ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR
En aquel tiempo, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció Jesús y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.
Solemnizamos hoy la Fiesta de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los Cielos.
Terminada la lectura del Evangelio de la Ascensión, se apaga el Cirio Pascual, declarándonos de una manera sensible que Jesucristo ha subido al Padre.
Asistamos en espíritu a la escena que se desarrolló aquél día sobre el monte de los Olivos y que la Iglesia quiere representar por medio de esta ceremonia.
Ha sonado la hora de la Providencia…, Jesús va a ascender a los Cielos… ¡Qué sentimientos embargarían en dichos momentos el Corazón del Hombre-Dios!
Él había expresado: Padre, ya es llegada la hora, glorifica a tu Hijo con aquella gloria que, como Dios tuve Yo en Ti antes que el mundo fuese.
El Padre aceptó su deseo; y Jesús se remonta a las alturas, no sin antes dejar impresa la huella de su divino pie en aquel santo Monte de los Olivos.
¡Qué sentimientos tan encontrados los de los discípulos en aquel momento! Gozo por el triunfo del Señor; embelesamiento por el inesperado milagro…; al propio tiempo que comenzaban a sentir su orfandad, la soledad en que les dejaba el Maestro adorado.
¿Quién podrá expresar el gozo y la felicidad de los discípulos, contemplando a su divino Maestro ascender a los Cielos, glorioso y triunfante?
En ese momento entendieron que Él es verdaderamente Dios, y también comprendieron la bienaventuranza que les esperaba un día.
Entremos también nosotros en los mismos sentimientos de fe y de esperanza.
Consideremos, pues, cómo la Ascensión constituye el triunfo y la gloria de Nuestro Señor; y cómo nos da alegría y esperanza a nosotros.
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Ante todo, la Ascensión es el triunfo y la gloria de Nuestro Señor.
Nuestro Señor había pedido en su Oración Sacerdotal: Padre mío, glorifica a tu Hijo…
El Verbo eterno había descendido de las alturas de la gloria para reparar la honra del Padre acá en la tierra. Como venía a batallar, se le revistió con humilde ropaje de la mortalidad.
Su obra está, por fin, consumada. En lucha con el príncipe de las tinieblas ha quedado victorioso y Jesús terminó su misión, y pide que le sea devuelta la gloria de que se había despojado para el tiempo de la pelea; es decir, que su Humanidad sacratísima, que desde el principio de su concepción venía dotada de derechos de realeza, sea elevada al estado de glorificación que se le debe ahora por un doble título: por derecho de herencia y por derecho de conquista.
Jesús pide ser glorificado…
Él descendió del Cielo para satisfacer la justicia divina, ofendida por nuestros pecados, y para salvarnos, redimirnos del poder del demonio.
Para eso se había sometido a tantas humillaciones, trabajos y sufrimientos; toda su vida ha sido una vida de aniquilamiento, un martirio continuo.
¡Qué misterio incomprensible ver al mismo Hijo de Dios así humillado desde su encarnación, en su nacimiento, en el establo de Belén… ¡Y cuánto más humillada aún por la ignominia de su muerte en el patíbulo del Calvario, entre dos ladrones!
Ahora bien, tal humildad, llevada a un grado tan alto, que sobrepasa todo grado, toda medida, ¿quedaría sin mérito y sin fruto?
El mismo Jesús lo había anunciado: El que se humilla, será exaltado.
Y de su aniquilamiento y su muerte en la Cruz, San Pablo concluye: Por esto Dios lo exaltó, primero resucitándolo, luego elevándolo a lo más alto de los Cielos…
El día de la Ascensión es cuando su santa Humanidad recibe la recompensa que tan justamente le correspondía, por sus méritos infinitos, por sus prodigiosas humillaciones, por las crueles torturas y sufrimientos de toda especie que había soportado.
¡Cuán hermoso y majestuoso es este divino Salvador, ascendiendo al Cielo, no por un poder extraño, como Enoc y Elías, sino por su propia virtud, a la vista de todos sus discípulos, acompañado de todas las almas santas del Antiguo Testamento, que le escoltan como su libertador, como un glorioso triunfador!
Todos los espíritus celestiales han venido al encuentro de su Rey, y entonan cánticos de júbilo y alegría…
Y Jesucristo entra en el Cielo como un soberano victorioso, entra en el Reino que acaba de conquistar… Y está sentado a la diestra de Dios Padre, según la famosa profecía de David: Dixit Dominus Domino meo: Sede a dextris meis; es decir, se eleva por encima de los Principados, de las Potestades, de las Dominaciones; comparte la autoridad absoluta de su Padre, quien lo hizo Rey y heredero de todas las cosas.
Esta realeza y este poder universal lo obtiene, no como Dios, ya que como tal es el soberano Señor de todas las cosas; sino como hombre, porque es a Él, como hombre, que Dios dice: Pídeme, y te daré por herencia todas las naciones.
Recordemos que San Pablo, escribiendo a los Corintios, expresó:
“Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido será la muerte. Porque todas las cosas las sometió bajo sus pies. Mas cuando dice que todas las cosas están sometidas, claro es que queda exceptuado Aquél que se las sometió todas a Él. Y cuando le hayan sido sometidos todas las cosas, entonces el mismo Hijo también se someterá al que le sometió todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”.
