerte!

Quien desea aborrecer seriamente el pecado, debe hacer atenta reflexión sobre la muerte.

Adán no conoció más vivamente el pecado que había cometido, sino cuando delante de sus ojos vio muerto a su hijo Abel. Entonces fue cuando, en aquel rostro desangrado, en aquellas luces apagadas de los ojos, en aquellos helados miembros, leyó y entendió, como escritas con grandes y vivas letras, la sentencia fulminada como pena contra su culpa: Morirás de muerte.

Quien desea guardar bien la ley de Dios, aprenda de la muerte su observancia. ¿Cuál es el mandamiento que más nos cuesta cumplir? Pongamos el pensamiento en el polvo del sepulcro, y se nos hará más fácil el observarlo.

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¿Qué cosa es la muerte? La muerte, dice Aristóteles, es la cosa más terrible entre todas cuantas terribles hay. Terrible al cuerpo, por los atroces dolores que le causa, por la respiración apresurada, por la revolución de las entrañas, por los ojos turbados que destilan las últimas lágrimas, por los labios torcidos y encendidos en rabiosa sed, por el pecho levantado y ahogándose con molestísimo catarro, por los miembros todos abrasados y al mismo tiempo temblando por la cercanía del último suspiro…

Terrible al alma por la amargura de lo que deja y el temor de lo que le aguarda, no sabiendo si ha de ir a parar al Cielo o al infierno…

Si se echase el dado sobre si un hombre habría de ser llevado a la horca o elevado al trono real, ¡con qué palpitación y susto del corazón esperaría el punto de su suerte! Pues entonces, ¿cuál será el estado de un alma que agoniza, aguardando dentro de pocos momentos la sentencia que se fulminará sobre su salvación o su condenación, con toda la eternidad que le ha de seguir?

Si un San Hilario, llegado al punto de la muerte, temblaba y lleno de horror se decía a sí mismo: Sal ya, alma mía, sal del cuerpo; setenta años has servido a Cristo, y ¿ahora temes? ¡Qué horror, pues, qué espanto será el de un pecador, que no podrá decir otro tanto; antes, por ventura, se dirá que ha ofendido a Dios otros tantos años como ha vivido!

¿Qué es la muerte? Es, dice el santo Job, el fin de todas las cosas terrenas, el día de la gran pérdida de todos los bienes de la vida; pues la muerte es una separación de todas las cosas de este mundo, en que se dejan las riquezas, la casa, las dignidades, los placeres, los parientes, los amigos, sin esperanza de volverlos a ver…; y hasta el cuerpo mismo, fiel compañero del alma, se deja…

¡Qué cosa tan amarga será para el moribundo tener que perder en un punto aquellas riquezas que tantas fatigas y tantos sudores costaron para juntarlas!

Aquí vemos la miseria de las cosas temporales, y el dolor irreparable que traen a quien se deja poseer y dominar del afecto de tenerlas.

¿Qué mayor vanidad que no poder aprovecharnos de ellas en la mayor necesidad? Y ¿qué mayor daño que ser perjudiciales al alma, cuando ya no pueden servir de nada al cuerpo?

Mas, ¡qué dolor el tener que abandonar los parientes, después que, por complacerlos, se habrán quebrantado las leyes divinas!

Tener que apartarse de los amigos, a quienes, por dar gusto, no se habrá evitado desagradar y ofender a Dios…

¡Oh muerte!, maestra de desengaños, ¡cuán claramente nos harás ver la vanidad de las cosas terrenas!

El rico, cuando durmiere el sueño de la muerte, abrirá sus ojos y nada hallará, dice el pacientísimo Job. ¿Por qué aguarda a abrirlos entonces, y no abrirlos ahora para ver la miseria de los bienes mundanos, y apartar de ellos el afecto con fruto, sin aguardar a que se nos quiten de la mano por fuerza?

