CONOCE LA SANTA MISA ROMANA

Conservando los restos

LA SANTA MISA

SUS PARTES Y ORACIONES (III)

Continuación…

LA MISA DE LOS FIELES

Realización del sacrificio

Desde el Prefacio hasta el Pater Noster

Prefacio — Sanctus — Benedictus: Preludio del Canon.

En el Prefacio, la Iglesia, imitando a Jesucristo en la Última Cena, hace una oración de acción de gracias.

El origen del Prefacio remonta al banquete pascual ordenado por Moisés y celebrado cada año por los judíos en el día aniversario de la salida del cautiverio de Egipto.

Comiendo el Cordero figurativo, el jefe de familia exaltaba el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, manifestados por sus beneficios a su pueblo. Agradecía a Dios por la creación, la salvación concedida a Noé, la vocación de Abraham, el tránsito por el Mar Rojo, la revelación del Sinaí y la conquista de Canaán. Estas glorias de la Antigua Alianza simbolizaban los grandes misterios redentores, cuyo protagonista y autor es Jesucristo, Nuestro Redentor.

Después de haber comido el Cordero Pascual con sus Apóstoles en el Cenáculo, Jesucristo inauguró la Nueva Alianza inmolando y comiendo el Cordero de Dios con un nuevo cántico de acción de gracias: «Accepto pane, gratias egit» (Luc. XXII, 19: Y habiendo tomado pan y dado gracias, lo partió, y les dio diciendo: “Esto es el cuerpo mío, el que se da para vosotros. Haced esto en memoria mía.”); «Accipiens calicem, gratias egit» (Mat. XXVI. 27-28: Y tomando un cáliz, y habiendo dado gracias, lo dio a ellos, diciendo: “Bebed de él todos, porque esta es la sangre mía de la Alianza, la cual por muchos se derrama para remisión de pecados).

Y este nuevo sacrificio reemplazó la antigua acción de gracias. “El sacerdote, dice San Justino, glorifica al Padre del universo en nombre del Hijo y del Espíritu Santo; luego hace una larga eucaristía (acción de gracias) por todos los favores que de Él hemos recibido. Y todos cantan: Amén” (II siglo).

En el Prefacio de los Domingos, la Iglesia glorifica a Dios en sí mismo: uno en Naturaleza y trino en Personas; es decir, el misterio de la vida Trinitaria que nos reveló Jesucristo principalmente en el Discurso de la Última Cena. El Prefacio de la Santísima Trinidad es muy anterior a la fiesta de la Santísima Trinidad, puesto que se halla en el Sacramentario Gelasiano.

En los demás Prefacios, la Iglesia canta también a la Santísima Trinidad, pero lo hace en sus obras: a Dios Padre todopoderoso, quien nos ha creado y redimido por su Hijo, y nos santifica por la participación en la filiación divina de Jesús por el Espíritu Santo.

Vere dignum… Verdaderamente es digno y justo, debido y saludable, que en todo tiempo y lugar te demos gracias, Señor santo, Padre todopoderoso, Dios eterno…

En Navidad: Porque por la Encarnación conocemos a Dios revestido de una forma visible.

En Epifanía: Porque tu Hijo Unigénito, revestido de carne mortal, nos ha recobrado el derecho de participar de la luz y resplandor de su inmortalidad.

En Cuaresma: Que por medio del ayuno corporal nos das la virtud y nos premias, por Jesucristo, nuestro Señor.

En Pasión: Que pusiste la salvación del género humano en el árbol de la Cruz.

En Pascua: Porque Jesucristo, muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando reparó nuestra vida.

En Ascensión: Porque Jesucristo, después de su Resurrección, subió al cielo para hacernos participar de su Divinidad.

En Pentecostés: Porque Jesucristo, sentado a tu diestra, envió el  Espíritu Santo sobre los hijos de adopción.

La Iglesia glorifica también a Dios porque Jesucristo está presente en la Eucaristía (Fiesta del Corpus Christi); porque su amor es indefectible (Fiesta del Sagrado Corazón); porque es Sacerdote y Rey (Fiesta de Cristo Rey); por la Madre de Dios (la Santísima Virgen María), por los Santos Ángeles (de los Ángeles); por el Esposo virginal de María Santísima (San José), por las Columnas de la Iglesia (los Santos Apóstoles); y finalmente porque nuestra muerte será seguida de la resurrección y de la inmortalidad (de Difuntos).

