VIGÉSIMO DOMINGO DESPÚES DE PENTECOSTÉS
Había en Cafarnaúm un señor de la corte, que tenía un hijo enfermo. Este tal, habiendo oído decir que Jesús venía de Judea a Galilea, fue a encontrarle, suplicándole que bajase desde Caná a Cafarnaúm a curar a su hijo que estaba muriéndose. Pero Jesús le respondió: Vosotros si no veis milagros y prodigios no creéis. Le instaba el de la corte: Ven, Señor, antes que muera mi hijo. Le dice Jesús: Anda, que tu hijo vive. Creyó aquel hombre a la palabra que Jesús le dijo, y se marchó. Yendo ya hacia su casa, le salieron al encuentro los criados, notificándole que su hijo estaba ya bueno. Les preguntó a qué hora había sentido mejoría. Y le respondieron: Ayer a las siete le dejó la fiebre. Reflexionó el padre que aquélla era la hora misma en que Jesús le dijo: Tu hijo vive; y así creyó él y toda su familia.
El Evangelio de este Vigésimo Domingo de Pentecostés trae la parte final del Capítulo Cuarto de San Juan, que narra el milagro de la curación a distancia del hijo del Reyezuelo, Régulo o Palatino. El mismo Evangelista dice: Este fue el segundo milagro que hizo Jesús vuelto de Judea a Galilea, siendo el primero, como sabemos, el de la conversión del agua en vino en las bodas de Caná.
Fue, pues al comienzo de la vida pública del Salvador. Venía de Jerusalén y volvía a Galilea, pasando por Sicar, donde convirtió a la mujer samaritana. De allí, continuando su camino, llegó a Caná. En esta ciudad tuvo lugar la escena narrada por el Evangelio de hoy.
Régulo viene del griego, y significa oficial real, desempeñando un alto cargo en Cafarnaúm, en nombre del rey Herodes Antipas. Este Palatino, sin duda, como todos los demás, había oído hablar de los testimonios y de la predicación de San Juan Bautista, así como de los milagros de Jesús, el Profeta de Nazaret. Pero, como casi todas las personas en su condición, era, si no escéptico, al menos muy indiferente.
Dios utiliza aquí, para poner a salvo a este oficial, un gran dolor doméstico: una fiebre maligna, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina, se apodera de su amado hijo. Al final de sus recursos, se entera precisamente de que Jesús de Nazaret, de quien se cuentan tantas maravillas, ha vuelto de Judea a Galilea, y que está en Caná, ciudad que está a unos 30 km de Cafarnaúm.
Su amor por su hijo le hizo vencer todo sentimiento de orgullo y respeto humano, y fue a buscar a Jesús, rogándole que bajara y viniera a curar a su hijo, que comenzaba a morir. Esta expresión de descender es muy correcta, porque Caná está sobre las montañas de Galilea, a una altura de más de 400 metros sobre Cafarnaúm, situada al fondo, a orillas del Lago de Galilea o Mar de Tiberíades.
El Salvador le dirigió un reproche que parecía severo, pero que Él suavizó, dirigiéndose no sólo en particular a este padre afligido, sino a todos los asistentes y a todos los judíos en general: Vosotros si no veis milagros y prodigios no creéis.
Aquí puede objetarse que, si el régulo no hubiera creído que Jesús era su Salvador, no le habría pedido la curación.
A lo que hay que decir que este gobernante todavía no creía perfectamente, su fe era débil y, sobre todo, muy imperfecta; fue a pedirle que sanara a su hijo, pero pensaba que Jesús sólo podía curarlo yendo Él mismo a tocar al enfermo, sin darse cuenta de la razón y del origen de tal poder.
Según San Juan Crisóstomo, dudaba de que Cristo pudiera sanar a su hijo; porque, si hubiera creído esto con certeza, no habría esperado la venida de Cristo a su tierra, sino que habría ido él mismo a Judea. Pero como desesperado por la seguridad de su hijo, sin querer descuidar todo lo que pudiera hacer al respecto, acudió a Él a la manera de los padres que, desesperados por la seguridad de sus hijos, consultan incluso a médicos inexpertos o a curanderos… Pero no había reconocido aún la razón y el origen de esa facultad milagrosa de Nuestro Señor.
Otra dificultad a la amonestación “Si no veis milagros y prodigios no creéis” objeta que los milagros son, precisamente, para suscitar la Fe.