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Volvamos a preguntar: ¿qué es la muerte? Por hablar con los términos de San Pablo, es una lucha y combate con los demonios, príncipes de las tinieblas; pues sabiendo el demonio que esta es la última batalla campal en que puede vencer al alma, y que de este punto depende la total conquista de tal presa, que con tanto empeño ha pretendido ganar toda su vida, emplea los últimos y mayores esfuerzos por robarla.

¡Cuidado!, porque Satanás viene contra nosotros con un enojo terrible… ¿Y de qué nace furor tan extraño? Porque sabe que le queda ya poco tiempo para pelear y vencer; sabe que si ahora nos escapamos de sus garras, no tendrá jamás oportunidad de volver a rendirnos; y que si ahora gana, nunca podrá tener miedo de perdernos.

Ahora bien, si el demonio, que siempre, a toda hora, como rabioso león anda en continua caza del alma para tragársela, ¡cómo nos acometerá entonces, malicioso, en la agonía! ¡Cómo convocará todas sus furias alrededor nuestro para la batalla más atroz a que jamás le haya incitado su rabia!

Así como es piadosa opinión de algunos Santos Padres que antes de morir Nuestro Señor y Nuestra Señora se presentan al moribundo, también es famosa la opinión de San Agustín que ninguno muere sin ver a ojos abiertos el horrible semblante del monstruo infernal que se acerca para espantarlo, para tentarlo.

¿Tendrá mucho trabajo en poner a la vista del agonizante la serie y catálogo de sus pecados, por llevarlo a desesperación, y hacerle creer que ya está condenado sin remedio?

¿Le será muy difícil precipitarlo en algún nuevo consentimiento, cuando está ya tan acostumbrado a consentir a la primera entrada de la tentación?

¿Cómo, pues, podrá el pecador resistir a tantos asaltos? ¿Acaso esperará un socorro especialísimo de la gracia divina? Mas, ¿cómo lo ha de merecer, habiendo tantas veces abusado de la divina misericordia?

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Preguntemos otra vez: ¿qué es la muerte? Dice San Agustín: un instante del que depende la eternidad; un momento, último de la vida perecedera, y primero de la que ha de durar eternamente. ¡Oh momento decisivo!, o de una eterna gloria en el Cielo, o de una pena eterna en el infierno, ¡cuánto deberías estar continuamente fijo en nuestra memoria! ¡Oh instante terrible, a partir del cual ya no hay tiempo, es la eternidad!

Tres cosas me llenan de horror las entrañas, decía el santo abad Elías, después de haber vivido cerca de ochenta años en áspera penitencia: temo la separación del alma y del cuerpo, la severidad del examen de mis obras, la sentencia definitiva del Juez, que ha de decretar, o una eterna vida, o una eterna muerte; y estas tres cosas todas se han de ejecutar en aquel instante.

En un instante he de morir, sin esperanza de corregir en segunda vida los errores de la primera.

En el mismo instante he de ser presentado al tribunal de un juez inexorable, que no vendrá ya como cordero manso a quitar los pecados, sino como fiero león a castigarlos con todo rigor.

En ese instante he de oír la sentencia irrevocable, o de reino o de esclavitud, o de Paraíso o de infierno; y no por un siglo o muchos, sino por una eternidad sin fin.

¡Qué poco se piensa en este tan espantable momento, en cuya consideración y prevención se deberían justamente emplear todos los momentos de la vida!

Todo el tiempo se gasta en intereses mundanos, en placeres, en pecados, con aquella necia confianza de poder ajustar las cuentas del alma en el fin de la vida, cuando oprimidos de la última enfermedad, ahogados el corazón y el entendimiento con la fuerza de los dolores, apenas tendremos aliento para pensar en Dios.

Dice la Imitación de Cristo:

Muy presto será contigo este negocio; mira cómo te has de componer. Hoy es el hombre y mañana no parece.

Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.

Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana?

Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?

Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.

Tiemblen los pecadores impenitentes al oír lo que estando para morir dijo San Jerónimo, hombre que, además de su gran doctrina, tuvo gran conocimiento y experiencia del mundo: Esto temo, esto juzgo ser verdad, esto me ha ensenado una larga y repetida experiencia, que no tiene buena muerte quien siempre tuvo mala vida.

