P. CERIANI: SERMÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

Hermanos: Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos. Sea de todos conocida vuestra modestia. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna, sino que en todo vuestras peticiones se den a conocer a Dios mediante la oración y la súplica, acompañadas de acción de gracias. Y entonces la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús Señor nuestro.

Pasados ya dos Domingos de los cuatro del Adviento, celebrada con toda la solemnidad de que disponemos la Inmaculada Concepción de María Santísima, llegamos a este Tercer Domingo y una admirable tensión se ha apoderado de la Liturgia, la cual no respira más que optimismo, jubilosa alegría.

Claro y rotundo resalta este motivo en el canto del Introito del Tercer Domingo de Adviento, que retoma parte del texto de la Epístola del día: Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos … El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna…

¡Sí!, el Señor está cerca, y es el mismo al que esperamos como Libertador, en su Segunda Venida, al fin de los tiempos.

Maran Atha… El Señor viene… Ven, Señor Jesús, así suplicaban los cristianos de los primeros tiempos. Repitamos también nosotros hoy este mismo grito de impaciente anhelo. Supliquemos con toda nuestra alma: Os rogamos, Señor, que inclinéis vuestro oído a nuestras humildes súplicas, y disipéis las tinieblas de nuestra alma con la gracia de vuestra visitación, que todos esperamos anhelantes.

La Venida del Señor, que nos hace vivir hoy la Liturgia de la Santa Misa, es sólo una preparación, un anticipo, un comienzo de aquella otra venida, la del último día.

Por este motivo, la alegría en el Señor es el fundamento de una vida verdadera, sana, cristiana, espiritual. ¿Acaso, no hemos de alegrarnos en el Señor, en nuestro Salvador?¡Incluso en medio de las necesidades y angustias, en medio de las inquietudes y sobresaltos, en medio de las dificultades y desalientos de la vida! ¡Aun en medio de las tentaciones, de las luchas y dolores de nuestro tiempo!

De ser así, entonces —como enseña San Pablo— la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús Señor Nuestro.

Nuestro vivir en Cristo constituye el verdadero marco en que debemos contemplar toda nuestra vida, con sus dolores y sus contrariedades.

El Señor está cerca… Por eso, nuestra vida, la vida de los miembros, de los sarmientos, no es otra cosa que un perpetuo gozo en el Señor.

Este, ciertamente, es el verdadero espíritu del Adviento…

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Por eso insistimos en la cuestión de las señales.

Recuerdo que ya lo hemos considerado los Domingos Vigésimo y Vigesimocuarto de Pentecostés y en estas dos últimas semanas de Adviento.

Hoy utilizo los comentarios de Hugo Wast, quien, en la década del ‘35 al ‘45, solía entrevistarse con Monseñor Juan Straubinger, el Padre Leonardo Castellani, el Padre Antonio Van Rixtel…, entre otros…

¡Qué tertulias aquellas! Ciertamente de ellas son frutos los libros El Kahal, Oro, El Sexto Sello, Juana Tabor, 666.

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Pues bien, Don Gustavo Adolfo Martínez Zuviría, en el Capítulo II de su libro El Sexto Sello, escribió:

Cuando los fariseos y los saduceos le piden a Jesús señales para creer, Él les contesta severamente: “Hipócritas: sabéis distinguir los aspectos del cielo y de la tierra: ¿Pues como no sabéis reconocer el tiempo presente?”.

Así como la clave de todas las profecías del Antiguo Testamento durante miles de años fue la esperanza del Mesías; así la piedra angular de las del Nuevo Testamento es la Segunda Venida del Señor.

¡Inexplicable distracción la nuestra! El pueblo judío vivió cuarenta siglos en la ansiedad jubilosa de la Primera Venida. En cambio nosotros, que hemos visto realizarse el Primer Advenimiento y recibido la promesa del Segundo, ya no como Redentor, sino como Rey, en Gloria y Majestad, apenas nos acordamos de ello.

