Conservando los restos
LA SANTA MISA
SUS PARTES Y ORACIONES (IV)
Continuación…
COMUNIÓN EN EL SACRIFICIO
Del Pater Noster al fin
La Oración Dominical
En todas las liturgias de Oriente y Occidente el Pater Noster se incluye en la Misa.
En Roma se rezaba después de la fracción del pan o después de la Comunión. San Gregorio estimó que convenía, como en tiempo de los Apóstoles, acercarlo más al mismo acto de sacrificio (Ep. XII, 1, 9); porque, si la oración del Canon, compuesta por la Iglesia, dice “sobre el Cuerpo y Sangre del Redentor”, con más razón la oración compuesta por el mismo Salvador.
San Gregorio colocó, pues, la Oración Dominical inmediatamente después del Canon, de manera que ella es el primer elemento de la preparación a la Comunión hacia la cual todo converge desde este momento como término del sacrificio.
La «Oración del Señor», colocada entre la Consagración y la Comunión, tiene una finalidad muy importante: nos muestra cómo nuestra filiación divina depende de la efusión de la Sangre de Cristo, porque efectivamente se trata de la oración que todos los bautizados tienen el derecho y el deber de dirigir por Él, con Él y en Él a su Padre celestial.
En el Sermón de la montaña y en otra circunstancia en que uno de los discípulos pidió a Jesús: «Señor, enséñanos a orar», dijo el divino Maestro: “Así debéis orar”. Y les enseñó el Pater Noster. De donde la introducción siguiente:
Oremus. Præceptis… Oremos. Amonestados con preceptos saludables e informados por la enseñanza divina, nos atrevemos a decir: Pater Noster…
En esta oración, todas las fórmulas están en plural y se dirigen a Dios considerado como Padre.
Todo el pueblo participa en esta oración respondiendo al Sacerdote por la última petición; el sacerdote termina con el Amén; es decir, es la oración que todos aquellos que Dios ha adoptado como hijos en Jesucristo dirigen juntos al Padre común y en vista de intereses comunes.
La Misa toda se resume en las siete peticiones de este programa; y la Sagrada Eucaristía, como Sacrificio y como Sacramento, nos ayuda a realizarlas en su plenitud.
Libera nos — Fracción del pan — Pax Domini…
El sacerdote parafrasea la séptima petición, el Libera nos, en la cual hace intervenir a los Santos (los cuatro primeros del Communicantes) y en donde el voto de paz, insertado por San Gregorio en el Hanc igitur es expresado nuevamente.
Libera nos… Te rogamos, Señor, nos libres de todos los males, pasados, presentes y venideros; y por la intercesión de la bienaventurada Virgen Madre de Dios, María, con tus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y Andrés, y todos los Santos, danos propicio la paz en nuestros días (hace la señal de la cruz con la patena); para que, ayudados con el auxilio de tu misericordia (besa la patena y coloca en ella la Santa Hostia), vivamos siempre libres de pecado, y seguros de toda perturbación. Por el mismo Señor nuestro Jesucristo e Hijo tuyo, que como Dios vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos. Amén.
La Sagrada Eucaristía es el antídoto que nos preserva de los pecados mortales y nos libra de las faltas diarias. Nos precave contra las consecuencias lamentables de los pecados pasados y nos protege contra los peligros que amenazan nuestro porvenir en la tierra y en la eternidad. Sin la Santa Misa, dicen los Santos, sería el fin del mundo.
Esta Fracción del pan es la renovación de lo que hizo Jesús en la Cena; fracción que simboliza, por una parte, los padecimientos de Cristo en su Pasión; y, por otra parte, indica cómo el pueblo cristiano debe también participar en los sufrimientos del Salvador.
Si Jesucristo fraccionó el pan fue, en efecto, para distribuirlo; y recibiendo una parte del único pan dividido, todos los Apóstoles se unieron con la Víctima contenida en el Santísimo Sacramento y a su Pasión así simbolizada y efectuada.