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Así como es muy cierto que hemos de morir, tan incierta es la hora y el modo…, el cuándo y el cómo hemos de morir…

No sabremos decir si moriremos este año o el que viene; si de muerte natural o violenta; si en nuestra cama o en la calle: sólo sabemos que hemos de morir presto, de improviso, cuando no lo pensemos.

Por eso Dios, con alto consejo, ha dispuesto que esta verdad de la vida breve y de la muerte improvisa, se viese en los mayores monarcas del mundo.

La mayor parte de los Sumos Pontífices han vivido brevísimo tiempo, y han muerto casi de repente: cuarenta y dos Papas han vivido menos de un año en el trono; veinte y tres no han cumplido los seis meses; y trece no han gozado un mes la suprema dignidad.

Y ¿con qué fin dispensa Dios tan breve vida a su Vicario en la tierra? Oíd la respuesta de San Pedro Damiano a Alejandro II: Para recordar al mundo la cercanía de la muerte y la vanidad de las glorias mundanas; porque el Papa en la tierra es como el sol en el cielo, que cuando se eclipsa todos lo miran y saben, pues sus tinieblas dan luego la noticia a todo el mundo. Así Cristo, celosísimo de nuestra salvación, nos advierte con innumerables avisos que estemos alerta, que la muerte corre tras nosotros para encontrarnos descuidados.

No hallaremos artículo de fe tantas veces repetido en los cuatro Evangelios.

San Mateo clama: Estad en vela, porque no sabéis el día ni la hora de la muerte.

San Marcos repite: Velad, porque no sabéis cuándo el Señor vendrá a llamaros, si por la tarde, o de noche, o a la mañana; si al amanecer de la juventud, o al mediodía de la edad robusta, o a la tarde de la vejez.

En San Lucas leemos: Estad prontos y dispuestos, porque cuando menos lo esperéis, seréis citados por el Juez.

Finalmente San Juan nos renueva el aviso en nombre del Señor: Vendré a tu casa como ladrón, y no sabes en qué hora vendré.

Y después de tantas repeticiones de una verdad tan clara, después de un artículo de fe tan inculcado, aún no sabemos persuadirnos a creerlo bien. Nos prometemos que la muerte está lejos, que se acerca a pasos muy lentos, que vendrá cuando la hayamos visto y prevenido; no de repente, ni con violencia, sino con mucha suavidad, enviando delante un alguacil y notario que nos intime: dispón tus cosas y tu alma, que has de morir pronto.

En una palabra, nos creemos todo lo contrario de lo que enseña la eterna Verdad.

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Pero dejando aparte la fe, convenzamos a estos malos creyentes con la razón. ¿Qué vidrio hay más frágil que nuestra vida, sujeta a tantos accidentes? ¿No basta una calentura que se encienda en las entrañas, un coágulo de sangre que caiga sobre el corazón, una vena que se rompa en el pecho, un catarro que ahogue quitando la respiración?… Y ya vemos ahí tendido el hombre en la cama a punto de morir.

¿Son estos casos extraordinarios o accidentes cotidianos? Cualquier criatura, por pequeña que sea, tiene bastante poder para quitarnos la vida. No son menester rayos del cielo, ni precipicios de la tierra.

Abra, pues, cada uno los ojos; no diga: Yo no moriré de esa suerte, pues ninguno pensaba morir de aquella o esta manera; lo que ha sucedido a unos, puede suceder a otros.

Y todavía nos dejamos engañar por la astuta voz de la antigua serpiente a Eva: No moriréis tan presto; queda largo espacio de vida, tiempo tendréis para ajustar muy a vuestro gusto y satisfacción las cuentas del alma.

Pero, si aun la razón no nos persuade, que nos convenza la experiencia cotidiana, que cada hora tenemos delante hasta con la evidencia de los ojos. Aprendamos a costa y en cabeza ajena a ser cautos para nuestro provecho.

¡Cuántos amigos nuestros, más sanos que nosotros, de complexión más robusta, han muerto cuando el vigor y fuerza les prometía larga vida!

