P. CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

ASUNCIÓN DE MARÍA INMACULADA A LOS CIELOS

La Asunción de María Santísima al Cielo y su Exaltación coronaron dignamente su vida admirable. Es también aquí, en este valle de lágrimas, la más solemne de nuestras fiestas en su honor. Por eso la Santa Iglesia nos invita a celebrarla con la alegría más viva, como corresponde a los hijos que ven exaltada y glorificada a su buena y tierna Madre.

Por medio de la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, del 1° de noviembre de 1950, el Papa Pío XII, definió el dogma de la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma a los Cielos. Vamos a seguir el plan de esta Constitución, comentando su contenido.

Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» ejecutó los planes de su Providencia de tal modo que resplandecen, en perfecta armonía, los privilegios y las prerrogativas que le concedió.

El privilegio de la Asunción corporal al cielo de la Virgen María resplandeció con nuevo fulgor desde que Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción de la augusta Madre de Dios. Estos dos privilegios están estrechamente unidos entre sí, uno indica la puerta de entrada de Nuestra Señora a este mundo; el otro manifiesta el pórtico de su salida.

Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y sobre ellos consigue también la victoria todo aquel que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo.

Pero por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y sólo en su momento resucitarán.

Ahora bien, de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen María. Por un privilegio del todo singular, Ella venció al pecado con su Concepción Inmaculada; y por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar hasta el fin del mundo la redención de su cuerpo.

Habiendo estado, por un privilegio especial, libre del pecado original y de toda imperfección, parece que también Ella debería estar libre de la ley universal de la muerte. Sin embargo, Dios había decretado que Ella se sometiera a la ley común, como su divino Hijo, y que así se asemejase a Él en la muerte.

Pero, en desquite, la muerte no debía ser para María Inmaculada un castigo, no vino a Ella con su funesta procesión de sufrimientos, enfermedades, angustias y agonías. Esta muerte fue causada por el ardor indecible del amor. Por eso su alma tuvo que desprenderse de su cuerpo sin conmoción y sin dolor, atraída por la fuerza del amor divino.

Nuestro Señor, viendo los ardientes deseos de su amada Madre, y queriendo recompensarla al fin, le envió un Ángel, ciertamente San Gabriel Arcángel, para advertirle de su próxima partida. ¡Con qué alegría habrá recibido el feliz mensaje y respondido: Ecce ancilla Domini!

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Según la tradición relatada por San Juan Damasceno, contenida en el Santo Breviario en la antigua Fiesta, anterior a la proclamación del Dogma, todos los Apóstoles y Discípulos fueron advertidos, y se dirigieron a Jerusalén, para presenciar la bendita muerte de su Reina. Todos estaban presente, excepto Santiago el Mayor, ya martirizado, y Santo Tomás, que llegó más tarde.

Cuando María hubo exhalado su último suspiro, el cántico de los Ángeles llenó el aire de una deliciosa armonía, como en el momento del nacimiento de Jesús. Los Apóstoles, representando a toda la Iglesia, formaron alrededor del precioso cuerpo como una corona, rompiendo en lágrimas, besando sus manos y pies, admirando y venerando este hermoso tabernáculo de la Divinidad, que esparció alrededor un olor celestial.

Ellos mismos llevaron la preciosa carga, cantando salmos y cánticos, y fueron a poner estos santos restos en un sepulcro flamante, en el valle de Josafat.

Al tercer día llegó Santo Tomás, quien, dolorido de no haber podido presenciar la muerte de la Santa Madre de Dios, dio testimonio de un deseo tan ardiente de volver a ver sus venerados rasgos, que San Pedro y San Juan consintieron en abrir el santo sepulcro. Pero, ¡oh maravilla!, el cuerpo y los vestidos que lo habían envuelto habían desaparecido y ya no se encontraron por ninguna parte de la tierra.

Como Jesús había permanecido sólo tres días en el sepulcro, Dios había determinado que el cuerpo de su Madre, también después de tres días, resucitara y entrara, juntamente con su alma, en posesión de la bendita inmortalidad.

Los Apóstoles, a la vista de este prodigio, comprendieron que Aquel que había querido encarnarse en la Virgen María, hacerse hombre y nacer de Ella, conservando la integridad virginal de su Madre después del parto, había querido también, al abandonar Ella esta vida, conservar incorruptible su cuerpo inmaculado, y honrarle trasladándolo al Cielo antes de la universal resurrección.

