SANTA TERESITA: UNA LLUVIA DE ROSAS

QUIERO PASAR MI CIELO

HACIENDO EL BIEN EN LA TIERRA

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¡Jesús, amarte es pérdida fecunda!
Tuyos son mis perfumes para siempre.
Al salir de este mundo cantar quiero:
¡Muero de amor!
¡Morir de amor, dulcísimo martirio,
Y es el martirio que sufrir quisiera!
Llama de amor, consúmeme sin tregua.
¡Oh vida de un momento,
Muy pesada tu carga se me hace!…
¡Oh divino Jesús!, haz realidad mi sueño:
¡Morir de amor!

Algunos meses antes de morir, el 17 de julio de 1897, Santa Teresita profirió una especie de profecía: «Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra».

Consideremos los momentos culminantes de este prodigioso apostolado.

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INICIO DE LA CAUSA

El 7 de marzo de 1898, cinco meses después de su muerte, se otorgó el permiso para imprimir su autobiografía: «Historia de una alma».

El 30 de septiembre de ese año, para el aniversario de muerte, fueron editados 2000 ejemplares, que se agotaron, exigiendo una segunda edición de 4000 ejemplares, de los cuales 2000 ya estaban vendidos en octubre de 1899.

Desde la aparición de su Autobiografía se hizo evidente que Teresita cumplía con su palabra, pasaba su cielo haciendo el bien sobre la tierra. Curaciones, gracias espirituales, auxilios de toda clase se multiplican y generan una ola de confianza en su intercesión, que se generaliza, se extiende, desborda Francia y Europa, invadiendo todo el mundo y originando las peregrinaciones a Lisieux.

En 1907 es anexado por primera vez a la Historia de un alma un resumen de las gracias más destacadas. La autoridad eclesiástica, admirada por los hechos, permite la elección de un Postulador y de un Vicepostulador destinados a promover la Causa de Beatificación de Sor Teresa del Niño Jesús. El Reverendo Padre Rodrigo de San Francisco de Paula, carmelita descalzo, Postulador de las causas del Carmelo, aceptó a comienzos de 1909 la postulación de Teresita; mientras que Monseñor Roger de Teil, Prelado de la Casa de Su Santidad y más tarde Director General de la Obra de la Santa Infancia, asumió en París el cargo de Vicepostulador.

En marzo de 1910, Monseñor Lemonnier, Obispo de Bayeux y Lisieux, ordenó en su diócesis la búsqueda de los escritos de la Sierva de Dios, y constituyó en el mes de julio el Tribunal Eclesiástico Diocesano, encargado de instruir la Causa.

El 12 de agosto de 1910 once religiosas del Carmelo de Lisieux, de las cuales nueve habían convivido con Sor Teresa del Niño Jesús, fueron citadas como testigos. Otras veintiséis personas, entre las cuales dieciséis conocieron personalmente a Teresita, fueron convocadas para declarar. La fecha reciente de los hechos y el número tan grande como calificado de testigos permitieron obtener una abundancia y precisión de detalles raramente tan completas en los procesos de beatificación y canonización.

Durante esta primera sesión del Tribunal, y a fin de asegurar la conservación, se procedió a la exhumación de los restos de la religiosa. Ella había sido inhumada el 4 de octubre de 1897 en el cementerio de Lisieux.

Sus preciosos despojos fueron exhumados en presencia del Obispo de Lisieux el 6 de septiembre de 1910 y trasladados a una nueva sepultura de material. La noche precedente, Santa Teresita se apareció a la Reverenda Madre Carmela, Priora del Carmelo de Gallipoli, Italia, que ignoraba el acontecimiento, y le predijo que se encontraría de ella sólo huesos. Y así fue.

La humilde carmelita había dicho poco antes de morir: «Es necesario que todo lo que yo haga puedan hacerlo las almas pequeñas».

Dios escuchó su deseo, y no impidió la humillación del sepulcro; pero, el grano de trigo, muerto en el surco, tuvo una fecundidad maravillosa.

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HEROICIDAD DE VIRTUDES

El Proceso de Reputación de Santidad concluyó a mediados del año 1911, y después de una solemne clausura de las sesiones, el 12 de diciembre, todas las piezas del proceso fueron llevadas a la Sagrada Congregación de Ritos, en Roma, en febrero de 1912.

El 10 de junio de 1914, el Papa San Pío X firmó el Decreto de la Introducción de la Causa en Roma, y el 10 de diciembre de ese año, con motivo de la firma del Decreto de Aprobación de los Escritos de Sor Teresa, declaró a un misionero que Teresita «Es la santa más grande de los tiempos modernos».