¡Cuántos conocidos o compañeros nuestros, en la flor de su edad, han desaparecido de repente, cuando tenían en sus pensamientos grandes ideas y proyectos!

¡Cuántas veces ha entrado en nuestra casa la muerte! Todos los días vemos llevar con el ataúd las más floridas esperanzas al sepulcro; cada día oímos las noticias que nos dicen que aquel murió de un balazo, este de una pedrada, uno ahogado, otro de una furiosa apoplejía…

Pero nosotros, con necios discursos, andamos buscando pretextos para excusar la muerte…, que aquel se buscó la muerte con sus pendencias, este otro era débil de salud, aquel era destemplado en la comida…, como si la muerte procediese con circunspección y con reserva, como si su guadaña no tuviese habilidad y fuerza para cortar un hilo de vida fuerte y durable, tan bien como uno delgado y frágil.

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Mas siendo la muerte tan terrible, tan llena de asechanzas de los demonios, tan importante como el momento de que depende la eternidad; por otra parte, siendo incertísima su hora, irreparable el error de morir mal, ¡qué locura es la nuestra el fiar una eternidad a una incertidumbre, sin haber hecho primero las debidas prevenciones!

¡Qué atrevimiento es prometernos larga serie de años, cuando la fe, la razón y la experiencia nos persuaden que la muerte está cercana, imprevista, inesperada!

Cada uno de nosotros debería tener consigo aquel discurso de San Juan Crisóstomo: Ya estoy en el mundo. Entré en tal año y tal día. He de salir del mundo; mas no sé cuándo ni cómo. He de entrar en una interminable eternidad, o de gloria o de tormento, y no sé cuál de las dos. De estos bienes que busco con tanto afán, ¿cuántos llevaré conmigo muriendo? Nada más que lo que traje naciendo. Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra, envuelto en una mortaja. Sólo los méritos de las buenas obras, o los deméritos de las malas irán conmigo a recibir la sentencia de mi vida o de mi muerte eterna. De este cuerpo, ¿cuál será la suerte? Una hedionda tumba, donde se volverá en cenizas. Mas de ti, alma mía, ¿cuál será la fortuna, cuál el estado? Irás al reino de los Bienaventurados a gozar, o al abismo de los tormentos a penar. No lo puedes saber, sabiendo solamente que en cualquiera de estos dos términos tan contrarios como Cielo o infierno, allí has de estar eternamente. Y en fin, ¿cuándo llegará este último punto? Ni yo, ni otro alguno sabe cuándo ha de ser llamado a comparecer ante el divino tribunal.

Ahora, si me sobreviniese la muerte hoy, ¿qué sentencia me tocaría? ¿Tengo las cuentas de mi conciencia ajustadas? ¿Debiera temer mi condenación? Y, si siento que la conciencia me remuerde y recuerda muchas culpas, ¿duermo tranquilo, paso mis días alegre, como si estuviese en mi mano el no morir cuando yo no quisiere, o como si no tuviese qué esperar, ni qué temer después de la muerte?

Como nos siguiere la Imitación de Cristo:

Tratemos ahora de vivir de modo que en la hora de la muerte podamos más bien alegrarnos que temer.

Aprendamos ahora a morir al mundo, para que entonces comencemos a vivir con Cristo.

Aprendamos ahora a despreciarlo todo, para que entonces podamos libremente ir a Cristo.

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Imitación de Cristo

Capítulo 23

De la meditación de la muerte.

Muy presto será contigo este negocio; mira cómo te has de componer. Hoy es el hombre y mañana no parece.

En quitándolo de la vista, se va presto también de la memoria.

¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente, sin cuidado de lo por venir!

Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.

Si tuvieses buena conciencia, no temerías mucho la muerte.

Mejor fuera evitar los pecados que huir de la muerte.

Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana?

Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?

¿Qué aprovecha vivir mucho, cuando tan poco nos enmendamos? ¡Ah! La larga vida no siempre nos enmienda, antes muchas veces añade pecados.

