PADRE LEONARDO CASTELLANI: TEXTOS SELECTOS SOBRE LA CRISIS

Conservando los restos

ANÁLISIS DE LA SITUACIÓN ACTUAL
Y SU SOLUCIÓN

(a la luz del magisterio del R.P. Leonardo Castellani)
(I)

HACIA LA HISPANIDAD
[Las Canciones de Militis – Cabildo Nº 555 – 23/4/1944]

Estamos al fin de la Contrarreforma: se cierra un período histórico determinado esencialmente por la disolución de la Cristiandad europea a causa de esa gran convulsión religiosa, política y social que se llamó Reforma, o mejor Protestantismo.

La reforma tuvo tres etapas:

1º) En la primera, el estado de malestar y anquilosamiento de la Iglesia Medieval revienta con ocasión de la rebelión de Lutero en una lucha religiosa intestina. Las naciones europeas se dividen en dos partes ortodoxia y herejía.

2º) La segunda etapa la constituye la lucha armada entre los dos fragmentos de la antigua Cristiandad, que termina prácticamente con el triunfo de los protestantes; triunfo económico y político, adueñándose las naciones del Norte de las nuevas fuerzas económicas y técnicas, despertadas a costa de grandes destrucciones morales, fuerzas que invadían el mundo con ímpetu irresistible.

3º) La tercera etapa ve florecer dos fenómenos contrarios comenzados en la segunda, y en cuyo fondo se puede ver la acción del espíritu judío, liberado del ghetto:

a) la degeneración interna del protestantismo, que engendra monstruos peores que él mismo, pero libera enérgicas minorías católicas.

b) la infumación lenta del espíritu protestante en los países católicos, con el nombre de liberalismo, respaldado por el prestigio de las naciones heréticas, que siembra en los católicos una división sutil, la cual con el tiempo se había de revelar inconciliable.

[Por lo tanto, La actual división del mundo, en el fondo no es sólo política, sino más bien religiosa].

La Argentina está en el mundo. La división interna, que va hasta la misma raíz del alma y del espíritu, existe en ella. Querer cubrirla con palabras o paliativos, es miopía o insensatez [o cobardía o traición].

Querer volver atrás, a la segunda etapa, al estado beatífico del católico liberal —cómodo al comerciante—, es querer dar marcha atrás al reloj del tiempo, como una vieja coqueta. Y en esa posición están hoy los que intelectualmente son viejos coquetos.

Lo mejor es tomar posición de una vez tranquilamente donde nos manda la historia.

Digo tranquilamente, pero la tranquilidad vendrá después. Una trépida tranquilidad en armas.

La Argentina, en sus relaciones internacionales podrá ser independiente, pero no puede ser sola. El aislamiento no es para ella.

Si se vuelve hacia otra nación, o bien tiene que volverse hacia el Buen Vecino del Norte, por estar en la misma geografía; o bien hacia Europa representada por España, por estar en la misma historia [que es por esencia religiosa], sin dejar de aspirar a estar bien con todas en lo posible.

EL DERECHO DE GENTES
[Decíamos ayer – 11/8/1944]

Alianza militar es lo que nos piden ahora; pero no buscada por nosotros, sino impuesta y forzada. La pretensión es que toda la América del Sur haga alianza velis nolis con América del Norte contra las fuerzas del Mal, que agredieron a una nación de Norte allá en Asia Oriental donde ella estaba; que sin duda no la agredieran si no estuviera. Y, después de la guerra, esa alianza temporaria (aunque muy gravosa) se debería convertir en una especie de alianza perpetua contra los perpetuos agresores —conforme a la definición de agresor que darían los que deben darla, porque para eso son los hermanos mayores—, y son los perpetuos agredidos. En la guerra del 14 los agredió Europa, ahora los agredió el Asia, ¿apostamos a que al fin de esta guerra sale agrediéndolos la misma República Argentina?

Esa es la única razón que se da para exigir a la Argentina el abandono de su neutralidad, a no ser que se quiera añadirle las otras dos de que somos geopolíticamente una sola y misma cosa porque nos llamamos América, y la otra razón mística de la religión de la democracia.

Dos ideas nuevas se han abierto paso entre el follaje ilusorio o amañado del pacifismo liberal, y habiéndose formulado como metas de la época que viene, ya no las para nadie, ni se ve la posibilidad de esquivar la opción entre ellas.

De una parte, el Super-Estado judaicomasónico que completaría política y militarmente la superestructura económica ya existente del capitalismo internacional.

