PADRE LEONARDO CASTELLANI: FLOR DE FARISEÍSMO…

DIGRESIÓN SOBRE LA MORAL DE LA CARIDAD

El Ruiseñor Fusilado – Capítulo 28

Reverendo Padre Jacinto Verdaguer, el Ruiseñor Fusilado

Verdaguer se había refugiado y se atrincheró en la moral de la caridad: La Caritat — Ont’es la caritat? — De aquí ve l’escandol? — Quin crime es lo meu? – Quí es l’alucinat?…  son capítulos de su opúsculo-alegato.

Hay una verdad profunda en la Critica de la Razón Práctica de Kant, que es preciso desentrañar e integrar en la filosofía aristotélico-tomista, o si se quiere, en la «filosofía perenne». De ello se ocupa actualmente el muy distinguido talento de don Benjamín Aybar, en Tucumán.

Kant destacó en su conocida obra la función fundamental de lo formal en la ética; que coincide con la doctrina de Santo Tomás de que «la caridad es la Forma de todas las virtudes»; que sin ella no son perfectas; y pueden ni ser virtudes.

Esta modesta frase no dice a los modernos todo lo que contiene, por haberse olvidado, menguado o tergiversado la profunda doctrina metafísica de la Forma aristotélica; o sea del principio interno estructural de toda cosa compuesta, sea materia o semoviente; en consecuencia, es expediente iluminarla con las elucubraciones modernas.

Un gran paso en esa dirección lo dio Max Scheler en su obra abstrusa y un poco informe Der Formalisnius in das Ethik: gran arco de puente incompleto entre el kantismo y el tomismo.

Max Scheler puso la cuestión en una frase vulgar y paradojal: «No es bueno el que hace buenas obras; las obras son buenas porque las hace un bueno. Hay que ser bueno primero: de una bueneza total y primordial procede la acción ética derecha; y no al contrario».

Cristo dijo: «Del corazón bueno proceden las buenas obras». Es eso mismo.

Es la idea núcleo de la moral de Kant; que después veremos cómo se descabaló. Ella está enraizada en la intuición fundamental de Lutero, y empapada de vivencia religiosa y teológica.

Lutero repite hasta el cansancio la frase de San Pablo, de que «la fe justifica y no las obras». La fe para Lutero no es precisamente la virtud teologal sola, sino la unión con Cristo; es decir, la gracia que diríamos —la cual efectivamente tiene por principio la fe—; y las obras que no justifican no son las obras-informadas-por-la-caridad, lo cual fuera contradictio in terminis; sino las obras exteriores tomadas precisivamente y aun opuestamente a la caridad: ayunos, indulgencias, beneficencia y oración palabrera; las limosnas clamorosas y las preces en voz alta del fariseo.

No hay duda que en tiempo de Lutero estos frutos o ramos de la interna caridad habían crecido en vicio y se habían incluso hecho maleza: cuestión de hecho que explica, aunque no justifica, el levantamiento del «reformador».

Tomemos la cuestión desde el comienzo y escudriñemos el origen de la moral y la división en moral interna (la fe) y moral externa (la ley).

* * *

La «ley moral», según Kant, consiste en un hecho humano primario e irreductible que no se puede probar ni desprobar, y que está simplemente allí en el fondo del alma: la libertad. Es un «postulado» de la Razón Práctica, es decir, una cosa que «es puesta» por cada acción humana (actus humanus); percibida por la humanidad lo mismo que percibimos el cielo estrellado.

«En efecto, saber cómo una ley puede ser, por sí misma e inmediatamente, principio determinante de la voluntad (buena), lo cual es por cierto el carácter esencial de toda moralidad —es un problema insoluble para la humana razón, idéntico con el que consiste en saber cómo es posible una voluntad libre. Luego no deberemos mostrar a priori la razón de por qué la ley moral proporciona en sí misma un móvil (un “levánimo”, “elateranimi”); mas simplemente aquello que produce ella en el ánimo; o mejor dicho, lo que debe producir…» (Crítica de la Razón Práctica, I, cap. III, in initio).

