P. CERIANI: SERMÓN PARA EL DOMINGO INFRAOCTAVA DEL CORPUS CHRISTI

DOMINGO INFRAOCTAVA DEL CORPUS CHRISTI

En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos esta parábola: Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado. Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena.

El Evangelio de este Domingo, Infraoctava de la Fiesta del Corpus Christi, Segundo después de Pentecostés, presenta a nuestra meditación la parábola del banquete.

Nos muestra la conducta misericordiosa de Dios, invitando a todos los hombres a la luz del Evangelio, a la salvación, a la eterna bienaventuranza.

Homo quidam, es el mismo Dios, el Padre celestial.

Esta gran fiesta en la cual Él invita, es el reino del Mesías, ya sea la Iglesia Católica, con todo lo que ofrece de bienes espirituales, ya sea en su consumación eterna.

¿A quién representa el sirviente enviado a convocar a los invitados? Es Nuestro Señor, que descendió a la tierra, asumiendo la forma de siervo (formam servi accipiens), para instruirnos y proporcionarnos todos los medios de salvación; para mostrarnos y abrirnos el camino de la bienaventuranza.

Por extensión, también podemos asociarlo con San Juan el Bautista, los Apóstoles y todo el orden eclesiástico, que recibió de Él la misión que había recibido de su Padre, es decir, anunciar que todo estaba aparejado… Ha llegado a vosotros el Reino de Dios…

¿Quiénes son los invitados de este banquete?

Los primeros invitados han sido los judíos; especialmente los principales de la nación, los fariseos, los escribas, los doctores de la Ley, que debían abrir el camino y hacer entrar en él a los otros.

Pero, con diversos pretextos, han sido sordos a la voz de los Profetas, y especialmente a la de Nuestro Señor.

Los supuestos pretextos fueron las pasiones que les preocupaban y que San Juan reduce a la triple concupiscencia: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y soberbia de la vida.

Los segundos invitados son los pobres, los lisiados, los cojos, que se encuentran en las calles y plazas públicas de la ciudad. Representan las ovejas perdidas de la casa de Israel, publicanos, pecadores, pobres pecadores, y todo el pueblo, muchos de los cuales se han mostrado dóciles a la predicación del Salvador.

Finalmente, los últimos invitados, reunidos fuera de la ciudad, en los caminos y a lo largo de los vallados, son los paganos, los gentiles convertidos al Evangelio, sustituyendo, en los designios de Dios, a los judíos ingratos y rebeldes, y llamados a recibir las gracias y los beneficios que estos han repelido. San Pablo y San Bernabé dirán a los judíos: “Era necesario que la palabra de Dios fuese anunciada primeramente a vosotros; después de que vosotros la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, he aquí que nos dirigimos a los gentiles”.

Por las palabras fuérzalos a entrar no se debe entender una violencia exterior, que siempre ha estado en contra de las intenciones y las costumbres de la Iglesia; porque Dios no quiere siervos que lo adoren y lo sirvan de mala gana y contra su voluntad.

Estas palabras simplemente significan: Exhortadlos con vuestras oraciones, con vuestros sermones, con vuestras peticiones constantes.

Así quiere San Pablo que su discípulo Timoteo predique el Evangelio: “Predica la Palabra, insta a tiempo y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina”.

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Esta parábola tiene vigencia actualmente, y lo que enseña ocurre hoy en día.

Dios llama, invita, da luces y gracias, por medio de sus ministros, los sacerdotes; convoca en todas partes, constriñe a todos los hombres a entrar en su banquete, para que su casa, su Reino, se llene.

¡Pero que pocos responden a sus avances misericordiosos! ¡Cuántos cristianos ingratos y rebeldes como los judíos! ¡Cuántos paganos carnales y endurecidos repelen luz, la fe, la salvación, por las mismas razones que los primeros invitados del Evangelio!

Ambición, codicia, la cadena de los bienes y riquezas, la concupiscencia de la carne y sus satisfacciones criminales, el amor a la comodidad y placeres, los retienen, los ciegan, los endurece y los conduce a la condenación eterna… “Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena…”

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En sentido figurado, este banquete puede también significar la Sagrada Eucaristía. De hecho, este Domingo cae dentro de la Octava de Corpus Christi, aunque, como sabemos, sus textos son muy anteriores a la institución de la Fiesta; pero, sin embargo, providencialmente, la Iglesia dispuso las cosas de esta manera.

El divino Salvador invita a todos los cristianos, incluso a los pobres, a los débiles, a los cojos, a los enfermos espirituales, para sanarlos, para fortificarlos, para enriquecerlos. Incluso lo hace por medio de un precepto formal y riguroso.

Pero, desafortunadamente, ¡cuántos se alejan y se niegan a acudir a la Sagrada Eucaristía, con vanas excusas, como vemos en la parábola!

Dios no aceptará estas malas excusas, estos impedimentos pecaminosos…

A quienes lo rechazan con indiferencia y desprecio, a los que prefieren las criaturas al Creador, las vanidades del mundo…, Él los rechazará a su vez: “Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena…”

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Retomando la idea de este banquete, vemos que él constituye la llamada a la fe, a la Iglesia, al Reino, a la salvación, a la bienaventuranza eterna…

Este el banquete es grande por la majestad del que invita, por los bienes infinitos que están preparados para nosotros, por el número de los invitados.

Manifiesta la bondad del Padre Celestial, que invita a todos hombres y envió expresamente a su Hijo a la tierra para llamarnos y ayudarnos a merecer sentarnos allí. Y tras Él, envió a los Apóstoles y ministros de todos los tiempos, a que vayan por todas partes, en nombre suyo, para anunciar la Buena Nueva del Evangelio a todos los pueblos… Nadie está excluido…

Las excusas de los hombres fueron, son y serán vanas: ambición, codicia, sensualidad…

¡Cuántos cristianos y paganos, infieles a la gracia que los solicita! Salvación tan misericordiosamente ofrecida y tan fácil de aceptar…

¡Bienaventurados los hombres de buena voluntad!, pues recibirán los bienes espirituales…

¡Desgraciados los que rechazan la invitación divina!, pues atraen sobre sí la ira de Dios, las penas temporales y los males eternos… En lugar de asistir a la fiesta celestial, serán enviados al fuego eterno…

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Excelencia de este banquete.

Es grande por el que invita; grande por el número de los invitados, todos los fieles; grande por la naturaleza de lo allí ofrecido: el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo; grande en duración, usque ad consummationem sæculi; grande en los misterios que representa y que contiene; grande en sus efectos, pues nos une y nos incorpora a Jesucristo, nos santifica, prepara la resurrección y es gaje de la vida eterna.

¡Qué caridad la de nuestro Dios!

Y también, ¡qué honor para nosotros!

Existe una invitación y una obligación de asistir al mismo.

El amor de Nuestro Señor, instituyendo este banquete divino para la santificación y consuelo de nuestras almas, ¡con qué sorprendente bondad invita a todos los fieles!…

A los sanos.

A los enfermos.

Incluso a los muertos, si quieren resucitar, es decir, a los pecadores que quieran convertirse, para darles vida…

A los justos, para aumentar la vida en ellos, para hacerlos crecer en gracias.

A los tibios, para excitarlos, purificarlos, fortalecerlos.

Pero no sólo nos invita y nos exhorta; nos insta y lo convierte en un precepto formal para nosotros, so pena de no tener más vida en nosotros: “Os aseguro que, si no coméis el cuerpo del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último”.

Y ha sido necesario, a lo largo de los siglos, por una deplorable y culpable negligencia de los cristianos, que interviniese una ley formal de la Iglesia, ordenándonos a comulgar, determinando incluso el tiempo, y esto bajo severas penas.

A pesar del precepto divino y eclesiástico, ¡cuántos cristianos son como los primeros invitados de la parábola! ¡Qué pretextos no se buscan para disculparse!

Se ofrecen vanas excusas. A veces las preocupaciones de los negocios, los bienes temporales, el comercio; los compromisos, el desastroso respeto humano…

Razones más tristes aún, las pasiones de la carne, las relaciones culpables, las ocasiones de pecado, o los pecados a los que no queremos vencer…

Por los bienes temporales, por los placeres de un momento se sacrifica la eternidad, el disfrute de Dios, tanto en este mundo, como, especialmente en el venidero…

Vayamos, pues, con anhelo y gratitud a este banquete sagrado, al cual Nuestro Señor se digna invitarnos, no sólo una vez en nuestra vida (que sería ya una felicidad inefable), sino cada día.

De allí las palabras de San Agustín: Sic vive, ut quotide merearis accipere. Vive de tal modo que merezcas recibirlo cada día…

Entonces ya sería el Paraíso aquí abajo…