Esta concepción de la Comunión, como medio de asociar íntimamente todos los miembros al sacrificio de su Cabeza, era la de los primeros cristianos; al respecto dicen los Hechos de los Apóstoles: Que perseveraban en la Comunión de la fracción del pan. San Pablo dice, a su vez: El pan que partimos, ¿no es la participación del cuerpo del Señor? Porque todos participamos del mismo pan, bien que muchos venimos a ser un solo pan, un solo cuerpo (Quoniam unus panis, unum corpus multi sumus, omnes qui de uno pane participamus = I Cor., X, 16-17).
El sacerdote hace tres veces la señal de la Cruz con la partícula de la Hostia sobre el Cáliz diciendo: Pax Domini… La paz + del Señor + sea + siempre con vosotros.
Mixtión — Agnus Dei — Oblación
El sacerdote luego deja caer la partícula de la Hostia en la Preciosísima Sangre. Esta mixtión se hace diciendo:
Hæc commixtio… Esta mezcla y consagración del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, a nosotros, cuando la recibimos, sírvanos para la vida eterna. Amén.
Esta fórmula anuncia uno de los efectos que la Eucaristía producirá en las almas, porque la mixtión (commixtio) del pan y del vino consagrados (consecratio) es una acción preparatoria a la Comunión.
Simbólicamente esta unión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo designa el misterio de la Resurrección y sus efectos vivificantes (in vitam æternam).
Efectivamente es la humanidad de Jesucristo resucitado la que está presente en la Santa Hostia, la misma que, gloriosa, reina en los Cielos; y es una prenda de resurrección para aquellos que la reciben en la Comunión.
Este uso es de perpetua tradición en la Iglesia y se halla en todas las liturgias.
Para entender bien este rito debe saberse que siempre se ha tenido una razón misteriosa para mezclar así el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo consagrados bajo las especies de pan y vino: destacar la reunión de este Cuerpo y de esta Sangre y la resurrección gloriosa.
En efecto, hasta este pasaje de la Misa, la Iglesia no ha expresado más que la Pasión y la Muerte de Jesucristo por medio de la Consagración de su Cuerpo y de su Sangre hecha separadamente.
En efecto, por la virtud de las palabras sacramentales pronunciadas sobre el pan, el Cuerpo está solo; y, por la virtud de las palabras sacramentales pronunciadas sobre el cáliz, la Sangre está también sola.
Esta separación es sacramental, ya que, después de la resurrección, realmente no está el Cuerpo sin la Sangre, ni la Sangre sin el Cuerpo, puesto que el Cuerpo de Jesucristo es verdaderamente un Cuerpo vivo y glorioso, tal como está en el Cielo, sentado a la diestra del Padre.
Es muy importante que se signifique en el sacrificio la muerte de Jesucristo y su vida gloriosa, porque la Misa es la renovación y la continuación del sacrificio que ofreció muriendo en la cruz y que ofrece siempre viviendo en el Cielo.
El Cuerpo, consagrado separadamente, y la Sangre, consagrada separadamente, son el signo eficaz de su muerte; el Cuerpo y la Sangre reunidos son el signo (sólo el signo) de la vida que ha recobrado resucitando; porque la especie de vino penetrando la especie de pan significa palmariamente que el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor residen juntos y están reunidos, tal como corresponde a un Cuerpo vivo y glorioso.
Aunque la liturgia no nos recuerda la resurrección hasta la súplica de la postcomunión, y nos representa el corazón del sacerdote y de los fieles que comulgan como el sepulcro en donde Jesucristo es depositado, era justo y conveniente que este signo de un Dios vivo y resucitado precediese a la comunión, puesto que los cristianos reciben en la Santa Misa el Cuerpo inmolado pero glorioso de Jesucristo, que les comunica la gracia de morir para siempre al pecado, así como los frutos de una nueva vida por la que deben vivir en la justicia.
Luego de Fracción del pan y la commixtio se canta el Agnus Dei, con la triple invocación con las palabras del Precursor señalando a Jesucristo:
Agnus Dei… Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz.
En la misa de Difuntos: Dales el descanso; y la tercera vez: Dales el descanso eterno.
Esto nos transporta otra vez a la Última Cena en donde Jesús se sustituyó al cordero figurativo. Después de inmolado el verdadero Cordero de Dios, la Iglesia lo presenta en alimento espiritual a las almas.