Desde entonces, la Santa Sede se ocupó directamente de la Causa y otorgó a Monseñor Lemonnier los poderes para constituir un nuevo tribunal en vistas del Proceso Apostólico, que se inauguró el 17 de marzo de 1915 en Bayeux.

El 10 de agosto de 1917 tuvo lugar la segunda exhumación y reconocimiento oficial de los restos de la Sierva de Dios en el cementerio de Lisieux. Esta vez los huesos fueron identificados por dos peritos y colocados en un cofre esculpido de roble, encerrado él mismo en un féretro de palisandro forrado en plomo. Fue allí que debieron esperar su glorificación oficial.

El 30 de octubre de 1918, en el marco grandioso de la catedral de Bayeux, tuvo lugar la sesión de clausura del Proceso Apostólico, que comprende noventa y un sesiones y constituye un archivo de 2.500 páginas, de las cuales cerca de 2.000 se refieren al estudio de la heroicidad de las virtudes de la Santa carmelita.

El 10 de diciembre de 1918 fue reconocida la validez de estas piezas, y el Papa Benedicto XV, personalmente dichoso de poder responder a un deseo casi universal, se dignó eximir la Causa de los cincuenta años de dilación impuesta por el Derecho Canónico entre la muerte de los Siervos de Dios y la discusión judicial de sus Procesos de Beatificación.

Esta discusión fue elaborada y se presentó al juicio definitivo de los Reverendísimos Padres Consultores en la Congregación antepreparatoria del 1º de junio de 1920. Su voto favorable fue ratificado por el de los Eminentísimos Cardenales en la Congregación preparatoria del 25 de enero de 1921 y por un último veredicto de dos altas asambleas, reunidas el 2 de agosto siguiente en Congregación general delante del Santo Padre.

El Papa, después de recoger estos votos afirmativos, se retiró implorando oraciones por la grave decisión que debía tomar. Algunos días después fijó para el domingo 14 de agosto de 1921, vigilia de la Asunción de la Santísima Virgen María, la promulgación del Decreto sobre la Heroicidad de las Virtudes de Sor Teresa del Niño Jesús.

Esta lectura solemne tuvo lugar en la Sala del Consistorio del Vaticano. El discurso del Soberano Pontífice fue un verdadero panegírico de la nueva Venerable y una luminosa exposición del Caminito de la infancia espiritual que ella tuvo como misión recordar al mundo.

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LA BEATIFICACIÓN

Todavía faltaba recorre otra etapa a la Causa: el estudio de los milagros.

Para indicar las gracias que deseaba obtener y derramar sobre las almas después de su muerte, Santa Teresita utilizó habitualmente una sorprendente expresión: «Haré caer una lluvia de rosas».

La lluvia celestial se transformó en torrente, verificando otra promesa teresiana: «Nadie me invocará sin recibir respuesta».

La expresión «lluvia de rosas» sirvió de título a las publicaciones que recopilaron sus milagros, intervenciones y favores. Entre 1913 y 1925 vieron la luz siete volúmenes con un total de 3.750 páginas.

De todos los rincones del mundo llegaban a la Santa Sede peticiones apoyadas por millares de firmas pidiendo la beatificación de esta poderosa intercesora. Estos hechos extraordinarios obligaron decir al Cardenal Vico, Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos: «Es necesario que nos apresuremos a glorificar a esta pequeña santa, si no queremos que la voz de los pueblos nos tome la delantera».

El eminente prelado, durante su primera visita al Carmelo de Lisieux, en octubre de 1919, ratificó su pensamiento: «Si estuviésemos en los tiempos primitivos de la Iglesia, cuando las beatificaciones de los Siervos de Dios se hacían por aclamación popular, hace mucho que Sor Teresa ya habría sido proclamada beata».

Otro de los signos que demostraban la confianza mundial fue el número creciente de peregrinos hacia el cementerio de Lisieux para arrodillarse ante la modesta cruz que custodiaba los restos de Teresita hasta el momento de la beatificación. No solamente de Francia y de Europa, sino de todas partes del mundo, se contaban en 80.000 los peregrinos que visitaban cada año esta tumba ya gloriosa.

Entre las curaciones atribuidas a Teresita, seis habían sido objeto de encuestas especiales en vistas de la Beatificación; dos de ellas fueron elegidas por la Sagrada Congregación de Ritos: una tuberculosis pulmonar del seminarista Charles Anne, originario de Lisieux; y una seria úlcera de estómago de la hermana Louise de Saint Germain, religiosa de las Hijas de la Cruz, de Ustarritz.

