DECIMOQUINTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo Jesús se encaminó a una ciudad llamada Naim; iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre de pueblo. Al llegar a la puerta de la ciudad, he ahí que era llevado fuera un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, y venía con ella mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, movido de misericordia hacia ella, le dijo: No llores. Y se acercó y tocó el féretro, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo: Muchacho, yo te digo: ¡Levántate! Y el que había estado muerto se incorporó y se puso a hablar. Y lo devolvió a la madre. Por lo cual todos quedaron poseídos de temor, y glorificaron a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo.
En el Evangelio de este Decimoquinto Domingo de Pentecostés, San Lucas nos presenta una imagen impactante de la escena que narra: es como estar mirándola; además, es admirable por su brevedad y sencillez: En aquel tiempo Jesús se encaminó a una ciudad llamada Naim; iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre de pueblo. Al llegar a la puerta de la ciudad, he ahí que era llevado fuera un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, y venía con ella mucha gente de la ciudad.
¡Qué luto se hace por la muerte de este joven, y qué dolor el de su pobre madre! Pero lo que domina todo el drama es la tierna compasión del Corazón de Jesús, a la altura de su poder, y que le lleva a realizar la inmediata resurrección de este muerto, sin que sea conducido a ella por ninguna solicitud u oración.
Era el segundo año de la predicación de Nuestro Señor, por el tiempo de Pentecostés. Jesús pasó por Cafarnaúm, donde curó al hijo del centurión, y se dirigía a Jerusalén para la fiesta. Naim está en el camino que pasa al pie del monte Tabor y atraviesa Samaría, en dirección a la Ciudad Santa. Naim significa hermosa, agraciada, llamada así, sin duda, por la belleza y lo agradable de la situación.
San Lucas, después de señalar el lugar del milagro, indica los testigos; por eso precisa que iban con Jesús sus discípulos y una gran muchedumbre de pueblo, siempre deseosa de oír sus palabras y ver sus maravillas. A ellos se suma esta otra multitud, que componía el cortejo que llevaba a su tumba el cadáver del joven.
Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, quiso así multiplicar los testigos del milagro que estaba a punto de realizar, para que no pudiera ponerse en duda, y manifestar su divinidad a todo el pueblo que venía a salvar.
Pues bien, al llegar a la puerta de la ciudad, he ahí que era llevado fuera un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda.
Este encuentro no fue fortuito; fue dispuesto por la sabiduría divina para dar a Nuestro Señor la oportunidad de probar, al resucitar a este muerto, que Él era el Mesías.
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El Evangelista, por todos estos detalles acumulados, de forma breve y apasionante, quiere hacernos sentir la pena por el destino de este adolescente, arrebatado en la flor de la vida, y el de su madre, pobre viuda justamente inconsolable.
¡Qué dura y ciega es la muerte, y qué cruel parece en esta circunstancia! Desgraciado joven, arrebatado del cariño de su madre, separado de sus posesiones, arrancado tan pronto a un porvenir alegre y feliz…
¡Qué lección para todos nosotros! La muerte no hace acepción de personas; golpea, en el momento en que uno menos piensa en ello; jóvenes y ancianos, ricos y pobres, tanto en los palacios como en las chozas… Nos advierte que nos desapeguemos de todas las cosas de este mundo y que estemos siempre listos.
¡Pobre madre, ahora sola y sin sostén, digna de compasión! Por eso estaba allí casi todo el pueblo, siguiendo el cortejo fúnebre del hijo, para dar a la madre un supremo testimonio de simpatía. Pero su desgracia y, sin duda, también su piedad, le harán ganar una ternura infinitamente mayor y más preciosa.
Al verla el Señor, movido de misericordia hacia ella, le dijo: No llores. Jesús, viendo tan grande dolor, se compadeció.
Casi en cada página del Evangelio tenemos ocasión de advertir la bondad misericordiosa del Salvador; su Corazón se abre a todas las enfermedades, a todas las desgracias, a todos los dolores, a todas las miserias.
En esta ocasión, dio primero testimonio de su compasión con estas palabras: No llores; luego, por un acto de infinita bondad y poder, resucitando al hijo y devolviéndolo a su madre.
Nuestro Señor enseña a tener, como Él, un corazón compasivo, siempre dispuesto a consolar y aliviar las penas y desgracias del prójimo. ¡Cuánto bien puede hacer a veces una palabra como la del Salvador a un corazón dolorido, a unos padres desconsolados por la muerte de un hijo muy querido…
No podemos, es verdad, resucitar a los muertos; pero podemos despertar o excitar la fe, mostrar el Cielo, donde las almas se reconocen, donde encontraremos a los que amamos y perdimos, donde un niño amado será devuelto a su madre.