La Iglesia eleva nuestras almas hacia las alturas: Sursum corda…

La liturgia evoca luego la visión en la cual Isaías oyó Cantar a los Serafines: Sanctus… Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios de los ejércitos (o de las milicias celestiales). Llena está la tierra de su gloria (Is, VI, 2).

A la tierra se añadió «los cielos», porque el Sumo Pontífice de la gloria de Dios también está allí presente y preside los coros angélicos.

Cantemos, por consiguiente, junto con los Ángeles, que son los testigos extasiados de tales maravillas, al Dios tres veces santo: Sanctus… Sanctus… Sanctus…

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Y a Jesucristo por quien nos otorga todos estos beneficios: Benedictus… Bendito sea el que viene en el nombre del Señor. Hosanna en las alturas.

Aclamación que oyó Jesucristo cuando entró triunfalmente en Jerusalén para vencer al demonio muriendo en la Cruz. Es muy oportuna en este instante de la Misa, en que el mismo Jesucristo va a descender al altar para hacernos participar de su muerte y de su victoria.

EL CANON

El Canon de la Misa comienza después del Benedictus con oraciones de intercesión, que continúan después de la Consagración; las cuales asocian, en virtud de la Comunión de los Santos, a todos los miembros de la Iglesia, militante, triunfante y purgante, a la oblación que sin cesar ofrece Jesucristo en los Cielos y en los altares de la tierra.

Te igitur — Memento — Communicantes

Toda la obra de la Redención se concentra en el sacrificio que realizó Jesucristo de modo cruento en el Calvario; el cual anticipó de un modo sacramental en el Cenáculo, y que renueva de la misma manera por los sacerdotes.

Como fruto del Sacrificio de la Cruz, la unión de Cristo y de la Iglesia se realiza, particularmente en el Altar, donde Jesucristo perpetúa la oblación del Calvario.

Dígnese Dios recibir favorablemente nuestro sacrificio, por la Iglesia militante en general:

Te igitur… Suplicámoste, pues, humildemente y te pedimos, oh Padre clementísimo, por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que aceptes y bendigas estos dones, estas ofrendas, estos santos sacrificios sin mancilla…

Recomendación a Dios de todos los que hacen celebrar la misa o que a ella asisten:

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Memento… Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas N. y N. y de todos los que están aquí presente, cuya fe y devoción te son conocidas, por los cuales te ofrecemos, o ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, por sí y por la esperanza de su salvación y conservación; y encomiendan sus deseos a ti, Dios eterno, vivo y verdadero.

Dígnese Dios recibir favorablemente nuestro sacrificio en virtud de los méritos y de las Oraciones de los Santos; porque, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, no pueden separarse de Él; y unen sus sufragios y sus méritos a los de su Señor.

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Communicantes… Unidos en la misma comunión y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; y también la de tus bienaventurados Apóstoles y Mártires: Pedro y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Tomás, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo, Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio (5 Papas mártires), Cipriano (Obispo mártir), Lorenzo (diácono mártir), Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián (5 laicos mártires) y de todos tus Santos, por sus merecimientos y ruegos, te suplicamos nos concedas que nos defienda en todas las cosas el auxilio de tu protección. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

Hanc igitur — Quam Oblationem

La Iglesia se prepara para la Consagración por dos fórmulas de ofrenda: Hanc igitur y Quam oblationem.

Cuando el sacerdote dice el Hanc igitur, extiende las manos sobre las oblatas. Esta imposición fue introducida por San Pío V en el siglo XVI para afirmar el carácter sacrificatorio de la Consagración entonces negada por los herejes.

Leemos en el Levítico (VIII): “Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero, lo degollaron y Moisés derramó la sangre y quemó el cuerpo sobre el altar. Fue un holocausto de olor suavísimo para el Señor».

La imposición de las manos sobre las víctimas destinadas a la inmolación, como homenaje de adoración o de acción de gracias, significaba en el holocausto y en el sacrificio de expiación por los pecados, la donación de sí mismo a Dios, porque indica una identificación moral, una transmisión de responsabilidades, una oblación por sustitución.