Víctima cargada con los pecados de todos los hombres, Jesús quiso padecer para cada uno en particular los sufrimientos expiatorios que explican la inmensidad de sus dolores en la Pasión.
Por su heroica y definitiva victoria sobre el demonio, que perdió todos sus derechos sobre nosotros, Jesucristo aseguró la gloria de su Padre, procurando a los hombres de buena voluntad la paz consigo mismo, con el prójimo y con Dios.
Por eso, a partir de este instante, hasta la Post Comunión, la Iglesia se dirige directamente al divino Salvador y le suplica nos dé la paz que nos ha merecido (dona nobis pacem).
Es la sexta vez que expresa el mismo deseo y la misma petición.
Domine Iesu… Señor mío Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles: “La paz os dejo, mi paz os doy» no mires a mis pecados, sino a la fe de tu Iglesia; y dígnate pacificarla y aunarla según tu voluntad. Tú que, como Dios, vives y reinas por todos los siglos de los siglos. Amén.
Oraciones antes de la Comunión — Domine non sum dignus — Comunión
Antes de comulgar, el sacerdote se dirige nuevamente a Jesucristo en dos oraciones:
La primera recuerda las siguientes palabras de San Pedro a Nuestro Señor: “Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo”, y el siguiente texto de San Pablo: “La sangre de Jesucristo que ofreció Él mismo por el Espíritu Santo purificará nuestra conciencia de las obras muertas (pecados) para que sirvamos al Dios vivo”.
Domine Iesu Christe… Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, con tu muerte diste vida al mundo, por este tu sacrosanto Cuerpo y Sangre líbrame de todos mis pecados y de todos los demás males; y haz que esté siempre adherido a tus mandamientos, y no permitas que me separe nunca de ti, que, como Dios, vives y reinas con el mismo Dios Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
La segunda Oración hace alusión a la carta de San Pablo a los Corintios: “Aquel que come este pan y bebe este vino indignamente, come y bebe su condenación, no haciendo discernimiento del Cuerpo del Señor”.
Varios de entre ellos, en efecto, se habían enfermado y aun habían muerto por haber comulgado, profanándola por su orgullo, su sensualidad y su desprecio para con el prójimo.
Perceptio… Señor mío Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo, que yo, aunque indigno, me atrevo a recibir, no me sea motivo de juicio y de condenación; sino que por tu piedad me aproveche para defensa del alma y del cuerpo, y para recibir la curación. Tú, que, como Dios, vives y reinas con Dios Padre, en unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos. Amén.
Tomando la Hostia, el sacerdote se inspira en el versículo 13 del Salmo 115 y dice: “Tomaré el Pan del cielo e invocaré el nombre del Señor”.
Luego dice tres veces, golpeándose el pecho, las palabras del Centurión, cuya humildad y cuya fe Jesucristo admiró y recompensó:
Domine non sum dignus… Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; pero di una sola palabra y mi alma será sana.
Enseña San Juan Crisóstomo: “Digamos a nuestro Redentor: Señor, yo no soy digno de que Vos entréis en la casa de mi alma, pero, sin embargo, porque Vos deseáis venir con nosotros, animados por vuestra misericordia, nos acercamos a Vos».
Para comulgar, hace el sacerdote la Señal de la Cruz con la Hostia y dice: “El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Amén.”
Purifica la patena, diciendo los versículos 12 y 13 del salmo 115 y el 4 del salmo 17:
Quid retribuam… ¿Con qué corresponderé yo al Señor por todos los beneficios que de Él he recibido? Voy a tomar el cáliz de la salud e invocaré el nombre del Señor. Con alabanzas invocaré al Señor, quedaré libre de mis enemigos.
Para comulgar la Preciosísima Sangre, traza con el Cáliz una cruz y dice: “La Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Amén».
Inmediatamente después, si hay comunión de los fieles, el sacerdote abre el Sagrario, mientras los fieles rezan el Confiteor. Luego de la absolución, muestra la Sagrada Hostia repitiendo las palabras del Precursor:
Ecce Agnus Dei… He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo.
Los fieles se golpean el pecho tres veces diciendo, con la fe y la humildad del Centurión:
Domine, non sum dignus… Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma será sana.
