ARTÍCULO DE HUGO WAST
París, diciembre de 1927
(De “Obras Completas”, II tomo. Ediciones Fax, Madrid, 1957
En “15 días sacristán y otros relatos”.
Editores de Hugo Wast, 3ª. Edición, Buenos Aires, 1943)
El contraste de estas dos figuras es demasiado grande para que el asociarlas no parezca una extravagancia a los unos, y a los otros una profanación.
Así lo comprendo, y, sin embargo, junto al recuerdo de Anatole France me viene inmediatamente el de Teresita del Niño Jesús.
Sin duda el motivo de esta peregrina asociación de ideas es la formidable celebridad de ambos, una celebridad completamente moderna, que ha cubierto el mundo en tan pocos años, que podríamos decirla repentina.
En cierto pueblito de provincias, allá en mi patria, adonde pareciera que las novedades debieran hacerse antiguallas antes de llegar, se inauguró una biblioteca. Ignoro cuántos lectores tendría por allí el autor de El Lirio Rojo; pero no faltó quien propusiera darle su nombre a la Biblioteca, y así fue hecho. Por los mismos días, en la pobre iglesia del lugar se bendecía un altar de Teresita…
No podemos dar un paso por el mundo, sin descubrir el rastro de estas dos devociones.
Si me acerco a una librería no encontraré quizás a Cervantes o a Shakespeare, pero estoy seguro de hallar varios de los numerosos volúmenes de Anatole France; y también en algún rinconcito, como una estrella que surge tímidamente sobre las cumbres de la sierra, la Historia de un Alma.
Dicen que Calmann Lévy, editor de Anatole France, ha vendido en los últimos años dos millones de volúmenes de sus obras. ¡Cifra enorme realmente, que significa naciones enteras embebidas en su lectura!
Y bien, de ese único libro de Teresita, la Historia de un Alma, se han vendido ya dos millones cuatrocientos mil ejemplares y se han hecho traducciones a 35 lenguas, según se lee en una concienzuda biografía de la santa, escrita por monseñor Laveille, y coronada por la Academia Francesa.
Hoy es así: el rumor de estos dos nombres, de tan fuerte contraste, resuena en todos los ámbitos del mundo. Pero algún día uno de ellos quedará solo; y el otro será olvidado; y yo quisiera saber cuál será el uno y el otro.
¿Perdurará la afición al novelista filósofo, que ha muerto en la extrema vejez, abrumado de tanta gloria, que la noticia de su enfermedad y de su larga agonía y sus últimas palabras, fueron ávidamente recogidas por los grandes diarios del mundo, y no faltaron quienes temiesen que con él muriese el ingenio de Francia, pues su arte impalpable había engendrado devotos, pero no dejaba discípulos?
¿O durará la obra de la pobre monjita que escribió en la celda de un convento, a ratos perdidos, por obedecer el riguroso mandato de su Priora, en un papel tan basto y feo que una sirvienta lo desdeñaría, y que murió de amor divino a los veinticuatro años?
Habent sua fata libelli ! La obra de los escritores tiene un destino que su propio autor no podría anunciar.

I
EL AMOR A LA VIDA
La tumba de Anatole France
Tres muertos bajo la misma piedra
Hay libros para los viajeros en que, junto a la dirección de los buenos hoteles y de los monumentos memorables, se les suministra la de las tumbas gloriosas. He hojeado mi Baedecker, donde hay una larga lista de sepulcros famosos: el de Musset, a la sombra del sauce que dicen llevado por nuestro Estanislao del Campo; el de Rossini, el de Daudet, el de Oscar Wilde…
Todavía el de Anatole France no figura en ninguna guía, y no hallé cicerone que supiera indicarme su lugar.
Fui entonces a casa de su editor Calmann Lévy y pregunté dónde estaba enterrado el célebre escritor. No tuve suerte al principio: los empleados se interrogaban unos a otros y me miraban sorprendidos de una curiosidad que ninguno de ellos podía satisfacer. Pensé que el jefe de la casa habría acompañado a su última morada al autor ilustre que le hizo ganar millones y pedí que se lo preguntaran a él. Volvió al rato un empleado y me dijo:
— Señor, la tumba de M. Anatole France está en el Cementerio de Neuilly.
Fui, pues, a Neuilly, en las afueras de París.
Llegué al cementerio. Me salió al paso un concierge con galones. Un saludo contestado apenas. Un pourboire. Una reverencia.
— ¿Ud. quiere visitar la tumba de M. Anatole France? ¡Venga conmigo!
Es el de Neuilly un cementerio pequeño, casi de aldea, sencillo y, diré, hospitalario como casa de pobres gentes.
El hombre de galones me guió por sus callejas enarenadas, bajo el sol de otoño. Una mujer iba delante de nosotros con una brazada de flores. A la entrada de un panteón, una niña le cortaba los largos tallos a unos claveles, mientras una joven le traía un florero lleno de agua. Adentro del mismo panteón una dama enlutada permanecía de rodillas delante de un altarcito, con la frente apoyada en el brazo, y el brazo en el mármol.
