P. CERIANI: SERMÓN SOBRE LA SOLEDAD DE MARÍA

SERMÓN DE SOLEDAD

Nuestra Señora de los Dolores

Hijo mío, no te olvides de los lamentos de tu Madre…

El día de la Presentación del Niño Jesús en el Templo, hiere nuestros oídos una nota tétrica; es la espada de dolor que el Anciano Simeón predijo a María Santísima.

Profecía que se iría cumpliendo a lo largo de la vida de la Madre junto a su Hijo.

Hubo un tiempo en que la Virgen más hermosa que vieron los siglos se estremeció con el siniestro brillo de un puñal amenazador…

El desierto pudo percibir los latidos de su Corazón de Madre cuando, llena de temor, buscaba un escondrijo para su Hijo perseguido…

Las calles de Jerusalén escucharon sus gemidos, cuando andaba en pos de Jesús perdido…

Sus lágrimas llegaron a regar el suelo ingrato de Jerusalén, al presenciar el oprobio del más agraciado de entre los hombres…

Subió con Él al patíbulo, compartiendo sus dolores y ofreciendo su Sacrificio…

Le recibió en sus brazos, ya muerto, para que sus heridas más fijamente se clavasen en su mente y más honda brecha abriesen en su Corazón…

Y, por fin, quedó su alma sumida en la soledad más espantosa, cuando la fría losa del sepulcro la separó de aquel su Hijo, apasionadamente amado…

¿Qué mortal no sentiría partírsele el corazón de pena, al contemplar envuelta en el lúgubre atavío de tan indecibles dolores a la Virgen Madre más tierna y amable?

Sentimiento muy justo… ¡Pero es que hay más…!

No se trata de cualquier madre desolada; esa Virgen tan torturada es nuestra Madre.

¿Puede decirse algo mayor para lograr explotar nuestra sensibilidad?

Si amamos a María, sus dolores despertarán nuestra compasión.

Si después de estas reflexiones, quedamos todavía fríos e inertes, es que, o no tenemos corazón, o somos unos desnaturalizados.

Y, sin embargo, hemos de confesar, que los dolores de Nuestra Madre no nos impresionan en la medida en que es natural y justo.

Y esto se debe a que no meditamos en ellos suficientemente; especialmente en su causa, que son nuestros pecados.

La Dolorosa es para nosotros más bien un cuadro artístico que una realidad viviente. Debemos corregir nuestra actitud. Demostremos a nuestra Madre que la amamos, acordándonos de sus dolores.

Añadamos a lo dicho, que los dolores de María Santísima tienen el alto valor de pertenecer a la obra redentora de Jesús, y por eso le han merecido el título de Corredentora del género humano.

En efecto, por concesión de su Hijo, en virtud de sus dolores, nos engendró María a la vida de la gracia.

No es ya, pues, la mera compasión la que reclama una devoción acendrada a los dolores de la Virgen Señora Nuestra; es, además de esto, un deber de gratitud, de correspondencia.

Si la Cruz es el emblema de todo cristiano, porque por ella fuimos redimidos, recordemos que junto a la Cruz estuvo María, la Madre; y no separemos en nuestra mente lo que en realidad va indisolublemente unido entre sí.

Esta consideración nos enseñará a asociar nuestras cruces a la de Jesús, como lo hizo la Dolorosa durante toda su vida, especialmente en el camino del Calvario.

Estemos junto a la Cruz, con María, la Madre de Jesús, cuya alma traspasó la espada del dolor…

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Antes de seguir con esta exposición, tengamos en cuenta que los dolores físicos y morales de Cristo durante la Pasión fueron extremos.

Comenzaron el mismo Jueves Santo: un día de intenso trabajo, la celebración de la Pascua al atardecer, el lavatorio de los pies, la Institución de la Eucaristía, la denuncia del traidor, el largo y emotivo Sermón-Testamento.

Siguió la bajada al torrente Cedrón y la larga subida al Monte de los Olivos, donde se encuentra el Huerto de Getsemaní.

