P. CERIANI: SERMÓN PARA EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, fueron al sepulcro. Se decían unas otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea; allí le veréis, como os lo dijo.

Domingo de Pascua… Domingo de Resurrección…

Jesús, glorioso e inmortal, sale de la tumba, sin romper los sellos ni la piedra, como había salido, con ese mismo Cuerpo, aunque mortal entonces, de las purísimas entrañas de María Virgen.

En efecto, antes del amanecer del Domingo, que era el tercer día después de su muerte, el Alma de Jesús, por su propio poder divino, remontó del Limbo y vino a reunirse con su Cuerpo, comunicándole, junto con la vida, sus cualidades gloriosas, haciendo de él un cuerpo resucitado, glorioso, inmortal, impasible, luminoso, sutil y ágil.

Se produjo en ese momento un gran temblor de tierra. Así como la muerte del Señor fue señalada por un terremoto, del mismo modo su resurrección.

El cataclismo es la manifestación del poder, del señorío, de la gloria de Dios. Cuando Jesús resucitó, la tierra, conmoviéndose, rindió pleitesía al poder y magnificencia de su Dios.

Un Ángel del Señor, brillante como un relámpago, deslizó la piedra que cerraba el sepulcro y se sentó sobre ella…

Convenía que se abriera de par en par la boca del sepulcro para que todo el mundo viera que estaba vacío; Dios quiso que esto fuera realizado por ministerio de un Ángel, del mismo modo que anunciaron su concepción y su nacimiento, y le confortaron en el desierto y en Getsemaní.

A su vista, los guardias, aterrorizados, quedaron como muertos…. y luego huyeron para ir a los Sumos Sacerdotes y contarles lo maravilloso que había sucedido.

Mientras tanto tuvo lugar la aparición de Jesús a su Madre Santísima…

El amor devoto hizo que las santas mujeres madrugaran, y el santo coraje las llevó hacia el lugar del entierro, sin temor a los judíos. Pero una preocupación las embargaba durante el camino: la piedra que cerraba la tumba era pesadísima, y ellas eran débiles mujeres y se decían unas otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?

María Magdalena, al ver abierto el sepulcro y la falta del Cuerpo del Señor, echó a correr y llegó donde Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto.

Las otras mujeres, venciendo el natural recelo que les inspiraba el hecho misterioso, resolvieron entrar en la tumba y vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca. Era un Ángel en forma humana; vestido para la gran fiesta.

Las mujeres se asustaron. Pero él les respondió con un discurso vibrante y emotivo: No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: «Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite». Y ahora id enseguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis.

Durante ese Domingo de Pascua, Jesús resucitado se manifestará a Santa María Magdalena, a las Santas Mujeres, a San Pedro, a los dos discípulos de Emaús, a los apóstoles en el Cenáculo estando ausente Santo Tomás.

¿Quién podrá expresar la alegría de los Ángeles, el gozo y consuelo de la Santísima Virgen y las Santa Mujeres, el estupor, la admiración y la renacida fe y esperanza de todos los discípulos?

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Cabe preguntarse, ¿por qué resucitó Nuestro? Consideremos las misteriosas razones de este gran milagro.

En primer lugar, fue para honrar y glorificar su Cuerpo, que había sufrido tanto. Dicho premio y recompensa le eran bien debido.

Jesús, en este día es glorificado delante de su Padre, delante de los Ángeles, ante los poderes del infierno y sus lacayos terrenos, y ante sus discípulos…

Nuestro Señor resucitó para excitar y fortalecer nuestra fe. La resurrección de Jesús es realmente el fundamento y el triunfo de nuestra fe, ya que demuestra claramente la divinidad y la omnipotencia del Señor.

Es también el argumento principal y sólido por el cual los Apóstoles han probado y demostrado que Jesús es Dios, y con él han convertido al mundo.

Jesucristo resucitó para fortalecer nuestra esperanza en nuestra propia resurrección. Hablamos, por supuesto, de la resurrección de los elegidos, de los santos predestinados, de cuya salvación es signo la fe en el Verbo Encarnado Redentor, así como el propósito de cumplir sus mandamientos y hacer penitencia por las culpas pasadas.

La Resurrección de Nuestro Señor es una prenda segura de que también vamos a resucitar un día. Él nos lo ha prometido, y Él es fiel en sus promesas. Esperamos, pues, nuestra propia resurrección, en virtud de la Resurrección de Nuestro Señor.

Nuestros cuerpos sujetos a las enfermedades, a la muerte, a la corrupción, serán un día rehabilitados de esta suprema humillación y revestidos de gloria y de inmortalidad, siempre y cuando vivamos de una manera digna de Dios.

Muriendo, destruyó nuestra muerte; y resucitando, restauró nuestra vida, dice el hermoso Prefacio de Pascua.

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La razón principal con la que San Agustín explica la Redención es que el Fuerte Armado tenía poder mortífero sobre el hombre por el Pecado; y lo perdió por hacer dar muerte injustamente a un hombre sin pecado.

El mal físico, el dolor, el sufrimiento es hijo del mal moral, del pecado…; y para huir de él, a veces cometemos el mal moral. El pecado y la muerte son propiedad del Diablo, que es el Homicida desde el principio.