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Hanc igitur… Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio esta ofrenda de nuestra servidumbre, que lo es también de toda tu familia. Hacia el año 600, San Gregorio añadió, como sabemos: Y nos hagas pasar en tu paz los días de nuestra vida, y mandes que seamos preservados de la eterna condenación y contados en la grey de tus escogidos. Por Cristo, Señor nuestro. Amén.

La oración añadida por San Gregorio resume los beneficios que esperamos del sacrificio sobre los cuales insiste la Iglesia en la oración de intercesión.

Cuando dice el Quam oblationem el Sacerdote hace tres veces la Señal de la Cruz sobre las ofrendas, y luego una sobre el pan, diciendo: corpus, y otra sobre el vino, diciendo: sanguis, para significar el acto próximo de la transubstanciación respectiva en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.

Quam Oblationem… La cual oblación te suplicamos, oh Dios, te dignes hacerla en todo ben+dita, apro+bada, confir+mada, razonable y agradable, a fin de que se convierta para nosotros en el cuer+po y la san+gre de tu amadísimo Hijo, Señor nuestro, Jesucristo.

La Iglesia expresa en esta fórmula su voluntad formal de consagrar el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre; de manera que el relato de la Cena que sigue no es una simple lectura histórica, como la de los Evangelios de la Pasión durante la Semana Santa.

Esta oblación, por la cual será transubstanciada en el mismo Jesucristo, será verdaderamente bendita (benedictam) e irrevocablemente (ratam) aceptada (adscriptam, acceptabilem). De modo que, unidos con Cristo, que va a entregarse a nosotros (fiat nobis), podremos «ofrecernos como una hostia viva, santa, agradable a Dios, en un culto espiritual o racional, rationabilem». (Rom. XII, 1).

Qui pridie: transubstanciación del pan en el Cuerpo de Jesús

Durante todo el curso de su vida se ofreció Jesucristo interiormente a su Padre; mas esta Oblación no fue un verdadero sacrificio sino cuando se expresó por un acto sacrificatorio externo; este acto sacrificial, sublime entre todos, Jesús lo realizó en dos ocasiones durante su vida terrestre: en la Última Cena y en el Calvario.

En la Última Cena, Pontífice por excelencia según el orden de Melquisedec, tomó pan del cual cambió la substancia en la substancia de su Cuerpo. Después al fin de la cena, tomó vino y también cambió su substancia, pero esta vez en la substancia de su Sangre, indicando por este rito sacrificial, esencialmente sacramental (signo eficaz) de su muerte en la Cruz, que ofrecía a Dios su vida por salvar a los hombres.

En el Calvario, Sumo Sacerdote, cuyo sacrificio fue figurado por los sacrificios cruentos del Sacerdocio de Aarón, derramó efectivamente toda su Sangre. Y su sacrificio fue voluntario, aceptó libremente la muerte en la Cruz. Dice Santo Tomás: “Cristo se ofreció voluntariamente a la pasión y por esta razón es Hostia”. (III, q. 22, a. 2).

El sacrificio del Cenáculo y el del Calvario son esencialmente un solo y único sacrificio, ya que, en presencia de sus Apóstoles, fue la oblación que de sí mismo iba a efectuar en la Cruz la que ofreció Cristo con anticipación a su Padre, realizándola de un modo sacramental.

Efectivamente, la Eucaristía es ante todo un sacrificio ofrecido a Dios, y como tal es el Sacramento o el signo eficaz de la Pasión. Porque, efectuando las dos consagraciones, cuyos efectos directos son diferentes, el divino Salvador hizo sacramentalmente (ya que el Sacramento es un signo eficaz) la separación de su Sangre de su Cuerpo, que realmente se realizaría el día siguiente.

El del Cenáculo fue, pues, un verdadero sacrificio en el cual Cristo hizo en realidad la oblación total de su Persona por el rito de la doble Consagración sacramental; rito que consistía en ofrecer con anticipación la inmolación sangrienta del Calvario, realizándola de un modo sacramental e incruento.

