PADRE LEONARDO CASTELLANI: FILÓSOFO Y TEÓLOGO

REFLEJOS Y RAÍCES DE LA METAFÍSICA EN AMÉRICA (I de II)

Nadie puede pretender sensatamente encontrar una metafísica original en América, porque ese tal no tendría ni una remota idea de lo que es la metafísica; por lo cual huelga hacer una afirmación obvia que esta ya implicada en mi título.

No hay una metafísica en América —en todo caso sería más fácil que hubiese dos—, y sin embargo puede ser que América no sea del todo e irrevocablemente «el Continente estúpido», “la región de los hombres hueros, charlatanes e improvisadores”, que dice Pío Baroja; porque ha habido lo que ha podido haber, reflejos de la filosofía europea, raíces de una filosofía por venir.

Digamos desde ya que los reflejos son todos los tramos de la filosofía moderna, desde el suarismo al heideggerismo; y las raíces de la filosofía argentina son las que mencionó, hablando de la cultura popular, el señor presidente de la República (Juan Domingo Perón) en su discurso del 6 de septiembre, a saber: “historia, religión, poesía, idioma.

Y la ciencia, ¿no es una de las raíces de la metafísica? La ciencia, en el sentido que tiene hoy día de técnica, no lo es.

Las ciencias humanas, las ciencias morales, la ciencia especulativa —que es antes que sus aplicaciones—, la ciencia en el sentido antiguo de la palabra, es una de las raíces de la metafísica; pero hoy está comprendida en esas palabras, que cite y que están al calce de esta invitación: «historia, religión, poesía, idioma”.

Menester esque nos entendamos acerca de lo que es metafísica.

¿Se identifica ella con la filosofía? Sí y no.

Llamamos metafísica a la filosofía primera, (πρώτη φιλοσοφία), cuyo objeto material es el mundo, el alma y Dios, y cuyo objeto formal son las razones ultimas de las cosas todas, o sea: como decían los antiguos, “el ser en cuanto ser”.

Es claro que hoy se usa metafísica para designar toda especulación filosófica un poco profunda, aunque sea acerca de un tema de lógica, de psicología o de ética; y la razón es esta: que todo tema filosófico profundizado tropieza con un problema metafísico; y así se puede decir por ejemplo que “Spencer es el metafísico del empirismo inglés” aunque, de suyo, el empirismo esté reñido con la metafísica; y así hablaremos en esta conferencia de James, de Royce o de Santayana, que son metafísicos sólo en un sentido lato.

Esto es metafísica en sentido lato; pero también se usa la palabra en sentido erróneo, para designar al ocultismo, al espiritismo, al teosofismo y otras charlatanerías. De eso no tratamos.

Esta especulación acerca del ser, máximamente abstracta y sistemática —que es la metafísica—, está en la cumbre de la especulación filosófica; pero, por otra parte, está también en su principio, porque es como el motor y el alma de toda especulación; lo cual se ve no sólo por la razón, puesto que, siendo la filosofía razón abstractiva, el ser es la primera abstracción de nuestro entendimiento, sino también por la historia, puesto que el nacimiento y el desarrollo de la filosofía en Grecia está precedida por las dos intuiciones metafísicas de Parménides y Heráclito (la intuición del ser y la intuición del devenir) sobre las cuales trabajan y se edifican los poderosos sistemas de Platón y Aristóteles.

La filosofía de Parménides y Heráclito no es sistemática sino más bien —digamos— mítica o simbólica; sus obras, de que sólo nos quedan fragmentos, están escritas en hexámetros y son dos poemas; y no contienen sino una sola idea, que si se la pongo en una frase se reirán ustedes de ella.

Parménides dice que:

“el ser es y el no ser no es
el ser es todo
el ser no puede aumentar ni disminuir
el ser es indestructible”.

Heráclito dice que:

todo pasa, nada permanece
la lucha es la madre de todas las cosas
todo es devenir”.

Pero en estas dos perogrulladas está contenida la primera formulación tosca del objeto de la metafísica, el ser y el ir siendo o devenir, y no hay más que esto en el intrincadísimo libro de Martin Heidegger Sein Und Zeit —libro del que mi alma abomina, entre paréntesis—: es el intento de la razón humana de captar el principio último de todas las cosas en términos puramente racionales y abstractos; o sea, la aplicación de la ciencia y razón humana al inconmensurable misterio divino.

De estas dos perogrulladas nació la metafísica occidental, como doctrina separada de la religión, en tanto que en Oriente nunca se dio esa separación; y la metafísica hindú, por ejemplo, es al mismo tiempo teología.

