DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando venga el Paráclito, el que Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de Mí; y vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he dicho esto, para que no os escandalicéis. Os echarán de las sinagogas, y vendrá la hora en que todo el que os matare pensará hacer un servicio a Dios. Y harán esto con vosotros, porque no han conocido al Padre ni a Mí. Pero os he dicho esto para que, cuando llegue dicha hora, os acordéis de que yo os lo dije.
El Evangelio de este Domingo es un fragmento de la parte final del Sermón de Despedida de Cristo, pronunciado durante la Última Cena.
La Iglesia padece, participa de la suerte de su Esposo: Me han perseguido a mí, y también os perseguirán a vosotros.
En griego, testigo equivale a mártir… De allí viene el dar testimonio por medio de la propia sangre… testimoniar a través del martirio…
El primer mártir cristiano fue San Esteban, por orden del Sanedrín, que desató luego la primera persecución contra los discípulos del Señor.
La persecución en el Imperio Romano se extendió durante más de dos siglos, entre el año 64 y el Edicto de Milán, en el 313. Fueron diez persecuciones, y cada una adoptó el nombre del Emperador que la organizó.
Los Apóstoles fueron sentenciados y martirizados. San Pedro crucificado, San Pablo decapitado…
Un ejército innumerable de héroes de la fe y de las virtudes cristianas: Obispos, Sacerdotes, laicos, hombres, mujeres, jóvenes, vírgenes, incluso niños y doncellas, como San Pancracio y Santa Inés, entregaron alegremente su vida en testimonio de Jesús.
Vinieron después las grandes herejías de los siglos siguientes; y con ellas nuevos enemigos, nuevos sufrimientos, nuevas persecuciones, nuevos mártires, por ejemplo, los que dieron su vida a manos de los arrianos e iconoclastas.
Llegó el Protestantismo (luterano, calvinista, anglicano), y con él los reyes y las potestades de la tierra, que exigieron de la Iglesia que declare caducada la Ley del Señor sobre la santidad del matrimonio y pactase con las pasiones del corazón corrompido del hombre. Pero ella no lo hizo; dio valientemente testimonio de Cristo y de su Ley, al precio incluso de la apostasía de vastos países.
Aparecieron nuevas ideas, nuevas corrientes espirituales, que aspiraron a destruir el dogma y la moral cristiana. Pero la Iglesia permaneció siempre inconmovible al lado de Cristo. Padeció como testigo de Cristo, de su infalible verdad y de su divina autoridad.
A grandes saltos en la historia, llegamos a la Revolución Francesa, que estará bañada en sangre de mártires. Miles de católicos serán asesinados. Vale recordar a los mártires de la Vendée.
China, Japón, el continente africano, serán lugares de persecución contra los fieles, especialmente los misioneros, cientos de ellos canonizados.
Transcurriendo el tiempo, no cesarán las persecuciones. Con la revolución bolchevique serán millones los mártires que dieron testimonio de Jesucristo.
Luego se desencadenará la persecución durante la Cruzada española. Entre 1934 y 1939, miles de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos serán asesinados de maneras brutales y los templos destruidos en nombre de la libertad…
América no quedó exenta de poseer su lista de mártires. Desde los tiempos del arribo de los primeros misioneros hasta nuestra contemporaneidad, los mártires cristianos han sido numerosos en nuestras tierras.
En 1926 se desencadenó en México la “Guerra Cristera”, que se prolongó durante tres años, desde 1926 hasta 1929; el gobierno persiguió y martirizó a los cristeros, que se resistían a la aplicación de la llamada “Ley Calles”.
¡Oh Iglesia Santa! Tú has cumplido siempre la misión que tu Esposo te encomendó: Vosotros daréis testimonio de mí.
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No termina aquí la historia del martirio y de los mártires, aunque con el conciliábulo vaticanesco la figura del mártir se desdibuja, como todo en la iglesia conciliar…
Sin embargo, quizás, la Iglesia está hoy más perseguida que nunca en todo el mundo, aunque no lo parezca…
Esta profecía de Nuestro Señor, que se fue cumpliendo parcial y limitadamente a lo largo de la historia de la Iglesia, sería generalizada y recrudecida en los últimos tiempos.
Cuando Nuestro Señor respondió las preguntas relativas a su Parusía, profetizó lo siguiente:
Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para que deis testimonio ante ellos … Y entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará.
Y en el Apocalipsis encontramos dos clases de testigos: los que guardan la Palabra de Dios y los que mantienen el testimonio de Jesucristo.