La Misa difiere del Sacrificio del Cenáculo sólo porque Jesucristo realiza esta doble transubstanciación por el ministerio de su Iglesia, y porque los sacerdotes, que obran como instrumentos del Sumo Sacerdote, ofrecen sacramentalmente a Dios, no ya la Víctima que va a inmolarse en la Cruz, sino la misma Víctima que otrora se inmolara.

Al instituir la Sagrada Eucaristía, Jesucristo dejó, pues, a su Iglesia un sacrificio visible, instrumento del Pontífice de la Ley Nueva, por el cual Ella ofrece por su orden y con una actualidad siempre nueva, el mismo y único sacrificio redentor.

En el Cenáculo, en el Calvario, en nuestras iglesias, es el mismo Sacerdote que inmola la misma Víctima por la separación, ya física (Calvario), ya sacramental (Cenáculo, Misa) del mismo Cuerpo y de la misma Sangre. De modo que, en el momento de la Consagración, Jesucristo ejerce esencialmente el mismo acto sacerdotal y sacrificial que en el Gólgota.

Continúa la misma oblación de sí mismo, «solamente difiere en la manera de ofrecerla» (Concilio Tridentino). Por eso el sacerdote realiza en el momento de la Consagración los mismos movimientos y las mismas palabras de Jesús cuando consagró el pan y el vino en el Cenáculo.

Las dos fórmulas de consagración del misal romano se componen de elementos suministrados por San Pablo (I Cor. XI), por los Evangelistas y por la Tradición:

Qui pridie… El cual, la víspera de su pasión (el sacerdote purifica los dedos en el corporal), tomó el pan en sus santas y venerables manos (toma la hostia), y, levantados sus ojos al cielo, a Ti, Dios Padre suyo todopoderoso (levanta los ojos al cielo), dándote gracias (inclina la cabeza), lo bendijo (hace la señal de la cruz sobre la Hostia), lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: tomad y comed todos de él.

Teniendo la Hostia con ambas manos con el pulgar y el índice, profiere las palabras de la consagración secreta, distinta y atentamente sobre la Hostia.

ESTO ES EN EFECTO MI CUERPO

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El sacerdote hace la genuflexión, adorando el Cuerpo de Nuestro Señor, presente verdadera, real y substancialmente bajo las apariencias del pan, juntamente con su Sangre, Alma y Divinidad.

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Luego eleva la Sagrada Hostia.

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La elevación de las Sagradas Especies después de la Consagración es una profesión de fe contra los herejes que niegan la presencia real.

San Pío X concedió una indulgencia de siete años y siete cuarentenas a los que mirando la Hostia y el Cáliz dijeren como Santo Tomás: Dominus meus et Deus meus (Señor mío y Dios mío).

El sacerdote deposita la Sagrada Hostia sobre el corporal y nuevamente se arrodilla.

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Simili modo: transubstanciación del vino en la Sangre de Jesús

Después el sacerdote consagra el Cáliz, que contiene el vino, porque para renovar el rito de la Última Cena, tal como lo instituyó Jesucristo, es necesario que la Eucaristía sea a la vez el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

En efecto, aunque por concomitancia Jesucristo está presente todo entero bajo las especies del pan después de la primera consagración, sin embargo, la Hostia es, en virtud de las palabras de la consagración, el Cuerpo de Cristo.

Es necesaria una segunda transubstanciación, la del vino, para que también se dé la presencia de la Sangre de Cristo.

Es lo que hizo Jesús. Merced a estos dos modos de un mismo y único Sacramento, la Sagrada Eucaristía, la muerte del Salvador está muy expresivamente significada y ofrecida sacramentalmente en el altar.

Dice Santo Tomás: “La representación de la Pasión se efectúa en la Consagración misma del Sacramento, en la cual no se debe consagrar el cuerpo sin consagrar la sangre» (III, q. 80, a. 12, ad 3).

La Sangre consagrada separadamente del Cuerpo representa de un modo expreso la Pasión de Cristo porque la separación de la Sangre del Cuerpo se efectuó por la Pasión. Dice Santo Tomás: “Puesto que la sangre consagrada por separado representa claramente la pasión de Cristo, el efecto de la pasión debía ser mencionado mejor en la consagración de la sangre que en la consagración del cuerpo, que es el que padeció”. (III. q. 78, a. 3, ad 2).