Mi guía se detuvo cerca de la muralla, en un rincón sombrío, donde la humedad extendía una capa verde sobre las lápidas y descascaraba el hierro de las cruces.
Allí había una tumba nueva, en que la piedra gris mostrábase más limpia y desnuda. Parecía extranjera entre todas. En aquella ciudad de los muertos en el Señor no estaba en su patria, porque ella sola no tenía cruz.
La misma piedra cubre la ceniza de tres muertos, cuyos nombres figuran así:
Primeramente el de la madre: «Mme. France Thiébault – née Antoinette Gallas – 1813-1886 – Virtute duce».
Luego el del padre: «Francois Noel (France) Thiébault – 1806-1890 – Speravit anima mea».
Éste es un texto bíblico, del Salmo 129, truncado en su parte sustancial: Speravit anima mea in Te, Domine. En Ti, Señor, confío mi alma.
El tercer nombre está desnudo, no tiene ni la sombra de la cruz, ni el fulgor de las palabras inmortales: «Anatole France – 1844-1924». Nada más.
Un laurel de hojalata, pintado de negro, con violetas de celuloide, es su único abrigo.
Y, sin embargo, sin salir de los Salmos que su padre invocaba y que son el libro de más vigorosa poesía escrito en el mundo, un erudito como el autor de Sobre la Piedra Blanca pudo hallar su epitafio: In Te speraverunt patres nostri; speraverunt et liberasti eos: En Ti esperaron nuestros padres: esperaron y los liberaste. (Ps., 21, 5). Ego autem sperabo in Te, Domine. Yo, sí, esperaré en Ti, Señor. (Ps., 54-24).
Pero en el corazón del ateo se seca hasta la flor de la inmortal esperanza. Toda su esperanza está expuesta en las miserables cosas de la tierra: Speravit in pecunia et thesauris. (Eccli., 31,8).
Desdeñó la cruz, y desdeñó las promesas de Dios, y se fue a dormir su último sueño bajo un laurel de hojalata barnizado de negro.

Sólo Voltaire lo igualó en ingenio y en gloria
Seréis como dioses
Lástima no ser inmortal
¡Aquí está! Ya no «sur la pierre blanche» donde tejía sus áureas blasfemias aquel personaje suyo, hecho a su imagen y semejanza, sino bajo la piedra.
Fue el más poderoso enemigo de Cristo en los tiempos modernos.
Poseía el ingenio de Voltaire y la seducción de Renán. Una palabra, una sonrisa, una boutade suya corrían por el mundo como un rayo de luz sobre el mar. Un cuento suyo era inmediatamente leído, comentado y reproducido en todos los idiomas de la tierra.
No había manera de escribir sin citarlo, y cuando la cita se venía a la memoria, era indispensable repetir exactamente sus palabras, porque modificar su frase encantadora equivalía a desfigurar su pensamiento malicioso.
Y siendo, como era, por la elegancia de su estilo y por la sutileza de sus argumentos, un escritor de élite, para literatos o para filósofos no más, gozó de una incomprensible fama en el gran público. Leerlo era un signo de distinción intelectual, y muchos afectaban gustar de sus obras, por ser tenidos como personas de buen gusto.
Se dijo que era la encarnación del genio latino, y no por eso perdió su prestigio entre razas más frías y más pesadas. Porque en realidad no era el espíritu latino el que ardía en sus obras, sino el espíritu del mundo moderno.
Sobre su nombre se acumuló toda la gloria que este mundo puede otorgar.
No teniendo un soldado a su disposición, ni un cónsul, ni una pulgada de territorio, ni siquiera una bandera, constituía una potencia que los reyes y los poderosos consideraban. Más de uno habría preferido la enemistad de tal rey o de tal señor antes que merecer los sarcasmos de Anatole France en un libro que pudiera llamarse La Isla de los Pingüinos o Los dioses tienen sed.
Y era tan grande su poderío, que no sólo podía atreverse a arrojar lodo contra los héroes, sino contra los santos. Él, nadie más, podía escribir como lo hizo acerca de Juana de Arco y seguir perteneciendo a la Academia Francesa y mereciendo la perfumada sonrisa de Francia y el suculento homenaje del Premio Nobel.
Solamente Voltaire ejerció en su siglo influencia igual. Él también expectoró su Pucelle sobre la encantadora figura de Juana de Arco. Él también fue la gloria humana más genuina y esplendorosa, porque no la debió al nacimiento, ni a la violencia, ni a la fortuna, y porque esa gloria que le discernieron sus contemporáneos no se podía amenguar, ni osaba nadie apenas discutir.
«Pero la gloria del mundo -dice Kempis- siempre va acompañada de tristeza».
¡Ya lo veremos!