¿De dónde viene la ley moral? Tentemos de ir más allá que Kant.

Existe en el hombre una percepción inmediata de los primeros principios, tanto del orden intelectual como del orden moral. Ese es el punto de partida modesto y seguro, que prefiere la Escuela, en vez de hablar más arriesgadamente de una intuición del Ser y del Bien, implícita en cada uno de nuestros actos, que podría resbalar al ontologismo.

Pero se puede hablar de una intuición del Yo, que es el medio en el cual percibimos por primero tanto el ser, como el bien. No ciertamente una intuición explícita del propio yo espiritual y de Dios al mismo tiempo y conjuntamente en el seno del pienso, como pretendió el cartesiano: eso es ponerse en la vía del ontologismo y después del idealismo y el panteísmo; y principalmente, al margen de la realidad.

Pero puede ponerse una intuición del Yo ejercida y no signada, como dice exactamente la Escuela; es decir, ontológica antes que psicológica; requerida como condición a priori constituyente de cada uno de nuestros actos; aunque no como objeto directo de ellos, ni siquiera «implícito» u «obscuro»; tanto y mientras que no se vuelva objeto de la «reflexión»; es decir, mientras no pase al plano psicológico.

En esa intuición «ejercida» de la propia substancia espiritual están contenidos necesariamente el principio del Conocimiento y de la Acción: que es decir, el Ser y el Bien, en estado no de objetos explícitos, sino de objetos presupuestos necesariamente, o sea —terminología moderna— en estado de aprioris del acto.

Estos aprioris se explicitan y encarnan

– en axiomas del acto especulativo

– móviles del acto práctico;

que son los primeros basamentos visibles de toda nuestra vida mental.

Quiere decir que en esa «percepción primordial del Yo» (no lo llamemos «intuición») están contenidos embrionalmente no sólo el no-Yo (como notó Fichte), sino también la noción de la Personalidad, la de Realidad (o sea Verdad), la de Ultimo Fin (o sea Bien), la de Indigencia o Limitación (raíz de la religiosidad); así como las de Evidencia y de Rectitud, metros y módulos de nuestra vida intelectual y moral.

Queda, pues, que todas estas nociones, eminentemente objetivas y universales (transcendentales) están ahincadas en una percepción singular e insubstituible, es decir, personal. Ese es, pues, el nacimiento de la moral personal; esa es la Ley Moral, que dice Kant, y la Caridad o amor del Bien, que dice Santo Tomás, en su misma raíz y fundamento.

Es decir, el propio Yo es dinámico y no estático; tiende a completarse, o mejor a «integrarse» en su Principio y Fin, conforme al sentimiento metafísico de Indigencia; de donde desarrolla un Movimiento, que se multifurca desde el primer momento en muchos movimientos, dada la imperfecta o limitada condición humana; es decir, construye «objetos»; no desentrañándolos de sí mismo enteramente, como yerra el idealismo, sino «informando» o estructurando personalmente el choque o encuentro con el no-Yo; con la Realidad de afuera, que no es exterior del todo, sin embargo; pues cuando plenamente Es, es cuando nos Es dada.

Siguiendo esos movimientos, el hombre va hacia Dios, su Fin; o se aparta de Él por medio de seudomovimientos que son desviaciones o retrocesos; lo cual no podría suceder sin una «falsificación de la noción del propio Yo», o sea una desarticulación de lo psicológico (del concepto que tenemos de nosotros mismos) de desde la intuición ontológica primigenia. Es decir, que cuando erramos en nuestra conducta, erramos primero en el conocimiento de nosotros mismos (Sócrates): supuesto que todo cuanto queremos, lo queremos bajo el aspecto de bien para mí o «bien mío», pues no sabríamos de ningún modo querer el mal como mal. No podemos errar en el to «Bien»; tenemos pues que errar en el to «mí». La soberbia; no de balde los teólogos enseñan que la soberbia es «el principio y raíz de todo pecado», y está contenida en cada uno de ellos. La soberbia es una apreciación de sí trascendentalmente falsa. La presunción, el engreimiento, la vanidad, la crueldad, el desprecio… son sus repercusiones en el plano psicológico: sus hijas, dicen los ascetas.

