DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA
Con este Domingo de Septuagésima comenzamos la preparación, remota y pausada, de la Cuaresma; la cual, a su vez, nos dispondrá para la Gran Semana del Año Litúrgico, que nos hace conmemorar la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Es sumamente conveniente que nos preparemos por medio de una buena Confesión y una sincera penitencia, que manifiesten una profunda contrición, un verdadero dolor de los pecados y un firme propósito de enmienda.
La meditación de la Epístola de este Domingo, tomada de la Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, nos puede ayudar para obtener este fin:
¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado. No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios.
Después del deseo de la corona incorruptible, uno de los primeros cuidados que debemos tener es el de alcanzar el perdón de nuestros pecados por medio de la penitencia, tanto la sacramental, como la personal, de modo que no formemos parte de aquellos que no son del agrado de Dios…
Ahora bien, en orden a la confesión y al cambio de vida que propongo, es conveniente saber que de nuestros pecados podemos dolernos por uno de estos cuatro motivos:
— Por ser ofensa de Dios, que debe ser amado y reverenciado.
— Por la fealdad misma del pecado.
— Por el amor del premio perdido.
— Por el temor de las penas merecidas.
El primer motivo es el más perfecto, pues encierra en sí el amor de Dios sobre todas las cosas. Si el penitente formula la intención de recibir el Sacramento de la Penitencia, este acto de contrición perfecta le restituye la gracia santificante perdida por el pecado mortal.
Los otros tres motivos hacen imperfecta la contrición. Por eso la llamamos atrición, la cual, si conlleva el propósito de enmienda, es suficiente para recibir el Sacramento de la Penitencia, el cual es indispensable en este caso para alcanzar el perdón de los pecados.
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El temor de la pena tiene gran fuerza para compungir a los pecadores y hacerlos volver sobre sí y concebir el dolor por sus pecados.
Es el caso de un niño que ofendió a su madre, y se arrepiente de haberlo hecho ante la inminencia del castigo.
Nuestro Señor y sus Santos usaron de este motivo para despertar a penitencia a los pecadores.
No es menos eficaz el temor de perder el premio de la eterna gloria. Si suelen los hombres quedar con gran pena y tristeza cuando han perdido por su culpa alguna honra o ganancia, ¡¿qué pena y qué tristeza no sentirá nuestro corazón cuando veamos que hemos perdido bienes inefables y eternos?!
El amor de la gloria eterna y el temor de perderla es un motivo más noble para arrepentirse de las culpas que el simple temor del castigo. Pero no siempre es más eficaz.
Pío XII lo expresa de esta manera: Sin duda, el deseo del Cielo es en sí mismo un motivo más perfecto que el temor de las penas eternas, pero no se sigue de ello que sea siempre el más eficaz para alejar a los pecadores del pecado y conducirlos a Dios.
Las madres conocen por experiencia lo que enseña esta doctrina. Ellas saben que es mucho más noble y perfecto que sus hijitos las obedezcan por amor y no crucen solos la avenida para no contristarlas… Pero también saben que, muchas veces, el temor al “chancletazo” salvó la vida de su hijo un tanto rebelde…
De estos dos motivos de arrepentimiento y penitencia, San Gregorio dice así: Dos maneras hay de compunción: porque primero el alma se compunge por temor, y después por amor. Al principio se resuelve en lágrimas; porque, cuando se acuerda de sus pecados, teme que ha de padecer por ellos los tormentos eternos. Pero cuando, después de haber llorado y padecido congoja y tristeza, se le va disminuyendo el temor, nace en ella cierta confianza y seguridad del perdón y se enciende en el amor y deseo de los gozos celestiales. Y la que primero lloraba por el temor del tormento, empieza a llorar porque se le dilata la posesión del Reino.
El primer motivo de penitencia, el temor de las penas, nace del amor de sí mismo; el segundo, el amor del premio, nace del deseo de la gloria.
Pero, en definitiva, se reducen a lo mismo, porque no hay término medio entre penar para siempre y reinar eternamente.
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Aquí viene al caso recordar el famoso soneto que dice:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Este soneto nos lleva al primer motivo de dolor del pecado, por ser ofensa de Dios, pero entre medio está, implícitamente, el que nace de la fealdad que el pecado tiene en sí mismo, aunque no estuviese prohibido ni castigado por Dios.
Este motivo es eficacísimo en los ánimos tranquilos y desapasionados; porque la fealdad que el pecado tiene en su misma naturaleza es tal y tanta que, aunque no fuera prohibido por la ley de Dios, y aunque por él no se perdiera el Cielo ni se mereciera el Infierno, por su propia fealdad y bajeza es digno de todo aborrecimiento.
La raíz de esta fealdad consiste en que no hay otra cosa más conforme a la naturaleza del hombre que obrar según lo que dicta la razón, y todo pecado es contrario a la razón.
