MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI
EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO
Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.
Capitulo trece
LA VIDA CRISTIANA
Continuación…
II
EL CRISTIANO Y LA NATURALEZA
Jamás olvidaré una hora de mi vida, en que por vez primera comprendí el verdadero significado, el alma —si me es lícito expresarme de esta manera— de todo el pensamiento de San Agustín. Este genio, que es uno de los más grandes pensadores de la humanidad, con sus especulaciones hirióme en una noche de estudio con algo tan poderoso, con un rayo de luz tan viva, que aun cuando sobreviviese mil años, siempre me acordaré de la impresión recibida.
He de tener ocasión, en otra parte, de hablar acerca de esto. Aquí diré solamente que frente al universo, frente a la naturaleza con todas sus bellezas, frente a las cosas grandes o pequeñas, yo era un verdadero analfabeto. Y San Agustín me enseñó a leer, mejor dicho, a silabear.
Dad un libro a un analfabeto. Sus ojos reciben la misma sensación que los vuestros. Ve algo negro sobre lo blanco, algún signo y nada más. El sentido de las palabras escapa a su alcance. Esas páginas son mudas para él.
Dad el mismo volumen al que sabe leer. Su mirada se aviva. Es que ha percibido una idea, quizás una melodía de amor y de belleza. Esos signos le resultan semejantes a las cuerdas vibrantes de un arpa.
Y bien: la naturaleza es un libro. Nosotros, con demasiada frecuencia, somos analfabetos. No sabemos entender esas páginas maravillosas, escritas por nuestro Padre, para nosotros sus hijos.
San Agustín, en cambio, leía, comprendía, se llenaba de entusiasmo y cantaba. Donde nuestros ojos ven solamente un objeto, una piedra, un insecto, una planta o una montaña, él, compenetrándose del sentido de esa letra o sílaba material, descubría un rayo: el rayo iluminador del pensamiento divino, de la divina Verdad, del Verbo.
Dios es un sol, así exponía él el dogma cristiano de la creación; si este sol no existiese, no tendríamos ni luz, ni ser, ni cosa alguna. La creación, que importa el paso de un ser de la nada a la existencia, es obra de Dios. Todo lo que existe, es también conservado por Dios. Porque ¿se puede imaginar un rayo que brilla, separado del sol? Por consiguiente, cada cosa existente, es un resplandor de Dios.
¡Pobre analfabeto, no te quedes en la superficie, en el símbolo, en el signo exterior; aprende a leer el gran libro de la naturaleza! ¡Tú, hijo de Dios, saludarás a tu Padre en ella!
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Los métodos en el estudio de la naturaleza
El hombre, en general, es un analfabeto ante la naturaleza; esto lo admite toda persona medianamente culta. No se necesita una inteligencia aguda para reconocer la ignorancia y la ligereza humana, fría e impasible ante las maravillas que encierra un solo grano de trigo. Pero entre los alfabetos, esto es, los que estudian la naturaleza hay divergencias, divergencias que proceden de la diversidad de métodos de leerla y de interpretarla.
1. Existe uno, que se llama MÉTODO CIENTÍFICO.
El sabio observa, escruta y reflexiona. Los fenómenos que caen bajo los sentidos, son estudiados por él, en sí mismos y en su condición; de esta manera llega a utilizar y a dominar la naturaleza. ¿Y quién no admira los progresos de la ciencia moderna?
2. Hay otro, que podría definirse el MÉTODO ESTÉTICO. El artista examina la naturaleza, no bajo el aspecto de su utilidad, sino de su belleza. El mar, por ejemplo, ofrece un espectáculo muy diverso al químico que analiza el agua y al poeta inglés Swinburne, el cual en un trozo de Tristram of Lyonesse, susurra al oído (de la traducción italiana de Federico Olivero):
«El rápido mar brillaba
y temblaba como alas desplegadas de ángeles
empujados por el soplo del sol;
y una lenta y dulce brisa deshojaba las níveas y frágiles corolas de espuma
como en una lluvia de rosas marinas,
esparcidas, pétalo a pétalo sobre la verde era
que las tempestades y los vientos del Océano revuelven y surcan;
pues las crestas y el plumaje de las olas revueltas,
revoloteaban rosados y abrasados en torno a la proa que avanzaba,
y se abrían como flores arrojadas por Dios
para marchitarse sobre las ardientes olas».
¡Qué diferencia entre estos sentimientos de la naturaleza y la fría severidad de un científico!
3. Finalmente, existe otro método, el MÉTODO CRISTIANO, que, como siempre, no niega los otros dos (lo sobrenatural nunca destruye lo natural), sino los une, los eleva, los supera.
El cristiano, si reflexiona sobre lo que significa «creación», reconoce que todo ser es la huella o imagen de Dios, o sea, la presencia eficacísima, la obra inteligente y la infinita bondad de Dios. Y cuando considera su elevación al orden sobrenatural, saluda en la naturaleza la casa que el Padre ha creado para sus hijos.