Entonces, prorrumpieron en alabanzas, dando gracias al Salvador por haber glorificado así a su Santísima Madre y cantando su sublime Magníficat.

Era muy justo que María, por privilegio particular, fuera garantizada de la corrupción del sepulcro, ya que, por un favor anterior, había sido exenta de la corrupción del pecado.

Al hombre pecador se le dijo, no solamente: Morirás, sino también: Volverás al polvo de donde te tomé.

Infinitamente poderoso, Nuestro Señor pudo preservar de la corrupción el cuerpo de su Madre Inmaculada, como había preservado su alma del pecado. Y, como para conservar un tesoro tan precioso es más digno lugar el Cielo que la tierra, determinó que allí fuese conducido.

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Dice Pío XII que el singular consentimiento del Episcopado católico y de los fieles, al creer definible como dogma de fe la Asunción corporal al cielo de la Madre de Dios, presentando la enseñanza concorde del magisterio ordinario de la Iglesia y la fe concorde del pueblo cristiano, manifestó por sí mismo de modo cierto e infalible que tal privilegio es verdad revelada por Dios y contenida en aquel divino Depósito que Cristo confió a su Esposa para que lo custodiase fielmente e infaliblemente lo declarase.

La celestial glorificación del cuerpo virgíneo de la augusta Madre de Dios no podía ser conocida por ninguna facultad humana con sus solas fuerzas naturales. Es, pues, verdad revelada por Dios, y por eso todos los fieles de la Iglesia deben creerla con firmeza y fidelidad.

De esta fe común de la Iglesia se tuvieron desde la antigüedad, a lo largo del curso de los siglos, varios testimonios, indicios y vestigios; y tal fe se fue manifestando cada vez con más claridad.

Así la fiesta de la Asunción, del puesto honroso que tuvo desde el comienzo entre las otras celebraciones marianas, llegó en seguida a los más solemnes de todo el ciclo litúrgico.

Pero como la Liturgia no crea la Fe, sino que la supone, y de esta Fe derivan como frutos del árbol las prácticas del culto, los Santos Padres y los grandes doctores, no recibieron de la Liturgia como de primera fuente la Doctrina, sino que hablaron de ésta como de cosa conocida y admitida por los fieles; la aclararon mejor; precisaron y profundizaron su sentido y objeto, declarando especialmente lo que con frecuencia los libros litúrgicos habían sólo fugazmente indicado; es decir, que el objeto de la fiesta no era solamente la incorrupción del cuerpo muerto de la bienaventurada Virgen María, sino también su triunfo sobre la muerte y su celestial glorificación a semejanza de su Unigénito.

Así San Juan Damasceno, que se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición, considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de los otros privilegios suyos, exclama con vigorosa elocuencia: “Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios”.

Estas expresiones de San Juan Damasceno corresponden fielmente a aquellas de otros Doctores que afirman la misma doctrina. Efectivamente, palabras no menos claras y precisas se encuentran en los discursos que, con ocasión de la fiesta, tuvieron otros Padres anteriores o contemporáneos.

Así, por citar otros ejemplos, San Germán de Constantinopla encontraba que correspondía la incorrupción y Asunción al cielo del cuerpo de la Virgen Madre de Dios no sólo a su divina maternidad, sino también a la especial santidad de su mismo cuerpo virginal: “Tú, como fue escrito, apareces «en belleza» y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo domicilio de Dios; así también por esto es preciso que sea inmune de resolverse en polvo; sino que debe ser transformado, en cuanto humano, hasta convertirse en incorruptible; y debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida”.

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Al extenderse y afirmarse la fiesta litúrgica, los pastores de la Iglesia y los sagrados oradores creyeron un deber precisar abiertamente y con claridad el objeto de la fiesta y su estrecha conexión con las otras verdades reveladas.

Partiendo de este presupuesto, presentaron, para ilustrar este privilegio mariano, diversas razones. Opinaban que la fuerza de tales argumentos reposa sobre la dignidad incomparable de la maternidad divina y sobre todas aquellas otras dotes que de ella se siguen: su insigne santidad, superior a la de todos los hombres y todos los Ángeles; la íntima unión de María con su Hijo, y aquel amor sumo que el Hijo tenía hacia su dignísima Madre.

Además, los doctores escolásticos vieron indicada la Asunción de la Virgen Madre de Dios no sólo en varias figuras del Antiguo Testamento, sino también en aquella Señora vestida de sol, que el apóstol Juan contempló en la isla de Patmos.