¿Cuántos son los católicos que, al rezar el Credo y el Padrenuestro, piensan que están anunciando el fin del mundo y rogando porque sea pronto? Porque el Segundo Advenimiento de Cristo significa el fin de la humanidad tal como nosotros la conocemos y la transformación del mundo actual…

Las gentes huyen de este problema, y algunos teólogos hallan argumentos muy pomposos para justificar las esperanzas en una ilimitada longevidad del mundo, esperanzas que en la Antigua Ley habrían constituido una blasfemia. Si algún judío hubiera hecho cálculos alegres sobre millones de años que faltaban para la venida del Mesías, todo el pueblo lo hubiera considerado impío o insensato.

En cambio, a muchos modernos no les parece nada argumentar para anunciarnos como buena nueva que el Señor todavía tardará muchos años en venir; y aún llegan a escandalizarse si alguien sostiene que tal vez sea pronto.

El fin del mundo ¿es, acaso, una desgracia? ¿No han pensado que él coincidirá con el triunfo definitivo de la Iglesia de Cristo, y que su Segunda Venida será el comienzo de su Reino sin fin?

Por su parte los Ángeles y los Santos no parecen tan deseosos de prolongar la existencia de un mundo que, tal como marcha, cada día se aparta más de los senderos de Dios. Por el contrario, ruegan a Dios que vendimie de una vez la viña de la tierra; y por boca de un Ángel le claman en el Apocalipsis que meta su hoz aguda y vendimie los racimos de iniquidad que ya no pueden estar más maduros. “Los santos Ángeles y los Bienaventurados desean que se acelere el día del juicio, para la consumación absoluta de su bienaventuranza”.

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Pero ¿esa hora está, de veras, tan distante de nosotros? ¿Quién puede afirmarlo?…

La política de apaciguamiento era tan viva entre los falsos profetas de Israel en tiempos de Isaías y Ezequiel, que el enojo de Dios se expresó en terribles oráculos. Y el Señor repite su enseñanza para que no quepa duda de que se equivocan los que fundan su tranquilidad en la persuasión de que las profecías no son para ellos.

¡Ay de los profetas que fomentan esta calculada seguridad en los pueblos y en los príncipes!

La mayoría de los expositores clásicos piensan que, desde Adán hasta Cristo, corrieron 4.000 años, es decir, cuarenta siglos antes de la redención. Y sobre esto algunos hacen el siguiente argumento: si el hombre irredento vivió 40 siglos, ¿el hombre redimido no vivirá más de 20, con los cuales se cumplirían los 6.000 años en que llegará el fin? Dios, que se mueve en la eternidad y que ha concedido millones de años a la evolución de las otras formas de la energía o de la vida, ¿sólo sería mezquino para los hombres redimidos por la sangre de su Hijo?

Y agregan: una de las señales del fin será la predicación del Evangelio en todo el mundo; de manera que mientras eso no ocurra, aquel acontecimiento distará mucho.

Esta argumentación es más aparatosa que firme.

Por de pronto, con los actuales medios de comunicación no se necesitan millones de años para que el Evangelio sea predicado en todas las regiones.

Además, el Señor no ha dicho “aceptado” o “creído”, sino “predicado”. Unos lo acatarán, otros lo rechazarán; pero todos habrán oído la buena palabra, y solamente a su terquedad, no a su ignorancia, podrá imputarse su incredulidad.

No olvidemos, sin embargo, que el deseo de que el Señor en su Segunda Venida encuentre convertida a toda la humanidad, no es probable que se cumpla. Por más que su Evangelio haya sido predicado en todo el mundo, Cristo encontrará todavía innumerables incrédulos, infinitos adoradores del Demonio, en sus diversos cultos y legiones de apóstatas.

Tal es la comprensión de la melancólica pregunta de Jesús a sus discípulos: “Cuando viniere el Hijo del Hombre ¿pensáis que hallará fe en la tierra?”.

La situación religiosa del mundo en los últimos tiempos, está pintada con una sola palabra por San Pablo: discessio. Esto es: la gran apostasía.

Por otro lado, nada prueba que la humanidad progresará en el sentido de la piedad, y que dentro de un millón de años habrá en el mundo más religión que ahora: la experiencia parece demostrarnos lo contrario; y los textos evangélicos lo confirman.