Entretanto, mientras Anatole France vivió, miles y miles de jóvenes escritores, en esa edad en que se sufre la agonía de vivir ignorado del público, habrían vendido su juventud y su alma al diablo, por ser durante un año, nada más que un año, como aquel mago, cuyas letras más insípidas, apenas salidas de su pluma, daban la vuelta al mundo.
Había comido la fruta del árbol de bien y del mal, y en él se cumplió realmente la promesa de la serpiente: «Comed y seréis como dioses», eritis sicut dii…
¡Embriaguez de la gloria! ¡Él era como un dios!
¡Cuántas veces lo habrá pensado y se lo habrá dicho a sí mismo! Pero también ¡cuántas veces habrá crispado los puños y apretado los dientes, y blasfemado contra el único Dios! ¡Lástima no ser inmortal, como tú, hijo de David!
Anatole France amaba la vida y tenía el pavor de la muerte. Esto no parece de acuerdo con su filosofía, pero ésa es su llaga oculta, delatada en cien partes de sus libros.
En Las siete mujeres de Barba Azul, uno de sus personajes, en cuyas palabras habla, como de costumbre, su propio autor, declama así: «¡Existir y dejar de existir! El horror de esta idea, que nunca me abandona, me pone los pelos de punta. Lo que dejará de ser me echa a perder lo que es, y la nada me aniquila de antemano… Yo amo la vida, la vida de esta tierra, la vida tal cual es, la chienne de vie, la perra vida. La amo brutal, vil y grosera; la amo sórdida, sucia, putrefacta; la amo estúpida, imbécil y cruel; la amo en su oscuridad, en su ignorancia, en su infamia, con sus lacras, sus fealdades, sus hediondeces, sus corrupciones y sus infecciones. Sintiendo que se me escapa y huye, tiemblo como un cobarde y me vuelvo loco de desesperación».
Confesión espeluznante por su brutalidad y su sinceridad.
Siete siglos antes Kempis había dicho: «¡Ay, de los que no conocen su miseria! Porque algunos hay tan abrazados con esta mísera y corruptible vida, que aunque con mucha dificultad, trabajando o mendigando, tengan lo necesario, si pudieran vivir aquí siempre, no curarían del reino de Dios. ¡Oh, locos y descreídos de corazón que tan profundamente se envuelven en la tierra…! En el fin sentirán cruelmente cuán vil y cuán nada era lo que tanto amaron».

El falso ateísmo
Prisionero de sus propios libros
Los ateos que blasfeman son falsos ateos. Yo no he creído nunca en la sinceridad del ateísmo que blasfema, y sufre el cólico de la muerte. Tengo una infinita lástima de esos ateos simulados porque tienen que ser creyentes que han perdido la esperanza, impenitentes finales que han cometido el único pecado que no se perdona, según la terrible sentencia del Evangelio: el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado de orgullo invencible.
No concibo que se insulte con rabia a un ser cuya existencia se niega; ni que nadie se vuelva loco de desesperación ante la idea de la muerte, si cree realmente que es la absoluta disolución del ser, un sueño más largo y sin visiones, un verdadero reposo.
Leed este diálogo de Los Bandidos, de Schiller:
«Francisco. — Yo te digo que el alma será aniquilada, y tú no tienes nada que contestarme.
Moser. — Eso es lo que imploran gimiendo los espíritus del abismo; pero Aquel que está en el cielo sacude la cabeza… Ésa es la filosofía de vuestra desesperación. Pero vuestro propio corazón, que mientras decís eso, palpita con angustia en vuestro pecho, os acusa de mentira. Esta tela de araña tejida por vuestros sistemas, se destroza con una palabra: tenéis que morir. Yo no exijo de vos más que una prueba: sed igualmente firme en la muerte: que vuestros principios no os abandonen en ese momento, y entonces vos tendréis razón. Pero si en presencia de la muerte sentís el menor escalofrío, en este caso ¡desgraciado de vos…! ¡Os habréis engañado! ¡Daríais todos los tesoros del mundo por un solo suspiro cristiano!
Francisco. —… ¡Yo no puedo orar…! Aquí… (se golpea la frente y el pecho) y aquí, está todo tan vacío… tan seco…».
Es imposible leer sin espanto los gritos de soberbia y de pavor que se han escapado del pecho de algunos escritores que pasaban por ateos, como Madame Ackermann, como Leconte de Lisle, como el famoso sacerdote apóstata Blanco-White, que, sintiéndose morir, se acordó de su piadosa madre y escribió estos versos:
¡Imagen de la amada madre mía.
Retírate de aquí, no me deshagas
El corazón que he menester de acero
En el tremendo día
De angustia y pena que azorado espero!
Alguien hallará incomprensible esta conducta de un ser racional, que se precipita a sabiendas en el horrendo abismo de la eterna desesperación, cuando para salvarse le bastaría «un solo suspiro cristiano».
Es desconocer el peso formidable con que el orgullo aplasta la pobre alma del soberbio; es no saber que, según dice Kempis, «los que son amadores de sí mismos están en prisiones».