Estas dos curaciones fueron discutidas por la Sagrada Congregación de Ritos en las tres sesiones de costumbre: la Congregación antepreparatoria del 7 de marzo de 1922, que reunió los votos de los Consultores; la Congregación preparatoria del 25 de julio de 1922, que recogió los votos de los mismos Consultores y de los Eminentísimos Cardenales; por último, la Congregación General, en presencia del Papa, el 30 de enero de 1923, que reunió nuevamente los votos de los Cardenales y Consultores.

Siendo favorable el juicio, Su Santidad Pío XI promulgó, el 11 de febrero de 1923, el Decreto de Aprobación de los Milagros y el 19 de marzo el de Tuto.

Algunos días más tarde, el 26 de marzo, se recuperó de la tierra su precioso tesoro con la finalidad de colocarlo a la sombra del altar. Una vez más se procedió en el cementerio de Lisieux a la exhumación de las Reliquias de la futura Bienaventurada. Más de 200 sacerdotes acompañaron a Monseñor Lemonnier y al Reverendo Padre Rodrigo de San Francisco de Paula, Postulador de la Causa y delegado oficial de la Santa Sede para esta ceremonia.

Un perfume de rosas, fuerte y penetrante, emanó de la tumba en el momento de su apertura; fue un misterioso presagio de las rosas celestiales que Teresita derramaría en ese día de gloria.

Cincuenta mil peregrinos escoltaron la carroza que devolvió al Carmelo los restos benditos de su pequeña Bienaventurada.

Al día siguiente, en la capilla del Carmelo, el Tribunal eclesiástico presidido por el Obispo de Bayeux procedió al reconocimiento de las reliquias; cuidadosamente identificadas, fueron depositadas en dos cofres, uno de plata y otro de madera de rosal, ambos colocados en el gran relicario, el primero en el basamento de mármol y el segundo en la imagen, llamada Cuerpo Santo.

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El 29 de abril de 1923 Sor Teresa del Niño Jesús fue solemnemente proclamada Bienaventurada por el Papa Pío XI, quien la constituyó estrella de su Pontificado.

La beatificación de Teresita fue recibida en todo el orbe católico con manifestaciones entusiastas; pero Lisieux y su Carmelo celebraron su triunfo con una magnificencia excepcional. Príncipes de la Iglesia concurrieron de Roma, Europa y América para inclinar su púrpura ante la humilde virgen del Carmelo. Treinta Prelados y ochocientos sacerdotes formaron el imponente cortejo cuando sus reliquias fueron llevadas en procesión a través de la ciudad alegremente ornamentada, escoltadas por los oficiales y soldados excombatientes de la gran guerra y vitoreadas por una multitud de ochenta mil peregrinos, que saludaban su paso con banderas de todos los países católicos.

LA CANONIZACIÓN

No faltaban los milagros exigidos por la santa Iglesia antes de pronunciar su juicio definitivo sobre la santidad de la Bienaventurada: un gran número de hechos maravillosos atribuidos a su intercesión habían sido registrados. Dos casos de curaciones fueron sometidos a un proceso canónico.

El primero se refería a una joven belga, Marie Pellemans, llegada casi moribunda a la tumba de la Santa carmelita al día siguiente del Decreto de Tuto y en la víspera de la exhumación del 26 de marzo de 1923. Allí se halló súbita y completamente liberada de la tuberculosis pulmonar e intestinal que la afectaba desde hacía muchos años.

La segunda curación fue obtenida en Italia por la hermana Gabriela Trimusi, religiosa de una Congregación de Parma, atacada de artritis de la rodilla y de tuberculosis de las vértebras. Recurrió a la Bienaventurada durante el triduo que tuvo lugar en el Carmelo de Parma para festejar su reciente beatificación, y luego de la clausura de las solemnidades se sintió instada a quitarse el corsé sin el cual le resultaba imposible sostenerse; pudo comprobarse que todas sus enfermedades habían desaparecido completamente.

La Sagrada Congregación de Ritos examinó el valor de estos dos hechos en la Congregación antepreparatoria del 12 de agosto de 1924, en la Congregación preparatoria del 27 de enero de 1925 y en la Congregación general del 17 de marzo. El 19 de marzo fue promulgado el Decreto de la aprobación de estos milagros, seguido de la Congregación y del Decreto de Tuto el 24 y el 29 de ese mismo mes.

La canonización de los Santos está estrechamente ligada al dogma, y por eso el Papa debe hacer referencia a la Iglesia enseñante. Esto se hizo en tres Consistorios: el primero, secreto, el 30 de marzo; el segundo, público, el 2 de abril, y el tercero, semipúblico, el 22 de abril. Para este último, que puede considerarse como un verdadero Sínodo, todos los Cardenales, Arzobispos y Obispos cuya diócesis esté situada cerca de Roma son llamados a dar su voto; el 22 de abril de 1925, treinta Cardenales y más de cien Arzobispos y Obispos estaban presentes.