No sería, pues, mezquindad, sino providencia el que Dios acortara los plazos; y así lo dice el Evangelio refiriéndose a la impiedad general de las últimas épocas: “Si no fuesen abreviados aquellos días, ninguna carne sería salva, mas por los escogidos aquellos días serán abreviados”.

La misericordia consiste en apresurar los tiempos para entregarle su herencia divina, la paz que Cristo traerá en su Segunda Venida a este mundo envejecido, según lo llama San Gregorio Magno.

El fin del mundo marcará el comienzo de su renovación: “He aquí que yo renovaré todas las cosas”. No será, pues, un fin sino un renacimiento.

Los 4.000 años antes de Cristo fueron la preparación de su Primer Advenimiento. Los 2.000 años después de Cristo no pueden ser sino el preámbulo del Milenio, o sea el Reinado Espiritual de Cristo, después de su Venida Segunda, en gloria y majestad sobre la tierra.

Sólo después de la Parusía o Segunda Venida, comenzará la humanidad su historia perfecta. Lo que ahora vemos, es la última época de las cosas imperfectas, que son figuras de las que han de venir sobre esta misma tierra renovada, y con la plenitud de los justos.

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El Año Litúrgico se abre con la Misa del Primer Domingo de Adviento y se cierra con la del XXIV Domingo después de Pentecostés. No hemos de creer que sea casualidad, sino prudente propósito de adoctrinarnos, el que tanto el Evangelio de la una como el de la otra Misa, que juntas encierran el Año Eclesiástico, nos describan las señales del fin del mundo, no como un acontecimiento ajeno a nosotros, por distar millones de años, sino como un suceso que puede muy bien ocurrir en nuestros días.

Carecerían de sentido las expresiones reiteradas y conminatorias del Señor ordenándonos espiar esas señales, si fuera inconveniente o inoportuno el tratar de estos temas. Abramos nuestro libro de oraciones y leamos con atención el principio y el fin del Año Litúrgico.

En estos Evangelios encontramos la hermosa imagen de los brotes de la higuera, que nos anuncian el verano; y con ello se nos advierte que debemos vivir avizorando las señales del fin del mundo: «Pues del mismo modo, cuando vosotros viereis todo esto, sabed que está cerca a las puertas el Hijo del hombre.»

Pero ¿cómo vamos a ver lo que sucede, si no nos fijamos, si no levantamos la cabeza para mirar, y cómo vamos a fijarnos, si nos dicen que estos problemas son inoportunos y nos ridiculizan cuando queremos atisbar algún indicio, y nos afirman que el mundo todavía tiene cuerda para millones de años?

Que esto lo digan los astrónomos, o los astrólogos, o los mundanos, puede pasar; pero no que lo digan los teólogos, en cuyo Breviario claman las homilías y las lecciones de los Santos Padres, con la inspiración de la santidad y de la ciencia sagrada: que el mundo está envejecido, y que el fin de los tiempos se halla próximo (San León, Sermón VIII sobre el ayuno).

Es del todo contrario al espíritu de piedad el sostener que esto no debe preocuparnos, porque aún faltan muchísimos siglos. Cuántos faltan nadie puede calcularlo; pero que no son muchísimos podemos estar ciertos, si no hemos de desechar como inútiles las lecciones de los más sabios y santos expositores de las Escrituras.

Por tremendas que hayan de ser las señales del fin, no nos hagamos ilusiones de que las advertiremos, si vivimos voluntariamente distraídos en la calculada despreocupación de ellas.

Si el Señor nos invita a levantar la cabeza y nos dice repetidas veces: «Ved que os lo he advertido», es porque conviene prestemos atención, pues de otra manera nos ocurrirá como a los contemporáneos del diluvio.

Si el Señor ha hablado en las Escrituras unas veces directamente por boca de Jesús y otras por intermedio de sus Profetas y Evangelistas, es para nuestra enseñanza; y se nos tomará cuenta de haber desechado sus palabras y sus profecías, y se nos dirá como a Jerusalén, cuya ruina se anunciaba: «Porque no conociste el tiempo en que fuiste visitada.» Es decir: no atendiste a las señales que se te dieron.

