P. CERIANI: SERMÓN PARA EL DOMINGO DECIMOCTAVO DE PENTECOSTÉS

DECIMOCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo: Subiendo Jesús a la barca, pasó al otro lado y vino a su ciudad. Y he aquí que le presentaron un paralítico, postrado en una camilla. Al ver la fe de ellos, dijo Jesús al paralítico: “Confía, hijo, te son perdonados los pecados”. Entonces algunos escribas comenzaron a decir interiormente: “Éste blasfema”. Mas Jesús, viendo sus pensamientos, dijo: “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: “Te son perdonados los pecados”, o decir: “Levántate y camina?” ¡Y bien! para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra de perdonar pecados —dijo, entonces, al paralitico—: “Levántate, cárgate la camilla y vete a tu casa”. Y se levantó y se volvió a su casa. Al ver esto, quedaron las muchedumbres poseídas de temor y glorificaron a Dios que tal potestad había dado en favor de los hombres.

El portentoso episodio que narra el Evangelio de este Decimoctavo Domingo después de Pentecostés aconteció al final del primer año de la vida pública del Salvador.

Después de haber enseñado a las multitudes y realizado varios milagros en Galilea, Jesús se retiró por algún tiempo al desierto, de donde pasó a su ciudad, Cafarnaúm, que se había convertido en su morada habitual y en el centro de sus viajes apostólicos en Galilea.

El hecho en cuestión está relatado por los tres Sinópticos, es decir por los Santos Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. La narración del primero es la más breve; y es la que trae el Evangelio de hoy. Los otros dos Evangelistas añadieron unos detalles muy importantes y muy interesantes:

Primer detalle, de San Lucas: Estaban los fariseos y doctores de la ley, que venían de todas las ciudades de Galilea, de Judea y de Jerusalén; lo que demuestra cuán grande era ya la reputación de Nuestro Señor.

Estos personajes influyentes habían venido a vigilarlo y tratar de atraparlo en el mal, especialmente los de Jerusalén, quienes, sin duda, eran delegados del Sanedrín.

Segundo detalle, dado por San Marcos: Y oyeron las gentes que estaba en casa. Y se juntaron allí tantos que ya no cabían ni delante de la puerta; y les predicaba la palabra. Le trajeron, entonces, un paralitico, llevado por cuatro. Y como no podían llegar hasta Él, a causa de la muchedumbre, levantaron el techo encima del lugar donde Él estaba, y haciendo una abertura descolgaron la camilla en que yacía el paralitico.

En este Evangelio, Nuestro Señor da tres pruebas irrefutables de su divinidad:

— Perdonar los pecados del paralítico;

— Descubrir los pensamientos secretos de los escribas y fariseos;

— Curar al paralítico de su enfermedad.

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Observemos, ante todo, que, en esta circunstancia, como en todas las demás en las que obra milagros, Jesús exige de antemano la fe: Al ver la fe de ellos, la fe de los portadores y la del mismo paralítico.

Los medios empleados para llegar hasta Jesús dan testimonio suficiente de cuán viva y robusta era en ellos esta fe, y por eso agradaba tanto al Salvador.

El propio paciente debe haber estado lleno de fe; pues, sin ella, no habría merecido oír estas consoladoras palabras: Confía, hijo, te son perdonados los pecados.

No olvidemos que es la fe la que merece los milagros; la medida de la eficacia de la oración es la fe y la confianza. Cuanto más abrimos nuestra alma a estas dos virtudes, más la dilatamos para recibir las bendiciones de Dios.

Pero, ¿por qué Nuestro Señor, en lugar de curar inmediatamente a este paralítico, le dice esas palabras?

Infinitamente sabio y bueno, comienza por curar el alma de este infortunado, primero, para asombrar a los soberbios fariseos, que han venido allí a observarlo, y mostrarles lo más claramente posible su poder divino.

Quiere, en segundo lugar, hacernos comprender que los bienes espirituales están infinitamente por encima de los bienes y ventajas temporales; que los tesoros de la gracia y la vida del alma son preferibles a los honores, a las riquezas, a la salud misma y a la vida del cuerpo; que se debe, por tanto, ante todo, tener piedad y cuidar de la propia alma.