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Finalmente, el 17 de mayo de 1925, Pío XI inscribió en el catálogo de las Santas Vírgenes a la pequeña carmelita francesa dando a la Iglesia de Dios una nueva heroína de santidad.

Tanto para la beatificación como para la canonización, Teresita fue la primera de la lista del Papa Pío XI; ejemplo sin precedentes desde la legislación canónica, tan prudente como laboriosa, establecida por el Papa Benedicto XIV para la canonización de los santos; hecho único en los faustos del Pontificado: que en los treinta y ocho primeros meses de su reinado el mismo Papa haya beatificado y canonizado a un Siervo de Dios tan sólo veintiocho años después de su muerte.

El 17 de mayo de 1925 fue una jornada de incomparable esplendor, un día de Cielo; jamás hubo tantos pedidos de entrada para asistir a la Basílica de San Pedro: 200.000 solicitudes para 60.000 ubicaciones. No sólo franceses e italianos representaban la ola de peregrinos, sino que más que nunca la Ciudad Santa fue verdaderamente católica para festejar a la gran Teresita, amada en todo el mundo.

Desde las cuatro de la mañana la multitud se apresuró a los alrededores de San Pedro, cuyas puertas se abrieron a las seis. A los ocho y veinte se puso en movimiento el majestuoso cortejo, que desfiló durante una hora y media y comprendió treinta y cinco Cardenales, doscientos cincuenta Arzobispos y Obispos, más de cuatro mil Religiosos y Prelados.

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La Basílica estaba resplandeciente de luz cuando apareció en la lejanía el estandarte de la nueva Santa; inmediatamente, el vasto recinto resonó en prolongados aplausos, que fueron creciendo a medida que avanzaba la imagen de Teresita, saludada por esta marea de amor, cautivante, irresistible y verdaderamente única en su género.

A la vista del Soberano Pontífice, llevado por la Silla Gestatoria, la misma ola de ternura respetuosa acaparó a la multitud creyente para explotar en aclamaciones de impetuoso ardor. Pío XI desbordaba alegría; en breve declararía ex cathedra la santidad de la niña querida de su corazón.

Por tres postulaciones sucesivas el Postulador de la Causa, el Cardenal Vico, escoltado por el Abogado Consistorial, imploró del Sumo Pontífice la canonización de la Bienaventurada Teresa del Niño Jesús. Antes de dar una decisión, el Papa invitó a la asamblea a rezar con él y se cantaron las Letanías de los Santos, el Miserere y el Veni Creator.

Terminadas las súplicas, el Vicario de Cristo, sentado sobre la cátedra infalible de San Pedro, pronunció con una voz penetrante la fórmula ritual:

«Por el honor de la santa e indivisible Trinidad, y de cada una de las Personas divinas, para la exaltación de la fe católica y el progreso de la religión cristiana, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, después de maduras deliberaciones y de haber más de una vez implorado el socorro divino, habiendo tomado consejo de nuestros Venerables hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, de los Patriarcas, Arzobispos y Obispos presentes en la ciudad, Nos declaramos SANTA a la Bienaventurada TERESA DEL NIÑO JESUS y Nos decidimos que cada año, el día de su nacimiento para el cielo, es decir el 30 de septiembre, su memoria deberá ser piadosamente recordada por la Iglesia universal. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén».

Eran las diez y cuarenta. Enseguida que el Papa terminó las últimas palabras de esta proclamación, por primera vez en semejante circunstancia, espontáneos aplausos retumbantes recorrieron las filas apretadas de los feligreses.

Visiblemente emocionado, el Sumo Pontífice respetó algunos instantes ese delirio de la multitud; luego entonó el Te Deum. Mientras proseguía el cántico de acción de gracias, tres rosas blancas se desprendieron del decorado de una pilastra y cayeron a los pies del Papa…

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Luego del canto del Evangelio de la Misa Papal, Pío XI pronunció una emotiva homilía, que los altoparlantes inaugurados para esa ocasión llevaron esta los puntos más lejanos de la Plaza de San Pedro.

Después de la bendición papal, Pío XI, coronado de la Tiara, subió a la Silla Gestatoria para atravesar nuevamente la multitud que lo aclamaba con nuevo fervor y se inclinaba bajo la mano paterna que la bendecía. Eran las trece y cuarenta y cinco cuando la augusta ceremonia concluía.

