RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

A GLORIA Y LOOR DE DIOS

Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)

Lo que os pido es que
vuestra caridad crezca más y más
en conocimiento y en toda discreción;
a fin de que sepáis discernir
lo mejor, y os mantengáis puros
y sin tropiezo hasta el día de Cristo,
colmados de frutos de justicia por Jesucristo,
A GLORIA Y LOOR DE DIOS.
(San Pablo a los Filipenses, I, 11)

IN LAUDEM DEI

Hace mucho tiempo se me está repitiendo que he sido creado para alabar a Dios, que la gloria de Dios es el único fin de mi existencia, y siempre que he entrado en retiro para meditar en lo único necesario, me he encontrado con esta primera y solemne afirmación.

Ella es incontestable, y la Iglesia la ha sancionado varias veces, y hasta la ha definido en el Concilio Vaticano I: el mundo del que formo parte y yo con él, no hemos salido de la nada si no es para la gloria de Dios —ad Dei gloriam—, y negarlo sería hacerse reo de anatema.

Puesto que esa es la verdad, debemos poder alimentarnos de ella, y debe ella poder equilibrar toda nuestra conducta. Nos basta con comprenderla bien.

¿Qué es esa gloria de Dios, de que se nos habla?

Si la consideramos ateniéndonos al modo de hablar puramente humano y finito, fácilmente llegaremos a creer que el honor de Dios consiste en todo eso que recibe de las criaturas, todo el ruido que hacemos en torno de su nombre y de su obra y de sus atributos, y sacaremos la conclusión práctica de que la acción más perfecta consiste en darse al Todopoderoso, en entregarse a Él, en amplificar su Ser por medio de nuestra acción, y en cantar por el mundo incesantes Sanctus.

Dios mío, durante mucho tiempo he vivido ilusionado por esa verdad incompleta; he creído que Tú eras una especie de potentado, que crea los seres para sacar ventajas de ellos; he creído que servirte era una obligación impuesta desde fuera a mi naturaleza, la que, por su ley espontánea, tendía a su propio bien; y he columbrado un antagonismo entre tus derechos y los míos, entre tu servicio y mi grandeza, entre tu gloria y mi provecho.

Reconocía que tenías el derecho de tratarnos como Te pluguiese, pero ese derecho me parecía en su aplicación harto severo, y no llegaba a reconciliar en la práctica de mi oración al Dios de la filosofía, que todo lo ha creado para Él y para su gloria, y al Dios de mi Credo, que se encarnó y murió por nosotros y por nuestra salvación, propter nos et propter nostram salutem.

Y, sin embargo, tu Iglesia, siempre inspirada, me había dado unas palabras de luz y las doctrinas inconfundibles, y no tengo más que seguir las enseñanzas de los Concilios para librarme de las tristes teorías de los Jansenistas, y de los sueños inconsistentes de los adoradores de la humanidad.

Sí, Tú nos has hecho para tu gloria, y ésta es nuestra razón de ser, que debemos comprender y sancionar con toda la energía de nuestro libre albedrío.

Sí; desde el menor gesto hasta las decisiones más trascendentales, tu única gloria es la que debe constituir nuestra finalidad.

Pero esa finalidad no nos conduce al aniquilamiento, ni suprime en manera alguna nuestro valor. No se trata de destruirnos, sino de perfeccionarnos, ni de disminuirnos, sino de desarrollarnos y de llegar a ser plenamente lo que somos.

Porque la gloria de Dios no consiste en recibir de nosotros cosa alguna que le enriquezca, sino en darnos lo necesario para que dejemos de ser la nada; la gloria de Dios no está formada por nuestras ofrendas, sino por sus dones y por nuestras ofrendas en la medida exacta en que esas ofrendas son presentes suyos propios.

(…)

In laudem Dei. La alabanza exterior no tiene sentido sino cuando expresa ese abandono completo en Dios que nos invade.

Yo sabía muy bien que en lo más profundo de mi alma su idea y mi querer no debían formar más que una sola cosa, ya que mi naturaleza no es más que su idea divina realizada, y que mi más primordial querer es el de esa naturaleza.

No tengo que escoger entre Dios y yo, puesto que no puedo encontrarme más que en Él; tengo que elegir entre el yo dócil y verdadero, que libremente coincide con toda mi naturaleza y tributa así gloria a Dios, y el yo mezquino, absurdo y contradictorio que se divide en sí mismo y se destruye, en la medida de sus medios, rehusando recibir a Dios.

Mi ser es una cosa muy santa; no hablaré mal de él, como los quietistas que se imaginaban que el aniquilamiento era el más hermoso homenaje.

Comprenderé que nada hay tan grande como recibir a Dios, y que en mi felicidad no hay egoísmo, siempre que esa felicidad, estando conforme a mi naturaleza, es la misma expresión de la voluntad y de la gloria divina en mí.

Dios mío, estamos más compenetrados de lo que yo pensaba, ya que no soy nada por mí mismo sino por Ti.

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