Fue así como quiso, de antemano, reformar las ideas falsas y mundanas de tantos cristianos de hoy, que valoran y buscan sólo la salud y los beneficios del cuerpo…

En tercer lugar, Nuestro Señor quiere que comprendamos un misterio de la justicia divina, demasiado poco conocido o demasiado olvidado, a saber, que, a menudo, nuestros pecados son la causa de las enfermedades y de otros males que nos aquejan. Dios, tal vez, nos ahorraría estos males o les pondría fin, si hiciéramos una verdadera y sincera penitencia por nuestros pecados.

Más allá de que no debemos generalizar este principio, en el presente caso, parece que esta parálisis fue realmente un castigo por el pecado.

Compareciendo delante de Jesús, este pobre desgraciado, sin duda iluminado por una gracia interior, sintió su condición de pecador. Y Nuestro Señor, que ve en lo profundo de las conciencias, vio su contrición y su deseo de obtener el perdón de sus pecados y la curación de su alma al mismo tiempo que la de su cuerpo.

Por eso le dijo estas palabras tan consoladoras: Confía, hijo, te son perdonados los pecados.

Es cierto que muchas enfermedades, epidemias, accidentes, entre los cristianos, son un castigo misterioso por los innumerables pecados que se cometen.

Leemos en el capítulo XXXVIII del Eclesiástico: Hijo, cuando estés enfermo, no te descuides a ti mismo; antes bien, ruega al Señor, y Él te curará. Apártate del pecado, endereza tus acciones, y limpia tu corazón de toda culpa … Caerá en manos del médico el que peca en la presencia de su Creador.

San Pablo insinúa claramente a los Corintios que muchas enfermedades y muertes provienen especialmente de las malas comuniones.

Dios castiga así el cuerpo para curar el alma con castigos saludables.

Pero, ¿se sigue de aquí que los que están bien y viven mucho, están sin pecado? No, responde San Juan Crisóstomo, pero ellos sufrirán su pena en la otra vida.

Aprendamos de esto que, tan pronto como uno está enfermo, se debe dar el primer cuidado al alma, para atender a su curación, llorando y confesando humildemente sus pecados; y luego, en cuanto a la curación del cuerpo, tomar los medios ordinarios, confiando en la bondad de Dios.

Cuando el alma está purificada de sus culpas y en paz con Dios, resiste mejor las penalidades de la enfermedad; y, muchas veces también, la paz de la conciencia ayuda al alivio y a la curación del cuerpo.

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Los escribas y los fariseos, cuando oyeron esta sentencia de absolución, se escandalizaron, y comenzaron a decir interiormente: “Éste blasfema”.

Sólo Dios, en efecto, tiene este poder de perdonar los pecados; es una prerrogativa exclusivamente divina, que nunca había comunicado, ni siquiera a Moisés, ni a los más grandes Profetas. Atribuirse indebidamente tal autoridad hubiera sido, pues, verdaderamente una usurpación manifiesta y sacrílega de los derechos de la Divinidad.

Los fariseos conjeturaban esta usurpación, sin atreverse a decirlo abiertamente, por temor a todo el pueblo.

¡Ciegos y necios! Si hubieran tenido buena fe, después de tantos milagros evidentes que Jesús ya había hecho, habrían reconocido en Él una naturaleza superior, lo habrían adorado como su Mesías y su Dios. Pero, con el corazón dominado por el orgullo y el odio, murmuran y blasfeman ellos mismos, endureciéndose cada vez más y haciéndose indignos del Reino de Dios.

El primer milagro de Jesús, en esta circunstancia, había sido, pues, curar el alma del pobre paralítico, prueba infalible de su omnipotencia como Dios.

He aquí el segundo milagro, también de orden sobrenatural, que da testimonio de su divina omnisciencia y que debería haber convertido a los fariseos endurecidos, pues Jesús penetra en sus pensamientos más secretos, y les dice: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?

Hago un paréntesis para señalar que el Santo Evangelio nos da aquí una saludable lección: No basta no cometer malas acciones, debemos abstenernos incluso de los pecados internos.

La ley humana sólo puede prohibir y castigar el mal realizado exteriormente; pero la Ley Divina prohíbe y castiga el simple pensamiento voluntario del mal, el simple deseo consentido. Porque el Señor conoce los pensamientos de los hombres.

Y dice la Sagrada Escritura que del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias…

Dios, al proscribir incluso el deseo y el pensamiento del mal, quiso secar la fuente misma del pecado.

Entre los pecados internos debemos distinguir el deseo, que mira al futuro, la complacencia, que se refiere al pasado, y el deleite, que se relaciona con el presente.

Hay pecado cuando hay plena advertencia y pleno consentimiento.