De otra parte, las alianzas libres pero totales entre grupos de naciones espiritualmente afines, a la manera de la Cristiandad Medieval o del siempre soñado Imperio Católico, realizado parcialmente por España en América, como antes por Carlomagno o Carlos Quinto.

La ficción liberal de los pueblos chicos, desarmados, incompletos, pero al mismo tiempo independientes e iguales a los demás, es triste decirlo, pero no se puede mantener más entre gente seria. A no ser que el pueblo chico, como en la fábula de la Tijereta y en la historia de Polonia o Irlanda, supla con un extraordinario valor espiritual.

Aristóteles nota en su Ética que una nación, como todo organismo viviente, exige un mínimum de grandor incluso territorial, demográfico y financiero, sin el cual no es viable su existencia.

Por lo demás, toda nación para existir decentemente debe tener una misión en el mundo, una idea trascendental que realizar, llamada el ideal nacional, porque, así como el hombre no es fin de sí propio, tampoco las naciones; de modo que las naciones incompletas, fragmentarias o minúsculas viven en realidad como parásitas de una vecina buena hasta el momento de convertirse en esclavas de un vecino malo.

La Argentina es actualmente, por imposición el Destino histórico, depositaria en la América del Sur de la idea misionera de España. Es un destino serio, en estos momentos un destino bravo, que no es para reír ni para jactarse, sino para recibirlo de rodillas con las dos manos sobre la cruz de la espada.

El ideal nacional hispánico es el establecimiento del derecho de gentes en el mundo. Frente al ideal del Progreso material indefinido, del comercio y del confort, que inspira los modernos imperialismos, tenemos de herencia el sagrado ideal de la realización en el mundo del derecho de gentes; o sea, ese respeto a la persona humana, que no es un antifaz sino una cosa tan sacra que no necesitamos ni podemos tomarlo cincuenta veces al día en la boca, sino custodiarlo silenciosamente en el corazón.

SUPER – ESTADO
[Decíamos Ayer  – 7/9/1944]

El proyecto de Federación Europea es simplemente la sombra del Imperio Romano; la que han escamoteado y adulterado, y están parasitando estos vivillos masones.

Cuando Europa sueña en la Federación, sueña en una cosa que es natural y que ha existido. Cuando los masones hablan del Superestado [Nuevo Orden Mundial o Globalización], fraguan una cosa que es antinatural y que nunca ha existido. Todo parece indicar que no se va a detener y que, tarde o temprano, será realizado, con Cristo o contra Cristo. Es uno de los ideales del mundo moderno.

Para nosotros, este ideal se formula positivamente en un dilema: Hispanidad o Panamericanismo; Etnarquía Hispánica o Superestado Yanqui.

El rigor y la crueldad de las modernas guerras totales hacen gemir al mundo por un substituto de la antigua Cristiandad, especie de federación natural y religiosa de la Europa Medieval, rota definitivamente por la llamada Reforma.

Pero esta nueva cristiandad, que se nos quiere imponer en nombre de la diosa protestante Democracia, tiene todas las apariencias de una Contra-Cristiandad, es decir, se parece a su madre, la pseudo-Reforma.

A MODO DE PRÓLOGO
[Decíamos Ayer  – 24/2/1945]

«El filósofo, como el médico, no tiene remedio para todas las enfermedades… A veces, todo lo que puede dar como solución es oponerse a las falsas soluciones… Puede, con el pensamiento, poner obstáculos para retardar una catástrofe; pero en muchos casos no puede sino prever la catástrofe; y a veces debe callarse la boca, y lo van a castigar encima…»

La firma de las Actas de Chapultepec, o sea el tratado con Panamérica, que pretende fundar en el continente una especie de Superestado intitulado Panamérica o Unión Americana, es una desgracia nacional, equivalente a una guerra perdida; y quizá peor. Es la ruptura con nuestra tradición hispánica. Es la consumación de la apostasía nacional de 1889. Es el emprendamiento del albedrío nacional a una nación lejana, protestante y atea. Es una claudicación.

Esta claudicación se ha querido cohonestar con dos principios francamente lastimeros, a saber:

— uno, el de la Política Realista («no podíamos menos, no podemos vivir aislados, hay poderosas razones de Estado»… etc.);

— otro, el de la Religión Democrática («hay que obtener la paz y la felicidad del género humano por los caminos del derecho, la justicia y el progreso»… etc.).

Nos han atado al carro de los que hoy edifican una babélica y falaz Paz Universal, basada no en Dios y su Iglesia, sino en las solas fuerzas del Hombre descristianizado. La pagaremos nosotros los débiles esa paz, tanto si se consigue como si no se consigue. Y por desgracia para el mundo, es posible que se consiga.

