P. CERIANI: SERMÓN PARA LA MISA DE NOCHEBUENA DE NAVIDAD

MISA DE NOCHEBUENA

En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto, ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fue hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre el ganado. Y he aquí que el Ángel del Señor vino a ellos, y la claridad de Dios les cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Ángel les dijo: No temáis, porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo; es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios, y diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Ante todo, les deseo a todos una muy Santa y Feliz Navidad. Que la conmemoración del Nacimiento del Niño Jesús, por mediación de la Santísima Virgen y del Buen San José, llene sus almas de la paz y del gozo que solamente Nuestro Señor y Nuestra Señora pueden proporcionar.

Como decía el Padre Castellani, Nos alegramos en la Primera Venida de Dios al mundo, porque esperamos la Segunda. Si no, no podríamos.

En el Evangelio de esta Misa de Nochebuena, San Lucas narra detalladamente los principales episodios ocurridos en torno al nacimiento de Jesús: el edicto de César Augusto ordenando el empadronamiento de los súbditos del imperio; el viaje de San José y de la Virgen Santísima desde Nazaret a Belén con motivo de la inscripción en los registros de su familia, pues eran de la real prosapia de David; el nacimiento del Hijo de María; la escena de la aparición del Ángel; la visita de los pastores al Niño recién nacido y la divulgación de cuanto les aconteció la noche del Nacimiento en las inmediaciones de Belén.

Esta es la historia. Todo lo humano que en ella aparece es sencillo: unos pobres artesanos que suben de Nazaret a Belén, modestas ciudades, para llenar un requisito legal; un paupérrimo lugar que sirve de albergue al ganado; unos sencillos pañales y un pesebre; unos simples e ingenuos pastores que narran candorosamente lo que han visto y oído.

Lo único grande que hay en esta narración acontece incluso en la soledad de la campaña y a media noche; se trata de la parte en que interviene sobrenaturalmente el Cielo: un Ángel, un ejército de Ángeles, el resplandor de Dios que envuelve a los pastores y les aterra; el anuncio de una gran alegría para todo el mundo; la descripción del recién nacido: es el Salvador, el Cristo de Dios, el descendiente de David; y luego el estallido de las voces de la legión de Ángeles, que alaban a Dios.

Es el comienzo de un himno de glorificación de Dios y de pacificación del mundo, cuya primera nota es el Nacimiento del Hijo de María Santísima en un pobre establo, y que se intensificará y agrandará en los siglos sucesivos, hasta eternizarse en la región de la gloria y de la paz bienaventuradas.

Gloria y paz… la glorificación de Dios es la pacificación del mundo; la incorporación a esta paz que el Hijo de Dios trajo al mundo es el comienzo de nuestra gloria.

De este modo, esta noche señala el punto en que se verificó la transformación del mundo. De este pobre portal de Belén sale la fuerza de Dios que transformará la tierra, porque en él ha nacido el que cambiará la corriente del pensamiento y del corazón humano, y aquí se reanudan las relaciones entre el Cielo y la tierra, interrumpidas desde el principio del mundo.

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En primer lugar, el Nacimiento de Jesús es gloria para Dios

¡La gloria de Dios! Dios es esencialmente glorioso, infinitamente glorioso, porque la gloria no es más que la claridad que irradian las perfecciones de un ser, y Dios es luz, y en Él no hay oscuridad ninguna. Esa es su gloria intrínseca. En este sentido, nadie es capaz de quitar o añadir un ápice a la gloria de Dios.

Pero Dios ha querido derivar de sí algo de esta claridad, e inundar con ella a la criatura, y esta claridad es como un rayo de Dios que ennoblece a la obra de sus manos. Y esta gloria, su gloria extrínseca, sí que puede aumentarla o disminuirla una criatura libre, según que colabore con las intenciones de Dios o se oponga a ellas.

Y así comprobamos la razón fundamental de lo glorioso que es para Dios el Nacimiento temporal de su Hijo.

Dios había coronado al hombre de gloria y honor; la luz de Dios destellaba sobre esta obra admirable de la creación visible; pero el hombre se afeó a sí mismo, borrando la imagen que Dios había impreso de Sí mismo en él; se equiparó, dice el Salmista, a los irracionales y se hizo semejante a ellos.

En Navidad bajó Dios del Cielo a la tierra; vino a rectificar lo torcido, a reformar lo deforme, a disipar las tinieblas con su luz, a rehacer, en una palabra, la obra gloriosa que el hombre había deshecho.

Este es el misterio de esta luz de la media noche de Navidad, de este gran gozo que inunda al mundo. Todo ello es presagio de que Dios viene para reivindicar su gloria y que el resplandor de Dios va a brillar otra vez en esta tierra de tinieblas.

Es el desquite del deshonor que el hombre había inferido a su obra.

La gloria máxima se la da a Dios este Niño que acaba de nacer. Desde Adán prevaricador no había hombre que diera gloria a Dios. Concebidos todos en pecado, con la enorme carga de los pecados personales, apenas si de la humanidad subía a Dios un acto vital digno de Él.

Hoy, sí; nos ha nacido un Hombre; se trata de una naturaleza humana unida hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y cuyas acciones serán acciones de hombre, pero tendrán el valor de acciones de Dios.

Aprendamos la lección que de aquí deriva. La glorificación de Dios es deber fundamental del hombre y del mundo.

No quitemos un ápice de gloria a Dios. Se lo quitamos cuando hay en nuestra vida algo que no concuerda con la divina voluntad.

Al solo Dios Salvador nuestro, por Jesucristo nuestro Señor, sea dada la gloria y magnificencia, imperio y potestad antes de todos los siglos, ahora y por todos los siglos de los siglos.