Pero esta reprensión fue justa, pues para Jesucristo los israelitas debían creer simplemente viéndolo y oyéndolo a Él; no eran paganos, tenían las Profecías entre las manos.
En efecto, el Antiguo Testamento está plagado de Profecías concernientes al Mesías. Toda la vida de Jesucristo, desde su Encarnación hasta su Ascensión, está predicha en los Libros Sagrados. Ahora bien, los judíos de antaño no estudiaban otra cosa que esos Libros.
Pero los habían tergiversado, adulterado; de modo tal que, en lugar de reconocer en ellos al Hijo de Dios, se sirvieron y apoyaron en los mismos para odiar, rechazar, condenar y hacer crucificar al Mesías esperado.
Y por eso el Señor, reprendiéndoles, les dice que su fe depende de si ven señales y prodigios, esto es, milagros, que a veces son señales, por cuanto demuestran la verdad del Señor; o porque profetizan algo por venir, por lo que pueden llamarse pro–digios, como si mostraran algún efecto futuro a la distancia.
Los milagros son necesarios, sin duda; es por medio de milagros que el Mesías, según los Profetas, manifestaría su misión divina, y que su Iglesia se extendería por todo el mundo.
Pero los milagros generalmente sólo convierten a los hombres de buena fe y de buena voluntad. Los fariseos y los judíos vieron con sus propios ojos todos los milagros realizados por Jesús y, sin embargo, no quisieron creer en Él, y lo crucificaron.
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Este hombre no se deja desanimar, sino que, absorto en su dolor, parece no haber captado las palabras de Jesús, y repite su petición con una nueva súplica: Señor, desciende, antes que mi hijo muera.
En esto se muestra, en cierta medida, un progreso de su fe, porque le llama Señor; aunque no avanzó del todo en la fe, pues seguía creyendo que la presencia corporal de Cristo era necesaria para la salvación de su hijo, y por eso insistió en que bajase. Su fe es todavía imperfecta, pues considera necesaria la presencia misma del divino Taumaturgo, y no cree todavía que Jesús pueda curar a su hijo a distancia, e incluso resucitarlo, si estuviese muerto.
Pero como la oración perseverante obtiene lo que pide, le es concedido por el Señor lo solicitado por su insistente oración. ¡Oh bondad infinita e inefable condescendencia de Nuestro Salvador!, tocado por su aflicción y por la perseverancia de su oración, le dijo: Anda, que tu hijo vive; mostrándole así que es el Señor Soberano de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte; que su poder es ilimitado, que una palabra, que un solo acto de su voluntad puede obrar, y a la distancia, maravillas: curar a los enfermos y resucitar a los muertos.
Observemos que, con esta simple palabra, Jesús realizó repentinamente un doble milagro, pues, además de sanar al joven, también fortaleció la fe de este hombre, quien inmediatamente creyó en su poder y se fue sin presionar más al Salvador a que fuera a su casa.
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El Evangelista nos relata cómo tuvo conocimiento este oficial de la curación de su hijo. A mitad de camino encontró a sus siervos que venían con presteza, felices, para anunciarle la dichosa noticia de que su hijo estaba vivo y que, por lo tanto, era innecesario perturbar al profeta de Nazaret.
La curación del niño había sido repentina y había llenado de sorpresa a toda su casa, sin que nadie pudiese adjudicarla a causa alguna. Este oficial les pidió cuenta de cuándo había tenido lugar la curación de su hijo.
No pudo ser de su parte una cuestión de duda, ya que vio perfectamente realizada la palabra de Jesús. Quiso de este modo poder atribuir a Jesús, y sólo a Jesús, la curación de su hijo, así como para compartir con sus siervos y su familia su admiración y su convicción de que Jesús era precisamente el único autor de tan grande milagro, y de este modo conducirlos a la felicidad de creer con él, tal como lo prueban las palabras siguientes: Él y su casa creyeron.
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Dada su importancia, regresemos a la reprimenda de Nuestro Señor: Si no veis milagros y prodigios no creéis.
En otra oportunidad, refutados y confundidos los escribas y fariseos blasfemos, se acercaron a Jesús otros individuos de los mismos partidos, y, en forma mitad respetuosa mitad atrevida, le pidieron un milagro en confirmación de su misión. Como si dijeran: prueba con un milagro que eres el enviado de Dios. Fue una señal más de la protervia de aquellos espíritus, que abusaban de la luz de la verdad que les inundaba.
