Conservando los restos
BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN
Narrado por Fabián Vázquez (trece minutos)
BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN
porque ellos serán consolados.
(San Mateo, V, 5)
BEATI QUI LUGENT
Te confieso, Señor, que estas palabras me parecen duras. Hasta me han llegado a infundir pavor. No me he atrevido a mirarlas de frente. Me parecían irreales e inquietantes, como un fantasma.
Cuando la muerte viene a arrebatar a una madre sus hijos, no puedo decir que esa madre que llora sea feliz; cuando contemplo a esos niñitos tuberculosos reclinando su cabecita tan pálida y tan débil sobre la blancura de sus almohadas, no me atrevo a decir que vayan a colmar de felicidad a sus padres que sollozan.
Yo, Dios mío, que he tenido que consolar tantos duelos, os pregunto: ¿Podríamos, sin pecar de crueles, lanzar tu mensaje por encima de todas esas aflicciones, y felicitar en la hora de los pésames? Bien sé que ese Beati excitaría rebeldías y sonaría como una burla, hiriendo los verdaderos sufrimientos.
Es cierto, Dios mío, que sufrimos mucho en esta tierra, y si la raza de los hombres nunca ha cesado de llorar, es porque la muerte, bajo todas sus formas, no cesa de golpear fuerte. Yo quisiera que entrases conmigo en esa cámara, en la que hermanos y hermanas, el padre y la madre, están derramando lágrimas; quisiera que visitases conmigo esa habitación —la conozco muy bien— de la que los hijos, uno después de otro, han ido saliendo en ataúdes cada vez más largos.
¿Es ésta una morada dichosa? ¿Por qué, pues, quitar a esos desgraciados esa cosa a la que se aferran en su desgracia: el derecho de llorar su pena? Me parece que sería la mayor torpeza decirles que se les envidia y que no saben la dicha que tienen.
Dime, Tú que enseñaste en otro tiempo a tus apóstoles en secreto el sentido oculto de las parábolas, enséñame el significado de tus extrañas fórmulas, y quita el escándalo de estas espantosas paradojas. Sospecho que hasta ahora no he comprendido nada de la felicidad de las lágrimas, y siempre estoy dispuesto a sacar como conclusión, cuando no entiendo algo, que se trata de algo incomprensible.
Beati qui lugent. Se puede, pues, llorar sin ser culpable o mediocre. Las lágrimas no descalifican a nadie. Me parece que en la época en que hablabas desde la montaña, el mundo de entonces no lo entendía así. Las lágrimas eran tenidas por una debilidad; al calificarlas de bienaventuradas, les quitaste por lo menos ese oprobio y nos permitiste ser sinceros. Tu doctrina no enseña que esté mal llorar. Desechas la rigidez estoica, que veía una sinrazón en la pena, y no reprocharías a nuestras madres el llorar la muerte de un hijo mortal. No es con la lógica ni con la sofística con las que has querido curar nuestras heridas, y para hacer que las lágrimas fuesen bienaventuradas has permitido primeramente que corriesen, incluso, a grandes raudales. Estamos ya tan acostumbrados a esta amorosa sabiduría que no Te damos las gracias por habérnosla enseñado, ni por haber quitado a nuestros sufrimientos todo ese matiz de cobardía y toda esa amargura de remordimiento.
Pero esto no es todo. Tú nunca dijiste que no hiciesen mal los dolores; dijiste solamente que los que lloran tienen ante Ti un derecho especial a tus consuelos. Les prometiste que con ellos tu justicia sería parcial y tus severidades sin acritud. Haber sido desgraciado es un poco así como haber hecho méritos, y en los ojos que han llorado mucho, tus juicios no harán brotar fácilmente nuevas lágrimas.
Te doy gracias por haber ocultado este evangelio en nuestras miserias, y por habernos enseñado, no que el sufrimiento fuese placer, sino que tras él se ocultaba una esperanza y un ofrecimiento de protección. En medio de su angustia, los que sufren están al abrigo de tus rigores, y lo que han alcanzado las prolongadas vigilias de los ermitaños, lo pueden también lograr las lágrimas sinceras.
Tu sabiduría es muy armoniosa y equilibrada, pero nosotros somos tardos en creer, y tus bienaventuranzas, para ser bien comprendidas, tienen necesidad de la gracia íntima que nos las interprete y de la dulzura benéfica que infundes, sin que uno se dé cuenta, en los corazones dóciles.
El primero de tus consuelos es el que nos permitas mantenernos tranquilos en medio de la borrasca, sin dispersarnos en quejas inútiles. Enséñame, pues, a sufrir bien, como conviene.
No puedo decir a los enfermos y a los huérfanos que son felices y que todo el mundo los envidia, y no obstante puedo muy bien decirles que están marcados con una vocación divina. No deben borrar la señal de sus lágrimas para agradarte.
Tú no eres de esos señores quisquillosos, que están persuadidos de que su presencia proporciona la suprema dicha, y que se molestan como de una indelicadeza cuando uno asume un aspecto triste en su presencia. Tú no exigiste que los niños se convirtiesen en adultos para acercarse a Ti. Como todos los demás niños, que se agitan y rezongan y se rascan, chocando a nuestras elegancias y a nuestras delicadezas, aquellos rústicos niños galileos tenían grandes defectos y carecían de modales. Tú los acogiste tal cual eran, y los estrechaste entre tus brazos de Redentor: siempre acoges a los hombres como son. Y no exiges de antemano que hayan cesado de sufrir o de llorar para venir a reclamar su lugar en tu reino y para pedir anticipadamente su parte en tus misericordias.
Las únicas lágrimas malas son las lágrimas culpables de la ira, de la envidia, de la debilidad hipócrita.
Y ahora me pregunto si he llenado la medida de mis lágrimas. Temo que a la pobreza de mis méritos no venga a añadirse la penuria de mis penas. Temo por parte tuya una Providencia demasiado cómoda, y cuando veo que se llora en torno mío por una desgracia que no me atañe, tengo la rara impresión de que he desertado de mi puesto, o que no tomo la parte de carga que me toca.
Quiero rogarte por los que lloran. Antiguamente lo hacían con amor en la Cristiandad. Yo que no he conocido hasta ahora las largas enfermedades implacables, y que no he visto más que en otros esos grandes sufrimientos devastadores e incesantes, te pido que coloques muy por delante de mí, en tu gracia y en tu Paraíso, a todos los desgraciados, cuyos ojos están humedecidos por el llanto; a los desolados, a los abandonados; a todos aquellos para quienes la vida es dura, y cuyo corazón sangra, a todos los enfermos y a todos los dignos de compasión. Cólmalos, consuélalos según tu promesa, y no te ocupes de mí sino después de ellos.
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