En cuanto al primer grupo, a la iglesia de Filadelfia se le dice: “No obstante tu debilidad, has guardado mi Palabra y no has negado mi Nombre … Por cuanto has guardado la palabra de la paciencia mía, Yo también te guardaré de la hora de la prueba, esa hora que ha de venir sobre todo el orbe, para probar a los que habitan sobre la tierra”.
Y más adelante: “Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados por la causa de la Palabra de Dios y por el testimonio que mantuvieron”.
Respecto de los testigos de Jesucristo:
“Y se airó el Dragón contra la Mujer y se fue a hacer guerra contra los restos de su simiente, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús”.
El demonio, al ver frustrada su tentativa, al no poder destruir a la Mujer, enfurecido perseguirá a “su linaje”; para lo cual llamará en su ayuda a la Bestia del Mar, el Anticristo, y a la Bestia de la Tierra, el Falso Profeta.
El linaje de la Mujer estará formado por judíos convertidos, los 144.000, y por los católicos de todo el mundo, que constituirán la multitud copiosa de toda nación y tribus y pueblos y lenguas; los que vendrán de la gran tribulación provocada por el reinado del Anticristo.
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En el capítulo XIII se identifica a los Santos con aquellos que son vencidos por la Bestia del Mar; lo mismo se dice en otros pasajes al afirmar que la Bestia está ebria de la sangre de los Santos y que será castigada por haber derramado su sangre.
En esto está la paciencia y la fe de los Santos; perseverancia que consiste en no recibir la marca de la Bestia y en aceptar pacientemente la muerte a manos del Anticristo.
Comprendamos que, en el plan divino, las persecuciones están destinadas a manifestar y perfeccionar a los Santos.
Para un cristiano el lema no es, como para el mundo, fuerza contra fuerza, sino paciencia y firmeza en la fe.
De ahí que no sea en el terreno del mundo donde hemos de desafiarlos, pues vemos que en él siempre vencerán ellos. Nuestras armas son las espirituales, según nos enseña Dios en la Sagrada Escritura.
Ahora bien, para los Santos que resisten con paciencia está reservada una de las siete bienaventuranzas que encontramos en el Apocalipsis: ¡Bienaventurados desde ahora los muertos que mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras siguen con ellos.
Los muertos por el Anticristo serán los más grandes Santos de toda la historia de la Iglesia.
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San Juan dice ante la vista de la Gran Ramera que se asombra con asombro grande, cosa que nunca dice en todo su libro, pletórico de visiones asombrosas y aun monstruosas: “Y vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús; y me maravillé, al verla, con maravilla grande”.
Y ese asombro asombroso del Profeta, es subrayado todavía por dos asombros más: en la frente de la Perdida está escrita la palabra misterio, y el Ángel le dice luego: Yo te diré el arcano de la mujer y la bestia.
¿Qué es lo que hay en esa Reina Inmunda para asombrarse tanto?
Lo que es realmente monstruoso es la realización última de esa maldad humana, cuando la Mala Hembra estará realmente “ebria de la sangre de los santos y fornicará con los reyes de la tierra”.
Fornicar en el lenguaje profético significa invariablemente idolatrar. Fornicar con los ídolos es en Isaías, Jeremías y Zacarías poner a un ídolo en lugar de Dios, el esposo de Israel.
Fornicar con los reyes de la tierra es poner a los poderes políticos en lugar del Dios vivo y trascendente; es poner la religión al servicio de la política, en este caso de la política del Anticristo; amalgamar el Reino y el Mundo.
Lo principal de Babilonia, y lo que la hace especialmente ramera y madre de rameras, es su proyecto de carnalizar la religión, de legalizar las enseñanzas del Pseudoprofeta y los planes del Anticristo.
La corrupción de la Gran Ramera no aparece a la vista; ella está vestida de escarlata, raso blanco y oro, esta resplandeciente de gemas. Por eso su corrupción se llama Misterio y Arcano.
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Sin embargo, a pesar de todo esto, para nuestro consuelo se nos ha dado la profecía. Si no la tuviéramos, la tribulación sería inaguantable y la confusión indescifrable.
Ha dicho San Juan Crisóstomo: “En la Escritura están marcados los males futuros para que, cuando vengan, no nos aplasten”.
En el Libro de las Visiones de Santa Brígida, vio la Santa al Apóstol San Juan diciendo a Jesucristo: Tú, Señor, me inspiraste estos misterios, y he escrito para el consuelo de los que han de venir, para que tus fieles no sean trastornados por las futuras desgracias.
La fe debe sostenernos; ella nos persuade que nuestro destino es, quizás, ser un testigo de las angustias de la época, de las cadenas de nuestros hermanos, del desorden del mundo, de los dolores de la inteligencia oprimida, de la caótica subversión que acecha hoy poderosa.