En tanto que nuestra idea está dentro de nosotros, somos su dueño, podemos darle ser o aniquilarla. Pero desde el día que esa idea adquiere forma y es un libro que se lanza al mundo, nos convertimos en su esclavo.
Terrible esclavitud, tanto más dura cuanto mayor es la fama que nos ha dado ese libro.
Así Anatole France llegó a la hora de su muerte prisionero de su propia obra. Cualquier otro, así fuera el mayor criminal de la tierra, podía en la amargura final gustar la dulzura de la contrición, y dejarse llevar por el torrente de la gracia de Dios. Cualquiera, clavado en la cruz de la agonía, podía, como el buen ladrón, volver los ojos a Cristo y decirle: «¡Acuérdate, Señor, de mí, puesto que no supe lo que hice!».
Cualquiera menos él, prisionero de sus propios libros, que no moría en un rincón, como un ermitaño olvidado de las gentes, sino cercado de admiradores, sintiendo los ojos del mundo entero que espiaba su agonía.
¿Cómo él, que durante sesenta años, con un ingenio inagotable y destructor, se había burlado de Cristo, podía implorar su misericordia? ¡No, mil y mil veces no! Era prisionero de sus libros, y no tenía fuerzas para romper esa prisión. Prefería la ilusión de que tras el muro negro de la muerte está el vacío, y morir con los labios apretados para no dejar escapar el amargo y humillante secreto de su incertidumbre final.
Si al hombre soberbio, «amador de sí mismo», le obligan a elegir entre una humillación y un infierno, elegirá el infierno. El orgullo es de naturaleza diabólica, y hace de él un ser infinitamente miserable pero gigantesco, porque desafía a Dios cara a cara: ¡Non serviam! Sería necesario que Dios impusiera la salvación a ese hombre que no quiere salvarse, y Dios, que ha sido capaz de sacrificar a su Hijo para redimir el mundo, retrocede ante la voluntad humana, la sola cosa en el universo a la cual haya dado la facultad de resistir su omnipotencia.

La muerte de Voltaire
La muerte de France
Todo está bien si termina bien
¡Pero qué gritos de espanto se le escapan a ese hombre, anegado en la angustia de sentir que el tiempo se va acabando para él y que la batalla entre él y Dios va a continuarse lejos del aplauso de los otros hombres, en las tinieblas sin límites, sobre la roca inmutable de la eternidad!
Aquél que se había parecido tanto a Voltaire en su vida no podía menos de parecérsele en la muerte.
El doctor Tronchin, médico de Voltaire, que lo asistió hasta su última hora, ha escrito el relato de su agonía. Puede leerse esa página transida de horror en la Historia de la Literatura Francesa, por Brunetière.
Y, por su parte, el doctor Mignon, médico de cabecera de Anatole France, en un artículo escrito para La Nación y publicado pocos días después de los sucesos, relata los últimos días de su famoso enfermo.
Los que creían que el sonriente y malicioso filósofo iba a morir, como Sócrates, platicando apaciblemente con sus discípulos, y que hasta podía ocurrir que él también sacrificara un gallo a Esculapio, pues su complaciente ironía era capaz de encargar a un buen cura unas cuantas misas por su alma, habrán sufrido un desencanto.
Aquel hombre que amó la vida hasta el frenesí, hasta «en sus lacras, en sus hediondeces, en sus corrupciones», murió renegando de su vida.
Su enfermedad, que era la vejez, no le causaba sufrimientos mayores, pero el sentirse morir lo aterraba. El arte, la gloria, la riqueza, la plenitud de su genio literario encendido en él hasta su último día, la palabra devota de sus confidencias, ya no valían nada para él, que era como un hombre que se desmorona por la falda de una montaña sin que sus manos crispadas acierten a asirse de una rama o de una piedra que lo detengan en su caída.
Un día el doctor Mignon le preguntó cómo se sentía, y él le respondió con siniestra sinceridad: «Doctor, he aquí al hombre más desgraciado del mundo».
Se alimentaba apenas. Para templar su sed, el médico le alcanza una copa de champaña helado. Él la bebe con avidez; pero hay en su pecho una sed que el champaña no calma. «¡Doctor, máteme, envenéneme!».
Anatole France, que una vez escribió, como síntesis de su opinión sobre Zola, «es un miserable a quien más le valiera no haber nacido», habrá sentido cien veces en su agonía que esas brutales palabras tan ajenas a su estilo habitual, se volvían contra él.
En alguna parte dice Shakespeare que «todo está bien si termina bien», y en el libro de los Proverbios se lee que «la doctrina de un hombre se prueba por su paciencia».
¡Qué apostasía de su doctrina, qué retractación de su ironía, qué deplorable final el de estas dos existencias, la de Voltaire y la de Anatole France, el uno llevando la mano a su vaso de noche para devorar sus excrementos; el otro pidiendo a su médico que lo envenene porque es el hombre más desgraciado de la tierra!