La doble Consagración es, pues, el centro mismo del Santo Sacrificio del Altar.

Dejemos a Pío XII, en su Encíclica Mediator Dei, sintetizar esta doctrina:

El Augusto Sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que hizo en la Cruz, ofreciéndose al Padre como víctima gratísima. «Una sola y la misma es la víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de ofrecerse».

Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona es representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, se asemeja al Sumo Sacerdote, y tiene el poder de obrar en virtud y en la persona del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, en cierto modo, «presta a Cristo su lengua y le ofrece su mano».

Idéntica asimismo es la víctima, es a saber, el Redentor Divino, según su naturaleza humana y en la verdad de su Cuerpo y su Sangre.

Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la Cruz, Él se ofreció a Dios totalmente, con todos sus sufrimientos; pero esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá ya dominio sobre Él», y por eso la efusión de la sangre es imposible; con todo, la divina sabiduría halló un medio admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su Sangre; y las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo la representación conmemorativa de la muerte que realmente sucedió en el Calvario se repite en cada uno de los Sacrificios del altar, ya que la separación de los símbolos índica que Jesucristo está en estado de víctima.

Por la efusión de su Sangre nos redimió Jesucristo; la actualización sacramental de esta efusión en los altares debe ser, pues, el objeto principal de nuestra preocupación en la Misa.

La segunda fórmula de consagración, más detallada que la primera, nos invita a ello particularmente:

Simili modo… De un modo semejante, acabada la cena (el sacerdote toma el cáliz), tomando este excelente cáliz en sus Santas y venerables manos; (inclina la cabeza) dándote igualmente gracias, lo bendijo (hace la señal de la cruz sobre el cáliz) y dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y bebed todos de él.

Profiere las palabras de la consagración sobre el cáliz atenta, continuada y secretamente, teniéndolo un poco elevado.

ESTE ES EN EFECTO EL CÁLIZ DE MI SANGRE,

DEL NUEVO Y ETERNO TESTAMENTO, MISTERIO DE FE,

QUE SERÁ DERRAMADA POR VOSOTROS Y POR MUCHOS

PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS

Pronunciadas estas palabras, depone el Cáliz sobre el corporal, y dice en secreto:

Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria de mí.

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El sacerdote hace la genuflexión, adorando la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor, presente verdadera, real y substancialmente bajo las apariencias del vino, juntamente con su Cuerpo, Alma y Divinidad.

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Luego eleva el Cáliz.

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El sacerdote deposita el Cáliz sobre el corporal y nuevamente se arrodilla.

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Mediador de la Nueva y Eterna alianza que Dios establece con los cristianos, Jesucristo ofreció en sus manos el Cáliz que contiene su propia Sangre, la misma que derramará en el Calvario, la misma que estará en todos los Cálices de todas las Misas válidamente celebradas.

Es por consiguiente de suma importancia que, en el momento en que Jesucristo se inmola sacramentalmente en nuestros altares, nos inmolemos también juntos con Él y no pongamos obstáculos a nuestra incorporación a Jesús.

Unde et memores: oblación de la Víctima sacrificada sacramentalmente

Por orden de Jesucristo la Iglesia renueva el Sacrificio de Nuestro Señor y evoca en él los misterios por los cuales el Salvador efectuó nuestra redención.

El sacerdote sigue: Por tanto, Señor,… en memoria… ofrecemos… Son éstos los dos motivos de la oración de la Iglesia en este instante:

Unde et memores… Por tanto, Señor, nosotros siervos tuyos, y también tu pueblo santo, en memoria de la bienaventurada pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, como de su resurrección de entre los muertos, y también de su gloriosa ascensión a los cielos: ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus mismos dones y dádivas esta Hostia + pura, Hostia + santa, Hostia + inmaculada; el Pan + santo de la vida eterna y el Cáliz + de perpetua Salvación.

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Después de haber inmolado sacramentalmente la Víctima en el Altar, la Iglesia la ofrece a Dios. Es el fin esencial de la oración Unde et memores y de las dos siguientes Supra quæ, y Supplices, que constituyen un todo único, según lo indican textos antiguos y por su conclusión única: Per Christum Dominum nostrum.