Allí tuvo lugar la oración de tres horas, en la cual sudó sangre, mientras los discípulos dormían…

Luego el apresamiento, lleno de brutalidades, y la huida despavorida de los Apóstoles.

Después siguió el inicuo juicio ante el Sanedrín, con la cobarde bofetada y las inmundas vejaciones, ultrajes y golpes durante toda la noche.

Al amanecer Cristo tenía que estar desmayado o muerto; y fue entonces cuando comenzó la real Pasión…; le quedaban todavía doce horas de torturas sobrehumanas, a saber, los paseos horribles por toda la ciudad (al palacio de Pilato, de éste al de Herodes y regreso), los azotes a la columna –que ellos solos producían la muerte en muchos casos–, la coronación de espinas, el acarreo de la Cruz, la crucifixión, y las tres horas de espantosa agonía, hasta la última gota de sangre…, despacio, todo diabólicamente graduado…

Tengamos en cuenta que los dolores de un hombre están en relación con su sensibilidad; y por eso, la Pasión física de Cristo, aunque la suma de las torturas no hubiese sido casi infinita, lo hubiese sido a causa de su exquisita sensibilidad.

En cuanto a los dolores morales, la Pasión del Cristo se abre y se cierra con dos frases de dimensión infinita, que indican los sufrimientos del alma de Jesús, que sólo Él podía conocer.

Al comenzar dijo: Mi alma está triste hasta la muerte.

Y al terminar exclamó: Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?

Estas palabras responden al lamento acongojado que puso en sus labios el Profeta Jeremías: Todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor.

Estas palabras designan un dolor abismal; se trata de la Muerte y del Infierno, que son los dos males supremos, ambos hijos del pecado.

Una tristeza tal que era capaz de causar la muerte…

Un sentirse real y verdaderamente abandonado por Dios…; y eso es el infierno.

Y Jesucristo no exageraba ni mentía.

La primera sangre que derramó Cristo no se la arrancaron los azotes: se la arrancó la tristeza. Empezó entristecerse, y a atediarse, y aterrorizarse, anota el Evangelista.

Los Apóstoles percibieron en el gesto del Maestro esos tres monstruos (Tristeza, Tedio y Terror), que cayeron sobre Él al ingresar en Getsemaní; y la respuesta del Maestro a su muda o hablada interrogación fue descubrirles su alma, “triste hasta la muerte”.

La aprensión imaginativa de un gran dolor –y más de un dolor irremediable– suele atormentar a veces más que el mismo hecho; a muchos los ha llevado a la desesperación y al suicidio.

Esa tristeza fue aumentando hasta el final, hasta llegar al grito de los condenados.

Los Apóstoles no vieron más que la entrada del abismo… Por otra parte, ningún hombre puede seguir al Hombre-Dios.

Ahora bien, la tristeza de Jesucristo tenía tres raíces:

– 1) La universalidad de los pecados, que había asumido como Cordero Sacrificial, pesando asquerosamente sobre su conciencia santísima;

– 2) La previsión de todos los horrores próximos, con la violenta y frustrada voluntad de rehuirlos y evitarlos;

– 3) La visión clarísima de la ingratitud de la humanidad. ¿Para qué ha servido mi sangre?… ¡He ahí a Judas!

De nosotros depende que haya servido o no.

Podemos consolar el Sagrado Corazón de Jesús… Especialmente si nos unimos al Corazón Doloroso de María inmaculada.

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Regresemos a la Dolorosa, la cual, con la presciencia adquirida en la intimidad con su divino Hijo, a través del cúmulo de ignominias que el mundo arrojaba sobre su Jesús, veía la vía dolorosa de siglos que aquél Tesoro de su Corazón debería recorrer por el mundo, empujado y llevado a empellones por los pecados de todos los hombres que hirieron e hieren actualmente el Corazón de Jesús…; y con sus lágrimas mereció, como Corredentora de la humanidad, el perdón para los pecadores.