Dios nos ha advertido en Parábolas y en Profecías, cuyo sentido comprenden los humildes, y es letra sellada para los sabios orgullosos. ¡Inescrutable misterio de la Providencia y de las vías de Dios!

Esta impermeabilidad de los obstinados es uno de los más pavorosos misterios de la gracia.

Hay, en verdad, Profecías oscuras y para nosotros ininteligibles, que a su tiempo se aclararán. Otras no han podido entenderse sino cuando sucedieron las cosas, porque no fueron dichas para anunciarlas, sino para probarlas.

Nadie puede suponer, sin ofender la seriedad de los Libros Santos, que Dios los haya llenado de Profecías que ni deben interpretarse, ni pueden ser comprendidas; y que, a pesar de ello, un día se reprochará a los hombres por no haberlas creído.

Las Profecías las entenderán aquellos para quienes Dios las ha destinado y en el tiempo fijado para ello.

Los judíos anteriores a Cristo no podían comprender Profecías que después han resultado clarísimas para sus discípulos. Por ejemplo, la de Isaías: «Una virgen concebirá y dará a luz un hijo». O la de Zacarías: «Tu rey viene montado en un asno». O la del Salmo 21: «Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos».

El Profeta Daniel previene de antemano la objeción de que los vaticinios son oscuros, y cuenta cómo estuvo enfermo días, días y días, acosado por la visión que había tenido: “Mientras yo, Daniel, tenía esta visión, y procuraba entenderla, vi que estaba delante de mí una figura semejante a un varón. Y oí una voz de hombre, de en medio del Ulai, que gritaba y decía: “¡Gabriel, explícale a éste la visión!” Y él se llegó a donde yo estaba; y cuando se me acercó, me postré rostro por tierra, despavorido. Mas él me dijo: “Sábete, hijo de hombre, que la visión es para el tiempo del fin.” Al hablarme quedé sin sentido, rostro en tierra, pero él me tocó, y me hizo estar en pie en el lugar donde yo estaba. Y me dijo: “He aquí que te voy a mostrar lo que sucederá al fin de la indignación; porque esta visión es para el tiempo del fin” (…) “Y la visión de las tardes y de las mañanas de la cual hablé es verdadera; pero sella tú la visión, porque es para muchos días”. Yo, Daniel, perdí las fuerzas y estuve enfermo por algunos días. Después me levanté y me ocupé de los asuntos del rey. Quedé asombrado de la visión, mas no hubo quien la entendiese”.

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Hasta aquí, Hugo Wast.

Ahora bien, si nosotros insistiésemos, clamando sin cesar a Jesús: No tardéis…, Ven, Señor Jesús…, ¿acaso no se apresuraría a responder a nuestro clamor?

Pensemos que, si Él bajó al seno de la Virgen de Nazaret, prefiriéndola a toda otra virgen judía, es porque Ella era la más vigilante, la que más ansiaba encontrar su Salvador. Dice Ella en su Magnificat: Y se regocijó mi espíritu en Dios, Salvador mío. El ardor de su llamado fue quien hizo llover al Justo la primera vez.

¿Quién lo atraerá la segunda vez?

En los últimos tiempos surgirá una montaña, fundada sobre la Casa del Señor, es decir María Santísima, la Morada de Dios, que dominará señera sobre todos los demás collados.

Ella, María, la Madre de Cristo, atraerá hacia sí todas las gentes, y todos los pueblos en masa acudirán a Ella.

Con la ejemplaridad y la limpidez de su vida, María nos señaló ya, y nos sigue señalando constantemente, la ruta que conduce a Dios.

Por todo esto, hermanos, alegraos en el Señor siempre; otra vez lo diré: Alegraos… El Señor está cerca… No os inquietéis por cosa alguna… Y entonces la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús Señor Nuestro.

Y como imploraba Teodoreto, el concluir su comentario al libro del Profeta Zacarías: “Que no haya entre nosotros ningún cananeo, sino que todos vivamos según las enseñanzas evangélicas, en la expectación de nuestra bienaventurada esperanza y de la venida del gran Dios y Salvador Nuestro Jesucristo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea gloria ahora y siempre y por todos los siglos. Amén”.