Conservando los restos
ACORDÁNDOME DE TUS HERIDAS
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
La contemplación verdaderamente provechosa
de los sufrimientos de Jesucristo en su dolorosa pasión,
no es la que se reduce a un sentimentalismo estéril,
sino la que considera ante todo su eficacia redentora;
la que ve en Jesús crucificado,
«no tanto sus cardenales DE LAS LLAGAS
como la salvación del mundo».
MEMOR VULNERUM TUORUM
Yo quisiera meditar acerca de tu pasión y de tus sufrimientos con esa piadosa discreción del discípulo y con esa reserva santa de los verdaderos adoradores.
Voy a decirte, Dios mío, que a veces me siento apenado por el modo con que se exhibe tu dolorosa agonía, y por toda esa literatura de que se hace alarde con tus sufrimientos físicos.
No me gusta mucho que se analicen con refinamiento y describan en grado superlativo tus inefables torturas, y más que permitir que mis nervios se crispen con el relato de esos suplicios, prefiero arrodillarme silenciosamente junto a su bendita Cruz y aprender las enseñanzas que me da ese tu elocuente discurso.
Excitar la compasión de los hombres ante la miseria de un hombre no es rendir homenaje a nuestra fe. Los paganos vieron sufrir a Cristo más claramente que lo que nuestra imaginación pueda ayudamos a verlo: Pilatos lo contempló ensangrentado, escuchó sus palabras, conoció todos los detalles de su muerte. Pero ese espectáculo no le acercó al Redentor, ni su alma se vio por eso más iluminada.
Cristo en su agonía es algo más que un simple desgraciado a quien se persigue, y si no se trata más que de compadecer, mirad a todos aquellos otros ajusticiados, a quienes los Chinos o los Pieles Rojas han prolijamente desmenuzado; ved a granel esos espectáculos de horror a lo largo de la historia humana; ved…, pero ¿para qué volver a abrir esos archivos atroces y sin embargo triviales?
¿No será la Pasión más que un capítulo, quizá algo más conmovedor que los demás, de esa colección de crueldades? Así lo han pensado muchos protestantes sentimentales y modernistas incrédulos; se han quedado en la superficie de las cosas; no han mirado más que al exterior, y han tributado a la memoria de Cristo agonizante un culto de tierna compasión retrospectiva y de inútil emoción. Verdaderamente es una tragedia desoladora esa muerte sobre la Cruz, nos dicen; admiramos la grandeza de alma del que quiso perdonar y bendecir hasta el fin.
Quizás en la manera tan exterior con que se nos presenta a veces la Pasión, quizás algo de ése error se ha deslizado por inadvertencia. Porque esa compasión para con un desgraciado no es el único ni el verdadero fruto de tu Semana Santa. No es malo sin duda, pero no es suficiente.
Más que de compadecernos, de lo que se trata es de reformarnos.
Lo invisible, para nosotros, es siempre el sentido y la razón de ser de lo visible; nuestra fe debe proporcionarnos el significado de las cosas. Y ¿qué es, pues, lo invisible en la Pasión? ¿La sangre, los golpes, los gritos, los azotes? No. Todas esas reliquias son infinitamente preciosas sin duda, y no debemos mostrarnos indiferentes a nada de lo que atañe a Nuestro Señor. Pero lo que importa, lo que da la unidad y el alma a todo el resto, es, en realidad, lo invisible: es la salvación del mundo llevada a cabo por esos sufrimientos redentores.
lntuens in ipso non tam vulnerum livorem quam mundi salutem (Viendo en Él no tanto los cardenales de las heridas como la salvación del mundo).
Esto es lo que los paganos no han podido ver, y esto es lo que los corazones iluminados por las luces de lo alto deben contemplar en el Calvario.
Contemplo no a un hombre que sufre, sino a mi Dios que me salva, y concluyo cada uno de mis pensamientos con el propter nos; es por mí, por nosotros, por todos nosotros; ese sufrimiento es único porque es redentor.
Me parece que al meditar así tu Pasión no debo acudir a mis nervios, ni sobreexcitar con cuadros de horror mi imaginación siempre voluble. Puedo pensar reposadamente, filialmente contigo, en tus dolores y comprenderlos, como Tú, en su origen tan lleno de amor.
No soy sólo un espectador; comprendo lo que otros, que no tienen más que sus ojos y sus sentimientos, no conocen, y te doy gracias y me siento como penetrado por una gratitud inmensa, pensando en tu Pasión tan dichosa, tam beatæ Passionis.
Esta oración no me saca fuera de mí, ni me lleva por entre barullos; puede acompañarme por todas partes sin distraerme de mis ocupaciones, y yo conservo el recuerdo de tu dolorosa Redención, para adorarte en su silencio y para bendecirte… Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Tu Evangelio es tan discreto cuando habla de lo que los hombres te hicieron sufrir. Nuestras curiosidades son apócrifas cuando queremos saber más sobre ello, y cuando rehusamos detenernos en el umbral de tu misterio. Et crucifixerunt eum. Esto es todo, y es bastante.
Has sido clavado sobre el madero para que siempre supiéramos dónde encontrarte, y para atraerlo todo a Ti.
Tu santa Iglesia no tolera que se exhiba tu imagen bajo formas de horror, y nada podrá prevalecer contra la sencillez de nuestros crucifijos católicos, puesto que deben acompañarnos maternalmente hasta la muerte.
La santa Iglesia ha querido suavizar su expresión, y no obstante permanecen siempre tan patéticos y elocuentes sin producirnos estupor ni impulsarnos al paroxismo.
¡Haz, Dios mío, que ame yo ese espíritu tan discreto y tan dulce, tan verdadero y tan humano que has esparcido hasta en las páginas sagradas que nos refieren tus agonías!
Siempre es a lo interior adonde nos invitas, hacia la afirmación de la fe; y el espectáculo visible no sirve más que para llevarnos por la mano hacia la realidad invisible. Siempre es contigo con quien debo orar y vivir, y conforme a tu criterio como debo juzgar las cosas.
Te pido que me impregnes de esa verdad, y que me libres de todos los retóricos, de todos los que tratan tu Pasión como un tema de declamación, y se imaginan que el lujo de sus descripciones fisiológicas y la exageración de sus frases, podrán infundir en las almas algo más que un escalofrío de efímero espanto…
No tengo necesidad de telas de artistas; las admiro, sin duda, pero un crucifijo de yeso suspendido en mi habitación, y una pequeña cruz de metal en mi cuello, Señor, ¿no son acaso suficientes para no hacerme olvidar la inmensidad de tu amor redentor?
Memor vulnerum tuorum (Recordando tus heridas).
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