En este sentido, los Dolores de María pueden llamarse actuales, ya que actuales son los pecados que los ocasionaron.

Revestida con el manto de la aflicción, parece decirnos todavía ahora, con lenguaje enternecedor: Vuestros pecados van a clavarse como saetas de fuego en el Corazón de mi Hijo… Mas, ¿cómo podrían herir ese pecho divino, sin atravesar antes mi alma? Por eso me tenéis de continúo anegada en un mar de llanto. Apiadaos de Mí, al menos, si es que no queréis tener compasión de mi Hijo. Que os mueva mi llanto, si es que no os mueve el martirio de mi Jesús. Si permanecéis fríos ante las torturas de un Hombre-Dios, doleos de su Madre…

Es claro, pues, que los dolores de María Santísima reclaman nuestros consuelos.

¿Qué contestamos a las lágrimas de nuestra Madre? ¿Seguiremos acrecentándolas con nuestras culpas? ¿Tan duro es nuestro corazón? No es esa conducta propia de buenos hijos…

Acerquémonos más bien a nuestra Madre para consolarla en su aflicción.

Lo lograremos:

– Con actos de amor, que derramarán una gota de suave bálsamo en el Corazón materno.

– Con verdadera contrición de nuestras faltas y serios propósitos de enmienda.

– No basta con llorar los pecados propios. Eso sería contentarse con hermosear tan sólo la parte de la faz divina que hemos manchado. Las almas que verdaderamente aman a María, deben expiar las injurias que el mundo entero dirige a Jesús y a su Madre, deben llenar enteramente el papel de Verónicas.

De esa forma limpiaremos el rostro de nuestro Salvador de las inmundicias que un día arrojamos sobre Él con nuestros pecados, y enjugaremos las lágrimas que esos insultos hicieron brotar de los ojos de María Dolorosa.

He aquí lo que de nosotros espera hoy nuestra Madre celestial, Quien nos repite: Hijo, no te olvides de los dolores de tu Madre…

Si amamos a María, acordémonos, pues, de sus dolores, y acudamos a aliviarlos… ¿Qué cosa más propia de un corazón que ama verdaderamente a su Madre?

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Todo buen hijo de María en el día de hoy debe ir reflexionando en cada uno de esos dolores y angustias de la Madre, hasta conseguir interesar su corazón y arrancar del mismo lágrimas ardientes.

En esta meditación nos concretaremos a contemplar a María en el momento de mayor angustia de su vida, el día del Viernes Santo, cuando, junto a su Hijo, Varón de dolores, sorbía hasta las heces el cáliz de amargura que su oficio de Corredentora le deparaba.

Si con los ojos de la mente penetramos hasta el fondo de su dolorido Corazón virginal, torturado por la fuerza del dolor, veremos reflejado en él todo el martirio de Jesús.

Contemplemos…

I

María, al pie de la Cruz, es la imagen viva del dolor

¿Quién duda de que la Santísima Virgen sufrió en el alma lo que Jesús padeció en el cuerpo?

¿Qué madre hay que no sienta mayores dolores que el hijo que contempla en las torturas de una cruel enfermedad?

Y, si esto vale para todas las madres normales…, ¿qué diremos de la que miraba a su Hijo con los ojos de la Fe, como Dios verdadero?

¿Qué diremos de la que estaba capacitada a amarle más que ninguna otra criatura?

Con estos antecedentes, fijemos la consideración en la Madre Dolorosa.

Ella contempla al Hijo de sus entrañas hecho objeto de la mofa pública, y no puede dirigirle una palabra de consuelo…

Le ve caído a los pies de brutales sayones, y no le es dado tenderle la mano…

Oye las blasfemias más sacrílegas, los insultos más soeces, las calumnias más injuriosas, las burlas más groseras, y, a tanta ofensa, no puede responder más que con lágrimas…

Es testigo de la vergüenza pública de su Hijo, expuesto totalmente desnudo, sin serle posible cubrir sus divinísimas carnes…