El Unde et memores es también el comentario y la ejecución de la orden de Jesucristo a sus Apóstoles: “Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria de mí”, prescripción dada por Jesús en el momento en que iba a morir y volver a su Padre y que repite la Iglesia inmediatamente después de la segunda fórmula consagratoria, la del vino.

Puede interpretarse así: Instituyo este Sacrificio y Sacramento Eucarístico y os constituyo los ministros del mismo, a fin de que pueda continuar, por medio de vosotros, que os habéis entregado a mi servicio como sacerdotes (nos servi tui), la obra de la redención del género humano; porque es para que devuelva a mi Padre a todos sus hijos pródigos, incorporándolos a mi Cuerpo Místico (sed plebs tua sancta) para lo que el Padre me ha enviado. Esta obra de salvación y de santificación va a ser realizada por mí como Cabeza de toda la humanidad, ya que por mi muerte en la Cruz voy a expiar por todos los pecados de todos los hombres, y por mi resurrección y mi ascensión voy a introduciros de derecho en el reino de mi Padre. Renovad, pues, lo que acabo de hacer: es decir, ofrecedme al Padre consagrando el pan y el vino; incorporad luego las almas, el pueblo santo, a esta oblación, dándoles este Pan sagrado como comida espiritual y haciéndoles beber el Cáliz de la eterna salvación.

El Sacrificador, dice San Pablo, es por excelencia “un Pontífice Santo, inocente, inmaculado” (Heb. VII, 26), y su ofrenda, añade la Iglesia, es por excelencia “una hostia pura, santa, inmaculada”. Dios aceptará, pues, este sacrificio como agradable.

Supra quæ… — Supplices…: aceptación de la Víctima por Dios

Existe sólo un Sacerdocio y un Sacrificio en la religión católica; y, del mismo modo que en el Cenáculo y en el Calvario, en el Altar Jesucristo es el Sumo Sacerdote y la Víctima.

Y puesto que Dios pone todas sus complacencias en su Hijo, la Santa Misa le es infinitamente agradable. Así se explica por qué la Iglesia juzga necesario pedirle con insistencia en el Supra quæ y en el Supplices que sea aceptada favorablemente la oblación.

Y la Iglesia muestra su ardiente deseo nombrando a los tres grandes Sacrificadores:

Supra quæ… Hacia los cuales dígnate, Señor, mirar con rostro propicio y sereno, y aceptarlos, así como te dignaste aceptar los dones de tu siervo el inocente Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquisedec: sacrificio santo, hostia inmaculada.

La ofrenda que Jesucristo hace de sí mismo en el altar por sus sacerdotes se identifica con la que el mismo Cordero “como inmolado» (Apoc. V. 6) hace, en unión con todos los Santos en el altar Celestial ante el trono de la Majestad divina. Pero será agradable a Dios la oblación, si nosotros mismos nos ofrecemos verdaderamente en unión con Cristo como lo hacen todos los miembros de su Cuerpo Místico, los Ángeles y los Santos en la Jerusalén celestial.

Por eso, evocando la visión del Ángel, que ofrece a Dios a la derecha del altar de oro la oración de los Santos como un incienso de suavísimo olor (Apoc. VIII, 34) el celebrante, profundamente inclinado, pide que nuestra ofrenda, apoyada en los méritos de Cristo, presente a la vez en los dos altares, obtenga las más abundantes gracias a aquellos que participarán por la Comunión de la tierra en el sacrificio aceptado por Dios en los Cielos (el sacerdote besa el altar de la tierra, símbolo del altar del Cielo).

Supplices… Te rogamos con todo rendimiento, omnipotente Dios, mandes sean llevados estos dones por las manos de tu Santo Ángel a tu sublime Altar, ante la presencia de tu divina Majestad; para que todos los que participando de este Altar, recibiéremos el sacrosanto Cuer+po y San+gre de tu Hijo, seamos llenos de toda bendición celestial y gracia. Por el mismo Cristo, Señor nuestro. Amén.