«Todo lo que hemos hecho no ha podido evitar una pacificación del mundo sobre una base que no es Cristo. La intención de Dios y de sus Vicarios ha venido enderezada desde hace siglos a reconciliar a los hombres por los principios cristianos; pero rechazada una vez más la Piedra Angular, que es Cristo, ha surgido una unidad sin semejante y enteramente nueva en Occidente. Esto es lo más peligroso y funesto, precisamente por el hecho mismo de contener tantos elementos incontestablemente buenos. La guerra, según se cree, queda extinguida por largo tiempo, reconociendo al fin los hombres que la unión es más ventajosa que la discordia. Los bienes materiales se aumentan y amontonan, en tanto que las virtudes vegetan lánguidamente, despreciadas por los gobernantes y negligidas, en consecuencia, por las masas. La filantropía ha reemplazado a la caridad, la hartura de goces y comodidades a la esperanza de los bienes invisibles; la hipótesis científica a la fe…» (R.H. Benson, The Lord of the World, II parte, capítulo II, párrafo IV).

Esto dijo Silvestre IV; o, mejor dicho, esto dirá dentro de algunos años, si la hipótesis de la pacificación en el Anticristo se verifica. Hacia esa pacificación se han apresurado solícitamente a comprometer al país y su limpia tradición nuestros representantes del pueblo.

Esto es lo que llaman política realista, los barcos cargados de ferreterías que nos mandarán en seguida en cambio de nuestro honor católico y español.

«En la presente edad no será la Iglesia, mediante un triunfo del espíritu del Evangelio, sino Satanás, mediante un triunfo del espíritu apostático, quien ha de llegar a la pacificación total (aunque perversa, aparente y breve) y a un Reino que abarcará todas las naciones; pues el Reino mesiánico de Cristo será precedido del reino apóstata del Anticristo».

La gran apostasía parece que comienza a perfilarse en el mundo, porque las impulsiones de la herejía han adquirido por fin volumen cósmico. Y esas impulsiones la Argentina ni puede substraerse a ellas ni tiene tradición de haberse resistido mucho.

Hay que despertar pues y cargar las armas; el «peto de la fe, la espada de la Palabra de Dios, el yelmo de la buena voluntad», y ojalá que esta prueba de Dios sirva para depurar y encender nuestro adormilado catolicismo. Porque no nos engañemos: Chapultepec es un tratado político militar pero enraizado en una ideología religiosa, y de consecuencias directamente religiosas.

La respuesta del teólogo es que, si lo único que uno puede hacer en un momento dado es malo, dañoso o perverso, no hay que hacer nada y marcharse del lugar que uno ocupa antes de violar la ley moral, aunque sea por omisión.

— Yo no puedo hacer más. Ninguno está obligado a hacer más de lo que puede.

— Pero todo hombre está obligado a PODER LO QUE DEBE.

Lo cierto es que las grandes marejadas de la tormenta del Occidente han alcanzado a la Argentina y la han encontrado impreparada. La oleada de esta guerra le ha roto el mástil con la bandera, la ha desmantelado a bordo y ha dañado la obra muerta.

Cuando pasa una desgracia así, uno debe acudir a salvar lo que queda y a reparar lo perdido, si es posible. Y en último caso, salvar la vida, si el barco no es posible.

Salvar la vida en el presente caso, significa la salvación en sentido religioso: salvar su conciencia. Porque no os engañéis, la contienda en que actualmente se debate el mundo es, en el fondo, religiosa.

Conozcamos pues la situación de una buena vez: el Estado, que en el mundo moderno tiende a separarse de la Nación (pese a todas sus proclamaciones de democracia) y a convertirse dentro de ella en un organismo parasitario, nido de tiranías, ha dejado en la Argentina de ser católico, aunque cuando le venga en gana haga política clerical, que es la falsificación de una política católica.

Y la prueba de que ha dejado de ser católico es que no se guía ya por los principios elementales de la moral católica en la producción de los actos más solemnes y trascendentales de su función rectora; como es eminentemente una declaración de guerra.

Mis amigos, mientras quede algo por salvar; con calma, con paz, con prudencia, con reflexión, con firmeza, con imploración de la luz divina, hay que hacer lo que se pueda por salvarlo. Cuando ya no quede nada por salvar, siempre y todavía hay que salvar el alma.

(«¿Qué me importa a mí de vuestros cines, de vuestros teatros, de vuestras fiestas, de vuestros homenajes, de vuestras revistas, de vuestros diarios, de vuestras radios, de vuestras milongas, de vuestras universidades, de vuestros negocios, de vuestras politiquerías, de vuestros amores, de vuestros discursos, oh rumiantes de diarios, empachados de cine y ebrios de palabrerías? Dentro de pocos años os espero en el Cementerio»).