Ella nace no de un acto positivo de engaño (el no-ser no es objeto del conocimiento), sino de un defecto privativo: es una «deficiencia»; una falta de bañar el concepto de sí mismo en la percepción yóica primigenia.

La percepción primigenia nos da el amor de Dios y del prójimo, hablando breve y de un salto, es decir, el sentimiento de indigencia y consagración, por un lado; y el sentimiento de solidaridad y «simpatía» metafísica, por otro; que son las raíces naturales de la caridad —virtud sobrenatural a causa de la «elevación» superviniente, pero enraizada en nuestra natura.

De lo aquí concisamente expuesto surge la doctrina teológica de la caridad, forma de todas las virtudes; y se robustecen y afincan todos los axiomas de la moral. La caridad (dicen con razón los teólogos) está en el principio y el fin de todo acto bueno; como que constituye su alma misma; que eso significa «Forma»: alma. Ella inicia todo movimiento moral en forma raizal (incoata); ella lo corona explícitamente transformándolo en puro amor a través de las cuatro virtudes cardinales (perfecta). Ella no es sino el mismo movimiento metafísico-ético en su devenir y consumación: de modo que exactamente las otras virtudes (movimientos parciales especificados por móviles particulares) son como su materia, como el cuerpo animado por el alma para crecer y hacer sus actos propios. Las virtudes, los «órganos» de la caridad.

Este es el «formalismo» de la ética, que da tanto que hacer a los filósofos actuales: persiguen la noción profunda de que el «acto bueno» no es tal por su objeto exterior, ni siquiera por las determinaciones de los móviles virtuosos parciales, sino absolutamente por una determinación anterior a todos ellos, que constituye su germen y su médula misma: una bondad esencial, un bautismo. El hombre tiene que comenzar por ser bueno («rectamente ordenado») para hacer actos buenos —del todo.

Es decir, que (para volver a Max Scheler) «hay que ser bueno primero, para hacer obras buenas». Hay que estar ordenado total y substancialmente al Último Fin, es decir, al Bien con mayúscula y sin limitaciones.

Esta doctrina está (para poner un ejemplo) en el fondo de toda la moral de Nietzsche, tan terriblemente aberrante en apariencia. Su manía de que «el hombre superior está por encima de la moral» (externa) y de que «primeramente hay que ser señor, grande y noble en sí mismo: y después todo lo que se haga es bueno», va a coincidir (si no se interpreta burda y vulgarmente) con la idea católica de un San Agustín, cuando enseña que el justo está por encima de la ley, que la santidad personal es el módulo de la moral y no al contrario; que al obrar por caridad pura hacemos ley y no la padecemos. Ama et fac quod vis.

Esta doctrina trasparece también en la idea que tiene la Iglesia de la santidad, enseñando que los santos no son uniformes cortados todos por un patrón: que la santidad respeta y desarrolla cada personalidad e insistiendo más que en el cumplimiento formalista de “la ley” en la imitación de los santos; y eso no en forma absoluta y rígida, sino para llegar a (osamos decir) la imitación de sí mismo: es decir, la imitación de Cristo según la voz interna del Espíritu de Cristo, que mora personalmente en el alma; y es la Caridad Substancial y Eterna. Santo es el que habitualmente y en todas sus acciones consulta y sigue la voz del Espíritu de Dios que habita su conciencia.

«Ama y haz lo que quieras», significa que el santo está encima (no afuera) de la moral social, de la cual al fin y al cabo es (debe ser) control y juez, reformador y creador; porque él es la moral viva.

La versión realmente «outrée» de Nietzche: «el hombre superior está más allá del Bien y del Mal”, la interpreta brutamente el vulgo intelectual a la manera de Raskolnikoff y Kirillof; el uno, que asesina a una vieja para poder desarrollar su personalidad, y el otro, que se suicida para probarse a sí mismo que «si no hay Dios, él mismo es Dios»: que, aunque parezcan dos dementes, son hijos lógicos de Kant en línea recta.