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Memento de los difuntos: aplicación del sacrificio a la Iglesia Purgante

Antes de la Consagración, la Iglesia interrumpió la oración de acción de gracias (Prefacio, Sanctus, Benedictus) con una oración de intercesión (Te igitur, 1er. Memento, Communicantes), que es otra manera de proclamar los beneficios de la Redención.

Después de la Consagración, se interrumpe igualmente la Acción sacrificial (Qui pridie, Simili modo, Unde et memores, Supra quæ, Supplices) con dos plegarias: 2° Memento, Nobis quoque peccatoribus, que exaltan también la bondad de Aquél que nos llama a la bienaventuranza eterna.

La Iglesia militante, purgante y triunfante, siendo la Esposa y el Cuerpo Místico de Cristo, todos sus miembros, unidos espiritualmente a su Cabeza, pueden beneficiarse del Sacrificio que Jesucristo ofrece sin cesar en el altar por el ministerio de sus sacerdotes.

Por eso, desde su origen, todas las liturgias han hecho mención en la misma, no sólo de los vivos y de los Santos, sino también de los Difuntos. La razón que de ello da San Agustín (a fines del siglo IV) es precisamente “Porque a las almas de los fieles difuntos no las apartan ni separan de la Iglesia, la cual igualmente ahora es reino de Cristo. Porque de otra manera no se hiciera memoria de ellos en el altar de Dios, en la comunión del Cuerpo de Cristo … ¿Y por qué se hacen estas cosas, sino porque también los fieles difuntos son miembros suyos? (De Civ. Dei L. XX. C. 9).

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Memento etiam… Acuérdate también (el Memento de los Difuntos se enlaza íntimamente con el de los Vivos), Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y duermen ya el sueño de la paz. Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los que descansan en Cristo les concedas el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz. Por el mismo Cristo, Señor nuestro. Amén.

En el Ofertorio la Iglesia ofrece “la Hostia inmaculada por todos los cristianos vivos y difuntos y que sea provechosa para su salvación y para la vida eterna”.

Egresados de este mundo sin antes haber satisfecho plenamente por las penas temporales merecidas por sus pecados, deben estas almas purificarse expiando hasta que sea plenamente satisfecha la justicia de Dios, porque nada que sea manchado puede entrar en el Cielo.

La Iglesia puede abreviar el tiempo de su purificación. Lo puede, dice el concilio de Trento, “sobre todo por medio del precioso sacrificio del altar”. Nada hay, en efecto, más eficaz para obtener el favor de Dios, alcanzar misericordia para la remisión de sus penas (ut indulgeas deprecamur), que dirigirle nuestras plegarias ofreciéndole el Sacrificio de la Sangre de Jesucristo para saldar sus deudas. “Las penas de los difuntos por cuya intención se ofrece la Misa o que el sacerdote recomienda de un modo especial, dice San Gregorio, están suspendidas o disminuidas durante este mismo tiempo” (Dial. VI, 56).

¡Cuántas Almas del Purgatorio reciben así consuelo o son introducidas por los Ángeles en el Cielo! La Santa Misa es el medio más eficaz para que se realice en favor de las Almas benditas el texto de San Pablo: “Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla purificándola en el bautismo de agua con la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante sino siendo santa e inmaculada”. (Eph. V, 2527).

Nobis quoque peccatoribus: aplicación del sacrificio a la Iglesia Militante

Después de ofrecer la Sangre de Cristo por los Difuntos, el sacerdote, hiriéndose el pecho en señal de contrición, la ofrece también por nosotros, pobres pecadores.

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La Iglesia militante, en efecto, y la Iglesia purgante deben reunirse un día con la Iglesia triunfante en el Reino de Jesucristo y de su Padre.

Pedir a Dios infinitamente misericordioso y liberal (de multitudine miserationum tuarum; sed veniæ largitor), se digne admitirnos a nosotros pecadores (nobis peccatoribus), que no lo merecemos, (non estimator meriti) en la sociedad de los elegidos, (intra quorun consortium) gracias a los méritos de la Sangre de Cristo (per Christum Dominum nostrum), es el fin del Nobis quoque peccatoribus, cuya lista de los Santos invocados hace continuación a la del Communicantes.