Cuando el sacerdote distribuye la Santa Hostia a cada comulgante, dice: “El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna. Amén”.
Abluciones
El sacerdote purifica entonces el Cáliz con vino. Hagamos nuestra esta oración:
Quod ore… Lo que hemos recibido, Señor, con la boca, lo recibamos con alma pura; y de este don temporal salga para nosotros el remedio sempiterno.
Luego se purifica los dedos con vino y agua diciendo:
Corpus tuum… Tu Cuerpo, Señor, que he recibido, y tu Sangre que he bebido, se unan a mi corazón, y haz que no quede mancha de maldad en mí, a quien han alimentado estos puros y santos sacramentos; oh Señor, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Antífona Comunión — Postcomunión — Ite Missa est — Placeat — Bendición
Después de la Antífona de Comunión, que es un versículo de un Salmo cantado antaño durante la distribución de la Eucaristía, el sacerdote saluda a la asamblea con el Dominus vobiscum, que tiene su pleno significado en el momento de la Comunión, y dice la Postcomunión.
Los Ángeles y los Santos en el Cielo, dice San Juan, no dejan un solo instante de rendir honor y acción de gracias al Dios todopoderoso que está sentado en el trono y al Cordero que ha rescatado a todos los hombres por su Sangre. Y en todas las Misas, en el mundo entero, los fieles hacen eco al canto de los habitantes del Cielo proclamando a Dios por el Sanctus y a Cristo por el Benedictus.
Este himno de gloria se intensifica en el momento de la Consagración, que es el corazón, el centro del sacrificio eucarístico. “Cuando veis, dice San Juan Crisóstomo, al Señor inmolarse en el altar y al sacerdote, como sacrificador, ofrecerle a Dios Padre, ¿no estáis acaso transportados en el cielo, al pie del trono de Dios donde el Cordero inmolado recibe los homenajes de los Ángeles y Santos?”
En la Comunión, todo este culto nos es propio más que nunca, porque el Cordero divino baja al altar de nuestro corazón y nos une siempre más vitalmente en Él. De manera que nuestra acción de gracias se funde con la suya y se convierte en infinitamente glorificante para Dios.
Tal es el sentido de la Postcomunión, en la cual nos dirigimos a Dios “por Jesucristo Nuestro Señor”, que verdaderamente está presente en nosotros.
“Cristo, dice San Agustín, ruega por nosotros como Cabeza nuestra; Cristo es rogado por nosotros como Dios nuestro”.
No solamente damos gracias al Cordero de Dios por habernos salvado y porque continúa nuestra salvación en la Eucaristía, sino que por Él, en Él y con Él, proclamamos que Aquél a quien todo lo debemos y que es el Señor todopoderoso, es digno de recibir la gloria, el honor y el poder, porque es por su voluntad, que todas las cosas existen y que han sido creadas.
Esta acción de gracias incluye la oblación de nosotros mismos y de toda nuestra vida en unión con la ofrenda que Cristo hace de Sí mismo y de todo su Cuerpo Místico en los Cielos ante el trono de su Padre de quien todo procede y a quien todo debe volver: “Y cuando ya todas las cosas estuvieren sujetas a Él, entonces el Hijo mismo quedará sujeto al que se las sujetó todas, a fin de que en todas las cosas, todo sea de Dios”.
Un Amén unánime debería concluir la Postcomunión, que es, como la Colecta, una oración rezada por el sacerdote en alta voz y en nombre de todos.
Después dice nuevamente Dominus vobiscum, y despide a la asamblea con el Ite, missa est: “Podéis retiraros, ha sido enviada” (missa est), de donde viene la palabra Misa.
Después de la instrucción que sigue al Evangelio se hacía la Misa o despedida de los infieles, de los catecúmenos y de los penitentes por estas palabras; y al fin del sacrificio se hacía la Misa o despedida de los fieles que habían tenido la dicha de asistir a ella.
Desde que la Iglesia permitió, en el siglo VI, a todos sus hijos, sin distinción, asistir a sus misterios, esta es la única despedida que ha conservado con el nombre de Misa, que ha quedado después como término propio del sacrificio.