Se sigue, claramente, que todo pecado es contrario a la naturaleza del hombre, y que lo rebaja de su dignidad natural, haciéndole semejante a las bestias.
Hay otros dos motivos muy particulares para aborrecer el pecado, nacidos de su deformidad; el primero, es la inquietud de la conciencia; el segundo, la vergüenza y confusión que trae consigo.
La inquietud no nace solamente del temor de la pena, sino del mismo desorden de las acciones, así como de la oposición que se hace a la razón. Esto es gran pena, y muy grande; y bastaría, aunque no hubiera otra.
No es menor la vergüenza que trae consigo el pecado. Es testimonio grande de haber derribado al hombre de su natural dignidad.
La vergüenza con que procuran los hombres esconder sus culpas, es gran indicio de su fealdad, y no pequeño motivo para dolerse de ellas.
Pensemos en cómo se intenta disimular u ocultar un defecto físico o una deformidad…
El hecho de que hoy se exhiban los pecados más vergonzosos y se haga alarde de las deformidades espirituales más horribles…, es un signo de la decadencia de la sociedad que ha perdido la noción del pecado y de Dios…
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El primer motivo de dolor, por ser el pecado ofensa de Dios, es el más perfecto; y el dolor que procede de él es el que llamamos, con todo rigor, contrición perfecta.
Consiste en aborrecer el pecado, no por el temor de la pena, no por el amor del premio, no por la fealdad moral del pecado, sino únicamente por la deformidad de ser contra Dios, el cual merece sobre todas las cosas se servido y amado…
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
El alma dice: ¡Oh Dios mío!, sépanlo o no lo sepan los hombres…; condenen o excusen mi mal obrar…; esté yo libre de la pena del Infierno y, si puede ser, seguro del premio de la gloria…, nada de esto me da por ahora cuidado; y solamente me aflige el haber pecado contra Ti…
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Cuando el alma se eleva al conocimiento de Dios y al agradecimiento de su divina Majestad y Bondad, y de cuánto merece ser amado y servido; y se mueve entonces a aborrecer el pecado por ser ofensa de este Señor, más que por otra ninguna fealdad que tenga en sí, o daño que le pueda acaecer, ésta se llama verdadera contrición o contrición perfecta. Sobre ella volveremos más adelante.
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Destaquemos por ahora que, aunque Dios puede inspirar desde el principio de la conversión un dolor de los pecados tan perfecto que llegue a ser verdadera contrición; por lo común va inspirando los motivos del dolor gradualmente.
La razón es que, en los comienzos, el hombre está tan materializado y tan inclinado a sí mismo, que ninguna cosa siente sino su propio daño y su provecho personal.
Como el hombre animal, como le llama San Pablo, se gobierna sólo por los sentidos, no le mueven tanto los gozos de la Gloria, cuanto le espantan los tormentos del Infierno.
Comenzamos a no pecar más mortalmente de veras cuando la dureza de nuestro corazón se quebranta con el temor de los castigos. Entonces salimos del Infierno, y respiramos con la esperanza del perdón después de las lágrimas de la penitencia.
Y esta experiencia del consuelo interior que siente el alma cuando se ve desahogada y dilatada con la esperanza, la va como desviando de todos los amores y gustos de la carne, y abriéndole los ojos para conocer y estimar los deleites del espíritu.
De este modo, el que antes aborrecía los pecados por el temor de la pena, los detesta ahora mucho más por el amor de la Gloria.
Viene luego el segundo de los motivos, más perfecto que los otros dos, a saber, la fealdad que tiene el pecado en sí mismo. Porque considerando el hombre su dignidad y el fin tan elevado al que ha sido destinado, doliéndose de haberse privado por sus culpas de una y otro, empieza a avergonzarse de que, habiendo sido creado para ser compañero de los Ángeles, se ha hecho semejante a las bestias.
Ya no se mueve tanto a arrepentirse de sus pecados por el temor de su daño, ni por el amor de su provecho, sino por el desorden de sus acciones.
Cuando uno ha llegado a esta disposición, está muy cerca de que Dios le dé luz para conocer que la mayor deformidad que tiene el pecado es ser una ofensa al mismo Dios, que por tantos motivos debe ser reverenciado y amado sobre todas las cosas.
En ese momento, la voluntad, movida por la gracia, se esfuerza en practicar ese amor y esa reverencia, y aborrece lo que ha hecho movida solamente por el amor y obligaciones que tiene para con Dios.
Esta es la contrición perfecta.
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Como este tema es muy importante, nos vamos a detener un poco más en él.
La contrición perfecta es la contrición basada en motivos de amor de Dios, mientras que la contrición imperfecta o atrición es la que se basa en motivos de temor de Dios.