Hoy día está en boga en ciertos círculos pretender que eso fue una desgracia para el Occidente, pues pretenden que eso originó primero el racionalismo, después el ateísmo y después las grandes calamidades de todo orden que nuestro tiempo padece: Schopenhauer puede ponerse como padrino de esta posición catastrófica; y conozco una voluminosa “tesis” de un jesuita español acerca del “estoicismo» que la acoge y hace suya; defendiendo que la doctrina estoica, donde la religión y la moral se mezclan a la filosofía, era el buen camino; y Platón y Aristóteles el malo.

Es un error: fue un bien y un progreso para el débil intelecto humano esa fisiparidad; y fue un bien y un progreso para Occidente.

Nadie puede negar que Occidente dominó el mundo y sigue presidiéndolo; y si lo preside es a causa del progreso de su inteligencia; y el progreso de su inteligencia fue facilitado por ese desdoblamiento de disciplinas, la cual hizo posible incluso el nacimiento de las ciencias aplicadas y de la técnica: asombrosa técnica del mundo moderno de la cual gozamos —y hacemos bien—, y de la cual estamos orgullosos —y hacemos mal.

La técnica no es la sabiduría; la técnica puede ser aprendida por el sabio y por el insensato; y usada para el bien o para el mal. «La metafísica es la sabiduría o es nada”, dice Aristóteles. La técnica no es la sabiduría.

Hay un libro argentino llamado Nacimiento y Desarrollo de la Filosofía en el Río de la Plata, cuyo título sugiere la graciosa especie de que, así como el origen del hombre está en la Pampa según Ameghino, así los presocráticos nacieran en Montevideo, Sócrates enseñó en Rosario y Platón fue un profesor de la Universidad de Córdoba.

Pero no: el libro de nuestro cofrade Guillermo Furlong trata simplemente de los reflejos en estas tierras de una filosofía que no nació ni pudo nacer aquí; y, obviamente, así como no ha tenido aquí nacimiento, tampoco ha tenido desarrollo; así como no tiene desarrollo argentino un ford 1931 porque un chofer argentino lo maneje y un herrero argentino lo componga y lo haga durar hasta 1953.

La filosofía europea, y por cierto en estado decadente, fue simplemente importada aquí, lo mismo que las siete vacas y el un toro que los hermanos Geraes trajeron del Brasil según la Historia de Grosso; pero no se multiplicó al infinito como ese feliz plantel ni fue mestizada con toros ingleses ni se volvió cimarrona; sino que una y otra vez hubo que importar nuevos lotes de Europa, todos diferentes, que, después de una vida artificial que no se propagaba mucho, decaían, originando una nueva exigencia de importación: importante hecho del cual hemos de buscar la explicación.

Y así hemos tenido aquí el suarismo, el cartesianismo, el condillaquismo o sensualismo, el positivismo, el kantismo, el bergsonismo y los grandes panteísmos alemanes —junto con una efímera llamarada de maritenismo o neotomismo—, todos ellos independientes entre sí, que no sólo no tuvieron continuidad, pero ni siquiera choque entre ellos; quiero decir, choques ideológicos, discusiones que produjeran luz; que choques políticos si los tuvieron, y de sobra.

Es una lástima que en Hispanoamérica la filosofía se haya usado para pelear; porque, así como la religión entre nosotros es más bien política que mística, así la filosofía ha sido más bien partido y bando que escuela.

En la escuela de Martín Fierro, al contrapunto sigue una pelea a cuchillo; pero en el caso de nuestra filosofía, los cuchillos han precedida siempre, por una razón que yo no sé, a la música del contrapunto.

¿Pasó lo mismo en toda América? No, ciertamente.

En la América inglesa se observa el fenómeno contrario: hay una continuidad básica en la especulación filosófica que ha permitido esa acumulación del pensamiento en volumen, que es necesaria para la concentración del pensamiento en densidad, concentración y densidad que forman la filosofía, como advirtió también exactamente en su discurso el primer magistrado de la Nación.

Así pues, se puede hablar de una filosofía de Estados Unidos y de un pensamiento norteamericano, en tanto que no se puede hablar de una filosofía argentina, ni brasileña, ni peruana, ni mejicana, ni hispanoamericana.

Nos guste o no nos guste, esto es así; y la explicación y quizá el consuelo vendrán mas adelante.

¿De manera que usted se atreve a dudar de que exista una filosofía autóctona, con tanto dinero que se insumió en la educación pública; con tantos profesores de filosofía, con tantísimo papel que se imprime y con mas universidades y seminarios de clérigos filósofos y teólogos que en la misma Inglaterra?