Del mismo modo, entre los dichos del Nuevo Testamento consideraron con particular interés las palabras “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres”, porque veían en el misterio de la Asunción un complemento de la plenitud de gracia concedida a la bienaventurada Virgen y una bendición singular, en oposición a la maldición de Eva.

En la escolástica posterior, o sea en el siglo XV, San Bernardino de Siena, resumiendo todo lo que los teólogos de la Edad Media habían dicho y discutido a este propósito, no se limitó a recordar las principales consideraciones ya propuestas por los doctores precedentes, sino que añadió otras. Es decir, la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto a la nobleza y dignidad del alma y del cuerpo, exige abiertamente que María debe estar donde está Cristo.

En fin, el hecho de que la Iglesia no haya nunca buscado y propuesto a la veneración de los fieles las reliquias corporales de la bienaventurada Virgen, suministra un argumento que puede decirse «como una prueba sensible».

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Aclarado el objeto de esta fiesta, no faltaron doctores que dirigieron su atención a la fe de la Iglesia, mística Esposa de Cristo, y, apoyados en esta fe común, sostuvieron que era temeraria, por no decir herética, la sentencia contraria.

Desde el siglo II María Virgen es presentada por los Santos Padres como nueva Eva estrechamente unida al nuevo Adán, si bien sujeta a Él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que, como fue preanunciado en el protoevangelio, habría terminado con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

Por lo cual, así como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal.

De tal modo, la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de predestinación, Inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y, vencida la muerte, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos.

La Asunción corporal de la bienaventurada Virgen María al cielo es, pues, verdad fundada en la Sagrada Escritura, profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos.

Por todo esto, decía Pío XII, creemos llegado el momento preestablecido por la providencia de Dios para proclamar solemnemente este privilegio de María Virgen.

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La Asunción de la Santísima Virgen es por excelencia el misterio de su glorificación,… pero es también el misterio de nuestra esperanza…

¿Por qué, en efecto, María es elevada a tal grado de gloria? ¿Es sólo porque ha sido colmada de las gracias más excelentes, de los privilegios más singulares?… ¿Porque ella es la Madre de Dios?…

No; es sobre todo porque Ella ha merecido esta gloria al cooperar, de la manera más constante y perfecta, con estas gracias y bondades divinas. Lo merecía por su fidelidad indefectible, por su humildad, por su generosidad, por todas sus virtudes, que practicó y desarrolló hasta el grado más sublime…

Lo que Dios premia en sus elegidos es el mérito de la justicia y de la santidad; nos corona según nuestra mayor o menor santidad…

Si, pues, imitamos a María y si nos esforzamos por santificarnos, reprimiendo y subyugando nuestras tres principales pasiones, la soberbia, la sensualidad y el espíritu de independencia u obstinación, seremos recompensados y coronados con Ella en el cielo…

¡Qué poderoso motivo de esperanza y de santa emulación!

¡Qué bello modelo para nosotros!…

Si queremos ir con seguridad al Cielo y compartir allí de alguna manera la gloria de María, tomemos el mismo camino, seamos humildes de corazón como Ella.

Amemos ser desconocidos y reputados por nada, tengamos un justo y santo desprecio de nosotros mismos, así como de los honores y de todos los goces del mundo.

Regocijémonos en las humillaciones y en la abyección… Examinemos a menudo nuestros íntimos sentimientos sobre la humildad y pidamos sin cesar la gracia de avanzar en esta santa virtud, porque nuestra humildad aquí abajo será la medida de nuestra elevación al Cielo…

¡Qué poderoso motivo de consuelo y esperanza para nosotros en nuestras pruebas aquí abajo!…

Estamos en la tierra en un valle de lágrimas, en un lugar de exilio y tribulación de todo tipo.

Hagamos lo que hagamos, no evitaremos cruces, penas y dolores, ya sean físicos o morales. Es una necesidad, pero también una gracia, si sabemos comprender este orden providencial; porque estas pruebas nos sirven para expiar nuestros pecados y ayudarnos a desprendernos de la tierra, a ser más como Jesús y a merecer el cielo…

Comprendamos bien, a ejemplo de María Inmaculada, lo que debemos hacer para merecer el Cielo…

Ánimo, pues, miremos al Cielo, “sursum corda”: miremos a Jesús y a María, que extienden sus manos para sostenernos; roguemos a esta buena Madre que nos atraiga tras Ella al pie del trono de su divino Jesús, en la bendita morada del Paraíso.