Jesús increpó con severidad a sus interlocutores; y les llamó raza perversa y adúltera, y se negó enérgicamente a obrar un milagro ruidoso, como le pedían. Él no hacía milagros para satisfacer la vana curiosidad de los hombres. En cambio, les prometió un milagro más portentoso aún: el milagro de Jonás…, su propia resurrección…
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Tiempo más tarde, sus enemigos le salieron nuevamente al encuentro para tentarle, es decir, para meterle en situación embarazosa con sus preguntas, y le rogaron que les mostrara alguna señal del cielo. Evidentemente, también hubiesen falseado estas señales…
A la pretensión temeraria de sus adversarios responde Jesús: Llegada la tarde decís: “Buen tiempo hará, porque rojo está el cielo”. Y por la mañana: “Hoy, tempestad, porque el cielo triste tiene encarnados”. Y vino la dura reprensión: Pues la faz del cielo sabéis distinguir, ¿y las señales de los tiempos no podéis reconocer? Como si dijera: del mismo modo que ciertas señales anuncian los estados atmosféricos, así hay copiosas señales que indican mi carácter de Mesías, como el cumplimiento de las Profecías, la venida del Precursor, mis propios milagros, ¿por qué no las reconocéis?
Y luego Jesús, lanzando un hondo suspiro, por el dolor de su Corazón ante la protervia de sus enemigos, que si le piden una señal es para endurecerse más, les apostrofa y rechaza en forma enérgica: ¿Por qué pide esta generación una señal? La pregunta está llena de indignación, porque sabía Jesús que, incluso dándoles la señal del cielo, no iban a aprovecharla para creer en Él. Y concluye: En verdad os digo, que no le será dada señal a esta generación.
Y les dirá: Hipócritas, la faz del cielo y de la tierra, la sabéis distinguir, y este tiempo, entonces, ¿por qué no lo podéis distinguir? Es decir: ¿cómo es que las señales de mi venida, que están consignadas en tantas profecías y se hallan comprobadas por tantos milagros, no las podéis conocer?
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Sin que, necesariamente, sean escribas, fariseos o saduceos…, hay muchos hoy en día que no distinguen, no reconocen este tiempo que vivimos… Es más, ¡ni siquiera quieren escrutarlo!…
E, inexorablemente, sólo la Profecía puede darnos una respuesta cierta a lo que vislumbramos.
De allí que sea necesario escudriñar las señales del fin de los tiempos en el futuro profetizado por Nuestro Señor en su discurso escatológico.
La historia, en sus dos vertientes, la del pasado y la del futuro, hace referencia tanto a las señales que anunciaban la Primera Venida de Cristo, como a las que se orientan, y nos orientan, hacia su futuro regreso, es decir, la Parusía.
Ahora bien, si las señales anunciadoras de la Segunda Venida de Cristo a la tierra, si las señales de los últimos tiempos nos atemorizan por las desgracias físicas y morales que predicen; no podemos olvidar que las mismas no se agotan en su tremendismo, puesto que no todo termina con ellas.
El fin al que se ordenan esas señales es la consumación de la tarea creadora, redentora y santificadora, que ha de depararnos una tierra y un cielo nuevos, y un hombre definitivamente nuevo, en un Dios que será todo en todo y en todos.
Ante el dramatismo de las señales del fin, tengamos presente que las señales indicativas de la Primera Venida del Salvador no se limitaron al Varón de dolores y a la muerte ignominiosa y cruenta del Mesías, sino a su resurrección de entre los muertos y su retorno al Padre.
Del mismo modo, las señales indicativas de la Segunda Venida, no culminan en un drama intrahistórico, sino que se ordenan a un triunfo metahistórico. La fe nos enseña a considerar estas señales a la perspectiva de la renovación de todas las cosas en y por Cristo.
Si a la pasión y muerte de Jesús siguió su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, a la realización terrible de las señales seguirá el paso del Valle de Lágrimas al Reino.
La esperanza, compañera de la fe, nos infunde aliento a propósito de la última Venida de Nuestro Señor Jesucristo y para entender la terrible y espantosa dureza de las señales.
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El Mundo de hoy está hambriento de profecía. Es lógico que así suceda. Ante el cúmulo impresionante de calamidades concretas, y las amenazas potenciales de otras peores, resulta comprensible y lógica esta apetencia humana.
