Conservando los restos
INCONSOLABLE LLORA TODA LA NOCHE
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
La soberana de las naciones
ha quedado como viuda desamparada;
la soberana de la provincia es ahora tributaria.
INCONSOLABLE LLORA ELLA TODA LA NOCHE
(Jeremias, Trenos, I, 1-2).
PLORANS PLORAVIT IN NOCTE
Haz, Dios mío, que, contra la rigidez de todos los orgullos, mi corazón se llene de compasión. Temo no amar bastante a los hombres.
Se me ha repetido con frecuencia que la compasión era un tanto femenina, y no sé por qué se tenía por sospechoso todo lo que rezumase ternura.
Para suprimir la caridad cristiana, los infieles han hablado mucho de altruismo y se han denominado a sí mismos humanitarios; y por eso tus discípulos, con cierta timidez, han llegado a desconfiar del amor de la humanidad, y hablan naturalmente mal de la fraternidad universal.
Estas palabras han sido profanadas tantas veces por la mentira y por el fraude, que en lugar de limpiarlas se las descuida, como el amor, del que casi no nos atrevemos a hablar, porque ningún otro término ha sido tan despiadadamente enlodado como esa palabra celestial… Unde nec reputavimus eum.
Debería tener para con todos los hombres una inmensa compasión; debería amar sobremanera todos los sufrimientos del género humano. ¿Qué haré, Dios mío, para suprimir mis estrecheces y para salir de mi egoísmo, para interesarme por mi prójimo como por mí mismo?
¿Cuál es esa queja desoladora que resuena en el silencio de la noche, y de quién son esos sollozos en medio de las tinieblas? Jerusalén está triste, pero Jerusalén es el mundo de las almas, y cuando pienso en todas las penas de los hombres, mi existencia me parece demasiado dulce y deseo llevar una carga sobre mis espaldas.
Todos los muertos que esperan en la noche, todos los que sufren, pertenecen todavía a nuestra Iglesia, y yo no puedo permanecer insensible a su miseria.
¡Si su voz pudiera atravesar nuestro sosiego y despertarnos de nuestros sueños! Pero no nos interesa más que lo que nos atañe, y nos desentendemos fácilmente, hasta de las grandes privaciones del prójimo.
Quiero tener compasión de los ignorantes y también de los perversos.
¿No deberían dirigirse ante todo nuestras severidades contra los poderosos, contra los sabios y los fuertes? Y en esos seres disminuidos o viciosos, ¿no hay acaso una verdadera gracia desconocida, un sincero deseo de bien que solloza y llama?
No hablaré mal de los que caen; no juzgaré mal a los culpables, sino sólo al pecado, porque siendo el pecado nuestro defecto común, al condenarlo no pienso en engrandecerme.
Un poco de sinceridad reformaría mucho nuestros juicios violentos, quitaría su acritud a muchas de nuestras apreciaciones venenosas.
¿Por qué no tener compasión de los que yerran y tropiezan? ¿No es acaso la desgracia algo sagrado?
La compasión me desarma. Es la verdad, la pura verdad, pero tanto mejor, porque no es contra un semejante contra quien se debe desenvainar la espada, sino contra el mal que lo domina, y a pesar de la paradoja, es para hacerle un servicio y no para castigarle por lo que se mata al injusto agresor.
Si se le identifica con el pecado, se suprimirá a los dos a la vez, pero desde que esa identificación no aparece, debo perdonar aun al culpable y respetar en él las posibilidades de enmendarse.
Ponerme en lugar del poder público para castigar a los delincuentes, es añadir al suyo un crimen más y convertir al mundo en menos digno de Dios.
La compasión me desarma; pero no es inevitable que el hombre honrado y caritativo sea alguna vez engañado, cuando me rodean en torno suyo egoístas y codiciosos, ¿y no es mejor poner de una vez por todas entre los gastos generales de la virtud esa contribución que paga a la astucia de todos los que la explotan? ¿Acaso Cristo no fue odiosamente explotado? ¿Estamos seguros de que nosotros no nos hayamos colocado también entre esos explotadores? ¿Y nos ha negado el perdón su mansedumbre porque hayamos abusado de la facilidad con que nos lo otorgaba?
Es menester que todo lo que muere nos mate un poco; y que todo lo que llora encuentre en nosotros un eco simpático.
La compasión debe ser clarividente y no debe distribuir al acaso ternuras peligrosas y consuelos turbadores. Hay rigores necesarios, y no se forjarán voluntades de hierro entre plumas de edredones.
Pero esos rigores y esas severidades no deben provenir de una dureza instintiva, pues sucede con frecuencia que lo que pretende corregir lo malo que hay en los demás es el mal que hay en nosotros.
Enséñame, Dios mío, a ver la humanidad como Tú mismo la ves. Que ni mi vanidad de burgués, ni mi suficiencia de letrado, ni siquiera mi noble orgullo de creyente venga a poner trabas al amor sincero y a la simpatía caritativa para con todos mis hermanos según la carne.
Nuestra raza está diseminada por todas partes sobre tu tierra, oh Dios mío; va extendiéndose desde hace millares de años, desde sus orígenes, desde que el hombre al evadirse de tu tutela vino a tomar su lugar normal, su lugar fisiológico en medio de los primates, maravillándose de sentirse animal; va extendiéndose desde aquellos tiempos tan remotos que nuestra imaginación no acierta a calcular; y durante todos esos millares de años, Tú has ido trabajando lentamente a los hijos del primer padre, preparando entre ellos tu eterno tabernáculo… Deliciæ meæ esse, cum filiis hominum.
Y todavía hoy, ese gran sollozo que resuena en la noche, es el de la humanidad que Te llama, y sobre las márgenes del Ganges o en las pagodas de la China, alrededor de los fuegos de leña y en el fondo de las carenas flotantes, todos los que gimen no saben que es porque les faltas Tú; los que oran sinceramente no saben que Tú estás cerca de su miseria.
Quiero amarlos contigo y como Tú, porque Tú eres su Señor, y el Pastor universal abarca con una mirada a todo el conjunto del rebaño.
Y cuando preocupado sólo de mí mismo o de mis intereses, me sienta inclinado a quejarme, a murmurar, a atraer sobre mí la atención o la compasión de los demás, haz que oiga en lontananza el gemido confuso de todos esos que Te buscan y que sufren, y que el plorans ploravi in nocte venga a barrer todos esos cuidados que no me atañen más que a mí.
No quiero despreciar nada ni a nadie en adelante; no quiero odiar, excepto lo que Tú mismo detestas, es decir, todo lo que nos merma y destruye.
Contemplaré a todos los hombres, nacidos en el sufrimiento y muriendo en la angustia, que sufren en este mundo por saber y por olvidar, por construir y por destruir, por neutralizar el pasado y por preparar el porvenir; contemplaré a todos esos hijos de Adán y hermanos míos, y contigo podré repetir con verdad: misereor.
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