PADRE LEONARDO CASTELLANI: LAS PARÁBOLAS DE CRISTO

Conservando los restos

PARÁBOLA DEL MÉDICO

(Lc. IV, 16-30)

Vino también a Nazaret, donde se había criado, y entró, como tenía costumbre el día sábado, en la sinagoga, y se levantó a hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías, y al desarrollar el libro halló el lugar en donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque Él me ungió; Él me envío a dar la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos, a publicar el año de gracia del Señor.” Enrolló el libro, lo devolvió al ministro, y se sentó; y cuantos había en la sinagoga, tenían los ojos fijos en Él. Entonces empezó a decirles: Hoy esta Escritura se ha cumplido delante de vosotros.” Y todos le daban testimonio, y estaban maravillados de las palabras llenas de gracia, que salían de sus labios, y decían: “¿No es Éste el hijo de José?” Y les dijo: “Sin duda me aplicaréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm, hazlo aquí también, en tu pueblo.” Y dijo: “En verdad os digo, ningún profeta es acogido en su tierra. En verdad os digo: había muchas viudas en Israel en tiempo de Elías, cuando el cielo quedó cerrado durante tres años y seis meses, y hubo hambre grande en toda la tierra; mas a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. Y había muchos leprosos en Israel en tiempo del profeta Eliseo; mas ninguno de ellos fue curado, sino Naamán el sirio.”  Al oír esto, se llenaron todos de cólera allí en la sinagoga; se levantaron, y, echándolo fuera de la ciudad, lo llevaron hasta la cima del monte, sobre la cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero Él pasó por en medio de ellos y se fue.

«Seguramente me vais a oponer el proverbio: médico, cúrate a ti mismo: Haz también aquí, en tu pueblo natal, los prodigios que oímos has hecho en Cafarnao…».

Cristo se llamó a sí mismo médico (Mat., IX, 12; Lc., V, 31) varias veces, al proclamar que «no tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos»; dicho que equivale al otro directo y no parabólico de «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores, a penitencia».

Aquí se trataba de «curaciones». Sus paisanos de Nazareth le pedían curaciones (y también prodigios acerca de su persona propia); y Él había leído en la Sinagoga la profecía de Isaías que se refiere a curaciones; aunque el Profeta indica curaciones espirituales; pero los paisanos de Cristo entendían corporales; y Cristo les contestó en sentido de corporales. «No voy a hacer aquí los prodigios que hice en Cafarnao».

Y la razón de ello (que estaban mal dispuestos, que buscaban exclusive bienes temporales) no se las dio directamente sino humorísticamente: «Los profetas no son reconocidos en su tierra y entre los suyos; y así Elías profeta hizo milagros a favor de extranjeros y no de los suyos». Que era decir: Para gozar los beneficios de un profeta hay que empezar por reconocer al profeta. Los Nazaretanos al oír esto quisieron «lincharlo»; prueba de su malísima disposición hacia el «profeta»: sacrilegio, simplemente. Si creían, o al menos sospechaban que hacía milagros, era un hombre de Dios, como reconoció Nicodemos; y porque no quería hacer milagros para ellos, o al gusto de ellos, querían matar a un hombre de Dios; como lo mataron al final, a osadas.

Esto pasó en el primer año, al comienzo de su predicación; aunque Bover, apoyándose vagamente en Marco, sostiene fue al fin de su predicación; hipótesis improbable; aunque mucho no importa el tiempo, sino el hecho.

Después de Caná, de los milagros en Cafarnao y su primera ida a Jerusalén (Nicodemos, el testimonio de Juan, la Samaritana), entró un sábado, como hacía todos los sábados, pero ya son sus primeros discípulos, en la Sinagoga de su pueblo; y lo invitaron a leer, quizá maliciosamente, la lección del día. La leyó de pie, la tradujo del hebreo al arameo, entregó el rollo al ordenanza (o «hassan») y se sentó. Los ojos de todos fijos en Él esperaban el comentario; y entonces sonó el trueno: Yo soy Ése: es decir, el «Siervo de Yawé», el Mesías, del cual habla el Profeta.