La doctrina de Kant, partiendo de una noción verdadera, lleva por desvío a poner a la Persona Humana como un Absoluto: y la persona humana vuelta un Absoluto, son esos dos monstruos que vio Dostoievski extrayéndolos de la entraña del mundo ruso y del mundo actual en general. No cualquiera puede entender a Kant; pero cualquiera puede entender al veneno de Kant rúsicamente encarnado por Dostoievski en Raskolnikoff.

La noción verdadera está aquí, por ejemplo —en cualquier texto de la Segunda Crítica abierta al azar: «Lo que es esencial para el valor moral de las acciones es que la ley moral determine inmediatamente la voluntad (i. e., que la caridad informe desde el principio al fin el acto).

Si la determinación de la voluntad se produce de hecho conforme con la ley moral, pero solamente por medio de un sentimiento —de cualesquiera—, ser supuesto para que la ley devenga principio determinativo suficiente del querer — por ende, si el querer no se produce todo por mor de la Ley («um des Gesetzes willen»), la acción poseerá por cierto Legalidad, pero no Moralidad.

«Si pues se entiende por «móvil» o «levánimo» («elater animi») el principio subjetivo de determinación de la voluntad de un ser cuya razón no esté ya antes, en virtud de su natura, necesariamente conforme a la ley objetiva (que no es bueno por primero), resultará primero que no se puede atribuir ningún móvil a la voluntad divina, y que el móvil de la humana (o de todo ser racional creado) no puede nunca ser sino la ley moral; por ende, que el principio objetivo de determinación debe ser siempre y a la vez sólo el principio determinativo subjetivamente suficiente de la acción, si es que ésta no ha de limitarse a cumplir la letra (de la Ley Moral) sin contener el Espíritu…” (C. v. P. Vernunft, III, cap. III).

Es decir, dejando el estilo tudesco, que una acción buena, para serlo de veras y del todo, ha de ser formalmente buena; o sea, nacida de la bondad esencial (caridad) y llevada adelante por ella; y no por otro móvil alguno. Kant hace ver en el párrafo siguiente, que si falta esta «información» (determinación inmediata llama él), los únicos móviles posibles remanentes se reducen al Placer y a la Utilidad; de donde toda moral que no sea «autónoma» es de necesidad hedonista o utilitarista. Justo.

¿Dónde está, pues, el error de Kant?

El primero y más gordo, es que Kant, no admitiendo, en virtud de su sistema gnoseológico, ninguna percepción primigenia en la base de la moral —ningún contacto directo con la realidad previo a la Ley—, se ve obligado a poner a ésta, y por tanto, a la conciencia del hombre como un Absoluto; o por ser más exacto, se pone en esa pendiente fatal; desarticulando por tanto la Ley Moral de Dios y empujando al hombre mismo en cuanto hombre a ponerse como Absoluto: término a que ha llegado, a través del idealismo, la nefanda idolatría contemporánea.

Kant no puede admitir ninguna intuición del Ser y del Bien, de ninguna clase que sea, previa a la Ley Moral, que es puesta por tanto como algo Primero, Incondicionado, Misterioso y, en una palabra, Absoluto; de modo que con el modesto disfraz de Postulado de la Razón Práctica, la Ley Moral se convierte en lo divino-vuelto-humano, no por participación o reflejo, sino por sí mismo. Conciencia = Absoluto. Pero … Conciencia = Hombre. Luego: Hombre = Dios.

El error consiguiente a éste es el rechazo de la moral social, que para Kant no puede tener más sentido que el de una falsificación de la moral verdadera; cuando, realmente, es su desprendimiento y expresión; magüer seco o corrompido, a veces; y de suyo, siempre imperfecto.