Ve cómo se le obliga a tenderse en la Cruz, oye los golpes del martillo y presencia las convulsiones de aquel inocentísimo cuerpo tan despiadadamente torturado, sin poder protegerlo ni ayudarle…

Contempla cómo se le eleva en el aire, y cómo se estremecen todos los miembros del Crucificado al ser introducida la Cruz en el orificio preparado…

Nada se le escapa de los tormentos de Jesús en la Cruz:

Tengo sed, clama desde lo alto del sagrado madero, y María tiene que sufrir la angustia de aquel Hijo de sus entrañas, sin poderla remediar…

Asiste al “Testamento Espiritual” del Redentor, y no le abandona ni un momento, aunque no pueda mitigarle visiblemente su dolor…

Dejamos para más tarde considerar este Testamento.

A la hora de nona, la Dolorosa asiste al momento que toda madre rehúye…, Jesús inclina la cabeza y muere rodeado del llanto de la naturaleza entera…

Pero no acaban aún entonces los dolores de María… El Hijo ha muerto, pero el dolor de la Madre no puede morir.

María sufre en su alma la transverberación, el lanzazo al divino Corazón del Hijo amado; y al contemplar luego entre sus brazos a Aquél a quien Ella arrulló en Belén y acarició en Nazaret, con el cuerpo destrozado, el rostro afeado, desconocidas casi sus facciones, se quiebra a pedazos su Corazón, incapaz de abarcar tanta amargura…

Su pena llega a colmar la medida cuando la fría losa del sepulcro la separa hasta de la vista del Crucificado.

María es ya un mar de llanto.

¿Quién será el hombre que pueda ver sin llorar tanto duelo, la Madre del Rey del Cielo en suplicio tan atroz?

¿Seré yo, acaso, quien posea esa insensibilidad de corazón?

¡Oh, no!… Fuente de amor, Madre mía, haced que yo experimente ese dolor tan vehemente y pueda llorar con Vos.

II

María, al pie de la Cruz, es la Corredentora de los hombres

Los dolores de María no eran hijos de la pura sensibilidad, sino que venían encuadrados en el plan providencial de la Redención. No sin particular misterio le fue demandada su venia para la excelsa dignidad de Madre de Dios; y es que dicha dignidad encerraba una misión en extremo penosa.

Al prestar María al Cielo la materia purísima de la que el Espíritu Santo formó el cuerpo del Redentor, unió su suerte a la de su Hijo. Era su propia Sangre la que corría por las venas del Redentor y la que había de derramarse desde la Cruz.

Por eso no faltó la Virgen en el Calvario; y no lo hizo como simple asistente a la divina tragedia, sino como parte interesada en aquel supremo sacrificio.

Sobre la Cruz yacía el Cuerpo de su Hijo, y sobre la Cruz descansaba también su propio Corazón Doloroso e Inmaculado, unidas ambas víctimas en un mismo sacrificio.

Aunque era más que suficiente para aplacar la ira divina el martirio del Salvador, quiso Dios aceptar también el martirio de su purísima e inocentísima Madre, como gracia especialísima a Ella concedida, y para consuelo de todos los redimidos.

Por eso fue aquella hora de dolor la hora del sagrado alumbramiento de tanto hijo pródigo como adquirió la Virgen al entregar a su Unigénito.

El Corazón materno era como el cáliz que recogía la Sangre preciosísima derramada en la Cruz por la salud del mundo; María era, al propio tiempo que hostia, oferente, de cuyas manos recibía el Padre la Hostia de valor infinito; era la Corredentora de los hombres.

He aquí el secreto de los dolores de María… Ellos nos la dieron por Madre y Corredentora.

Acerquémonos, por tanto, a María para agradecerle lo que sufrió por nosotros, y acerquémonos con Ella a la Cruz, dispuestos a aceptar la parte que nos toque en la obra de la Redención.

Santa Madre, haced que lleve conmigo la muerte de Jesucristo, y que comparta la suerte y angustias de su Pasión. Haced que con sus heridas me sienta yo vulnerado, y que, en su Cruz embriagado, encuentre la salvación.