Para expresar esta despedida, el sacerdote dice: Ite, missa est, marchad, he aquí la despedida; es decir, podéis marcharos, podéis iros.
El pueblo responde: Demos gracias a Dios.
La misa realmente ha terminado con las oraciones de acción de gracias, por lo que se advierte a los fieles que pueden retirarse.
Esta fórmula no debe traducirse por “Partid, la Misa ha terminado”, sino por “Partid, es la despedida o reenvío”.
Missa se toma aquí por missio, «despido», «orden de salir”.
Ite, missa est, dice el sacerdote; marchad, hermanos, el sacrificio ha terminado, la Misa se ha concluido: todo lo que Dios podía haceros oír, lo habéis oído; todo lo que podía daros, os lo ha dado; todo lo que podíais pedir, se os ha concedido; todo está consumado, todo cumplido; los misterios de su religión desde su nacimiento hasta su ascensión gloriosa han sido renovados, se os ha aplicado su fruto; marchad, el sacrificio está completo, la gracia obtenida; la legación ha sido hecha por vosotros a Dios, y vuestros votos y oraciones han sido oídas; marchad en paz y seguid la senda de una vida nueva y el camino que conduce a la bienaventuranza; sed fieles a su santa ley.
El pueblo responde: Demos gracias a Dios, como los discípulos, que después de haber sido bendecidos por Jesucristo cuando ascendió a los Cielos se volvieron colmados de alegría alabando y bendiciendo a Dios.
Desde el siglo VI hasta el siglo VIII, la palabra «misa» se convierte en la expresión técnica del sacrificio: San Cesario de Arles (+ 543), San Gregorio de Tours (+ 554), San Isidoro de Sevilla (+ 639) lo usan en este sentido. Pero el primero que parece haber dejado un registro escrito de este empleo es San Ambrosio en una carta del 385.
Esta despedida se omite en el Adviento, desde Septuagésima hasta Pascua, y en los días en que no se dice el Gloria in excelsis, y esto por dos razones:
1ª) Porque este es un signo de concurso, de solemnidad y de alegría que no conviene a los días de penitencia, de tristeza espiritual.
2ª) Porque en estos días era seguida la Misa de algunas oraciones u oficios, para los cuales se requería que asistiese el pueblo.
En lugar de la despedida ordinaria se dice Bendigamos al Señor, pues esta bendición debe hacerse en todo tiempo según el Salmista.
Benedicamus Domino y alabémosle con la efusión del corazón, con toda la expresión del reconocimiento, por el favor de habernos permitido asistir y participar de los santos misterios, y con la resolución más firme de conservar sus frutos y marchar de una manera digna de Dios.
Los fieles responden también: Demos gracias a Dios.
En las Misas de difuntos no se da la despedida y no se invita a bendecir al Señor y a darle gracias, sino que se dice simplemente: Que descansen en paz, volviéndose hacia el altar, y se responde: Así sea, para mostrar que la oración de la Iglesia se ejerce sólo en sufragio de las Almas de los Fieles Difuntos.
La razón es que la Iglesia se halla ocupada en procurar el descanso eterno a las Almas del Purgatorio; porque la alegría y la solemnidad serían poco oportunas al luto de sus hijos; y porque estas Misas son comúnmente seguidas de la inhumación o de algunas oraciones que deben determinar a los fieles a no retirarse.
La fórmula Requiescant in pace es una abreviatura de la fórmula más larga que a menudo se repite en los oficios de la Iglesia: Fidelium animæ per misericordiam Dei requiescant in pace (Que por la misericordia de Dios las almas de los fieles difuntos descansen en paz), la cual retoma las palabras del Salmo 4: In pace in idipsum dormiam et requiescam (Apenas me acuesto, me duermo en paz, porque Tú me das seguridad, oh Yahvé).
En la oración que sigue se emplea la fórmula “el homenaje de mi servicio”, que es propio del sacerdote (como en el Hanc igitur y el Unde et memores), porque a él le incumbe ofrecer el santo Sacrificio, tanto para él (mihi) como para el pueblo (omnibus):
Placeat tibi, Sancta Trinitas… Séate agradable, oh Trinidad Santa, el obsequio de mi servicio; y concede que el sacrificio que yo, indigno, he ofrecido a los ojos de tu Majestad, sea digno de que Tú lo aceptes, para mí y para todos aquellos por quienes lo he ofrecido, sea por tu misericordia, propiciatorio. Por Cristo, Señor nuestro. Amén.