Es muy posible que bajo la presión de las plagas que están cayendo sobre el mundo, y de esa nueva falsificación del catolicismo que aludí más arriba, la contextura de la cristiandad occidental se siga deshaciendo en tal forma que dentro de poco no haya nada que hacer, para un verdadero cristiano, en el orden de la cosa pública.

Ahora, la voz de orden es atenerse al mensaje esencial del cristianismo: huir del mundo, creer en Cristo, hacer todo el bien que se pueda, desapegarse de las cosas criadas, guardarse de los falsos profetas, recordar la muerte. En una palabra, dar con la vida testimonio de la Verdad y desear la vuelta de Cristo.

En medio de este batifondo, tenemos que hacer nuestra salvación cuidadosamente.

Los primeros cristianos no soñaban con reformar el sistema judicial del Imperio Romano, sino con todas sus fuerzas en ser capaces de enfrentarse a las fieras; y en contemplar con horror en el emperador Nerón el monstruoso poder del diablo sobre el hombre.

Ni con juicio oral, ni con el juicio político, ni con la Suprema Corte van a curar nada, mientras los argentinos de hoy seamos lo que somos, esencialmente descangallados, mientras perdure el desorden y el histerismo actual y la gran maquinaria invisible de ese desorden y ese histerismo, vigilada celosamente por el Ángel de las Tinieblas.

Pero eso sí, que no pongan sobre esa maquinaria, ni sobre lo que es puramente terreno, que todo es mortal y contaminado, ni a la Persona de Cristo, ni su Nombre, ni su Corazón, ni la imagen inviolable de la Mujer que fue su Madre. Con esto sí que no hay reconciliación. Contra esto hay guerra perpetua. Mientras yo tenga vida, mi función es luchar contra el error religioso, la mentira en el plano de lo sacro y el Padre de la Mentira. Sin eso, no puedo salvar mi alma, ni me es lícito dormir, ni comer siquiera.

Yo no sé de cierto si estamos o no cerca del fin del siglo. Pero lo sospecho. Y lo deseo. El fin del siglo es el retorno de Cristo. Para ver el retorno de Cristo vale la pena pagar la entrada.

Cristo anunció que esa entrada no sería barata. Pero que valía la pena.

Veni, Domine Jesu

VISIÓN RELIGIOSA DE LA CRISIS ACTUAL
[Cristo, ¿vuelve o no vuelve? – Dinámica Social Nº 13-14 – 9/10/1951]

“Hay que trabajar como si el mundo hubiera de durar siempre; pero hay que saber que el mundo no va a durar siempre”.

Esta actitud aparentemente contradictoria o imposible ha sido siempre la consigna de los espíritus religiosos en todas las grandes crisis de la historia, desde la Epístola a los de Tesalónica de San Pablo hasta la actitud práctica de los creyentes actuales, un Belloc, por ejemplo.

Los dos términos parecen inconciliables; y lo serían si no fuera por el misterioso catalítico que es la fe. Mas el valor pragmático de la actitud apocalyptica puede apreciarse aun fuera de la fe, por un positivista de talento, por ejemplo.

Por eso no hemos vacilado en publicar, y eso con no pocos esfuerzos y riesgos, en medio de la incertidumbre y el dolor de esta hora, un ensayo sobre el Apocalipsis que la superficialidad de alguno calificará, sin duda, de “pesimista”.

Es pesimismo constructivo.

San Pablo fue un hombre a la vez alucinado y práctico, como todos los místicos. Predicó tan fuerte en

Tesalónica acerca del Misterio de Iniquidad, ya en vigencia entonces —que él veía por transparencia en aquel enorme Imperio persecutorio y tiránico—, describiéndolo con tan inminentes rasgos, que los tesalonicenses decidieron no trabajar más, dado que el Fin del Mundo se venía encima. Entonces el impetuoso Tarsense les escribe de nuevo corrigiéndolos: el Fin del Mundo vendrá, según lo atestado por Cristo, pero la hora y el día exacto no lo sabemos; no puede ser ahora de inmediato, pues vemos que todavía se yergue El-Que-Ataja, el Katéjon, y, en consecuencia, trabajen todos, y el que no trabaje, que no coma.

Esta misma actitud práctica fue la de San Vicente Ferrer, la de Pedro Oliva, la de todos los profetas; como buenos médicos, huelen la muerte, pero siguen medicando.

Morituri te salutant.