La moral social, es decir, el conjunto de leyes positivas, preceptos, normas, usos, costumbres, convenciones y sanciones humanas que nos gobiernan (y a veces nos oprimen, helás), son realizaciones sociales con que la moral personal se da su cajón y cauce. Ellas son necesarias a la masa; y, a decir verdad, a todos. Pero son como la corteza de la moral, corteza con tendencia a hipertrofiarse y a ahogar la savia: pícara condición humana. De donde, las Dos Morales que contempló Berg son: la moral abierta y la moral cerrada.

De esta capacidad que tiene la corteza de oponerse a la savia, nacen los conflictos trágicos entre la moral viva y la moral convencional; como fue el conflicto de Verdaguer; la necesaria exigencia de lo uniforme, de lo común y de lo externo se hace a veces opresiva de la vocación personalísima de un hombre, nacida de su propio Movimiento metafísico, irrenunciable.

Esta opresión es tan grande y general hoy día, que explica la reacción exagerada de Kant y de Nietzsche hacia el otro extremo: hacia el endiosamiento de la Persona y la anarquía. Habiendo devenido «ut in plurimum» la moral social dura y muerta (fariseísmo), la tendencia es a abominarla y arrojarla del todo; a verla como contradictoria de la moral viva y no sólo como opuesta.

La literatura contemporánea está llena de ese rechazo indignado. En estos días corre en manos de todo el mundo la novela sombría de Gheorghiu La Hora Veinticinco, violento alegato de lo humano contra «la Máquina»; en el fondo contra una moral social aridecida en mecanismos ciegos y burocracia impersonal, que considera al hombre como número, nombre, fórmula; es decir, como no-hombre, ni como viviente siquiera. El rumano dice que eso es efecto de la «tecnocracia». En realidad, la misma tecnocracia no es más que un síntoma de una civilización profundamente degenerada y desvitalizada; es decir, sin moral auténtica; des-moralizada

Mas este abuso accidental, por grande que sea, no quita el uso. La moral social y cerrada debe venir al encuentro de la moral personal, de quien procede, y no montarse encima; ella no es sino su concreción en normas generales y su aplicación a casos particulares. Cuando deja de ser eso y se enrigidece en normas absolutas, es tiranía; y entonces se produce el conflicto entre la conciencia personal y la ley externa —con la resultante frecuente del martirio.

Max Scheler ya notó que en el conflicto trágico entre la moral de la rutina y la moral de la vida, el depositario de esta última es siempre víctima, porque son muchos contra él; siendo siempre el vulgo el más abundante; pero que al caer la víctima justamente triunfa, porque libera la conciencia e hiere de muerte al fariseísmo: como pasó eminentemente en el caso-cumbre de Jesús de Nazaret.

Y en el de Verdaguer: el poeta catalán no hace sino repetir en todos los tonos en su opúsculo-alegato la objeción de conciencia:

— No puedo obedecer y debo no obedecer a un mandato formalmente ilícito.

— Eso es rebeldía.

— No: eso es conciencia; y si se quiere hasta obediencia.

— ¡Pero si es el rechazo paladino de un mandato fácil de la autoridad legítima! Si usted quiere, cumplir eso, puede cumplirlo: los mártires hicieron mucho más que eso.

— Los mártires podían querer y debían querer la muerte que se les enfrentaba; mas yo, al contrario, no puedo abrazar mi ingreso al manicomio de Vich o simple permanencia en La Gleva como un acto moral.

— De ese modo, todo el mundo podría decir lo mismo ante una orden y perece toda autoridad.

— Yo no puedo renunciar a mi conciencia.

— Usted es «boig»…

Como se ve, el diálogo era imposible; por eso el conflicto es trágico.

Mas lo que manifiesta la buena razón de Verdaguer en el conflicto, es que él no apela a su conciencia pelada, sino también a las leyes positivas de orden superior, que, como dijimos, son  el cajón y el cauce de la moral personal: apela al Concilio de Trento y otros concilios, a las normas de los Santos Padres y a los mandatos del Evangelio; en tanto que sus adversarios terminan la discusión llamándolo rebelde, caprichoso, influenciable, alucinado y «boig», es decir, demente: que no son argumentos sino contumelias.

Flor de fariseísmo.