¡Ya está! Ya su ingenio, que fue un arma terrible contra Dios, se ha roto como una flecha de hueso contra una muralla de bronce.
Y ya se hundió en la inescrutable eternidad. Ahora los siglos se amontonarán sobre esta piedra sin epitafio, sin que él pueda cambiar de postura. «En cualquier lado que el árbol caiga, dice el Eclesiastés, sea al medio día, sea al septentrión, allí quedará».
Ignoramos los juicios de Dios, porque no sabemos cuál ha sido la última palabra de ese diálogo supremo entre el alma y Él. Su infinita misericordia puede en un segundo hacer un santo de un ladrón crucificado. Esto es de fe.
Refugiémonos en esta esperanza, y antes de tratar de una figura incomparablemente más dulce y graciosa, escribamos, como un epitafio, sobre esa lápida muda y sin cruz, las palabras de N. S. Jesucristo abogando por sus enemigos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»

II
TERESITA Y EL AMOR A LA MUERTE
Un dulce y lejano murmullo
Dios ha elegido a los débiles del mundo para confundir a los fuertes.
La niña de veinte años poseía la ciencia de la vida mucho mejor que el filósofo de ochenta. Teresita de Lisieux amó la muerte con tal vehemencia que supo hallar acentos deliciosos para describirnos esa locura de amor.
Leyendo la Historia de un Alma, a cada momento se nos vienen a la memoria los graciosos versos de la otra gran Teresa de Ávila:
Ven, muerte, tan escondida,
Que no te sienta venir,
Porque el gozo de morir
No me vuelva a dar la vida.
En una de sus cartas (8ª) Teresita habla así: «Nunca le he pedido al buen Dios morir joven; eso me habría parecido cobardía; pero desde mi infancia se ha dignado darme la intensa persuasión de que mi carrera aquí abajo sería corta».
Leed ahora este relato y decidme si hay nada más envidiable y tierno que esa manera de hablar a la muerte:
«Voy a tratar de escribir, pero no hay términos para explicar estas cosas, y siempre estaré por debajo de la realidad.
En la Cuaresma del año pasado me encontraba más fuerte que nunca, y esta fuerza, no obstante el ayuno que observaba en todo su rigor, se mantuvo perfectamente hasta Pascua; cuando el día de Viernes Santo, a primera hora, Jesús me dio la esperanza de ir pronto a reunírmele en su hermoso cielo. ¡Oh, qué dulce me es este recuerdo!
El jueves, no habiendo obtenido el permiso de quedarme ante el monumento la noche entera, fui a media noche a nuestra celda. Apenas coloqué la cabeza en la almohada, cuando sentí una ola hirviente que subía hasta mis labios. Creí que me iba a morir, y mi corazón se partió de alegría.
Sin embargo, como acababa de apagar nuestra lamparita, mortifiqué mi curiosidad hasta la mañana y me dormí tranquilamente.
A las cinco, dada la señal de levantarme, pensé que tenía una cosa feliz que saber y, aproximándome a la ventana, lo comprendí enseguida viendo que nuestro pañuelo estaba lleno de sangre. Yo estaba íntimamente persuadida de que mi Bien Amado en ese día aniversario de su muerte me hacía oír un primer llamado, como un dulce y lejano murmullo que me anunciaba su feliz llegada.
Asistí a Prima con un gran fervor y después a Capítulo. Tenía prisa por llegar a las rodillas de mi Madre Superiora para confiarle mi felicidad. No sentía la menor fatiga, el menor sufrimiento, y así obtuve fácilmente permiso para concluir mi cuaresma como la había comenzado, y ese día de Viernes Santo participé de todas las austeridades del Carmelo, sin ninguna dispensa. ¡Ah! Nunca esas austeridades me han parecido más deliciosas. La esperanza de ir al Cielo me transportaba de gozo.
En la noche de ese día feliz entré llena de alegría a nuestra celda, e iba a dormirme dulcemente, cuando mi Buen Jesús me dio, como la noche precedente, la misma señal de mi próxima entrada en la eternidad. Gozaba yo entonces de una fe tan viva, tan clara, que el pensamiento del cielo hacía toda mi dicha; yo no podía creer que hubiese impíos sin fe, y me persuadía que ciertamente ellos hablaban contra su pensamiento cuando negaban la existencia de otro mundo.
En los días tan luminosos del tiempo pascual, Jesús me hizo comprender que hay realmente almas sin fe y sin esperanza que por el abuso de las gracias pierden estos preciosos tesoros, fuentes de las únicas alegrías puras y verdaderas».

Su última enfermedad
La Madre Priora advirtió la enfermedad que a la joven la transportaba de dicha, y le ordenó un régimen que restableció en poco tiempo su salud.
«Verdaderamente —dijo Teresita a su hermana (monja como ella en el Carmelo de Lisieux, del cual es hoy la Priora)—, la enfermedad es una conductora demasiado lenta; ya no cuento sino con el amor».