La contrición perfecta es la que dimana del amor perfecto de Dios. Ahora bien, nuestro amor a Dios es perfecto si le amamos por ser Él infinitamente perfecto e infinitamente bueno (amor de benevolencia), o porque Él nos ha mostrado su amor de un modo tan admirable (amor de gratitud).
Nuestro amor de Dios es imperfecto si le amamos porque esperamos algo de Él (amor de concupiscencia).
Para que quede claro, en el amor imperfecto pensamos sobre todo en los favores recibidos de Dios; mientras que en el amor perfecto pensamos sobre todo en la bondad de Aquel que nos brinda esos favores.
Ahora bien, como del amor dimana la contrición, nuestra contrición será perfecta si nos arrepentimos de nuestros pecados en razón del amor perfecto de Dios, sea por benevolencia, sea por gratitud; y será imperfecta si nos arrepentimos de nuestras faltas por temor de Dios, sea porque el pecado nos ha hecho perder el premio que se nos prometía, a saber, el Cielo; o porque nos hemos ganado el castigo impuesto al pecador: el Infierno o el Purgatorio.
En la contrición imperfecta pensamos particularmente en nosotros mismos y en los males que nos acarrea el pecado, según la luz de la Fe.
En la contrición perfecta pensamos especialmente en Dios, su grandeza, su belleza, su amor y su bondad; consideramos el pecado como una ofensa y como que ha sido la causa de los tantos sufrimientos padecidos para redimirnos.
Deseamos no sólo nuestro bien, sino más bien el de Dios.
Tal es el sentido de la fórmula: Me arrepiento de todo corazón porque Tú eres infinitamente amable y deploras el pecado.
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¿Qué efectos produce la contrición perfecta?
En el Concilio de Trento, la Iglesia, al explicar las principales verdades disputadas por los herejes, declara que la contrición perfecta, que procede del amor de Dios, justifica al hombre y lo reconcilia con Dios aún antes de la recepción del sacramento de la penitencia.
Sin embargo, debe tomar la resolución de confesarse en tiempo oportuno.
Al pecador, cada vez que hace un acto de contrición perfecta, se le remiten inmediatamente las penas del infierno, recobra todos sus méritos pasados, se convierte de enemigo de Dios en su hijo adoptivo y coheredero del cielo.
Al justo, que goza del estado de gracia, la contrición perfecta le aumenta y fortalece la gracia, le borra los pecados veniales que ha detestado, le aumenta el verdadero amor de Dios.
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Pero entonces, dirá alguno: si la contrición perfecta borra los pecados, ¿para qué confesarlos después?
La contrición perfecta no produce sus efectos independientemente de la confesión, ya que la contrición perfecta supone, precisamente, el firme propósito de confesar los pecados de los cuales se arrepiente; y esto, porque confesar, al menos, todos los pecados mortales es una ley de inmutable de Jesucristo.
Tal vez alguno esté tentado de pensar: Si es así de fácil obtener la remisión de los pecados por medio de la contrición perfecta, no tengo por qué preocuparme por la confesión. Pecaré sin escrúpulo y estaré descargado de la deuda del pecado con un acto de contrición perfecta.
Cualquiera que pensara de ese modo no tendría ni una sombra de contrición perfecta. Ese no amaría a Dios sobre todas las cosas, ya que no tendría el serio deseo de romper con el pecado y cambiar de vida, condición requerida por igual para la confesión y para la contrición perfecta.
Quien verdaderamente tiene contrición perfecta está enteramente resuelto a renunciar al pecado mortal; se limpiará tan pronto como le fuere posible en el sacramento de la Penitencia; y, por su buena voluntad ayudada por la gracia de Dios, se guardará de pecar y se robustecerá más y más en el feliz estado de hijo de Dios.
Pero el caso es muy distinto para quienes usan la contrición perfecta como un medio para pecar con impunidad: ellos convierten el remedio divino del arrepentimiento perfecto en un veneno infernal.
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Comencemos, pues, hoy mismo a considerar nuestros pecados; detengámonos en el punto en que se halla nuestra alma y por donde Dios quiere hacerla avanzar: ¿Temor del Infierno? ¿Deseo del Cielo? ¿Fealdad del pecado? ¿Amor puro de Dios?
Durante este tiempo de Septuagésima, y luego durante la Cuaresma, hagamos un profundo examen de conciencia, examinemos nuestra alma, consideremos las faltas y pecados habituales…
Tratemos de despertar en nosotros un vivo dolor y arrepentimiento, proponiendo hacer una buena confesión por medio de un serio y eficaz propósito de enmienda…
Hagamos penitencia por nuestros pecados…
Vayamos pensando desde ahora en la ceremonia del Miércoles de Ceniza y lo que ella encierra. Memento homo quia pulvis es, et in pulverem reverteris…
Y recordemos la lección de hoy de San Pablo:
¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis!
Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual… Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios.