P. CERIANI: SERMÓN PARA EL DOMINGO DÉCIMO DE PENTECOSTÉS

DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Para algunos, que estaban persuadidos en sí mismos de su propia justicia y que tenían en nada a los demás, dijo también esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, estando en pie, oraba en su interior de esta manera. Dios, gracias te doy porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, así como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, doy diezmos de todo lo que poseo. Mas el publicano, estando lejos, no osaba ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho diciendo: Dios, muéstrate propicio a mí, pecador. Os digo que éste, y no aquél, descendió justificado a su casa; porque todo hombre que se ensalza, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado».

En Evangelio de este Décimo Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración la Parábola del Fariseo y del Publicano.

¿Cuál es el objetivo de esta enseñanza?

En los primeros ocho versículos del capítulo XVIII del Evangelio según San Lucas, Nuestro Señor acababa de recomendar la perseverancia en la oración, explicando su enseñanza por la parábola de la viuda que buscaba justicia de un juez inicuo.

A continuación, enseña otra cualidad esencial de la oración, la humildad, sin la cual no podemos agradar a Dios, ni ser respondidos.

Esta parábola del fariseo y del publicano es una de las más instructivas y prácticas del Santo Evangelio, y apunta a uno de los defectos más comunes y más peligrosos entre los hombres, el orgullo, que es la fuente de todos nuestros males.

Nos enseña que el corazón contrito y humillado obtiene gracia y misericordia, mientras que el que se llena de vana complacencia y jactancia es desagradable a Dios y rechazado sin piedad por Él.

Con la parábola de la viuda y el juez inicuo el Señor nos enseñó la diligencia de la oración. Ahora nos enseña, por la del fariseo y el publicano, el modo de dirigirle nuestras súplicas, para que no sea infructuosa la oración.

La finalidad de esta parábola es, pues, enseñar el valor de la oración, pero con una condición esencial de la misma: la humildad.

Es requisito fundamental, ya que todo el que pide ha de reconocer lo que no tiene. En la oración, pues, la actitud humilde es lo que hace a Dios aceptarla; mientras que la actitud soberbia del que pide con exigencia, más o menos camuflada, hace que Dios la rechace y no escuche su petición.

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Nuestro Señor dirige su enseñanza principalmente a algunos, que estaban persuadidos en sí mismos de su propia justicia y que tenían en nada a los demás.

Estos oyentes, a quienes Nuestro Señor tiene especialmente en vista, eran, sin duda, algunos fariseos o algunos de sus discípulos, imbuidos del espíritu farisaico; es decir, orgullosos en exceso y manifestando este orgullo por dos síntomas: una confianza presuntuosa en su supuesta justicia o santidad, y, a modo de comparación, un desprecio arrogante por los demás.

Porque estos dos vicios, la estima descontrolada de la propia excelencia y el desprecio de los demás, van siempre juntos, como también las dos virtudes contrarias, la humildad y la caridad.

¡Qué locura confiarse y complacerse en uno mismo, considerándose en un prisma falso, que magnifica el bien que se cree haber hecho o los méritos que se cree haber adquirido!

Sí, la autoindulgencia es una locura; y despreciar a los demás es un crimen, porque es faltar al precepto de la caridad y erigirse en juez del prójimo.

Las almas verdaderamente humildes y santas nunca se atribuyen el mérito a sí mismas; y, si hacen algo bueno, inmediatamente lo refieren a Dios.

Además, lejos de despreciar a los demás, se consideran los últimos y los más miserables de todos; porque saben que, sin la gracia de Dios, caerían en toda clase de faltas y serían capaces de todos los delitos.

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He aquí que dos hombres suben al Templo, a la misma hora, y con un mismo propósito: orar.

Sin embargo, eran bien diferentes: delante de los hombres, por su carácter y costumbres; delante de Dios, por sus disposiciones interiores.

Uno era fariseo. Entre los judíos, los fariseos formaban una clase de hombres generalmente considerados y respetados debido a su disciplina externa de la moral, su fidelidad escrupulosa en observar hasta las más mínimas prescripciones de la Ley y su celo en hacer ciertas obras buenas. Se jactaban y querían pasar por justos y mejores que los demás.

El otro era publicano. Ahora bien, entre los judíos, publicano era sinónimo de pecador. Ellos formaban una clase de hombres odiosos, detestados y despreciados de todos, especialmente por los abusos de que muchos eran culpables, recaudando impuestos en nombre de los romanos.

Según los hombres, uno era justo y piadoso, objeto de veneración para el pueblo, y, sin duda, hará una oración admirable a Dios; y el otro era un pecador, un hombre despreciable, cuya presencia en el Templo sólo podía escandalizar a los hombres y atraer la ira del Todopoderoso.

Pero, ¡cuán diferentes son los juicios de Dios de los nuestros!…, porque sólo juzgamos por las apariencias…

Este fariseo y este publicano constituyen un ejemplo sorprendente…

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¿Cuál fue la oración del fariseo?

Cabe analizar primero, ¿qué es la oración? Para entenderlo bien consideremos su relación con la devoción y la religión.

La devoción es la voluntad propia de entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios.

Ahora bien, poner por obra lo que pertenece al culto o servicio divino es el cometido propio de la religión.

Luego también a ella le pertenece tener la voluntad pronta para ponerlo por obra, que es en lo que consiste el ser devoto.

Y se pone de manifiesto así que la devoción es acto de la religión.

Ahora bien, pertenece propiamente a la religión rendir a Dios honor y reverencia. Y, por consiguiente, todo aquello con lo que reverenciamos a Dios pertenece a la religión.

Ahora bien, mediante la oración el hombre muestra reverencia a Dios en cuanto que se le somete y reconoce, orando, que necesita de Él, como autor de sus bienes.

Por tanto, es cosa manifiesta que la oración es acto propio de la religión.

La oración es, pues, una elevación del alma hacia Dios para adorarle, agradecerle, pedirle perdón de nuestros pecados y todas las gracias que necesitamos.

Destaquemos que el objeto primero de la religión, de la devoción y de la oración es Dios, su gloria, su honor, etc. Esa primera finalidad no es nuestra propia santificación, y mucho menos lo que nos complace…

Ahora bien, para cumplir con estos deberes, la humildad es estrictamente necesaria.

— Alabar a Dios. Es reconocer nuestra nada frente a Él, y rendir a su soberana Majestad el honor y el respeto que le son debidos…

Pero el fariseo, en lugar de postrarse humildemente, se eleva con arrogancia, como para desafiar a Dios.

¡Cuán lejos está esta postura insolente de aquella de la adoración, incluso externa y sensible, debida al Señor!

— Dar gracias a Dios. Es reconocer que todo lo que poseemos, todo lo que somos, lo tenemos de su bondad y de su liberalidad.

El fariseo da gracias a Dios, es cierto, pero no da gracias por los beneficios recibidos, sino que pasa rápidamente a sus propias cualidades, a exaltarlas, a jactarse, a compararse con los demás, a acusarlos, a despreciarlos.

¿Es esto siquiera una sombra de oración y gratitud al Señor? Es más bien insultar a Dios y a los hombres.

— Pedir perdón. Es reconocernos culpables delante de Dios, y suplicarle humildemente que nos perdone.

Ahora bien, este fariseo, lejos de humillarse y reconocerse culpable, acusa a sus hermanos, a imitación de su padre, Satán.

Se alaba a sí mismo y se jacta de sus buenas obras… En lugar de pedir perdón, parece exigir una recompensa.

— Pedir las gracias necesarias. Porque nuestras miserias son grandes, nuestras necesidades extremas… Por nosotros mismos no podemos hacer nada… Debemos, pues, como pobres mendigos, suplicar humildemente al Señor que tenga misericordia de nosotros y nos ayude…

Ahora bien, este fariseo no se digna rebajarse así; cree que no tiene nada que pedir…

¿Qué pediría? ¿La gracia de corregirse de las propias faltas? No reconoce ninguna…

¿La gracia de practicar la virtud? Se cree justo y perfecto…

¿Perseverar en el bien? No tiene dudas sobre su fuerza…

¿Pedir por los otros? Él los desprecia supremamente…

Repetimos: ¿Cuál fue la oración del fariseo?

Está claro que no cumplió ninguna de las condiciones de la oración…

Y no sólo le faltaba la humildad, cualidad esencial, sino que a la soberbia añadió la falta de caridad.

De este modo, su pone de manifiesto la maldición del Salmista: Que su oración se haga pecaminosa

No fue, en rigor, una oración, sino un elogio orgulloso de sí mismo y un acto de desprecio insolente hacia el resto de los hombres.

Primero, consideremos su actitud: no es la de un suplicante, está de pie.

Su orgullo ya se está abriendo paso; orgulloso de su supuesta mentalidad, no se digna humillarse ante la divina Majestad, a quien los Ángeles adoran sólo con temblor; quiere ser notado por todos los presentes, y por eso mantiene la frente en alto, en una actitud llena de presunción.

Reza apud se, en su interior, porque pensaría que se estaba rebajando y contaminando a sí mismo al orar con otros.

En resumen, injusticia y calumnia… Se considera a sí mismo como la única persona justa y santa… ¡Qué presunción y qué desprecio por sus semejantes!

Luego, para completar su propio panegírico, menciona con complacencia y énfasis dos obras de supererogación que realiza: Ayuno dos veces por semana, y doy el diezmo de todo lo que poseo.

En sí mismas, estas obras son buenas y santas; pero pierden todo su mérito y hasta se convierten en pecados, en cuanto son inspiradas, no por el amor de Dios y el deseo de agradarle, sino por el orgullo y el deseo de atraer la estima de hombres; con mayor razón cuando nos jactamos de ellas y las aprovechamos para despreciar a los demás.

La oración de este orgulloso fariseo se reduce, pues, a una ridícula alabanza de sí mismo y a un repugnante desprecio por el prójimo.

Subió a orar, pero se negó a orar a Dios; se sirvió de la oración para alabarse a sí mismo, y también para insultar al que rezaba.

No siente la necesidad de pedir nada; y nada pide, en verdad, ni para sí mismo, porque se cree santo y perfecto, ni para los demás, porque los desprecia.

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¿Cuál fue la oración del publicano?

¡Qué contraste con la del fariseo! Es, en todo caso, la imagen de una perfecta humildad. Mientras que el fariseo, orgulloso, avanza con la frente en alto, desafiando a Dios e insultando a los hombres, este pobre publicano se encuentra a lo lejos, en el fondo, mirándose a sí mismo como un pecador indigno de aparecer junto a los justos.

Tan profundo y vivo es el sentimiento de su miseria y de su indignidad que, lejos de levantar la cabeza y las manos hacia el Todopoderoso, ni siquiera se atreve a mirar al Cielo. Está allí, con los ojos bajos, como un culpable cubierto de confusión y temblor, para presentarse ante su Juez.

Lleno de vergüenza y de dolor, se golpea el pecho en señal de confesión, de compunción y penitencia.

Finalmente, su corazón roto por el arrepentimiento, deja escapar un grito: Dios, muéstrate propicio a mí, pecador. Es, en verdad, el grito de un alma humillada y arrepentida; pero, al mismo tiempo, confiada en la misericordia de Dios.

No se jacta; no apela a sus méritos; sabe que ha ofendido gravemente al Señor y que sólo es digno de castigos… Pero, recuerda la bondad de su Dios y las palabras del Salmista: No desprecias un corazón contrito y humillado

Esta breve oración y esta conmovedora confesión, como un incienso de olor grato, ascendían al trono del Altísimo y obtenían el perdón del culpable. Este es el efecto de la contrición perfecta: borra instantáneamente los pecados.

Tanto como la conducta del orgulloso fariseo nos indigna y nos rebela, la del humilde publicano nos conmueve y nos agrada…

Este publicano es el tipo de los pecadores arrepentidos, que se vuelven al Señor en busca de misericordia…

Su ejemplo nos muestra, por un lado, lo que puede hacer la oración de un corazón contrito y humilde, y por otro, cuán grande es la misericordia de Nuestro Padre que está en los Cielos…

Su oración es breve, pero es un modelo consumado de una buena oración, digna de ser imitada…

En pocas palabras, manifestó tres cualidades que tocan infaliblemente el Corazón de Dios: humildad, compunción y confianza.

Reconoce así que es culpable, que sus crímenes merecen grandes castigos, que los aborrece…, que su corazón está partido de dolor y dispuesto a hacer penitencia…

Así confiesa sus pecados, y se considera el más bajo de los pecadores…, y pide, con lágrimas, misericordia y perdón.

A pesar de su indignidad, no quiere desesperarse, se confía enteramente a la bondad de Dios, que es lento para la cólera, pronto para la misericordia, y solícito para perdonar.

¿Quién no admira esta ferviente oración del publicano, sobre todo después de haberla comparado con la soberbia y la jactancia del fariseo?

De este modo, Dios es alcanzado, se deja tocar por el acto del que se humilla. Había ingresado al Templo cubierto de pecados, enemigo de Dios y digno del infierno…; se va purificado, lleno de gracia, amigo de Dios y merecedor del Cielo…

¡Oh oración admirable! La conmovedora humildad, produjo tal maravilla…

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Y, ¿cuál fue el resultado de estas dos oraciones?

Nuestro Señor, el Hijo de Dios, el Juez Soberano, nos lo indica: Os digo que el publicano, y no el fariseo, descendió justificado a su casa.

Os digo, os lo afirmo, yo, que escruto los corazones de los hombres, que este pobre publicano baja del Templo completamente perdonado y justificado; su oración humilde, su contrición, fueron un sacrificio propiciatorio de olor agradable ante Dios.

Pero, el orgulloso fariseo, a pesar de su aparente santidad, regresa injustificado, y aún más culpable ante Dios.

¡Cuán diferentes son los juicios de Dios del de los hombres!

Esto nos enseña: a nunca juzgar a nadie por las apariencias; a mantenernos siempre en grandes sentimientos de humildad y saludable temor.

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Nuestro Señor cierra el relato con una máxima a modo de moraleja: todo hombre que se ensalza, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado.

Esta es la conclusión de esta hermosa parábola. A Nuestro Señor le place terminar sus discursos con alguna frase moral que resume la enseñanza que acaba de impartir. Ésta, tan acertada, se encuentra tres veces en los Santos Evangelios.

Esta bella sentencia resume admirablemente toda la doctrina y toda la vida del Salvador; porque, en cada página del Evangelio, nos enseña, tanto con sus palabras como por su ejemplo, la excelencia y la necesidad de humildad.

Del orgullo procede nuestra caída, como de la humildad proviene de nuestra grandeza. Se supone que seremos exaltados en el Cielo; pero sólo llegaremos allí a través de la humildad.

Los que se exaltan en esta vida y quieren ser estimados, honrados, exaltados, serán humillados, y se perderán.

¡Pobre de nosotros! Entendemos bien, en especulación, la verdad de esta doctrina; pero, ¿sabemos cómo ponerla en práctica?

Por mucho que nos parezca verdadera y justa en sí misma, nos cuesta mucho practicarla…

Por lo tanto, pidamos cada día a Nuestro Salvador la gracia de entender bien la humildad y de ejercitarla en toda nuestra conducta, en nuestras oraciones, en nuestras palabras, en nuestros sentimientos, en nuestras acciones.

Es la única manera de tener verdadera paz y obtener misericordia en este mundo y gloria eterna en el venidero.

Si, pues, queremos convertirnos y tocar el Corazón de Dios, debemos arrepentirnos sinceramente de nuestras faltas, y confesarlas humildemente como el publicano.

Debemos orar como él, es decir, con los mismos sentimientos de humildad, compunción y confianza.

Si así lo hacemos, también nosotros mereceremos, como él, ser justificados aquí abajo y glorificados en el Cielo.

Pidamos esta gracia a Nuestra Señora, Refugio de los Pecadores y Madre de la Divina Gracia.