Pues, ¿qué quieren que les diga? Si ustedes quieren ser engañados les puedo decir lo contrario.

Pero —dirá alguno— el padre Furlong, que tiene diez mil datos, títulos, fechas y nombres en su feliz memoria, dice en la página 199 que: “No es aventurado afirmar que ellos, los suaristas, llegaron a crear una cierta ciencia y una cierta filosofía autóctona”.

¿Qué quieren que haga? Yo, de miedo de leer las 700 páginas abarrotadas de erudición que siguen a esta afirmación peregrina y audaz, me refugio detrás del citado discurso del primer magistrado. Dice así, y dice muy bien:

“Elijamos una nueva filosofía. Hay que trabajar por esas ideas; trabajar por esa filosofía, una filosofía objetiva, una filosofía de la vida, vale decir, la única filosofía. En filosofía partimos de Grecia, que es el comienzo del camino filosófico de la vida en el mundo.

Si ahora estarnos perdidos tenemos que volver al comienzo. Volver al principio del camino, para tomar la buena senda y tratar de no perderla.

Nada hay más sabio que volver al comienzo y empezar de nuevo cuando uno reconoce que ha perdido el camino. Empezar con cosas simples, pero puras, con verdades simples, pero verdades. Estos filósofos que han recorrido tanto camino y andan en el aire volando, no nos dicen nada que nos convenza”.

Estas palabras son sabias; y lo bueno es que han sido pronunciadas por un hombre de gran decisión; y lo consolador es que ya se han producido decisiones en ese sentido, como por ejemplo —tomo una al azar— la creación del Instituto de Metafísica en Córdoba, dirigido por un hombre de verdadero valor, que me seguirá en esta tribuna, que publica una revista, Arqué, enteramente en la “buena senda” que dice el generad Perón; es decir, la senda de comenzar a filosofar aquí sobre bases nuevas, sólidas, inconmovibles, no sobre las ruinas y los escombros de un pasado poco feliz; porque no todo lo pasado es tradición.

Un padre le deja de herencia a su hijo una casa y una tuberculosis; la casa es tradición, la tuberculosis no es tradición.

No. Ni la Colonia, ni la Organización Nacional del 53 crearon aquí una filosofía con pensamiento original; y, lo que es más, ni siquiera una filosofía continuada y permanente con cualquier pensamiento, aunque sea ajeno.

Este fenómeno se explica de la siguiente manera: El suarismo fue la primera metafísica que aportó a nuestras playas, cuando en Norteamérica todavía estaban cazando indios con Winchester y leyendo la Biblia, puesto que fuimos adultos antes que ellos, y quizá fuimos adultos antes de tiempo, con una adultez importada y prematura.

El suarismo fue la primera metafísica que aportó a la Colonia, el primer reflejo de la filosofía europea que hubo en la Argentina.

El suarismo fue, por decirlo así, la filosofía oficial del gran imperio español, y penetró con las armas españolas en Italia, en Germania y en toda Hispanoamérica: fue la filosofía de la Contrarreforma, una especie de arreglo ecléctico de la primera escolástica.

Francisco Suárez, granadino, profesor en Coimbra, hizo una especie de gran compilación sistemática de la filosofía cristiana con el título de Disputationes Metafhysicæ, tomando nominalmente como base a Santo Tomás de Aquino, pero introduciendo en su sistema tesis enteramente inconciliables de Guillermo Occam y Duns Scoto, que simplemente —para decirlo sin ambages— rompen el espinazo de la doctrina metafísica de Santo Tomás.

Estas tesis son principalmente cuatro:

1ª) La no distinción real entre la esencia y la existencia.

2ª) El conocimiento intelectual de lo singular antes que de lo universal.

3ª) El voluntarismo: distinción real del intelecto especulativo y el práctico; predominio del intelecto práctico.

4ª) La aptitud de existir de la materia sin la forma.

En otras muchas tesis particulares se apartó Suárez de Santo Tomás; pero estas que he nombrado son tesis fundamentales, de modo que configuran un sistema metafísico —o por mejor decir una metafísica incoherente y sin sistema— enteramente distinta y aun contraria a la de Santo Tomás.

De manera que llamar al suarismo tomismo español o tomismo jesuita o tomismo moderno o tomismo de cualquier manera, es un simple equívoco; y decir que Suárez es «el mayor comentador de Santo Tomás”, es una cruda falsedad.