Todas las cosas son como alas que Dios nos ofrece para volar a su Corazón paternal, en un arrebato de amor. Nihil sine voce, no hay nada mudo y sin expresión, en gráfica expresión de San Pablo.
Todo canta la bondad de Dios, decía el poeta inspirado de los Salmos:
«Los cielos narran la gloria de Dios; el firmamento pone de manifiesto las obras de sus manos.
El día nos habla de la gloria del Creador; la noche descubre sus maravillas… Dios ha hecho de los cielos una tienda para el sol, y el sol sale como un esposo de su tálamo nupcial y se alegra como el atleta que va a correr por el camino…»
«Dios mío, Dios mío, ¡cuán admirable es tu nombre sobre la tierra!… Cuando contemplo el cielo, que es obra de tus manos, la luna y las estrellas que Tú aparejaste, no puedo menos que exclamar: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?».
El Padre proveyó para sus hijos. Con la naturaleza ha provisto el pan material y el alimento cotidiano. Todos los frutos de la tierra, todos los manjares, nos hablan de Dios.
Dios toma de la naturaleza el agua y el aceite, el pan y el vino, como materia de los Sacramentos, como para recordarnos que el orden natural debe ser elevado a un orden más alto y divino.
La misma enfermedad y la muerte son, es cierto, para el alma cristiana un corte doloroso que nos separa del mundo, pero no nos hacen maldecir la naturaleza; nos dejan en libertad para volar hacia el Padre que nos espera.
Éste ha sido siempre el comportamiento de los verdaderos creyentes.
«Existe un hecho en la literatura antigua —observa Contardo Ferrini— en el que no creo se haya puesto la atención que merece. ¿Cuál es el pueblo antiguo que tuvo más arraigado el sentimiento de la naturaleza y lo expresó más en su literatura? ¿Acaso Grecia?… De ningún modo, pues incluso las églogas de Teócrito recurren a brillantes artificios para dar relieve a la naturaleza… En cambio, el sentimiento de la naturaleza se presenta de un modo evidentísimo en la Biblia…»
Los cantos de David son una prueba irrefutable:
«El mismo Cristo ha usado el gran libro de la naturaleza exterior… He aquí los lirios del campo que ni siegan ni tejen…; no obstante, ¡ni Salomón con toda su gloria se vistió como ellos! He aquí el sol que asciende solemne y majestuoso por el horizonte de Palestina… Es el Padre común que lo hace surgir para los buenos y los malos, como emblema de la misericordia de Dios, que a la vez nos pregona la caridad universal. ¡Ojalá nos fuera dado este espíritu interior que de cualquier cosa toma alas para elevarse a Dios, pensando unas veces en su ternura, otras en su sabiduría, y otras en su belleza; imaginando cuán hermoso ha de ser el reino de los elegidos, cuando en la tierra campea tanta sonrisa de cielo!»
Este tercer método —método cristiano— no suprime, sino sobrenaturaliza los otros dos.
Si el Padre ha creado el universo y conserva todo cuanto encierra, es evidente que en la naturaleza tiene que haber un orden, y que el sabio debe buscarlo en sus pacientes investigaciones. Se puede ser ferviente cristiano, como Alejandro Volta, que acompañaba las procesiones eucarísticas con una vela encendida y explicaba el catecismo a los niños, y al mismo tiempo se puede ser el inventor de la pila; la luz eléctrica no apaga, sino presupone la luz de Dios. Se puede ser ilustre en el campo científico, como Ampère, y, al mismo tiempo, recitar el Rosario, o tomar entre las manos la cabeza del joven Ozanam, exclamando: «¡Ozanam, Ozanam, qué grande es Dios!» Antonio Stoppani sentía la voz de Dios en las exploraciones geológicas; Schiaparelli, en la contemplación de los astros; Enrique Fabre, en el estudio de los insectos, y mil y mil otros, en las variadas ramas de las ciencias.
Así también, el sentido cristiano de la naturaleza no destruye, ni se opone, sino eleva la emoción estética a divinas vibraciones. La naturaleza saboreada en su inmanente poesía de belleza, es un pálido reflejo de la esplendorosa divinidad. «Si al deleitarse con tanta belleza —observa el libro de la Sabiduría— los hombres hicieron un numen de las creaturas, sépase que es mucho más hermoso el Señor de todas estas cosas, su Creador, el padre de la belleza»
En pocas palabras, la visión cristiana no importa una diminución, sino un acrecentamiento de toda visión humana. El cristiano no es algo menos que el hombre, antes por el contrario, es un hombre divinizado.
La naturaleza, tal como la contemplamos los cristianos, implica la ciencia, la belleza y la fe. Y si en la Acrópolis de Atenas se podía celebrar la gloria de la bella Grecia entre la magnificencia de sus propileos, el esplendor de sus templos y la sonrisa de su arte; con mucha mayor razón, en medio del verdor de las llanuras, frente a la inmensidad del mar o sobre las blancas cumbres de los montes que se visten del sol naciente, podemos cantar la gloria de Dios, que todo lo ha creado mediante su Hijo, como está escrito: «Todo fue hecho por su intermedio; y sin Él nada se hizo»
Continuará…