Es la actitud paradojal de la fe. La fe asegura al cristiano que este aión, este ciclo de la Creación tiene su fin; que el fin será precedido por una tremenda agonía y seguido de una espléndida reconstrucción; o en palabras religiosas que “Cristo vuelve un día a poner a sus enemigos de escabel de sus pies y a tomar posesión efectiva del Reino de los Cielos trasladado a la tierra…”.

Así lo dice el Texto: yo no soy solo responsable de esta enormidad.

Esta final agonía —en el sentido etimológico de lucha suprema— pertenece al acervo dogmático o mitológico de todas las religiones formadas; y en la cristiana está prenunciado y descrito —en Daniel Profeta, en el Sermón Escatológico de Cristo y en el libro final de la Biblia, la Revelación o Apocalypsis— con los colores más vigorosos y los rasgos más fuertes que jamás lograra la facultad del verbo humano.

Por una paradoja de psicología profunda esta literatura «pesimista» ha sostenido el optimismo constructivo del Cristianismo.

En las épocas en que la Iglesia ha vivido en el temblor y en la predicación osada de la “inminente Parusía” es cuando ha construido ingentes catedrales y acabado empresas desesperantes; en los tiempos de San Pablo, de San Agustín, de Gregorio el Magno, de Hildebrando, de Joaquín de Fiore, de Odón de Cluny, de Vicente Ferrer. Se puede decir que la espera del Fin del Mundo, que una arbitraria leyenda circunscribe al Año Mil, ha estado presente casi sin interrupción en la conciencia cristiana de todo el Medio Evo; y el Medio Evo construyó esta civilización occidental, que todos dicen que hoy periclita y que los masones defienden.

Esta imagen aceptada de las catástrofes apocalypticas sirvió a los pueblos fieles para superar las catástrofes actuales; lo cual es, en el fondo, lógico, o por mejor decir psicológico. Un clavo saca a otro clavo. Es la misma acción “catártica de la tragedia” que nos enseñó Aristóteles.

Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la Historia, que están por encima del hombre y su mezquino racionalismo, llegan a un punto que excede a su poder de medicación y aun a su poder de comprensión —como es el caso en nuestros días—, sólo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo para seguir trabajando, que no es otro que el que expresó el poeta:

“Sólo el que ya nada espera será un terrible optimista
y aquel que lo ha dado todo no teme a ningún ladrón”.

Cuando parece que los cimientos del mundo ceden y se descompagina totalmente la estructura íntegra —como pasó, por ejemplo, en el siglo XIV—, entonces el sabio lee el Apocalypsis y dice: “Todo esto está previsto y mucho más. ¡Atentos! Pero después de esto viene la victoria definitiva. El mundo debe morir. Aunque de muchas enfermedades ha curado ya, una enfermedad será la última. Mas el alma del mundo, como la del hombre, no es una cosa mortal”.

Esta publicación nuestra no es una revista de teología sino de ciencia y filosofía social; sin embargo, no está fuera de ella —al contrario— la consideración de la visión religiosa de la crisis actual, que es uno de los motores más poderosos —el primer motor incluso— del movimiento político y económico. Si el hombre no tiene una idea de adónde va, no se mueve; o si se sigue moviendo, llega un momento en que su motus deja de ser humano y se vuelve una convulsión.

Perdido en las masas occidentales en gran parte el fermento de la verdad cristiana, y peor aún, falsificado en parte y convertido en fermentum phariseorum, el pensamiento moderno y el hombre de hoy ha disociado e invertido los dos términos de la consigna cristiana; y dos posiciones heterodoxas y entre sí opuestas, una eufórica y otra agorera, dominan hoy vastamente el aire del tiempo:

1ª – Sabemos que el mundo no puede acabar.

2ª – Todo es inútil, no se puede hacer absortamente nada.

Estas dos posiciones puede encontrarlas el lector en su vecindad y aun en su familia, y quizá incluso en sí mismo, alternándose en modo pendular en las horas agitadas o foscas. Ejemplificarlas en la actual literatura social o filosófica es fácil.

El ocaso de Occidente ha dado tema y título a un gran libro de filosofía y profecía, de la escuela de Vico: Spengler documentó con erudición portentosa el estado de ánimo tesalonicense: nuestra civilización ha llegado al fin de su ciclo, al agotamiento senil y al cáncer, contra el cual no hay nada.

La misma posición mantienen filósofos tan talentosos como Rene Guénon, Luis Klages, Benedetto Croce y otros menores. Describen con colores sombríos la crisis de Occidente, lo desahucian fríos e implacables, y señalan la caquexia total de las fuerzas conservativas y vitales, incluso de las fuerzas religiosas.

El melancólico final de Las dos fuentes de la moral y la religión, del gran Bergson…, es un papel de médico que se equivoca y extiende el certificado de defunción en vez de la receta que intentaba.

La otra posición, de euforia desatinada y pueril, es más frecuente, como que es más cobarde: es el espejismo del Progreso Indefinido del siglo pasado, prolongado y ampliado, desmesuradamente, hoy día en un Toynbee, un Wells, un Bernard Shaw… El mundo ha vivido ya centenas de millones de años y por lo tanto seguirá viviendo centenares de centurias de siglos.

Ninguno de los dos términos se puede saber; pero ellos lo afirman con fuerza de dogma.

Por tanto, todo esto que nos pasa no puede ser más que una gripe, que necesariamente sanará y eso para dejar al organismo más sano, robusto y maravilloso que antes, en los esplendores edénicos de la “era atómica”. Estos no son dolores de agonía sino de parto, dicen.

El Superhombre está al nacer, junto con la Superfederación de las naciones del orbe en una sola, y la palingenesia total del Universo visible, por obra de la Ciencia Moderna.

Esta idea, o imagen o mito está en el ambiente, y tropieza uno con ella en todas partes; implícita o explícita, aplicada o pura, en forma de argumento o de espectáculo, con las variaciones más sublimes o más idiotas, la gran Esperanza del Mundo Moderno trasparece hasta en las revistas de Vigil y las historietas yanquis en que los niños argentinos aprenden… ¡religión!, quizá más que en los manuales salesianos de las escuelas. Efectivamente, esta imagen de la UNIDAD, es decir, de la UN y de la UNESCO, tiene ya vigencia religiosa.

Tiene ya incluso su gran teorizante religioso, su teólogo o profeta: el P. Teilhard de Chardin, reputado hombre de ciencia parisino, de las Academias de Ciencia de París y Londres, colaborador de Études y Révue des Questions Scientifiques, un gran nombre y una gran pluma, indudablemente.

En una veintena de opúsculos, sin imprimatur eclesiástico, ni de su orden, mimeografiados algunos en China o Japón, que corren mucho por Francia, España, Italia, y no son desconocidos en nuestro país, el antropólogo descubridor del Homo pekinensis diseña una teología nueva, brillante y seductora, que bien se puede denominar un neocatolicismo… ¿Neo-catolicismo? Sí, señor: neocatolicismo antropolátrico.

No es de esta revista su estudio, ni podríamos exponerlo bien en reducido espacio.

Baste decir que partiendo de la Evolución Creadora, de Bergson, dando como probado y cierto el evolucionismo darwinista y moviéndose en la esfera del pensamiento teológico llamado modernista (naturalización total de lo divino, error de Baius), construye una vasta e inflamada dogmática nueva bajo la cascara de los dogmas antiguos, con una elocuencia y un patetismo de profeta, como si realmente estuviera poseído del “Espíritu de la Tierra” —como él dice— que por otro nombre fue llamado el Eros Cosmogónico y también ¿por qué no? El Príncipe de este Mundo.

El punto focal de su especulación no es otro que esa unificación triunfal del Universo, a la cual corren, según él, las naciones infaliblemente bajo la atracción formidable de un “Cristo Universal” que absorbe hacia sí al Universo inmanentemente, ya que está encarnado en él desde su creación y es su propio élan vital; del cual “Cristo Universal” el Cristo histórico llamado Jesús de Nazareth ha sido un avatar, una manifestación, una fugaz epifanía visible.

Qué forma concreta tomará ese “Cristo Universal” o Alma del Mundo, que está sumergido en la creación y constituye su vida, no nos lo dice el hierofante, pero de lo que está seguro es de la gran fusión de los pueblos en uno y del advenimiento natural de la Restauración Ecuménica.

El entusiasmo, el patetismo y el ímpetu religioso con que el alma de Teilhard de Chardin anima esta síntesis esencial de todas las heterodoxias modernas, y aun antiguas, es cosa notabilísima. Enferma leerlo, pero ilustra muchísimo a un teólogo, por lo menos.

Todo lo que es internacional es de esencia religiosa. Por instinto el hombre odia o teme al extranjero y su razón no supera los límites de su “idioma” (de su clan, tribu, nación o raza) sino bajo la presión del sentimiento religioso: tesis que Bergson dejó establecida con toda precisión en Les Deux Sources.

Decir esto es decir que todo lo que hoy día es internacional, o es católico o es judaico. Son las dos únicas religiones universales. La masonería es una invención judaica, el islamismo es una herejía judaica.

La unión de las naciones en grandes grupos, primero; y después en un solo Imperio mundial, sueño potente y gran movimiento del mundo de hoy, no puede hacerse, por ende, sino por Cristo o contra Cristo. Lo que sólo puede hacer Dios —y que hará al final, según creemos, conforme está prometido— el mundo moderno febrilmente intenta construirlo sin Dios, apostatando de Cristo, abominando del antiguo boceto de unidad que se llamó la Cristiandad y oprimiendo férreamente incluso la naturaleza humana, con la supresión pretendida de la familia y de las patrias.

Mas nosotros defenderemos hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de vencer sino de no ser vencidos.

Es decir, sabiendo que, si somos vencidos en esta lucha, ése es el mayor triunfo; porque si el mundo se acaba, entonces Cristo dijo verdad, y entonces el acabamiento es prenda de resurrección.

Se necesita ser iluso para correr esta liebre…

Si uno se fija bien, el galgo corre menos que la liebre; y si los galgos actuales alcanzan a las liebres, ello se debe a un Galgo Iluso, que allá en la prehistoria siguió corriendo a pesar de ver que perdía terreno.

Los otros galgos desistieron y dijeron: “¡Valiente iluso!” y se llevaron la sorpresa de sus vidas cuando vieron que el otro volvía con la Orejuda en la boca, habiendo descubierto para su raza que la liebre es más rápida, pero menos resistente.

El diablo es rápido. Pero nosotros, los ilusos, los que tenemos miedo al Diablo, al Anticristo y a la Ramera Escarlata, somos los que hemos de salvar al mundo, si este mundo de Dios merece ser salvado.

EL PROBLEMA ARGENTINO
(fácil de plantear y difícil de resolver)
[Reflexiones Políticas – Jauja Nº 7 – julio 1967]

Planteo: Argentina se independizó de España y se convirtió en una factoría de otra nación. La metrópoli dejaba a la «clase dirigente» un décimo de lo que se llevaba. El país parecía marchar espléndido. Luego de dos guerras mundiales, el metropolazgo pasó a otra nación de la misma raza, que dejó caer a la Argentina, y el país cayó en insoluble crisis económica.

Los grupos secretos que gobiernan a EEUU (masonería-sionismo) la mantienen es estado colonial, al mismo tiempo que la «ayudan» por medio de siniestros préstamos usurarios.

Eso está condicionado al mantenimiento de la democracia: es el liberalismo podrido, galvanizado por toda clase de trucos raros, como golpes de Estado, fraudes electorales y dictaduras fallutas.

Se logró hacer creer a los semicultos que lo importante para una nación es la Economía y que todo lo demás se daba por añadidura.

Quien esto dice, oculta o ignora que sólo una gran Política de una gran Economía; y que sólo una nación fuerte puede librarse de ser reducida a subnación por otras naciones fuertes.

Solución: el partido que se juega el dominio del mundo ha empezado ya. Se jugará hasta el final entre hombres fuertes. La dúplice revolución mundial está ya en marcha. Desde más de un siglo ha, la revolución blanca y la revolución negra (en rigor, está última es amarilla, pero más negra que la otra).

La revolución blanca es el alzamiento general de los bolches; no escuetamente contra el Capitalismo, sino contra todo lo que en la Cristiandad es autoridad, orden, jerarquía, cultura, tradición; en suma, superioridad. Es el resentimiento de los inferiores: quieren nivelarlo todo, por abajo.

La revolución blanca quiere decir tabla rasa de todo lo existente; y crear de la nada un universo nuevo: siniestra utopía. Hay en ella hasta sacerdotes. Sabiéndolo o no, todos los desjerarquizados trabajan para ella. Hay desjerarquizados incluso en la misma Jerarquía. Hablamos de todos los rebelados o hastiados del Orden Romano, de todos los «democráticos» sinceros o fingidos; de todos los idiotas útiles»; de todos los que se han salido y quieren salirse de su propio puesto.

Sólo Jesucristo puede salvar a la Argentina; o sea, los que se hagan capaces de hablar y obrar en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo. A éstos no les prometo la felicidad; a no ser la felicidad mía, que es muy real y existente, aunque rara.

Procuremos vivir con serenidad nuestra desesperanza.

RESPUESTA A AGUIRRE CÁMARA
[Decíamos ayer  10/5/1945]

Una de las cosas que yo quisiera saber con seguridad es si la Argentina es o no una nación católica. Ésta es una pregunta filosófica. ¿Quién resuelve en la Argentina las preguntas filosóficas de los argentinos?