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En segundo lugar, el Nacimiento de Jesús es paz para los hombres de buena voluntad…

No en el sentido de que la paz dependa de su voluntad de tenerla; sino paz del divino beneplácito, paz de benevolencia de Dios para con todo el género humano. Nadie es excluido de esta paz, sino los que se niegan a recibirla.

Cuando el mundo salió de las manos de Dios todo estaba en paz. Paz en los componentes del hombre, creado en absoluta armonía de cuerpo y de espíritu. Paz del hombre con Dios, porque la justicia regulaba sus mutuas relaciones. Paz con el mundo, sometido por Dios a la voluntad del hombre.

El primer pecado fue la ruina de toda paz: él rompió la armonía con Dios; él puso la discordia en el fondo de la vida humana, convertida por él en palestra donde luchan fuerzas antagónicas; él levantó la naturaleza contra el hombre. Y no habrá paz en el mundo mientras no se destruya el pecado…

Una de las características de la historia humana es la lucha perpetua de hombres con hombres, porque las querellas no cesarán jamás de agitar a los mortales mientras la justicia no prevalezca y ponga el orden y la tranquilidad en todo factor de vida humana.

Pero más representativa es esa inquietud profunda de los espíritus que no han conseguido reconciliarse con Dios; este choque gigantesco de ideas que se agitan en las tinieblas del error y de la ignorancia; esta lucha de corazones desligados del legítimo amor y lanzados por todo apetito a la conquista de los bienes caducos de la vida.

Dios promete el advenimiento de la paz para los tiempos mesiánicos. ¡Y en la tierra, paz! La paz, desterrada del mundo por el pecado, retornará a él; la paz, anhelo universal de la humanidad, será un hecho; la paz anunciada por los Profetas se establecerá sobre la tierra… La trae el Dios de la paz, el Príncipe de la paz

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Mientras tanto, en el mundo, ciertamente no se acabarán las guerras, porque Dios ha puesto en ellas un castigo de las ambiciones de los hombres, que siempre se renuevan, un resorte para levantar a los pueblos y el remedio clásico para su purificación: la sangre y el fuego.

Pero la historia nos dice que, hasta en este mismo punto vivo de la discordia de los hombres, el espíritu cristiano ha puesto una suavidad y unas limitaciones que el derecho antiguo desconoció; y que cuando el ideal cristiano informaba la política de Europa, las treguas de Dios y otras instituciones redujeron a límites antes desconocidos la ferocidad de las guerras.

El mundo, loco, trabaja en la obra suicida de desterrar a Jesucristo de todas las instituciones sociales. La impiedad es el ariete destructor de la paz; no solamente no hay paz para los impíos, en cuanto han arrancado de su corazón el único pacificador de la vida, que es Dios; sino que los impíos, y más cuando han desatado en la sociedad que gobiernan la persecución y el odio de las cosas divinas, son como un mar alborotado que no puede estar en calma; cuyas olas rebosan en lodo y cieno.

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Este Príncipe de la paz, que nace nuevamente en esta Noche Bendita, o es la roca firme sobre que podrán los pueblos edificar una vida ordenada y tranquila, o será la piedra durísima que caerá sobre los que le repudien o le persigan, y los triturará.

El divino Emanuel ha traído la paz para cada uno de nosotros, y la realiza en nuestra vida particular, si nosotros no nos sustraemos a su acción pacificadora.

Y en este sentido la paz de Cristo es para todos los hombres que tengan buena voluntad de poseerla.

Todos apetecemos este descanso del vivir pacífico; pero pocos hacen lo que deben para lograrlo.

En Mí tendréis la paz, dijo Jesucristo horas antes de morir. No la tenemos porque no profesamos su doctrina, ni practicamos sus virtudes, ni seguimos sus ejemplos.

Nuestra voluntad debe consistir en realizar en nosotros la paz que hoy nos trajo Jesús.

No nos faltará la buena voluntad de Dios, que no espera más que nuestra colaboración a ella.

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Para terminar, recordemos dos momentos culminantes de la Santa Misa, en que se resume cuanto hemos dicho de la gloria de Dios y de la paz de los hombres.

Es el primero, cuando el sacerdote toma la Hostia Santa, hace con ella cinco cruces sobre el Cáliz consagrado, al tiempo que dice, levantando Cáliz y Hostia sobre el ara santa: Por Él, con Él y en Él es para ti, Dios Padre Omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria.

Y es el otro cuando, dividida la Santa Hostia y tomando de ella la partícula más pequeña, traza también con ella tres veces la señal de la Cruz sobre el Cáliz, y dice: Que la paz del Señor sea siempre con vosotros. Luego rezamos: Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz

Gloria a Dios y paz a los hombres, todo ello por Jesucristo Señor Nuestro.

Jesucristo llenó maravillosamente sus oficios de dar gloria a Dios y paz a los hombres.

Dio personalmente a Dios la gloria máxima que puede recibir de su criatura, inaugurando en la tierra la vida divina y transformando el mundo.

Nos trajo la paz porque con Él vino Dios a la tierra y acalló en ella la inquietud del alejamiento de Dios, pacificó a los hombres con Dios, y engendró en la tierra el amor cristiano de Dios, germen de paz.

Paz y gloria incoadas en la tierra, que florezcan un día en aquella paz eterna e imperturbable y en aquella gloria plena de los Cielos.

Tenemos la certeza de lograrla, si seguimos las pisadas de Jesucristo, que vino a la tierra para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz hacia la gloria.

Por eso nos alegramos en la Primera Venida de Dios al mundo, porque esperamos la Segunda.