Armadura de Dios
SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
Esposo de la Bienaventurada Virgen María
Y Patrono de la Iglesia universal
Día de la Octava
Miércoles de la tercera semana
después de la Octava de Pascua
Sermón de San Agustín
Al decir el Ángel a José: “No vaciles en recibir a María, tu esposa”, no le engañaba, ciertamente. Mereció el nombre de esposa, desde el momento en que le prometió su fidelidad conyugal, aquella cuya virginidad Él había respetado y respetaría siempre.
Y este título de Esposa no estaba falto de sentido, ni era una falsedad, a pesar de que en aquella unión no había habido, ni debía haber relación carnal.
María era, ciertamente, virgen, y por lo mismo era para su Esposo tanto más santamente admirada y querida, cuanto Él conocía su fecundidad fuera de las reglas de la naturaleza; no les unía el vínculo de la paternidad común, pero les unía el de la mutua fidelidad.
A causa de este fiel matrimonio, merecieron ambos esta denominación: “los padres” de Jesús; y no solamente Ella era, con razón, llamada Madre, sino que Él también mereció el nombre de Padre, como Esposo de la Madre. Los dos lo merecieron por el afecto, pero no los dos por la carne.
José no fue Padre sino por el afecto; María lo fue por el afecto y por la naturaleza; pero ambos son llamados Padres de Cristo; Padres de Cristo en su humildad, no en su grandeza; Padres de su debilidad, no de su divinidad.
Tampoco nos engaña el Evangelio. Pues bien, en él leemos: “Su padre y su madre escuchaban con admiración las cosas que de él se decían”. Y en otro lugar: “Iban sus padres todos los años a Jerusalén”. Y un poco después: “Su madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te buscábamos”.
Pero Jesús, para mostrar que, sobre ellos, tenía un Padre que antes le había engendrado sin una madre, les respondió: “¿Por qué me buscabais? ¿Acaso no sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?”.
Y, además, a fin de que no se creyera que por aquellas palabras Jesús negaba que ellos fuesen sus padres, el Evangelista añade seguidamente: “Ellos no comprendieron el sentido de su respuesta. Y descendió con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto”. ¿A quién estaría sometido sino a sus padres? ¿Y quién estaba sometido sino Jesucristo, el cual, “siendo Dios por naturaleza, no tuvo por usurpación hacerse igual a Dios?”.
¿Por qué, de consiguiente, les estaba sujeto, siendo ellos muy inferiores a la naturaleza divina, sino porque se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo? Ellos eran ciertamente padres de esta forma de siervo, y no habrían podido serlo ambos, si no hubiesen estado unidos como esposos, bien que sin comercio carnal alguno.
He ahí por qué al establecer la serie de los antepasados de Cristo, era necesario escoger la genealogía que terminaba en José, a fin de que no redundase en menoscabo del sexo viril, que es, en verdad, el más digno; y, por otra parte, ningún detrimento sufre la verdad, puesto que José era, como María, del linaje de David, del cual, según estaba predicho, había de venir Cristo.
Así pues, encontramos en los Padres de Cristo todos los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento. Conocemos al hijo: el mismo Jesucristo; la fidelidad de los esposos, pues no hubo adulterio alguno; el vínculo sacramental, porque nunca pensaron en el divorcio.
Homilía de San Agustín
Este día del Bautismo del Salvador constituye en cierto modo, para nosotros, otra Natividad, ya que su filiación se nos manifiesta con las mismas señales y milagros que acompañaron su Nacimiento, pero en el Bautismo de Cristo vemos aun mayor misterio.
En efecto, el oráculo divino dice: “Este es mi Hijo amado en el que me he complacido”. A la verdad, brilla más la segunda natividad que la primera, ya que en la primera Cristo vino al mundo en medio del silencio y sin testigos; en la segunda fue bautizado y fue proclamada su divinidad.
En la primera, José, que era tenido por Padre, reconoció que no lo era; en la segunda, se dio a conocer, como Padre Aquél que no era tenido por tal. Allí una duda se cierne sobre la Madre, porque el Padre no ha usado de todos los derechos de Esposo; aquí la Madre recibe el honor debido, porque Dios da testimonio de su Hijo.
Repito que es más glorificada la segunda natividad que la primera. Ya que en aquella el Padre es Dios de majestad infinita, pero en esta es José, un simple artesano, el que es tenido por padre.
Y, aunque al considerar estos dos acontecimientos, vemos que el Nacimiento y el Bautismo del Señor son igualmente obra del Espíritu Santo, sin embargo, el Padre que habla desde el Cielo es de una dignidad incomparablemente mayor que el artesano de la tierra.
De consiguiente, José, artesano en la tierra, era tenido por Padre del Señor y Salvador, pero Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, no es ajeno a esta obra, pues también Él es artífice.
Es, en verdad, un artífice divino el que fabricó la máquina de este mundo con un poder no sólo admirable, sino inefable. Como sabio arquitecto suspendió el cielo en las alturas, fundamentó la tierra mediante su mismo peso y puso límite a los mares.
Es ciertamente un artífice el que, para establecer cierto equilibrio, abate las techumbres del orgullo y levanta las depresiones de la humildad. Es un artífice, el que desecha lo superfluo de nuestra vida y conserva lo útil. Es un artífice, el que nos amenaza por Juan Bautista con aplicar la segur a nuestra raíz, para que todo árbol que excediere la norma de la debida discreción sea cortado de raíz y arrojado al fuego, y todo el que alcanzare la medida de la verdad sea destinado a las celestiales construcciones.