¡Ojalá hubiéramos vivido un día bien en este mundo!

Muchos cuentan los años de su conversión, pero muchas veces es poco el fruto de la enmienda.

Si es temeroso el morir, puede ser que sea más peligroso el vivir mucho.

Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.

Si has visto alguna vez morir un hombre, piensa que por aquella carrera has de pasar.

Cuando fuere de mañana, piensa que no llegarás a la noche; por la noche, no te atrevas a prometer ver la mañana.

Por eso está siempre prevenido, y vive de tal manera, que nunca te halle la muerte desapercibido.

Muchos mueren de repente: porque en la hora que no se piensa vendrá el Hijo del hombre.

Cuando viniere aquella hora postrera, de otra suerte comenzarás a sentir de toda tu vida pasada, y te dolerás mucho de haber sido tan negligente y perezoso.

¡Qué bienaventurado y prudente es el que vive de tal modo, cual desea le halle Dios en la hora de la muerte!

El perfecto desprecio del mundo, el ardiente deseo de aprovechar en las virtudes, el amor de la austeridad, el trabajo de la penitencia, la prontitud de la obediencia, el renunciarse a sí mismo, la paciencia en toda adversidad por amor de nuestro Señor Jesucristo, gran confianza le darán de morir felizmente.

Muchas cosas buenas podrías hacer mientras estás sano; pero cuando enfermo no sé qué podrás.

No confíes en amigos, ni en vecinos, ni dilates para después tu salvación; porque más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres.

Mejor es ahora con tiempo prevenir algunas buenas obras que envíes adelante, que esperar en el socorro de otros.

Si tú no eres solícito para ti ahora, ¿quién tendrá cuidado de ti después?

Ahora es el tiempo muy precioso; ahora son los días de salud; ahora es el tiempo aceptable.

Pero ¡ay dolor! que lo gastas sin aprovecharte, pudiendo en él ganar para vivir eternamente.

Vendrá cuando desearás un día o una hora para enmendarte, y no sé si te será concedida.

¡Oh hermano! ¡De cuánto peligro te podrías librar, y de cuán grave espanto salir, si estuvieses siempre temeroso de la muerte y preparado para ella!

Trata ahora de vivir de modo que en la hora de la muerte puedas más bien alegrarte que temer.

Aprende ahora a morir al mundo, para que entonces comiences a vivir con Cristo.

Aprende ahora a despreciarlo todo, para que entonces puedas libremente ir a Cristo.

Castiga ahora tu cuerpo con penitencia, porque entonces puedas tener confianza cierta.

¡Oh necio! ¿Por qué piensas vivir mucho, no teniendo un día seguro?

¡Cuántos que pensaban vivir mucho, se han engañado, y han sido separados del cuerpo cuando no lo esperaban!

¿Cuántas veces oíste contar que uno murió a cuchillo, otro se ahogó, otro cayó de alto y se quebró la cabeza, otro comiendo se quedó pasmado, a otro jugando le vino su fin?

Uno murió con fuego, otro con hierro, otro de peste, otro pereció a manos de ladrones; y así la muerte es fenecimiento de todos, y la vida de los hombres se pasa como sombra rápidamente.

¿Quién se acordará de ti, y quién rogará por ti después de muerto?

Haz ahora, hermano, lo que pudieres; que no sabes cuándo morirás, ni lo que acaecerá después de la muerte.

Ahora que tienes tiempo, atesora riquezas inmortales.

Nada pienses fuera de tu salvación, y cuida solamente de las cosas de Dios.

Granjéate ahora amigos venerando a los Santos de Dios, e imitando sus obras, para que cuando salieres de esta vida te reciban en las moradas eternas.

Trátate como huésped y peregrino sobre la tierra, a quien no le va nada en los negocios del mundo.

Guarda tu corazón libre y levantado a Dios, porque aquí no tienes domicilio permanente.

A Él dirige tus oraciones y gemidos cada día con lágrimas, porque merezca tu espíritu, después de la muerte, pasar dichosamente al descanso del Señor.

Amén.