Esa hermana suya, que ha escrito, después de muerta Teresita, los últimos capítulos de la Historia de un Alma, refiere su postrera enfermedad. Vale la pena detenerse ante el cuadro de la encantadora criatura que muere como un cisne. El 30 de julio recibió la Extrema Unción… ¡Qué resplandor celestial en sus palabras ese día!
«La puerta de mi oscura prisión está entreabierta… Estoy llena de júbilo, sobre todo desde que nuestro Padre Superior me ha asegurado que mi alma se parece hoy a la de un niño después del bautismo».
Tardó en morir muchos más días de lo que se imaginaba. El martirio de su enfermedad penosísima duró largos meses. Pero ella amaba de tal manera el sufrimiento, que, según sus palabras, los dolores le causaban tanta alegría, que había llegado a no poder sufrir más. Ni siquiera sufría de no morirse.
Recordemos que al médico que le ofrecía una copa de champaña helado, para templar la sed de la fiebre, Anatole France le pedía un veneno que acabara con él. ¡Cosa extraña, pero frecuente! Su amor a la vida se había convertido en un miedo tan horroroso a la muerte, que quería matarse para no sentirlo.
Considerad ahora estas palabras de Teresita:
«Una noche, a la hora del gran silencio, la enfermera vino a ponerme una botella de agua caliente a los pies y tintura de yodo en el pecho. Yo estaba consumida por la fiebre y una sed ardiente me devoraba. Al sufrir estos remedios no pude evitar de quejarme a Nuestro Señor.
Mi Jesús —le dice— vos sois testigo de que estoy ardiendo, ¡y todavía me traen más calor y fuego! Si tuviera en lugar de todo eso un medio vaso de agua, ¡qué alivio sentiría!… ¡Mi Jesús, vuestra hijita tiene mucha sed! Y, sin embargo, se siente muy feliz de carecer de lo necesario para mejor parecerse a vos, por salvar las almas.
Pronto la enfermera me dejó, y yo no esperaba volver a verla hasta el día siguiente, cuando, con gran sorpresa mía, regresó a los pocos minutos trayéndome una bebida refrescante: «He creído que podría Ud. tener sed, me dijo; en adelante, todas las noches le ofreceré algo de beber». Yo la miré sorprendida, y cuando se fue me deshice en lágrimas. ¡Oh, nuestro Jesús, qué bueno es! ¡Dulce y tierno! ¡Y qué fácil es tocar su corazón!».
Acompañada de estos pensamientos caminaba Teresita a la muerte. Sus sufrimientos físicos eran cada vez mayores. Hasta el decir una palabra le causaba inmensa fatiga. Aquellas palabras de oro que se escapaban de su pecho han sido, para bien del mundo, recogidas por sus hermanas, compañeras de ella en el convento y que la veían apagarse como la lamparita de un altar.
«El señor Limosnero me ha preguntado: «¿Está resignada a morir?». Y le he respondido: «¡Oh, mi padre! Yo encuentro que no hay necesidad de resignación sino para vivir… En cuanto a morir… es alegría lo que siento».
Observemos bien que este amor a la muerte no es una afición suicida. ¡Ah, no! Ella no pide que la envenenen; ella aguarda sonriente esta su última hora, que será el momento de sus bodas con su Bien Amado. Cuando le parece que tarda, suspira y bendice la voluntad de su dulce dueño; y cuando el médico o el confesor le dejan entrever que se aproxima, su corazón brinca de alegría y sus lindos ojos inocentes se llenan de lágrimas.
Hacia fines de agosto tuvo días de una agitación y de una angustia indescriptibles. Pedía a las monjas que rezaran e hicieran rezar por ella.
«¡Cuán necesario es rezar por los agonizantes! —decía—. Si pudiéramos… ¡Qué necesaria es la oración de completas: Procul recedant somnia et noctium phantasmata! (Libradme de los fantasmas de la noche)».
El 29 de agosto su hermana Sor Inés la compadece al verla sufrir tanto, y ella contesta con su invariable sonrisa: «Sí, pero mi sufrimiento es sin inquietud. Estoy contenta de sufrir, porque el buen Jesús lo quiere».
El 3 de Septiembre su hermana, por distraerla, le refiere la triunfal recepción que ha hecho Francia al Zar de Rusia.
«¡Oh, eso no me deslumbra! Háblame de Dios, de los ejemplos de los Santos, de todo lo que es verdad…».
El 28 de septiembre, dos días antes de la muerte parecía asfixiarse: tan difícil y doloroso le resultaba respirar. Y ella les dice a los que la compadecen: «¡Me falta el aire de la tierra! ¿Cuándo me dará el buen Dios el aire del Cielo?».
En la noche del 29 de septiembre se quedó sola con su hermana Celina. A eso de las 9 las dos oyeron en el jardín un ruido de alas, y enseguida una tórtola, que no sabían de dónde vendría, se puso a arrullar al borde de la ventana.