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Consideremos las circunstancias de la resurrección de este joven.
Jesús, después de haber consolado a la madre y elevado sus esperanzas, se acercó y tocó el féretro del muerto, para hacernos reconocer, dice San Cirilo de Alejandría, la virtud vivificante de su Cuerpo sagrado para la salvación de los hombres; para mostrarnos que este cuerpo, unido a la Divinidad, es el órgano, el instrumento, el cooperador del poder divino en la realización de los milagros.
Los portadores, impresionados por la majestuosidad que emanaba del rostro de Jesús, se detuvieron de repente.
Debió haberse hecho entonces un silencio solemne, y aquel momento debió ser de inefable expectación.
¡Qué cuadro sublime, cargado de simbolismo!: la multitud atenta, la madre radiante de esperanza en medio de sus lágrimas apenas contenidas, Jesús recogido y majestuoso…
Entonces Jesús dijo: Muchacho, yo te digo: ¡Levántate!
Las otras dos resurrecciones que relata el Evangelio, la de la hija de Jairo y la de Lázaro, fueron obradas por palabras de poder análogas a estas: Niña, a ti te digo, levántate… Lázaro, sal fuera…
¡Qué grandioso …!, pero, ¡qué simple…!
Dice San Agustín: “Nadie despierta tan fácilmente en la cama, como Cristo en la tumba”…
El Salvador no es como Elías, ni Eliseo, obligados a clamar a Dios y a adaptar su cuerpo de alguna manera al cuerpo del difunto, para llamarlo a la vida. Es el soberano Dueño de la vida y de la muerte; y, por el acto de su poder divino, por su mandato al que todos obedecen, resucita a este joven: Muchacho, yo te digo: ¡Levántate!…
Y el que había estado muerto se incorporó y se puso a hablar… A la palabra de Jesús, el muerto, yaciendo en su ataúd (no cerrado, sino completamente abierto, según la costumbre de los judíos) se incorporó de repente, y, para probar que su resurrección no era simplemente aparente, sino real, se puso a hablar.
El Evangelio no nos dice qué dijo… Nuestra curiosidad queda insatisfecha… Desearíamos saberlo… Pero los Evangelistas narran lo necesario…
Sin dudas, las primeras palabras del joven resucitado fueron de agradecimiento para Aquel que acababa de devolverle la vida, seguidas de otras manifestaciones de adoración.
Y lo devolvió a la madre… Hay algo inefablemente cordial y bondadoso en este detalle, una delicadeza verdaderamente divina.
Fue por compasión para con esta madre afligida que Jesús había obrado el milagro; ahora le ofrece, como un don precioso, a su hijo resucitado y lleno de vida.
Mientras tanto, los componentes de ambos cortejos estaban aterrorizados; no con ese miedo espantoso, causado por la amenaza de algún mal inminente, sino con ese temor religioso y misterioso que sigue a la vista de un gran prodigio. Se sumaba a él la admiración y la veneración que inspira el acto maravilloso de poder extraordinario, así como también la gratitud y la glorificación: Por lo cual todos quedaron poseídos de temor, y glorificaron a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo…
Glorificaban a Dios, proclamando su grandeza, y decían: el que nos fue predicho por Moisés y los Profetas, el que es más que un Profeta, más que Juan el Bautista, el Profeta del Altísimo, celebrado por Zacarías, un gran Profeta apareció entre nosotros; Dios ha visitado a su pueblo, enviándole un médico para curarlo, el Mesías prometido para salvarlo…
Desgraciadamente hay en la tierra tantos judíos, tantos paganos, tantos malos cristianos, que malinterpretan, blasfeman y crucifican de nuevo a Nuestro Señor… Nosotros, al menos, ya que sentimos en todo momento los efectos de su poder y de su bondad, adorémosle, agradezcámosle, amémosle con todo nuestro corazón, presentémosle cada día nuestro homenaje, porque Dios ha visitado a su pueblo…
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¿Qué significa místicamente este milagro?
San Agustín y San Ambrosio, en sendos sermones, aplican a la resurrección espiritual de los pecadores lo que aquí expone el Evangelista de la resurrección de este joven. Consideremos sus enseñanzas.
Esta viuda, más que una simple mujer rodeada de una gran multitud de pueblo, que mereció con sus lágrimas la resurrección de aquel joven, único hijo suyo, nos muestra la imagen de la Iglesia, que, en atención a sus lágrimas, consigue llamar del seno de las pompas fúnebres o de las profundidades del sepulcro, para restituirlo a la vida, a un joven pueblo, por quien no le es lícito llorar, por haberle sido prometida su resurrección.