Lo trágico y deplorable es que, al silenciarse la Buena Profecía, los hombres llenan el vacío con la falsa profecía. Desprecian las señales dadas por Nuestro Señor y buscan signos en el cielo…, como los fariseos…
Esta falsa profecía toma muy diversos nombres y adopta los más insólitos disfraces: espiritismo, astrología, esoterismo, Nueva Era, psicoanálisis, masonería, humanismo…
Para contrarrestar la acción nefasta y disolvente de estos falsos profetas resulta apremiante estudiar y conocer la Profecía Sagrada, la que nos legó Jesucristo, la que registraron los tres Evangelistas sinópticos y la que sintetizó el Águila de Patmos, San Juan Apóstol, en su Apocalipsis.
Repetimos que el desarrollo cronológico de la Sagrada Escritura marca dos puntos culminantes: el Primer Advenimiento, el nacimiento de Cristo en Belén; y el Segundo Advenimiento, que será el regreso del Redentor en la plenitud de su omnipotencia y majestad.
El primer suceso fue profetizado con toda exactitud en los libros del Antiguo Testamento; y para aquel futuro acontecimiento también hay anuncios, signos y señales bien determinados en el Nuevo Testamento.
De modo, pues, que en la comprensión de este supremo problema teológico está centrado el nudo focal del Cristianismo; como lo está también la clave para entender el sentido de la Historia.
Es importante destacar el énfasis y la insistencia con que Nuestro Señor conminó a sus Apóstoles para que vigilaran permanentemente el cumplimiento de las señales que anunciarán su triunfal Regreso.
Todo esto lo ilustró el Señor con la parábola de las vírgenes necias, aquéllas que carecieron de aceite en sus lámparas y se perdieron la fiesta de las bodas.
De modo que adoptar una postura indiferente, tibia, distraída o de ceguera voluntaria ante semejante cuestión, es una actitud temeraria.
Nuestro tiempo es tan acuciante, tan peligroso y trágico que no hay lugar legítimo para vírgenes necias, que han declinado la vigilancia.
Por eso San Pablo escribía a los fieles de Éfeso: Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como necios, sino como sabios; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad de Señor.
De modo que en la firme creencia de tal Regreso —que es dogma de Fe— está la verdadera Esperanza, el optimismo sensato, la capacidad de resistencia, la virtud de la paciencia, el valor para el martirio y el camino más seguro por el cual deberemos transitar para ser fieles a Cristo, leales a su Santa Doctrina.
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Concluyamos con el Padre Leonardo Castellani:
Todo libro profético es fatalmente oscuro, y sólo se vuelve claro al cumplirse la Profecía.
Es natural que, habiendo pasado casi 2.000 años de la Primera Venida, estando nosotros más cerca de su cumplimiento, estemos más capacitados por nuestra pura situación en el tiempo para entender algunas cosas de ella.
“Cierra el libro de esta profecía —dice el Ángel al Profeta Daniel— hasta que llegue el tiempo”
“Abre el libro de la profecía —dice el Ángel a San Juan en la Visión Segunda y en la Visión Séptima—, porque ya llega el tiempo”.
La Escatología, entendida por los primeros cristianos en la parte que les tocaba —y la prueba está que los fieles huyeron de Jerusalén a Pella cuando se cerró sobre Armagedón el segundo ejército romano comandado por Tito—, fue posteriormente un libro cerrado.
Los incrédulos lo calificaron de delirio puro y simple.
Los cristianos tibios lo evitaron.
Y, sin embargo, es el libro de la Escritura que contiene una promesa especial para el que lo guarde: “Dichoso el que guarda las palabras de la profecía de este libro”.
Pero cuando una Profecía se cumple, entonces todos aquellos que la guardan en su corazón creyente —y solamente ellos— ven con claridad que eso es y no puede ser otra cosa.
Tengamos, pues, en cuenta la reprensión y la exhortación de Nuestro Señor:
Necios, por las señales del cielo y de la tierra conocéis que está próximo el verano, y sois ciegos para discernir los signos del Hijo del Hombre.
De la higuera aprended un ejemplo. Cuando veis las yemas verdes en el tallo tierno, decís: próximo está el verano. Así, cuando veáis que todas estas cosas suceden, sabed que ya es.