III

María, es la Reina de los Mártires

La profecía del Anciano Simeón se cumplió acabadamente cuando María Dolorosa permaneció al pie de la Cruz, sobre el Gólgota, unida en la más íntima comunidad de dolores y sufrimientos con su divino Hijo, mientras Éste se inmolaba sobre la Cruz por nosotros pecadores.

Esta hora hacía ya mucho tiempo que estaba presente en el espíritu de Nuestra Señora. Conocía muy bien las precisiones del Salmista, el retrato impresionante que el Profeta Isaías trazara del Siervo de Dios dolorido y humillado, lo oyó de labios de Simeón y comprendió toda la profundidad y todo el peso de las palabras del anciano…

Sabía que el Hijo de Dios se hizo hijo suyo para entregar voluntariamente su vida por la redención de los hombres.

Llegado el terrible momento, María, la Madre, que tan íntimamente unida e identificada estaba con su Hijo, tenía que participar de la Pasión, tenía que beber el cáliz del dolor.

Esta es su vocación de Madre… Dios no puede tratarla mejor que a su propio Hijo… María no puede permanecer indiferente; tiene que sumergirse totalmente en el océano de los dolores del Redentor; tiene que asociarse, tiene que compartir con Él todos sus sufrimientos e ignominias…

Y Ella así lo quiere.

Lo quiere y lo desea con toda su alma.

Por eso permanece de pie, junto a la Cruz, y une con el sacrificio del Hijo su propio sacrificio.

Entrega al Padre su único tesoro y todo su haber, le entrega a su Hijo. Se lo ofrece y sacrifica por nosotros, para nosotros.

Padece lo indecible.

Y, como si todo esto no bastara todavía, tiene que experimentar el abandono, por decirlo así, de su mismo Hijo: Mujer, he ahí a tu hijo. Desde ahora, tu hijo será Juan.

¡Qué honda penetra en su alma la espada del dolor! ¡Su propio Hijo se aparta, por decirlo así, de Ella!

¡Y esto lo hace justamente cuando Ella le está dando la prueba más grande y más palpable de su amor! ¡Cuando Él debiera compadecerse de la pobre Madre, torturada por el dolor! ¡Cuando debiera apoyarla con sus más delicadas muestras de amor filial!

¿Se han roto, pues, los lazos que la habían unido hasta aquí con el fruto de su vientre? ¿No basta con que Ella haya compartido todos los tormentos y todas las humillaciones de su Hijo?

¡No! Tiene que acompañarle todavía en su última amargura, en el desamparo del Padre…

Dios mío, Dios mío: ¿por qué me has abandonado?

Esta es la pena más amarga para la Madre.

La Iglesia se asocia hoy cordialmente al dolor de la pobre Madre.

¡Asociémonos también nosotros con toda el alma!

La liturgia ve en María una nueva Judit que, con peligro de su propia vida, cortó la cabeza de Holofernes, del caudillo de los poderes enemigos, y, de este modo, salvó a su pueblo de la ruina inevitable.

María, la Madre Dolorosa, entregó sobre el Gólgota a su propio Hijo y, de este modo, cortó la cabeza de la serpiente infernal.

Cooperó con sus propios dolores a la obra de nuestra redención realizada por Cristo.

María conquistó sobre el Gólgota la palma del martirio.

Sobre el Gólgota nos conmereció la redención y la salvación, la vida de la gracia y la futura gloria.

Sobre el Gólgota nos recibió a todos como hijos suyos en la persona de Juan.

Démosle las gracias.

Creamos en su maternidad y en su maternal amor, y apreciémoslo.

Tomémosla a Ella por nuestra, como Juan, y sigamos la indicación de Jesús, cuando nos dice: Hijo, he ahí a tu madre.

Reconozcamos en María Santísima a la colaboradora de nuestra redención…, y no incurramos en la deslealtad más grande de frustrar esa misión…

Hijo mío, no te olvides de los lamentos de tu Madre…