Y Teresita, estremecida de emoción, como una novia que se prende su corona de azahar, recordó la palabra del Cantar de los Cantares: «Ya se ha oído el canto de la tórtola: levántate, amada mía, paloma mía, y ven, porque el invierno ha pasado…”.
Ese mismo día, sintiéndose exhausta, preguntó a la Madre Priora, con una inocencia tocante: «¿Es la agonía, mi Madre? ¿Cómo voy a hacer para morir? ¡Nunca sabré morir!».
Pasaron algunas horas dolorosísimas. «¡Madre mía, prepárame a bien morir!». Y más tarde: «¡Ya no puedo más! ¡Ah, recen por mí! ¡Si ustedes supieran…!».
Su hermana Celina le pide una palabra de despedida, y Teresita le dice: «Ya lo he dicho todo… Todo está cumplido… Es el amor lo único que vale…».
A la hora de maitines sufre tanto que la Madre Priora le pregunta si es verdaderamente atroz su sufrimiento: «No, mi Madre, no es atroz, pero es mucho, mucho… justo lo que puedo soportar…».
Las palabras de su última noche están consignadas en el libro Novissima Verba, que ha sido publicado por su hermana Paulina (Sor Inés de Jesús). No dejaré de citar textualmente la descripción que ella hace de esta muerte preciosa no solamente a los ojos de Dios, sino también a los de los hombres, que no pueden menos de compararla con la trágica agonía de los filósofos.
«A las cinco de la mañana yo estaba cerca de ella. Su rostro cambió súbitamente; la agonía comenzaba. Cuando la Comunidad entró en la enfermería, acogió a todas las hermanas con una dulce sonrisa. Tenía apretado su crucifijo y lo miraba constantemente.
Durante más de dos horas, un ronquido horrible le desgarró el pecho. Su rostro estaba congestionado, sus manos violáceas; tenía los pies helados y todos sus miembros temblaban. Un sudor abundante brotaba en gotas enormes sobre su frente y le corría por la cara. La fatiga creciente le hacía arrojar, de cuando en cuando, gemidos involuntarios.
Parecía tener tan seca la boca, que Sor Genoveva de la Santa Faz (su hermana), pensando aliviarla le puso en los labios un pedacito de hielo. Nadie olvidará la mirada y la sonrisa celestiales de nuestra santita a su «Celina» en ese instante. Era como un sublime consuelo, un supremo adiós.
A las seis, cuando el Ángelus sonó, levantó los ojos suplicantes hacia la estatua de la Santísima Virgen.
A las siete y algunos minutos, la Madre Priora, creyendo su estado estacionario, despidió a la Comunidad. Ella suspiró: «Mi madre… ¿no es, entonces, la agonía? ¿No voy, pues, a morir?». «Sí hija mía: es la agonía, pero el buen Dios quiere tal vez prolongarla algunas horas». Y ella repuso con valor: «¡Bueno! ¡Vamos, vamos! Yo no quisiera sufrir menos tiempo». Y mirando su crucifijo: «¡Oh, cuánto lo quiero! ¡Dios mío, yo os amo…!»
De pronto, después de haber pronunciado estas palabras, cayó hacia atrás con la cabeza inclinada a la derecha. Nosotras creíamos que todo había concluido, y nuestra Madre hizo tocar a prima la campana de la enfermería para llamar a la Comunidad: «¡Abrid todas las puertas!» decía. (Hay tres puertas en el departamento). Esta palabra tenía algo de solemne en esa hora, y yo pensaba que en el Cielo el Señor la repetía a sus ángeles. Las hermanas tuvieron tiempo de arrodillarse alrededor de la cama y fueron testigos del éxtasis del último instante. El rostro de nuestra santa había recobrado el color del lirio que tenía en plena salud. Sus ojos estaban fijos en lo alto; irradiaban y traducían una felicidad que sobrepasaba todas sus esperanzas. Hacía ciertos movimientos con la cabeza, como si alguien, repetidas veces, la hubiese herido divinamente con una flecha de amor.
En seguida, después de este éxtasis, que duró el espacio de un credo, cerró los ojos y rindió el último suspiro.
Eran más o menos las 7,20 de la mañana». (30 de septiembre de 1897).

El amor a la vida me conduce a la muerte
Nos hemos acercado al lecho de Anatole France, y lo hemos visto comprender que su misión había terminado. La chienne de vie, la perra vida, estrujada como un limón sobre sus labios sedientos, no le daba ya ni una gota de placer.
Ni siquiera tenía el consuelo de decir, como cierto cínico personaje: «¡Ahora, que me quiten lo bailado!». Porque justamente el recuerdo de lo bailado era lo que hacía más acerba su agonía.
El amor exclusivo a la vida lleva a esa contradicción, al desencanto y al asco de la propia vida. Sobre la tumba de los amadores de la vida se siente infinitamente más grave la idea de la muerte. Por el contrario, el amor a la muerte conduce maravillosamente a la vida.