Es una ilusión considerar como nada estos pecados interiores, incluso cuando se consiente y se complace en ellos; es considerar que no hay pecado mientras no se llega al pecado exterior, al acto consumado.

¡Error fatal y diabólico! Era el equívoco de los fariseos…

El Concilio de Trento declara que les pecados internos son más peligrosos para nuestra alma, «Porque, a veces, hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que se admiten manifiestamente».

He aquí las razones:

— Se cometen más fácilmente. Para los pecados externos debe haber un tiempo, un lugar, una ocasión favorable; a menudo hay obstáculos; mientras que los pecados internos pueden cometerse en cualquier momento y en cualquier lugar, incluso en el lugar santo, ya que dependen únicamente de nuestra voluntad…

— De esta extrema facilidad resulta que el número de estas faltas puede multiplicarse enormemente…

— Los pecados de acción, es bastante fácil reconocerlos como son; pero un muy difícil distinguir la naturaleza, grado de malicia y número de los pecados interiores, por la prontitud y facilidad con que se cometen. De allí el peligro de hacer malas confesiones.

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Regresando al tema del Evangelio, Jesús, penetrando en los pensamientos más secretos de los fariseos, les dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?

Ahora bien, sólo Dios ve el fondo de los corazones…

Jesús, al exponer sus murmuraciones interiores y su mala voluntad, les prueba que Él es Dios y que también puede perdonar los pecados, como si dijese: Con el mismo poder y majestad con que veo vuestros pensamientos, también puedo perdonar los pecados de los hombres.

Y agrega inmediatamente: ¿Qué es más fácil, decir: “Te son perdonados los pecados”, o decir: “Levántate y camina?”

San Jerónimo hace esta reflexión: Es más fácil decir que hacer; sin embargo, en cuanto al alma, es más poderoso curar el alma que el cuerpo. Pero, en lo que respecta al poder, es el mismo en ambos casos.

Dionisio el Cartujo enseña que Jesucristo quiso probar que ambas cosas sólo pueden convenir a la divina potencia.

Víctor de Antioquía agrega una interesante aclaración: ¿Qué es más fácil, decir u obrar? Lo primero, evidentemente, dado que el resultado no está sometido a ningún control. Pues bien, ya que os negáis a creer una simple afirmación, le asociaré los hechos, que servirán como prueba de lo que no cae bajo los sentidos.

Por lo tanto, es como si Nuestro Señor dijera: ¡Mirad cuán ciegos e injustos sois! No reconocéis mi poder divino sobre las almas. Pues bien, para probaros que todo poder me ha sido dado por mi Padre, sobre las almas y sobre los cuerpos, y que soy Dios como Él, os voy a dar una señal visible y manifiesta de ello, es decir, ante vuestros ojos voy a realizar un milagro que podréis comprobar por vosotros mismos. El mismo será la demostración sin réplica de que tengo también el poder, prodigioso y misterioso, de perdonar los pecados:

¡Y bien! para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder sobre la tierra de perdonar pecados —dijo, entonces, al paralitico—: “Levántate, cárgate la camilla y vete a tu casa”.

La curación instantánea del paralítico y el poder que implica en el orden de la naturaleza son tanto el símbolo como la confirmación de las curaciones espirituales y el poder que implican en el orden de la gracia.

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Tal milagro asombró a la multitud, que dio gloria a Dios, que tal potestad había dado en favor de los hombres.

Notemos que, si bien este pueblo sencillo e ingenuo aún no sabe reconocer la divinidad de Nuestro Señor, al menos, a diferencia de los fariseos, alaba a Dios y le atribuye tan grandes maravillas.

En cuanto a éstos, son silenciados, pero no se convierten; porque se verá que se enfurecen cada vez más contra el Salvador, a pesar de la brillantez de su santidad, de su doctrina y de sus milagros posteriores, hasta el día en que les permita consumar su infame deicidio.

Nosotros, más ilustrados que este pueblo ignorante y mejor dispuestos que estos orgullosos fariseos, por gracia de Dios sabemos que Nuestro Señor es verdadero Dios y verdadero Hombre.

Adorémosle, pues, con amor, démosle gracias por haber dejado a sus ministros este poder superior sobre las mismas almas, poder maravilloso y divino, de perdonar los pecados, y no dejemos de ir a pedir a estos representantes de Dios curación de nuestra pobre alma, cada vez que esté enferma, para recibir nuevas fuerzas, para triunfar sobre el demonio y llegar felices a la bienaventuranza eterna.