Conservando los restos
LOS CONSTRUCTORES
Narrado por Fabián Vázquez (trece minutos)
No es sólo la gracia de Dios
la que construye el edificio de
nuestra perfección: con ella debe
cooperar nuestra actividad libre;
debemos, pues, ser también CONSTRUCTORES.
Únicamente así eran meritorias nuestras
acciones y se podrá decir de nosotros
que no hemos «recibido en vano» la gracia de Dios.
ÆDIFICANTES
El más hermoso tratado de arquitectura a nadie proporciona un techo, y para guarecerse de la lluvia sirven mejor los palastros herrumbrosos de un cobertizo que las páginas de Vitrubio. No basta conocer, pensar, imaginar y sacar conclusiones, debemos tomar la llana en la mano; nuestro oficio es ser constructores. Las obras que hayamos construido, ésas han de ser las que nos juzgarán.
Para construir hay que fatigarse. Yo admiro sin comprenderlos, a esos que nos hablan del servicio de Dios como de una poesía que exalta y de una embriaguez sin vértigo. Las manos de los constructores se despellejan con las asperezas del ladrillo, y, por haber manejado durante mucho tiempo el mango de la llana, sus palmas están llenas de callos, y sus uñas completamente deformes. La piedra es resistente y pesada. Hay que golpearla para hacerla obedecer. Es áspera y está llena de ángulos vivos y de aristas cortantes; se venga del hombre por los golpes que le asesta, no se coloca definitivamente por sí misma en su pequeño lecho de mortero.
Yo me pregunto si he comprendido bien esta ruda lección. Con mi cabeza ligera, me imagino quizá que se puede construir con palabras; y, como los héroes de las antiguas fábulas paganas, hasta me figuro que se podrían levantar murallas soplando con caramillos. El trabajo rudo me espanta. ¿Es acaso necesario golpear los clavos para introducirlos en las paredes? ¿No se podría ensayar con la persuasión o al menos no trabajar más que por presión, no con golpes? ¿No se podría raspar suavemente las irregularidades de la piedra en vez de cortar a golpe de buril todo lo que sobresale?… ¿No se podría construir sin martillo y sin ruido, sin violencia y sin golpes, con un simple decreto o con un simple deseo?…
Todos los que tienen miedo de lo real han malgastado así su tiempo en locos desvaríos. Dios mío, haz que ame el rudo trabajo. La piedra de construcción soy yo mismo, de formas tan toscas, con tantos defectos salientes, con deseos excéntricos y con pretensiones irregulares. Soy yo con todo aquello a que se aficiona y se adhiere mi alma, y que debe quedan en la tierra antes que me convierta, entre tus manos, en el bloque de granito dúctil y fiel para la eternidad. Será menester que tu Providencia golpee largo tiempo mis resistencias y que me arranque todo lo que no quiero abandonar voluntariamente.
Estos cercenamientos parecen crueles; tu cincel y tus rudos golpes han provocado a veces en mí rebeldías. Hace ya mucho tiempo que martilleas, y me he dicho para mí —en son de protesta— que te encarnizas contra mi miseria, que estás celoso de todo cuanto deseo y que no piensas más que en contrariarme. Señor, todas estas cosas he dicho… Son absurdas, ciertamente, pero las apariencias estaban en contra tuya, y sería menester que una piedra fuera muy inteligente para no guardar rencor al obrero que la talla. A mí me ha faltado esa inteligencia. Mis quejas han sido la medida de mi estupidez. Siempre he creído que mi estado normal es el salvaje, y que todos los que me modelan y me enderezan son enemigos declarados. Trataré, con tu gracia, de no protestar en adelante; no me empeñaré en conservar mis aristas ni pondré mi gloria en eludir los golpes de tu martillo.
Ædificantes. — Tú eres el constructor, pero yo también debo serlo. No basta con dejarme labrar. Tú me exiges que trabaje eficazmente y que construya. ¡Qué tarea tan fastidiosa! Repetir cien mil veces el mismo gesto; aparejar todas esas piedras anónimas siguiendo una fórmula idéntica, y levantar siempre la pared a los mismos niveles. No son proyectos de virtud sublime, sino ensayos de virtud real los que tú reclamas. Quiero dejar obra perdurable y trabajar penosamente. ¡Oh Dios mío! trabajemos juntos en formar virtudes sólidas.
Hasta ahora no había comprendido bien el sentido de esta antigua palabra tan clerical: edificar. Yo creía que quería decir algo de reservado, discreto, silencioso, un poco apagado… no había percibido al oír sus sílabas el estrépito de los talleres de construcción, ni había parado mientes en que Tú querías que fuese constructor, y que fuese alineando metódicamente obras buenas en el correr de mis días.
Pero he aquí que en mi alma no hay nada sólido, y en mis acciones nada elevado. ¿Podrías acaso construir con mi debilidad? ¿Y no debo yo renunciar a querer levantar hacia el cielo mi pesada inercia y mi arcilla inconsistente? No. Se construyen palacios, iglesias y ciudades enteras, para que duren siglos, simplemente con tierra amasada. Basta con que se deje amasar y cocer bien; su blandura nativa no le impide entonces sostenerse como el granito de las montañas. Mi debilidad no será por lo tanto un obstáculo si me presto a ser amasado entre tus manos, y sometido al horno, conservando aún, en la hora en que mi fidelidad esté a prueba, la figura que me hayas impreso.
Y si soy pesado, más pesado de lo que me figuro y ciertamente más de lo que se cree; si me parece que nunca puedo levantarme, ni sobre todo permanecer en las alturas de la adoración serena, me acuerdo, Dios mío, sin embargo, de que son piedras, pesadas losas, las que se cruzan en los arcos de tus iglesias, en los ajimeces aéreos de los ventanales y me digo que sostenidas por el conjunto desempeñan su papel perfectamente por encima de nuestras cabezas.
Entonces quizá, gracias a todos los que en tu Iglesia están en su lugar; gracias a los profetas y a los apóstoles —super fundamentum apostolorum et prophetarum—; gracias a todos mis vecinos y a todos los desconocidos que han orado por mí; gracias sobre todo a la piedra angular, a la suprema clave de la bóveda —ipso summo angulari lapide— que el Padre nos ha dado en tu persona de Redentor; gracias a tu plan de salvación y a tu misericordia, puede que yo no ocupe quizá demasiado indignamente mi lugar, en tu Jerusalén celestial, y merezca servir para algo en tu obra eterna.
No me niego, pues, a ocupar mi lugar, pero soy incapaz de colocarme allí por mí mismo; no tengo sentido sino cuando permanezco en tu mano. Tú sólo sabes lo que conviene hacer de mí, y a qué idea responde mi existencia en el conjunto de tu gloria. Electi lapides (Piedras escogidas).
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