Pero si el mal del mundo, el físico y el moral, se concentra y cae todo sobre un hombre sin pecado como un aguijón, esa punta envenenada tiene que quebrarse; y así se quebró en Cristo el Aguijón de la Muerte, como dijo San Pablo.

Se quebró por su Resurrección, en la cual todos hemos resucitado virtualmente.

Si por y en Adán fuimos solidarios en el Pecado, también somos solidarios en la superación del Pecado por Cristo y en Cristo, por su Resurrección.

Así como Jesucristo se apoderó de nuestra muerte, así también nosotros tenemos que apoderarnos de la Resurrección del Redentor.

El que no sea capaz de osadas acciones por Cristo, no aguantará los dolores…, no sobrellevará la persecución…; y no entrará en la Resurrección…

Si no se diese la Resurrección para la vida eterna de los que han vivido y muerto justamente…, entonces el mundo sería un absurdo y la vida del justo un inmenso fracaso.

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La Resurrección de Nuestro Señor no sólo es el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza, sino también el fundamento de nuestra resurrección espiritual: … resucitando, restauró nuestra vida…

Esta vida restaurada consiste en el cambio de nuestra antigua vida en una nueva vida, reside en dejar el pecado, morir a todos nuestros vicios, y vivir como Jesús.

Cambio de vida verdadero y completo…

Buscáis a Jesús crucificado, dijo el Ángel a las santas mujeres, resucitó, no está ya aquí

Si hemos resucitado espiritualmente de verdad, es necesario que se pueda decir así mismo de nosotros: Este hombre se convirtió, ha cambiado, no es ya el mismo hombre.

Esta resurrección espiritual tiene que ser constante y perseverante.

Jesucristo: Ya no muere, la muerte no domina más sobre él… Que sea así para nosotros; nunca más esas alternativas de confesiones y recaídas voluntarias y deliberadas; más graves y cuyo último estado es peor que el primero.

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El Apóstol San Pablo nos enseña cómo debemos celebrar la Pascua, cómo hemos de exteriorizar la alegría pascual. Para eso echa mano del simbolismo de la Pascua mosaica.

Apenas se ocultaba el sol entre las montañas de Palestina la víspera del 14 de Nisán, cuando las vibrantes trompetas del Templo anunciaban el comienzo de la Pascua. El padre de familia tomaba entonces una lámpara en la mano y registraba con cuidado todos los rincones de su vivienda, a fin de destruir la levadura que acaso quedara en su morada. En la Cena del Cordero no podía usarse más que pan ácimo, sin levadura.

Todo esto en la mente de San Pablo era un símbolo.

Las notas del Aleluya pascual contienen con el anuncio de la solemnidad el mismo aviso que los judíos percibían en las rutilantes notas de las trompetas del Templo: Purificaos de la antigua levadura; no haya en ningún rincón de vuestra alma levadura de maldad y corrupción. Celebrad la Nueva Pascua con los ácimos de la sinceridad y la verdad, con un corazón puro y sin resto alguno de la antigua levadura del pecado, como ácimos que sois, regenerados por la Sangre del Redentor.

Pero el paralelo de la Pascua mosaica y la cristiana no termina ahí. El sentido de nuestra Pascua no se agota con la comunión mística del Cordero pascual. No, nosotros participamos también de una manera real de los despojos del Cordero sacrificado.

En la Sagrada Eucaristía se nos ofrece en alimento la propia Carne del Hijo de Dios. El sentido de nuestra Pascua llega, pues, a su cumbre en la Comunión, convite pascual de la Nueva Ley.

Por eso volvemos a oír en ese augusto momento el mismo aviso de San Pablo: Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua; celebremos, pues, el banquete con los ácimos de la sinceridad y de la verdad. Acerquémonos, por consiguiente, a Él con un alma purificada previamente, por la confesión, de la levadura del hombre viejo, de los pecados, pues la Cena del Cordero no admite más que pan ácimo.

Es ese precisamente el momento sublime a que ha venido mirando la Liturgia de toda la Cuaresma, el digno coronamiento del camino de penitencia recorrido.

Lleguémonos, cual conviene, a gozar del premio que el Señor tiene preparado a nuestros sacrificios. No desperdiciemos instantes tan felices. Y una vez hechos partícipes de ese celestial convite, quedarán, nuestras almas rociadas con la Sangre redentora de Cristo, que nos hará inexpugnables contra los ardides del infierno.

Si queremos resucitar para la vida eterna, si deseamos tener parte en la gloriosa Resurrección de Jesucristo, debemos tomar los medios: vivir ahora para Él, tener sumo cuidado en observar todos sus mandamientos.

Vivamos, pues, de una manera digna de Dios, haciendo en todas las cosas lo que le agrada, fructificando en toda buena obra.

Es así que podemos esperar resucitar gloriosamente e ir al Cielo para reinar eternamente con el Señor, el Cordero Pascual, que muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida.

Oh Dios, que, en este día, por tu Hijo Unigénito, nos franqueaste de nuevo las puertas de la Eternidad; ayúdanos a realizar los santos deseos que Tú mismo nos inspiras, previniéndonos con tu gracia.