Cristo lo dijo de esta forma:

«Esta profecía de la Escritura que habéis oído se ha cumplido hoy entre vosotros».

Sucedió una enorme conmoción. Cristo se puso otra vez de pie.

Estaba en la especie de templete o estrado (o bêma) que había en las sinagogas, a juzgar por las que aun duran de aquel tiempo: una especie de glorieta con dosel, levantada medio metro del suelo, con dos escalones de piedra, donde hablaba el «lector» y se sentaban a su lado el archisinagogo o jefe, y los rabinos más ancianos o reputados. Encima se alzaba la bóveda del aposento; alrededor sentados en bancos de madera, o de pie, los «hijos de la Ley» o fieles; en galerías espesamente enrejadas, como la de las Carmelitas actuales, fuera de la vista, las mujeres.

Se produjo de inmediato la sólita división que acompaña todas las andanzas de Cristo: una parte fue chocada, «se escandalizó»; otra parte se maravilló, se entusiasmó y se desconcertó de sus palabras «potentes»:

«Pero, ¿éste no es el hijo de José el artesano? ¿No conocemos su padre, su madre y sus parientes? ¿No acaba de nombrarse a sí mismo el Mesías?…»

Los hebreos estaban muy atentos a la procedencia del Mesías: la Escritura decía que vendría de Belén y del linaje de David; las cábalas y leyendas de los Rabinos, que vendría en medio de portentos, y de portentos cinematográficos; y algunos sostenían que cuando viniera «no se sabría de dónde vino». Pero ahora aquí lo esencial eran los portentos. En eso el ánimo de ambas partes estaba de acuerdo, de los adversos y de los conversos.

Cristo sentía ese ánimo, y lo resentía. Así que se anticipó a su expresión, y dijo con cierta irritación la frase que hemos puesto arriba, poniendo en palabras el secreto pensamiento de ellos y respondiendo nones a ese pensamiento, aunque en forma humorosa, Y prosiguió:

«En verdad os digo: muchas viudas había en Israel en los días de Elías profeta, cuando Dios trancó el cielo tres años y medio, y se hizo una grande hambre y carestía; y a ninguna de esas viudas fue mandado Elías, sino a una viuda de Sarepta en la tierra de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en los tiempos de Elías profeta; y a ninguno curó Elías, sino al capitán Nahamán, un sirio….”

En términos de curaciones corporales responde Jesús. Sí, había hecho curaciones en la «odiosa» Cafarnao, la próspera ciudad del Lago, con quien mantenían los nazaretanos querellas de campanario. No era su pueblo natal. Las había hecho. ¿Qué hay? Elías había hecho igual y aun peor. Pero las curaciones corporales eran para Cristo sólo figura e instrumento de las curas del espíritu; y en ese sentido solamente quería Él ser considerado médico.

En ese sentido principalmente habló Isaías (LXI, 1; LVIII, 6; XLII, 7). El evangelista mezcla tres profecías de Isaías, lo cual prueba que Cristo leyó y tradujo lo que llaman «lugares paralelos», pues las «lecciones» de las sinagogas eran composiciones de ellos, llamados «hallel». Lo que leyó, reza así:

«El Espíritu del Señor sobre mí;
Y él me ungió (Mesiha, Mesías)
Y me envió a evangelizar a los pobres
Sanar a los de contrito corazón
Predicar a los cautivos la liberación
A los ciegos la vista
Soltar a los afligidos en liberación
Predicar el año del Señor y del perdón
Y el día de la retribución».

Como digo, es inútil buscar en Isaías este texto literalmente; la frase «dar a los ciegos la vista» no está en el texto hebreo (donde dice «presos» en vez de «ciegos»), sino en el griego de los Setenta; y ésta de los ciegos es la única sanación corporal que hay en el texto; sin embargo, Cristo lo usará de nuevo en el sentido de «curaciones» en el mensaje a san Juan Bautista encarcelado, donde repite empero el principal rasgo de esta profecía, el distintivo de la Iglesia, que es «evangelizar a los pobres».

