P. CERIANI: SERMÓN PARA LA MISA DE LA AURORA DE NAVIDAD

MISA DE LA AURORA DE NAVIDAD

En aquel tiempo los pastores decían entre sí: Vayamos hasta Belén y veamos eso que ha sucedido, que el Señor nos ha manifestado. Y se fueron presurosos; y encontraron a María, y a José, y al Niño acostado en un pesebre. Y, al verlo, conocieron ser verdad lo que se les había dicho acerca de aquel Niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron, y de lo que los pastores les decían. Y María guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores, glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, según se les había dicho.

Ante todo, les deseo a todos una muy Santa y Feliz Navidad. Que la conmemoración del Nacimiento del Niño Jesús, por mediación de la Santísima Virgen y del Buen San José, llene sus almas de la paz y del gozo que solamente Nuestro Señor y Nuestra Señora pueden proporcionar.

Como decía el Padre Castellani, Nos alegramos en la Primera Venida de Dios al mundo, porque esperamos la Segunda. Si no, no podríamos.

En esta Misa de la Aurora de Navidad, vamos a considerar los grandes dones que derivaron de la Encarnación del Hijo de Dios, sumados a los dos ya vistos en la Misa de Medianoche: la gloria de Dios y la paz de los hombres de buena voluntad.

Uno de ellos, raíz de todos los otros, fue determinar un cambio de rumbo en el amor de los hombres: arrancar su corazón de los amores ilegítimos de la tierra para volverlo a Dios, de quien había huido.

La Encarnación es un inmenso esfuerzo de atracción que hace Dios para reconquistar a la humanidad perdida.

Dios ha ejercido todo el peso de su poder para contrabalancear el tremendo peso del egoísmo humano. Dios, que no podía rebasar la línea de su grandeza, ha querido abajarse hasta tocar nuestra miseria; y los miserables, como podría hacerlo un pordiosero a quien abrazara su rey, han debido sentir derretirse sus entrañas de amor.

¡Egoísta y duro es el hombre! Cierto; pero no tanto como para que no devuelva amor con amor, cuando este amor ha llegado hasta el exceso. Nos cuesta amar, dice San Agustín, pero nos es más fácil pagar amor con amor, porque de todas las invitaciones al amor la más poderosa es sentirse amado.

La semejanza engendra amor, y más cuando el amor del amante ha empezado por vencer la desemejanza con el amado para lograr su bien.

Sin embargo, ¡qué poso de iniquidad ha dejado el pecado original en el fondo de los corazones humanos! Todo el amor que Dios ha demostrado al hacerse hombre no ha sido capaz de conmover a todos los corazones… No han sido capaces los hombres de fundir sus corazones en este fuego inmenso del amor de Dios…

¡Misterio tremendo de nuestra libertad! No sólo no hay amor; sino que hay indiferencia, hay calculadas reservas, hay tenaces resistencias, hay odios implacables ante el amor de Dios que trata de conquistarnos…

Cedamos el paso al amor de Dios, que no quiere más que atraernos a Sí para unirnos a Sí.

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Y este es otro de los bienes que nos ha traído la Encarnación; la unión con Dios, la compañía de Dios… Et habitavit in nobis, dice Juan el Evangelista, después de haber anunciado la Encarnación del Verbo.

Vivió con nosotros, como en casa propia… Habitó con nosotros y en nosotros, después de haberse hecho como nosotros…

Emmanuel, Dios con nosotros… Es una de las características del Verbo Encarnado y es uno de los grandes fines de la Encarnación: dejarse ver de los hombres, hacerse igual a ellos, menos en el pecado; alternar con ellos, sentir el amor de familia y de patria, hablar su lengua, practicar sus mismas costumbres; esto es ser Emmanuel.

Habitó entre nosotros; y su convivencia con la humanidad no podía ser ineficaz. Ya tendrán los hombres a Dios consigo; y con Él tendrán luz que guíe sus pasos y ley que enderece sus caminos; con la amabilidad de un hermano mayor que llevará de sus manos y estrechará contra su pecho a sus hermanos para infundirles, con el calor de su corazón, la ciencia del espíritu y darles la ley nueva de la caridad.

¡Qué bien ha interpretado la Iglesia este oficio y estas funciones del Emmanuel! Y lo hace al prodigar en su Liturgia oficial la cristianísima salutación: Dominus vobiscum. Así ha perpetuado el recuerdo de la Encarnación, y así formula sus votos de que no cesen jamás las santísimas influencias del divino Emmanuel sobre el pueblo cristiano.