Una vez conseguida la victoria, con la sumisión a Jesucristo de todas las potencias hostiles que se oponen al Reino de Dios, puestos ya en seguro todos los redimidos, como General victorioso que vuelve de la campaña encomendada por el Padre, Cristo le entregará el Reino.
Esto equivale a decir: cesará su función redentora y mesiánica, dando así comienzo el Reino glorioso y triunfante de Dios, Reino de paz, de inmortalidad y de gozo, en que no habrá ya nada ajeno u opuesto a Él.
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Precisamente por esto, la Ascensión de Nuestro Señor constituye nuestra alegría y nuestra esperanza.
Si la Ascensión de Jesucristo es su triunfo y su gloria, también es nuestro gozo y nuestra esperanza, porque Él sube al Cielo para reabrirnos las puertas, cerradas desde el pecado de Adán, y prepararnos allí un lugar.
Él es nuestra Cabeza, nosotros somos sus miembros; y quiere que donde Él está, estén también sus discípulos. Quiere que compartamos su herencia y reinemos con Él.
Nos lo prometió; y desde el seno de la gloria no cesa de ayudarnos a realizarlo.
¡Qué motivo para que nos regocijemos y tengamos confianza en nuestro destierro aquí abajo! ¡Qué fuente de consuelo y de fuerza, tal patrocinio!
Sin embargo, no olvidemos que, como este triunfo y esta gloria fueron para Nuestro Señor el fruto de la muerte, es decir, la justa recompensa de sus sufrimientos y de todos los trabajos de su santísima vida, asimismo, no podemos ni debemos esperar subir con Él al Cielo, si no lo merecemos…; porque, también para nosotros, es una recompensa condicional: lo mereceremos si, seguimos al divino Maestro en su camino doloroso, caminamos generosamente de ahora en adelante sobre sus huellas.
Nuestra vida aquí abajo es una vida de pruebas y luchas; constantemente debemos luchar y vencer a Satanás, despreciar sus máximas perniciosas, renunciando a los placeres culpables; crucificar nuestra carne rebelde con sus vicios y sus concupiscencias…; en una palabra, despojarnos del hombre viejo para revestirnos del nuevo, morir a nosotros mismos y vivir según Jesucristo.
Todo esto parece muy duro y muy difícil a nuestra pobre naturaleza; pero debemos considerar que Jesús, inocente, sufrió tantos males por nuestra culpa. Y es justo que nosotros, a su vez, llevemos el castigo por nuestros pecados. ¿Nos atreveríamos siquiera a decir que hay una proporción entre nuestros pecados y su castigo real?
Vosotros, que sufrís persecución por causa de la justicia, mirad a Jesús que asciende a su Padre, y alegraos, porque seréis partícipes de su gloria…
Vosotros, pobres enfermos, que gemís en un lecho de dolor, pensad en los sufrimientos y en la gloria de Jesús, porque Él os ayudará a soportar con paciencia vuestro dolor y a merecer la bienaventuranza del Reino…
Vosotros, desheredados de los bienes de la fortuna, que os doblegáis bajo el peso del trabajo, la miseria y las privaciones, sursum corda !… Desead los bienes eternos del Cielo, donde reina Jesús, y recibiréis la gracia de aceptarlo todo y sufrirlo todo con resignación y espíritu de fe…
¡Cuán necios y ciegos son esos católicos (no hablo de los otros hombres…) que piensan sólo en la tierra, buscan sólo las riquezas, los honores, los placeres aquí abajo, y nunca miran al Cielo!
¡Cuán lamentables son estos desdichados!…
Jesús les dirá: Nescio vos !, ¡no os conozco!
¡Cuán glorioso y deseable es este Reino de los Cielos al que asciende hoy nuestro divino Salvador, y que promete a todos sus fieles siervos y discípulos!
¡Qué felicidad nos espera allí, si queremos! El ojo no vio, el oído no oyó, y la mente no puede concebir los bienes que Dios prepara para los que aman y sirven.
Por lo tanto, glorifiquemos a Nuestro Señor y alegrémonos en su triunfo; agradezcámosle la esperanza que nos da de compartir un día su gloria y su felicidad. Esforcémonos por merecer este premio con una vida santa verdaderamente digna de Él. Ciertamente, bien vale la pena adquirirlo con algo de esfuerzo
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Volvamos ahora a la tierra, aunque nos duela tener que apartar la vista y despedirnos del espectáculo que hemos contemplado en las alturas.
En el Monte de los Olivos encontramos todavía la magna asamblea de Apóstoles, discípulos y devotas mujeres; todos están fuera de sí.
Comprendemos fácilmente que quedasen encandilados cara al cielo y fijos sus ojos en la nube que había ocultado de su vista al divino Maestro.
Fue necesario que unos Ángeles los sacasen de aquel ensimismamiento. Varones de Galilea, les dijeron, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Señor que, separándose de vosotros, se ha subido al Cielo, vendrá, de la misma manera que le habéis visto subir allá.