Como resarcimiento para los millares de fieles que no habían podido obtener un lugar por la mañana, se dejó la Basílica iluminada durante toda la tarde, y el Capítulo de San Pedro, por un privilegio sin precedentes, cantó las Vísperas de la joven Virgen.

Pero el anochecer reservaba a la Ciudad Eterna un espectáculo grandioso: la iluminación exterior de la Basílica y de su majestuosa columnata. Este incendio no se producía desde el 29 de junio de 1870, y los 500.000 peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro pudieron contemplar la obra maestra de Miguel Ángel como una inmensa tiara uniendo el cielo y la tierra.

El 13 de julio de 1927 la fiesta litúrgica de Santa Teresita del Niño Jesús se extendió a la Iglesia universal. El 14 de diciembre de ese año, Pío XI la proclamó Patrona Principal, junto con San Francisco Javier, de todos los misioneros y de todas las misiones del mundo entero. El 3 de mayo de 1944, el Papa Pío XII nombró a Santa Teresita Patrona Secundaria de Francia, al igual que Santa Juana de Arco.

EPÍLOGO

Al cabo de esta sucinta narración del maravilloso apostolado realizado por Teresita, concluyamos por donde habíamos comenzado: «Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra».

Puede decirse de Teresita que tiene la particularidad que después de su muerte continua viviendo en medio de nosotros. Sus manifestaciones tienen su sello personal; en ciertas ocasiones ha hablado y obrado de tal manera que se reconoce su acento y sus modales, de tal modo que su autobiografía se completa naturalmente por sus hechos y gestos celestiales.

En efecto, incluso ahora se muestra accesible como le era en sus días mortales; entonces recibía toda solicitud con una sonrisa, ahora responde a las oraciones con perfume de rosas.

Ella escribió a su hermano espiritual, el Padre Bellière, el 9 de junio de 1897: «Quisiera deciros mil cosas que comprendo ahora, al estar a las puertas de la eternidad; pero no muero, entro en la vida, y todo lo que no puedo deciros aquí abajo os lo haré comprender desde lo alto de los cielos».

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De la misma manera, a su otro hermano, el Padre Roulland, le escribió el 14 de julio del mismo año: «Para cuando recibáis esta carta, seguramente habré abandonado ya la tierra. El Señor, en su infinita misericordia, me habrá abierto su reino, y podré disponer de sus tesoros para prodigarlos a las almas que me son queridas. Estad seguro, hermano mío, de que vuestra hermanita mantendrá sus promesas, y de que su alma, libre ya del peso de la envoltura mortal, volará gustosamente a las lejanas regiones que vos evangelizáis. ¡Ah, hermano mío!, presiento que os seré mucho más útil en el cielo que en la tierra».

También hay que destacar otra característica de su devoción: la intimidad que se establece entre Teresita y sus amigos. Ella vive con ellos, interviene en su favor en los menores detalles, los guía en sus dificultades, los consuela en sus pruebas. Ella está verdaderamente cerca de aquellos que la invocan, porque ha encontrado el asombroso medio de pasar su eternidad en el cielo y en la tierra, derramando sus beneficios como una lluvia de rosas.

Una vez más escribió a su hermano espiritual, el Padre Bellière, el 26 de julio de 1897: «Si Jesús ha escuchado vuestras oraciones, y por ellas ha prolongado mi destierro, ha oído también, en su amor, las mías, puesto que estáis resignado a perder «mi presencia, mi acción sensible», como decís. ¡Ah, hermano mío!, dejad que os lo diga: ¡Dios reserva a vuestra alma sorpresas muy dulces! Está ella, así me lo escribís, «poco acostumbrada a las cosas sobrenaturales», y yo, que para algo soy vuestra hermanita, os prometo haceros gustar, después de mi partida para la vida eterna, la felicidad que se puede hallar en sentir cerca de sí un alma amiga. No será esta correspondencia, más o menos distanciada, siempre incompleta, que parece vais a echar en falta, sino una conversación fraterna que encantará a los ángeles, una conversación que las criaturas no podrán censurar, puesto que permanecerá oculta para ellas».

Desde hace casi cien años el torrente se derrama sobre la vida y la historia de muchas almas, familias, instituciones, naciones, etc., que recurren con confianza a la santita de Lisieux.

A cada uno de nosotros corresponde comprobar su poder de intercesión y experimentar cuán cierto es que ella pasa su cielo haciendo el bien sobre la tierra y que nadie la invoca sin recibir respuesta. Ella misma lo anunció el 13 de julio de 1897: «Dios tendrá que satisfacer todos mis caprichos en el cielo, porque no he hecho nunca mi voluntad en la tierra».

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