Suárez, lo mismo que Duns Scoto, no fue un comentador ni un discípulo sino un émulo de Santo Tomás; y siendo de poca potencia metafísica, es decir, mediocre como filósofo, intentó construir una “filosofía moderna” acogiendo una cantidad de corrientes divergentes y antitradicionales que habían tomado auge en el Renacimiento, corrientes que no llegó a absorber ni asimilar del todo.

Cualesquiera sean sus méritos como teólogo y como jurista, su obra filosófica es endeble, es ecléctica, es invertebrada, no está iluminada por el sol de una intuición del Ser —lo que es propio de todo gran metafísico— sino que es un amañamiento o combinación de tesis que no pueden fundirse entre sí en una gran intuición.

La decadencia de la escolástica no cesó con Suárez, como se suele decir; sino que Suárez es el producto más notable de esa decadencia.

La decadencia de la escolástica viene desde el siglo XIV, desde el olvido y la negligencia en que se dejó la obra genial del príncipe de la Escolástica, Tomás de Aquino; y Suárez transformo esa negligencia en falsificación.

El mencionado volumen de Furlong no conoce ninguna de estas distinciones y para él lo mismo es Suárez que Santo Tomás, que San Agustín y que toda la filosofía cristiana y aun toda la filosofía que él llama “sana”, y debajo de este gran bodoque quiere pasar su matute; para él todo es lo mismo cuando se trata de su campo, y todo es lo mismo cuando se trata del campo contrario; y lo mismo es Francisco Suárez que todos los profesores suaristas que enseñaron bien o mal, escribieron manuales y resúmenes o no escribieron nada, edificaron o disparataron en Córdoba, Buenos Aires o Charcas.

Todos resultan unos tremendos pensadores como el padre José de Acosta o el padre León Suárez, a los que llama «grandes pensadores” —lo mismo que su enemigo Francisco Romero llama “filósofo y jefe de escuela«, a Andrés Ferreyra—; y como el libro tiene 750 páginas atiborradas de nombres y títulos, resulta que en la Argentina ha habido una filosofía que para qué hablar de la Grecia; todo esto con tamaña falta de calibre y proporción que pone en su penúltimo capítulo, como “cuatro grandes pensadores” a Gregorio Funes, Juan Ignacio de Garriti, Pedro Ignacio de Castro Barros y Cayetano Rodríguez; y después pone, con fogoso e ingenuo patriotismo hibernoargentino, entre los “pensadores máximos de la revolución argentina” al coronel Cornelio Saavedra, que fue un honesto y brioso militar que jamás hizo un silogismo; a Juan Hipólito Vieytes, que fue un honesto comerciante entendido en balances; a Juan José Castelli, que fue un honesto porteño muy resentido con los españoles peninsulares; y a Mariano Moreno, que fue un abogado del libre cambio inglés sin más escritos que la Representación de los hacendados.

En suma, estos próceres nuestros fueron próceres, fueron hombres cultos y algunos no fueron tontos; pero de Francisco Suárez sabían tanto como Soiza Reilly.

El ingente volumen del patriótico Furlong no es un libro de filosofía ni un libro de historia, sino de apologética y propaganda del suarismo —el cual no domina— y de la Compañía de Jesús, a la cual pertenece.

Libro de apologética y propaganda, o, por mejor decir, de audacia inverecunda: ya que ni esos fines consigue, pues José Ingenieros y Alejandro Korn, contra los cuales dispara continuamente, se convierten en maestros y quedan más firmes que antes después de esta andanada voluminosa de humo y papel picado.

Lo que consigue con toda certeza es avergonzar al que lo lee, si es hombre honesto y entendido.

Me es odioso y desabrido hacer esta crítica —que parece un ataque salvaje a un estudioso y un cofrade—, pero es mi deber limpiar el camino por donde vamos, que es el de la sencilla y modesta verdad, como dice el señor presidente.

Furlong tiene sus méritos, fundados en obras anteriores; y es un incansable buscador de documentos historiográficos; aunque a decir verdad es un hombre parcial y sumamente inclinado a la apologética y la propaganda.

Aquí erró, por la sencilla razón de que para escribir historia de la filosofía hay que saber filosofía.

Que su error le sea leve, aunque ciertamente su enorme volumen —recomendado por una gran cantidad de padrinos eminentes que ingenuamente lo han avalado— no es leve.

Su utilidad indirecta comienza aquí, comienza con este ensayo —modestia aparte—, puesto que servirá para hacer el balance definitivo del suarismo rioplatense y ponerlo en su lugar, que es el cementerio, con una honrosa y pesada lápida: que es justamente este libro de Furlong.