De todas las cosas hoy vivientes sobre el inmortal suelo de Francia, nada más palpitante de vida sobrenatural que la tumba de Teresita, visitada a todas horas por gentes de todos los pueblos del mundo y cubierta de flores frescas y al abrigo de la cruz y de las palabras que dijo el Señor cuando sus discípulos rechazaban a los niños: Nisi efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum. (Si no os hiciereis como los niños, no entraréis en el reino).
Aquella jovencita que moría a los veinticuatro años, en la enfermería de un convento a donde se sepultó a los quince, no conocía al mundo, ni el mundo la conocía a ella.
Pero, según la palabra de Dios «el Espíritu sopla donde Él quiere», y estaba destinada su persona y su libro a conquistar en poquísimos años una prodigiosa popularidad. Por ella es universalmente glorioso el pueblito de Lisieux, como Asís por Francisco, como Ávila por la otra Teresa, como Siena por Catalina.
Sin salir apenas del lugar, el peregrino en pocos momentos recorre todos los pasos de aquella vida breve y oculta. Su tumba primero, donde se guarda su cuerpo; el cementerio donde estuvo sepultado antes de la canonización, en el cuadrado de tierra cubierto de cruces donde duermen en paz otras carmelitas; su casita en los Buissonnets; su dormitorio, con su camita de caoba y sus juguetes: una muñeca, una carretilla, un pianito, la jaula de un pájaro…
¡Es todo! Encantadora peregrinación que se hace con el corazón conmovido y la sonrisa en los labios, porque uno camina, envuelto no por una atmósfera de muerte, sino en un aire vivificante y glorioso.

Canonización de Santa Teresita
Todo el mundo me amará
Ella adivinó su gloria. «Siento que mi misión va a comenzar», dijo, al saber que se moría. «Quiero pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra».
Tuvo también, por inspiración divina, la intuición de que su libro, escrito como un borrador de colegiala, sería un poderoso instrumento para mover los corazones, y a su Priora se lo expresó con estas palabras: «Lo que yo leo en este cuaderno es enteramente mi alma. Madre mía, estas páginas harán mucho bien. Se descubrirá enseguida la dulzura del Señor…” Y con su amable e inspirada sinceridad, agregó: «¡Ah, bien sé que todo el mundo me amará!».
No se engañaba, no, la simple y juvenil doctora de la Iglesia, doctora a su modo y sin definición, porque había sido suscitada por Dios para enseñar a los hombres, no los grandes caminos de la santidad, como Teresa de Ávila, sino su caminito, como ella decía, su «petite voie d’amour…».
¡Y el mundo entero la ama! Pensemos en el significado de este amor que arrastra millones de peregrinos a su tumba, que es un viviente santuario, en los mismos días y bajo el mismo sol que alumbra la soledad y la triple muerte de otra tumba sin epitafio y sin cruz.
Nunca los santos son figuras anacrónicas en el tiempo de su vida mortal. Por el contrario, han aparecido siempre en los momentos en que el mundo los necesitaba, y aunque vivieran en un desierto o en un claustro, su figura era desproporcionada con su aparente debilidad.
Recuérdense los nombres de Agustín, de Bernardo, de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Ignacio de Loyola, de Juana de Arco, de Vicente de Paúl, de Teresa de Jesús, de Francisco de Sales, de Magdalena Sofía Barat.
Cada época tiene sus necesidades espirituales y materiales, y tiene su santo. En la época actual, como en todos los siglos de decadencia, las cualidades de forma, la gracia y elegancia del estilo y de la persona ejercen una sugestión mayor que las grandes hazañas.
Teresita de Lisieux, con la sonrisa exquisita de su rostro digno del pincel de Leonardo da Vinci, y con su libro, que es una flor de la literatura francesa, ha cautivado al mundo.
Las gentes, sorprendidas de este imperio repentino y universal, se dejan arrebatar por la impetuosa corriente que las lleva hacia ella, y se complacen en decir que ha llegado a ser una santa sin hacer nada. Lo cual parece verdad, aunque no lo sea; y la propia Teresita sonreirá, porque ella, hija de estos tiempos, sabe que hoy es más fácil conquistar y santificar a los hombres convenciéndolos de que no hay que hacer nada extraordinario, que mostrándoles el camino de la Trapa o del martirio.
«¿Cómo quiere que la llamemos cuando esté en el cielo?, le preguntaron un día las novicias, y ella les contestó: «Llámenme Teresita». Y a su hermana Paulina, que la interrogaba: “¿Nos mirará desde el cielo?», le responde: «No; bajaré a la tierra».
Lo ha prometido y lo cumple, y sus manos pequeñas y dadivosas no se cansan de repartir gracias sobre los corazones que la invocan porque creen en ella y la aman, y también sobre los que la invocan sin creer en ella, ablandados por la misteriosa dulzura de esta gota de miel que ha caído sobre la impenitencia del mundo moderno.