Cuadro admirable y aleccionador, viva imagen de lo que es la vida de la Iglesia. Así camina por este mundo esta militante divina, mirando siempre a las alturas, donde mora Cristo, esperando el momento en que se rasguen las nubes y aparezca de nuevo su Esposo amado.
Aunque, siguiendo la indicación del Ángel, baja del monte y se ocupa en las cosas de este valle de lágrimas, su corazón está en el Cielo, y sus labios musitan constantemente la misma plegaría: Veni, Domine Jesu ! ¡Ven, Señor Jesús!
Esa debe ser nuestra vida. Nuestro Maestro adorado se ha subido al Cielo; y nosotros debemos, como los Apóstoles, abandonar ahora el monte donde hemos contemplado la gloria de Dios; pero nuestro corazón debe quedar allá, donde Cristo reina hasta que el Padre ponga a todos los reinos debajo de su poder real.
Debemos peregrinar por este mundo, con los ojos fijos siempre en la Patria, vuelto el rostro al Cielo, militando aquí en la tierra, suspirando continuamente por ver a Aquél que ha de constituir nuestras delicias por toda la eternidad… Veni, Domine Jesu !
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La Iglesia vive estos días en el Cenáculo. Su corazón se alimenta de recuerdos y, principalmente, de las emociones de los últimos instantes pasados con Jesús en la tierra.
También nosotros debemos seguir rumiando durante esta Octava las ideas del día de la Fiesta, alimentar nuestra devoción con los últimos recuerdos del Salvador, la última voluntad del Maestro Resucitado, pronto a ascender a su gloria.
En esos instantes solemnes nos transmitió importantes instrucciones.
De las pláticas que el Señor dirigiría seguramente a los que tan tiernamente amaba, sólo dos cosas han anotado los autores sagrados.
La primera está inspirada por su preocupación de consolar a los discípulos. Les mandó que no se apartasen de Jerusalén, sino que esperasen allí la promesa del Padre: Juan bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días.
La segunda advertencia del Salvador fue motivada por una pregunta de sus discípulos; y de ella podemos sacar aún más la necesidad que tenemos del bautismo en el Espíritu Santo que prometió el Señor…
Tres años de convivencia con el Maestro divino no habían podido extirpar los prejuicios del reinado temporal del Mesías, en que soñaban los judíos. Incluso ahora, a punto de subir Jesús a los Cielos, y después de ver fallidos sus cálculos por la Pasión, se les ocurre a aquellos espíritus terrenos el pensamiento del reinado judaico de Jesús… Y le preguntan: Señor, ¿es éste acaso el tiempo prefijado para restituir el reino de Israel?
El Salvador, bondadosísimo en extremo, en todo momento, pero más, si cabe, en estos supremos y últimos instantes, no les increpa, ni les echa en cara su ceguedad y torpe entendimiento. Sólo les nace ver que el Espíritu que vendrá sobre ellos, les aclarará el misterio del Reino de Dios.
Sí, llegará un día en que será restablecido el verdadero Reino de Israel; pero ese día está escondido en los secretos divinos. Mientras tanto, el reino de Dios ha de ser un reino espiritual.
El día de su Pasión y ante Pilato Cristo se proclamó Rey. La mañana de la Resurrección fue el día de su victoria. El infierno, la muerte y el pecado estaban vencidos; Jesús había conquistado el cetro de cielos y tierra.
Mas así como acá en la tierra suelen fijar los pueblos un día en que aquél que ya es rey por derecho, obtenga el trono de una manera oficial y solemne, y reciba el primer acto de acatamiento por parte de sus vasallos; así también quiso el Padre que el Cielo celebrase de una manera solemne la fecha en que Cristo tomaba oficialmente el poder y ocupaba el trono de cielos y tierra, el día de su coronamiento. Esa fecha fue la de su Ascensión.
Ya hemos señalado que San Pablo enseña que es necesario que Cristo reine, es decir, que ejerza el poder soberano con que el Padre le exaltó a partir de su resurrección, mientras haya enemigos que combatir; el último de los cuales será la muerte, por fin derrotada también con la resurrección gloriosa de todos los justos.
Una vez conseguida la victoria, con la sumisión a Jesucristo de todas las potencias hostiles que se oponen al Reino de Dios, puestos ya en seguro todos los redimidos, como General victorioso que vuelve de la campaña encomendada por el Padre, Cristo le entregará el Reino.
Esto equivale a decir: cesará su función redentora y mesiánica, dando así comienzo el Reino glorioso y triunfante de Dios, Reino de paz, de inmortalidad y de gozo, en que no habrá ya nada ajeno u opuesto a Él.
Durante la Octava de la Ascensión, debe el alma piadosa vivir en espíritu en el Cenáculo, e implorar: Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy triunfalmente sobre todos los Cielos, no nos dejes huérfanos, sino envía al Prometido del Padre, al Espíritu de Verdad.
Que el día de Pentecostés, cuando descienda el Espíritu Santo, nos halle recogidos en el Cenáculo, y nos disponga para la Parusía…