Nobis quoque peccatoribus: también a nosotros pecadores, siervos tuyos que esperamos en la abundancia de tus misericordias, dígnate darnos siquiera alguna partecita y vivir en compañía de tus santos Apóstoles y Mártires: Juan (el Precursor, nombrado el primero como la Virgen en la otra lista), Esteban (diácono), Matías (apóstol), Bernabé (discípulo), Ignacio (Obispo mártir), Alejandro (Papa), Marcelino (presbítero), Pedro (exorcista), (es decir, 7 mártires). Felicitas y Perpetua (madres cristianas), Águeda (de Catania), Lucía (de Siracusa), Inés, Cecilia, Anastasia (vírgenes) (es decir, 7 mártires); y de todos tus Santos, en cuya compañía te pedimos nos recibas, no como apreciados de méritos sino como perdonador que eres de nuestras culpas. Por Cristo, Señor nuestro.

La Misa, siendo un Sacrificio por el cual Jesucristo ofrece nuevamente por el ministerio de sus sacerdotes y de un modo incruento el Sacrificio cruento de la Cruz, esta oblación sacramental tiene toda la virtud propiciatoria del Calvario.

Por eso declara el Concilio de Trento: “Si alguien dijere que el sacrificio de la Misa no es un sacrificio de propiciación, sea anatema”.

Y el Catecismo Romano añade: “El Sacrificio de la Misa es un verdadero sacrificio de propiciación que aplaca a Dios y nos atrae sus favores. Si pues inmolamos y ofrecemos esta Victima Santísima con un corazón puro, con fe viva y dolor sincero de nuestros pecados, obtendremos infaliblemente la misericordia del Señor y el auxilio de su gracia en nuestras necesidades. El olor suavísimo que se exhala de este sacrificio es tan agradable a su Divina Majestad que nos concede los dones de la gracia y del arrepentimiento y nos perdona nuestros pecados” (C. 20).

La oblación de la Sangre de Cristo en el altar es el mejor medio para alcanzar gracias de conversión para los pecadores aun los más empedernidos. «Aplacado por la ofrenda de este sacrificio, sigue el Concilio de Trento, el Señor otorga la gracia y el don de la penitencia y perdona los pecados y los crímenes, aun los más horribles» (SS. XXII, C. 1).

En cuanto a las penas debidas por nuestros pecados, proporcionalmente a nuestras disposiciones actuales, son satisfechas ante la justicia de Dios por la ofrenda de las expiaciones de Jesucristo a las que se añaden las de los Santos, particularmente de los mencionados más arriba y que son por lo tanto también glorificados porque contribuyen a nuestra Salvación. “Nuestro Señor Jesucristo, dice el Catecismo Romano, instituyó la Eucaristía a fin de que la Iglesia posea un sacrificio perpetuo capaz de expiar nuestros pecados y por el cual nuestro Padre celestial tan gravemente ofendido por nuestras iniquidades, trueque su justa cólera en misericordia y los justos rigores del castigo en clemencia” (C. 20).

Per quem… — Per ipsum…: conclusión del Canon

La gran oración de acción de gracias empezada en el Prefacio se termina por una fórmula de glorificación o doxología. La Iglesia, después de haber dirigido a Dios sus acciones de gracias por la obra de la Redención (Prefacio), y haberle ofrecido por el sacrificio eucarístico la misma gloria que Cristo le ofreciera en el Calvario (Consagración), y que continúa ofreciendo en el Cielo (Supplices), termina el Canon diciendo:

Per quem… Por el cual creas siempre, Señor, todos estos bienes, los santificas, los vivificas, los ben+dices y nos los repartes.

En el momento en que termina la oración del Canon, la Santa Iglesia proclama que, por Nuestro Señor Jesucristo, Dios nos concede todas las gracias y recibe toda gloria.

Per ipsum… Por Él + mismo, y con Él + mismo, y en Él + mismo, a ti, Dios Padre + todopoderoso, en unidad del Espíritu + Santo (te sea dada) toda honra y gloria, por todos los siglos de los siglos. Amén.

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Esta doxología es el coronamiento del Sacrificio.

Luego de trazar cinco signos de Cruz sobre el Cáliz con la Hostia Santa, el sacerdote ofrece de nuevo a nuestras adoraciones la Sagrada Víctima, durante la Elevación menor.

Continuará…