El sacerdote besa el altar y da la Bendición final en nombre de Dios, Uno y Trino, a Quien ha glorificado por el sacrificio y nos lo ha hecho propicio:
Benedicat vos… Que os bendiga Dios Todopoderoso: Padre e Hijo y Espíritu Santo.
Amén.
Último Evangelio de San Juan
La Comunión, al hacernos participar plenamente en el Sacrificio de la Misa, que es la renovación del Sacrificio de la Cruz, nos reporta en su plenitud los frutos de la Redención.
Además, nos libra de todo obstáculo en nuestro camino hacia Dios y nos pone en un perfecto estado de dependencia respecto de Aquél a quien glorificamos como primer Principio de todas las cosas y al que buscamos como último Fin, porque para nuestra alma es la única fuente de la Vida divina; para nuestra inteligencia es la única Verdad o verdadera Luz; y para nuestra voluntad el único Bien Supremo.
El fruto por excelencia de la Redención es Jesucristo mismo, porque la gracia divina que anima nuestra alma, la fe que ilumina nuestra inteligencia y la caridad y la esperanza que mueven nuestra voluntad, nos incorporan al Hijo de Dios, haciéndonos entrar por Él, con Él y en Él en el seno del Padre.
Por eso la Iglesia nos hace leer en este momento la página del Evangelio en la cual San Juan nos prueba que Aquél que de toda eternidad nace del Padre, se hizo carne, y que, si lo recibimos con fe y amor, participamos en su filiación divina, ex Deo nati sunt.
Oraciones después de la Misa — Salida
Después del Último Evangelio el celebrante se arrodilla en la última grada del altar y reza tres Ave Maria, la Salve Regina, dos oraciones y tres invocaciones al Sagrado Corazón.
El origen de estas oraciones remonta a los tiempos de los Papas Pío IX y León XIII.
El primero ordenó el rezo de un Padre nuestro y un Ave Maria después de la Misa para obtener la cesación del triste estado de cosas creado por la ocupación de Roma.
El segundo prescribió las actuales oraciones (a la Virgen en 1884, a San Miguel en 1886) a fin de que, gracias a la intervención de la Madre de Jesús, “que con su pie virginal aplastó a la serpiente”, y del Príncipe de la milicia celestial, “que expulsará del cielo al dragón y a sus secuaces», fuese quebrantada la persecución satánica dirigida contra la Iglesia con un redoblamiento de furor y de astucia.
En 1904, San Pío X autorizó las invocaciones al Sagrado Corazón de Jesús.
Cuando los sin Dios de Rusia empezaron con más orgullo y violencia su campaña de aniquilamiento contra los sacerdotes y la religión, Pío XI pidió que se hicieran estas oraciones para contener el mal que el demonio intenta por su intermedio.
La oración suplica a Dios, por los méritos de Jesucristo y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada Virgen María, Madre de Dios, de San José, su castísimo Esposo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los Santos, escuche en su bondad y misericordia las oraciones que hacemos por la conversión de los pecadores y por la libertad y exaltación de nuestra Santa Madre la Iglesia.
Estas oraciones no hacen parte de la Liturgia del Santo Sacrificio. Por consiguiente, hay que considerarlas como una indicación de las intenciones especiales que la Iglesia, en nuestra época de lucha abierta contra Dios, desea que formulemos durante nuestra acción de gracias; y también como un medio de afirmar el poder especialísimo que, por la virtud divina, tienen contra las potencias del mal la Santísima Virgen María y San Miguel Arcángel.
Sin duda, Jesucristo es nuestro único Mediador y Abogado ante Dios; pero todos los miembros del Cuerpo Místico se asocian a la acción de su Jefe y muy particularmente los miembros de elección como la Madre de Misericordia, Nuestra Abogada, y el Arcángel que triunfó del demonio con la sola amenaza: “Reprímalo Dios”: Imperet illi Deus.