Ahora bien, cuando se abre el Séptimo Sello, se produce en el Cielo un silencio de media hora; durante el cual las oraciones de los Santos son llevadas a la presencia de Dios.
Estos Santos son los fieles de la tierra que, al recibir el sello de Dios, acaban de ser armados de fuerza sobrenatural en previsión de la prueba que se avecina; ellos dirigen a Dios sus fervientes oraciones.
Las oraciones de los Santos llegan ante el altar del Cielo, donde, con el perfume del incienso, se ven purificadas de toda imperfección y convertidas en ofrenda agradable a Dios.
La escena busca dar a los cristianos que combaten y resisten con paciencia la seguridad de que sus oraciones llegan hasta Dios y son escuchadas y atendidas por Él.
Estos Santos se identifican con los Mártires del Anticristo, que ve San Juan entrando en procesión en el Templo Celestial, es decir, con los que el mismo Apocalipsis llama, como hemos visto, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús.
Por eso, de los mártires vuelve a hablar San Juan en el capítulo XX. Después de encarcelado el demonio, San Juan dice: “Vi tronos; y se sentaron en ellos, y les fue dado juzgar, y vi a las almas de los que habían sido degollados a causa del testimonio de Jesús y a causa de la Palabra de Dios, y a los que no habían adorado a la bestia ni a su estatua, ni habían aceptado la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años”.
Aquí vemos a los mártires y a los que no adorarán a la Bestia ni a su imagen, los 144.000 sellados de los que habla el capítulo XIV, que no serán muertos por la Bestia; son los confesores.
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En los capítulos II-III, que versan sobre las siete Iglesias, encontramos una cláusula final que se repite en todas ellas: “El que venciere… etc.”.
Si bien el premio prometido al vencedor es muy diferente en cada una de las Iglesias, sin embargo, todos tienen algo en común y encuentran su unificación y explicación en los últimos capítulos del Apocalipsis, es decir en el Milenio.
El mismo Apocalipsis explica el significado del “vencedor”, cuando, en el capítulo XXI, al describir la Jerusalén Celeste que desciende del cielo, dice: “El que venciere heredará estas cosas y seré su Dios y él será mi hijo”.
Aquellos que vencieren tendrán, pues, una herencia especial de parte de Dios, la cual no es otra sino la tierra toda entera, a la cual regirán durante los Mil años.
Vemos aquí al Rey supremo con su corte, con sus conjueces, con sus correinantes, que tienen parte en el Señorío, en la dominación, en el gobierno, en el imperio y potestad.
Todos los fieles cristianos que observaren los preceptos de Dios e hicieren verdadera penitencia de sus pecados, entrarán a la vida eterna; pero no serán en este Reino reyes o correinantes con Cristo; no tendrán parte en la primera resurrección y, por consiguiente, en la Santa y Celestial Jerusalén que desciende del Cielo de parte de Dios.
Esta Santa Ciudad se compondrá únicamente de Santos de insigne santidad, que padezcan persecución por la justicia y resistan constantemente hasta la sangre, si no en efecto, a lo menos en afecto…; aquellos de los cuales el mundo no es digno.
Aquí tenemos una hermosa razón para ser miembros de la Iglesia Católica y para aspirar al máximo de santidad; pues la corona está prometida al que confiese hasta la muerte, es decir, aunque le cueste la vida.
San Pablo promete la corona «a los que aman su Venida»; esto es, a los creyentes que esperan a Cristo con gozo porque saben que todos los bienes nos vendrán con Él.
No queremos triunfar solos, mientras Él es rechazado, mientras nuestros hermanos son enviados «como ovejas al matadero», sino cuando la Santa Iglesia triunfe con Él.
Recordemos lo dicho ya tantas veces:
Todos nosotros, a los que el Señor Jesucristo, mediante una marca singular de honor, llama a la lealtad en estos nuevos peligros, en esta forma de lucha de la cual no tenemos experiencia —la lucha contra los precursores del Anticristo que irrumpieron en la Iglesia— volvamos a nuestra fe; recordemos que creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y la maternidad espiritual de María Inmaculada.
Entreveamos, al menos, la plenitud de gracia y de sabiduría que se esconde en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que deriva con eficacia a todos los que creen; vislumbremos también la plenitud de ternura y de intercesión que es el privilegio único del Corazón Inmaculado de la Virgen María.
Recurramos a Nuestra Señora como sus hijos, y entonces tendremos la inefable experiencia que los tiempos del Anticristo son los tiempos de la victoria: la victoria de la redención plenaria de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.