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El Verbo Encarnado nos ha atraído y nos ha unido a Sí. Ha hecho más; con sus ejemplos ha querido que nos formáramos según Él. Bajó para elevarnos, dice San Agustín; al hacerse semejante a nosotros, ha querido que nos hiciéramos semejantes a Él.

Y ¡qué forma amable la de los ejemplos del Verbo humano! Es Dios, y contra Él se había levantado el hombre; ahora Él se hace hombre para enseñarnos la manera de humillarnos ante Dios.

Desdeñábase el hombre, dice San Agustín, de obedecer a Dios; ya tiene su soberbia la manera de seguir los vestigios del mismo Dios que se ha humillado por él.

El Verbo de Dios se hace hombre, es decir, código y modelo vivo, que dará la ley nueva, pero que dirá, al mismo tiempo: Aprended de mí.

Toda la ruina moral de la humanidad arranca de la locura del hombre al querer igualarse con Dios: Eritis sicut dii. Dios, para dar ejemplo al hombre, empieza por esta divina locura de hacerse hombre…

La nada quiere llegar a ser Dios; Dios se anonada a Sí mismo…

Hambre de ser, de tener y de gozar; la soberbia, la codicia, el placer; son las tres grandes pasiones, síntesis de toda pasión, cuya suprema síntesis es el egoísmo…

Bellamente enseña San Agustín: En el seno de la Virgen se hace el Verbo esclavo, contra el hambre de ser; se hace misérrimo, contra el hambre de tener; contra el hambre de gozar, viene a la vida en la cárcel de un cuerpo virgen, y pasará una vida de privaciones y morirá clavado en cruz.

Esta ha sido la sublime pedagogía de Dios en su obra de transformación y vivificación del hombre: hacerse como él, acercarse y adaptarse a él, y ordenar toda su actividad hasta hacerle conforme a Sí.

La Encarnación es la suma condescendencia de Dios con el hombre; por ella se establece la intimidad entre ambos, y en esta intimidad, tratando Dios al hombre de igual a igual, para que el hombre pudiera tratarle en la misma forma, el hombre aprendió las cosas de Dios y con su esfuerzo y con la gracia de Dios ha podido llegar a deificarse.

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Y todo ello para que pudiéramos llegar a la fruición de Dios, a la participación de su propia gloria.

La obra de la Encarnación es una gran empresa de reconquista: el Verbo vino del Cielo y se encarnó, para que nosotros pudiésemos recobrar el Cielo perdido.

El Verbo vino al mundo, tomó nuestra mortalidad para hacernos inmortales; vivió de lo nuestro para que participáramos de lo suyo; se hizo consorte de nuestra desdicha para que lográramos con Él la eterna dicha.

El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; por nosotros y por nuestra Salvación se encarnó. Él ha hecho su obra; a nosotros toca llenar la nuestra.

Esta es la lección final. Consideremos la responsabilidad enorme que importa para todos la gran obra de la Encarnación. ¿Cómo evitaremos el castigo, si despreciamos tan gran salvación que por la Encarnación nos trajo el Verbo de Dios?

Los grandes hechos de Dios en favor de la humanidad, los sublimes misterios de nuestra religión, tienen exigencias profundas: son obras admirables, pero son principios que deben regular nuestra vida.

¡Qué bello es el misterio y el hecho de la Encarnación! Es la maravillosa conjunción de Dios y el hombre, la obra más bella que ha salido de las manos de Dios y que ha hecho bella a toda la humanidad.

Y ¡cuánta eficacia la de la Encarnación! Porque por ella se realizó nuestra salvación.

Pero esta belleza y esta eficacia no serán nuestra salvación sin nuestro esfuerzo. Dios ha venido en nuestra ayuda; sin Él nada podemos hacer para salvarnos; pero sin nosotros Él no nos salvará.

La Encarnación es la gracia máxima de Jesucristo y el origen de donde arranca toda gracia; pero la gracia de Dios no nos salvará a cada uno de nosotros sin nuestro concurso.

No descansemos en el pensamiento de que Dios lo ha hecho todo para salvarnos; ha hecho todo lo suyo, pero falta lo nuestro.

Seremos iluminados por la luz de Cristo si no nos dormimos en el lecho del pecado; porque Él es la Luz eterna que vino para iluminar a todo hombre que viene a este mundo.

Luz como Dios y Luz como Hombre-Dios, que nos iluminará en esta vida para que sigamos los caminos de Dios, y en cuya luz se saciarán los ojos de nuestra alma por los siglos eternos.

Por eso nos alegramos en la Primera Venida de Dios al mundo, porque esperamos la Segunda.

Que María Santísima, Madre del Verbo Encarnado, nos obtenga esta gracia.