La resurrección de aquel joven llenó de júbilo a la viuda, su madre, también nuestra madre la Santa Iglesia se regocija al ver los hombres que cada día resucitan espiritualmente. Aquel había muerto a la vida del cuerpo; estos a la del alma.
La muerte visible de aquel era llorada visiblemente; pero la muerte invisible de estos, nadie la llora ni siquiera la conoce. Se preocupa de estos muertos el único que los conoce; y sólo los conoce el que puede devolverles la vida.
En efecto, si el Señor no hubiera venido para resucitar estos muertos, no hubiera dicho el Apóstol: Levántate, tu que duermes, y resucita de la muerte, y te alumbrará Cristo.
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Este difunto era llevado al sepulcro en un féretro por los cuatro elementos materiales. Aquellos severos conductores de difuntos, que impulsaban al cuerpo humano a su disolución, de acuerdo con el curso mortal de la naturaleza de la materia, habiendo oído la palabra de Dios, se detuvieron.
Y nosotros, ¿no yacemos inanimados en el féretro mortuorio, es decir, sobre el instrumento de las postreras pompas fúnebres cuando nos abrasa el fuego de la inmoderada concupiscencia, o se apodera de nosotros el frío de la indiferencia, o el vigor del alma es oprimido por el peso de este cuerpo terrestre y perezoso? He aquí los portadores que nos llevan a la tumba.
¿Cuál es este féretro sino tus malas costumbres? Tu féretro es tu perfidia; tu féretro es tu boca: Sepulcro abierto es la boca de aquellos que profieren palabras de muerte, escribe San Pablo a los Romanos.
Para que este muerto resucite, es necesario que Jesús se acerque y toque el féretro, es decir, que su gracia advierta al pecador y suavice su corazón con la compunción.
También es necesario que los portadores se detengan, es decir que este pecador renuncie a sus malos hábitos y mortifique sus pasiones.
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Entonces Jesús despliega su poder en el Santo Tribunal: ¡Surge! Lo hace por el ministerio de su sacerdote, que dice en su nombre: Ego te absolvo…
Esta resurrección espiritual se reconoce por tres signos:
El pecador resucita por la contrición…
Comienza a hablar, para acusarse, por la confesión…
Después de haber recibido la absolución, es restituido a su madre, la Iglesia, a la comunión de los fieles, por medio de la satisfacción…
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De este sepulcro te libra Cristo; de este sepulcro saldrás si escuchas la palabra de Dios.
Y, si el pecado es tan grave, que tú mismo no lo puedes lavar con las lágrimas de la penitencia, llore por ti tu Madre la Iglesia, Ella, que interviene en favor de cada uno de sus hijos como la madre viuda en favor de su hijo único.
Tres muertos vemos que fueron resucitados visiblemente por el Señor, pero se cuentan por millares los que resucitó invisiblemente.
En cuanto a los muertos que resucitó visiblemente, ¿quién puede saber su número? Porque no todo lo que hizo está escrito. “Muchas otras cosas hizo Jesús —dice san Juan— que si se escribieran pienso que no cabrían en el mundo los libros que las narrasen”.
Sin duda que muchos otros, pues, fueron resucitados, pero no sin razón se mencionan tres. Nuestro Señor Jesucristo quería que entendiéramos en un sentido espiritual lo que obraba en los cuerpos.
No hacía milagros sólo por hacerlos, sino que quería excitar la admiración por ellos en los que los contemplaban, y que apareciesen también llenos de enseñanzas para los que comprendían su sentido.
Así como hay quienes ven las letras de un códice primorosamente escrito, pero no saben leer, y alaban, sí, el arte del copista, maravillados de la hermosura de los rasgos, pero ignoran lo que aquellos caracteres significan, y deben limitarse a elogiar lo que ven, sin entenderlo; al paso que otros, no contentos con alabar la destreza del copista, penetran en el significado del escrito, y no sólo pueden ver, como todo el mundo, sino también leer, lo cual no es posible al que nunca aprendió a hacerlo; así los que vieron los milagros de Jesucristo sin penetrar en su significación y en lo que dejaban vislumbrar a las almas dotadas de inteligencia, se maravillaron únicamente ante el hecho material, mientras que los demás admiraron a la vez los hechos y penetraron en su sentido.
Así debemos proceder nosotros en la escuela de Jesucristo, como indica el Evangelista al término de su relato: Por lo cual todos quedaron poseídos de temor, y glorificaron a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo.
Saquemos, pues, de esta narración todo el contenido espiritual para el bien de nuestra alma.
Que María Santísima, Nuestra Buena Madre, Refugio de los Pecadores, nos alcance esta gracia.