Abandonado a mis propias fuerzas, he respondido como pude para uso mío a la pregunta, a la cual vulgarmente se suele responder por la afirmativa, aunque ahora salen muchísimas gentes respondiendo por la negativa, y algunos tan encarnizadamente que niegan hasta la misma pregunta y su presupuesto, es decir, que la Argentina sea una nación.

Mi respuesta es sencilla, y no la voy a mezquinar ni adornar: el pueblo argentino es católico, el Estado argentino no es católico hace ya mucho tiempo.

Esta respuesta supone una posible separación entre pueblo y Estado. En esto no hay dificultad ninguna. De modo que la situación de la Iglesia Católica y el Estado argentino es la de dos caballos que galopan más o menos parejo, a veces pegados y a veces a los tirones, siempre estorbándose, pero sin que hasta ahora se hayan roto los tiros. O por mejor decir, la de un paralelogramo de fuerzas, cuya resultante ni es católica del todo ni deja del todo de serlo, lo cual ha hecho creer a muchos que el actual Estado, es un estado clerical, mientras que otros piensan, al mismo tiempo, que es un estado anticlerical.

Todo lo que es informe, es peligroso o dañino. Una nación católica con un Estado no católico es una cosa informe, y una Iglesia que juega sobre esa ambigüedad es peligrosa. Lo curioso del caso es que esa ambigüedad ya semisecular no daña sólo a la Iglesia, sino también al Estado.

La esencia de la Iglesia es la predicación y la docencia, no la administración y la beneficencia. Pero podría obrarlo por caso, si las dos últimas dominaran o ahogaran a las primeras, a lo cual podría dar lugar la situación descrita más arriba de atadura estrecha con un Estado que ha dejado de ser católico.

Si la Iglesia argentina aflojara en ser «columna y fundamento de la Verdad», para acudir a ser la madrecita buena que celebran los tangos argentinos, evidentemente que a la larga haría mucho daño a la misma sociedad política, privándola por omisión del ingrediente absolutamente necesario para poder producir una revolución desde arriba; lo único que hoy día puede impedir una revolución desde abajo.

Para juzgar a la Iglesia hay que ponerse en el plano religioso, que penetra todos los otros sin confundirse con ello. Verla desde el plano político es como querer resolver con regla y cinta métrica un problema de geometría analítica.

UNA RELIGIÓN Y UNA MORAL DE REPUESTO
[Cristo, ¿vuelve o no vuelve? – Dinámica Social Nº 85-86 – 11/12/1957]

Conforme al dogma cristiano, si es que la humanidad debiera morir pronto, el democratismo liberal debe seguir viviendo e incluso reforzarse nefastamente.

Pero eso no será sino respaldado por una religión, sacado a la luz el fermento religioso que encierra en sí, y que lo hace estrictamente una herejía cristiana: la última herejía quizás, preñada del Anticristo.

Es para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado espiritualmente. El liberalismo ha suministrado a los que no aman bastante la verdad una religión y una moral de repuesto, sustitutivas de las verdaderas; un simulacro vano de las cosas, envuelto a veces en palabras sacras. Una vida artificial, discorde con la realidad, les devora la vida.

Ellos saben que detrás de su «fe democrática» y de su «moral cívica» se esconde —para ellos solos— el poder y el dinero.

La verdad aquí es una mercadería despreciada; tanto que ni gratis la quieren e incluso pagan para que los engañen.

El hombre que no adora a Dios, adora por fuerza otra cosa; y en primer lugar al Estado, que es la obra más grande de las manos del hombre.

Las «ideologías» han ingresado a las facciones políticas dividiendo a los hombres en lo profundo, dando un cariz religioso la «contienda cívica» e incubando verdaderas guerras civiles, que tienen el implacable rigor de las guerras religiosas: se lucha por una concepción total de la vida humana, o sea por una idea religiosa.

Una parte del clero «hace política»; medio al vuelo sin directivas claras, sin tino ni inteligencia. No está jugando bien al hacer política electoralista y no percibir la gran política, que es la suya: la política de la Verdad. Va a ayudar al tercer triunfo del liberalismo y de la masonería en la Argentina.

No hay que engañarse: en el mundo actual no hay más que dos partidos.

El uno, que se puede llamar la Revolución, tiende con fuerza gigantesca a la destrucción de todo el orden antiguo y heredado, para alzar sobre sus ruinas un nuevo mundo paradisíaco y una torre que llegue al cielo.

El otro, que se puede llamar la Tradición, tendiendo a seguir el consejo del Apocalipsis: «conserva todas las cosas que has recibido, aunque sean cosas humanas y perecederas».