Ahora dicen que «la religión es para los ricos» (como dice mi lechero) y eso era por cierto en tiempo de Jesucristo, en que la ciencia de Dios se había ido restringiendo a una minoría acomodada: al ceto de los fariseos, escribas y príncipes, que despreciaban al pueblo chico. Para cambiar eso vino Cristo.

La profecía de Isaías se había cumplido en ese momento «en vuestras orejas», porque al declarar Cristo su mesianidad, hizo todo lo que dice allí el Profeta: potencialmente; y no actualmente, porque ellos no recibieron; más aun, recibieron mal su declaración. Se pusieron furiosos: Cristo afirmaba que era el Mesías y se negaba a hacer milagros para ellos; y para sí mismo. Ni el milagro de Josué de parar al sol, ni siquiera unas míseras sanaciones de pulmonías o resfríos…

Lo quisieron «linchar»: primero echarlo de la ciudad; y después creciendo con la acción la ira, como suele pasar, despeñarlo al precipicio desde el borde en que se apoya la ciudad. «¡Meschúgge!», gritaban, el grito que habían sufrido los profetas anteriores: «Está loco».

En uno de sus libros, o en varios, el inglés Chesterton deplora que la plebe inglesa haya perdido el coraje de linchar, «the mob-execution», la ejecución de los criminales a manos del pueblo. Si hubiese visto un linchamiento, por lo menos y linchamiento yanqui (o el de la Princesa de Lamballe en la Revolución francesa) se le morirían las ganas. Los linchamientos de negros en los Estados Unidos son espantosos, son algo peor que salvajismo; si creemos las descripciones (y hemos de creerlas) del gran novelista yanqui Erskine Cadwell. La justicia legal muchas veces no hace justicia; pero la justicia a manos de la turba muchas veces hace justicia mal; es decir, atrocidades; muy lejos del ánimo del gentil, caritativo y bonachón Chesterton.

No lo lincharon: porque Él se desprendió de sus manos y pasando tranquilamente entre sus filas, «se fue». Había querido hacer el bien primeramente a sus paisanos, dice san Pablo; pero se cumplió el proverbio de que nadie es profeta en su tierra; como me pasa a mí en Reconquista; y en toda la provincia de Santa Fe, si vamos a eso. Se fue a Cafarnao, y estableció allí su residencia, en casa de la suegra de Pedro, doña Petronila.

El Crisóstomo dice que hizo allí un milagro para salvarse de la muerte. No, el milagro fue solamente la energía de la soberana dignidad de su talante; así se salvó de la primera tentativa de matarlo en tumulto, de las cuales sufrió tres por lo menos.

El médico no se curó a sí mismo; a no ser supremamente, en la Resurrección: «a otros salvó, que se salve a sí mismo; que baje de la Cruz y creeremos en Él». No bajó.

De esa manera se hizo Médico Universal, de modo que su solo nombre es medicina. «Andar con el Jesús en la boca», significa andar en apuros; «morir con el Jesús en la boca», significa morir bien. Aunque es mejor que esté el cura al lado; pero es solamente para ayudarnos a decir bien el «curundú», el nombre bendito de Jesús.

A dos kilómetros al Sudoeste de Nazareth, se muestra hoy la barranca (no muy alta), desde donde intentaron precipitar a Jesús. Al lado, una iglesita moderna, llamada «Nuestra Señora del Espanto», edificada sobre una capillita antigua, recuerda esta leyenda: María, habiendo oído vociferar contra su Hijo, corrió detrás de la turba; y al llegar al sitio de la actual capilla, vio volver al tumulto, pero sin Jesús. Creyendo que lo habían matado, se apoyó en la roca, pasmada, horrorizada: la roca se abrió y la escondió de los energúmenos.