P. CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE PENTECOSTÉS

FIESTA DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras. Y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió. Estas cosas os he hablado, estando con vosotros, y el Consolador, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas; y os recordará todo aquello que yo os hubiere dicho. La paz os dejo: mi paz os doy: no os la doy yo como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Ya habéis oído que os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amaseis, os gozaríais ciertamente, porque voy al Padre: porque el Padre es mayor que yo. Y ahora os lo he dicho antes que sea, para que lo creáis cuando fuere hecho. Ya no hablaré con vosotros muchas cosas, porque viene el príncipe de este mundo, y no tiene nada en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y cómo me dio el mandamiento el Padre, así hago”.

Los Apóstoles, fieles a las recomendaciones del Salvador en el momento de su Ascensión, se habían retirado al Cenáculo y dispuesto allí para la venida del Espíritu Santo. Al décimo día tuvo lugar el misterio del descenso de este divino Espíritu.

Eran como las nueve de la mañana, un domingo, el quincuagésimo día después de la Resurrección, el día en que los judíos estaban celebrando el aniversario de la promulgación de Ley, en el Monte Sinaí. Por lo tanto, en este día, el Espíritu Santo promulga la Nueva Ley, ley de gracia y de amor, que pone fin a la Antigua.

Día de alegría, de gratitud y de correspondencia en el amor para toda la cristiandad; como dice el Prefacio de la Fiesta: “Por lo cual, el mundo entero hoy se regocija con indecibles alegrías. Y aun las Virtudes del cielo y las Potestades angélicas cantan un cántico a tu gloria”.

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En cuanto a las circunstancias del milagro de Pentecostés, los textos nos dicen que, de repente, se escuchó un gran ruido, como de un viento recio del cielo, y que llenó toda la casa dónde estaban congregados los discípulos. Este ruido, este viento son los símbolos de la presencia de la Divinidad, e indicaron que el Espíritu Santo, por la fuerza y el estruendo de la palabra y de la predicación de los Apóstoles, iba a llevar a todas partes de la tierra el Evangelio y la salvación, así como a derribar el culto del demonio y de los ídolos…

Se vieron luego como lenguas de fuego que, habiéndose dividido, se detuvieron sobre cada uno de los presentes. Estas lenguas de fuego significaron que, a través del apostolado, el Espíritu Santo iluminaría e incendiaría el universo, estableciendo la Iglesia entre todos pueblos, cuyas lenguas ella hablaría. La lengua es, en efecto, el instrumento de la predicación, porque la fe entra en nosotros por el oído, y por lo tanto por la palabra del predicador.

El Espíritu Santo es como un fuego ardiente, que purifica el alma; un fuego luminoso, que alumbra la inteligencia; un fuego manso, que se insinúa en el corazón, lo calienta y lo inflama de amor.

Con ocasión de la construcción de la torre de Babel, la confusión de lenguas había sido el castigo y como el documento de la orgullosa impiedad de los hombres; en el Cenáculo, el don de lenguas llega a ser como el maravilloso testimonio de la humilde piedad de los Apóstoles y Discípulos, y también el símbolo de la unidad de la Iglesia, que debe unir a todos los pueblos en un único cuerpo, encabezado por Jesús, siendo la fe y la caridad los principios vivificadores.

Y los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo, es decir, esos hombres, hasta ahora tan lentos para entender, tan débiles ante peligro, tan llenos de defectos, se transformaron de repente en otros hombres… Llenos de inteligencia, ciencia, coraje y fervor, confirmados en gracia y, en una palabra, renovados en su totalidad, fueron hechos capaces de cumplir su misión divina.

Y enseguida empezaron a hablar varios idiomas, como el Espíritu Santo ponía las palabras en su boca; es decir, salieron del Cenáculo, del encierro, y comenzaron a publicar ante todo el pueblo las maravillas del poder y de la bondad de Dios, manifestadas en los misterios de la Encarnación y de la Redención.

Y habiéndose congregado una multitud considerable alrededor de ellos, judíos de diversas regiones y diferentes idiomas, ellos se hicieron entender por todos; los cuales, llenos de admiración, se decían a sí mismos: ¿Qué es esta maravilla? ¿No son galileos todos estos? Entonces, ¿cómo los oímos a cada uno de ellos hablar el lenguaje de nuestro país?

Sabemos que el don de lenguas dado a los Apóstoles se puede comprender de una doble manera: sea que hablaban un solo idioma, y eran comprendidos por todos sus oyentes, en tan diversos idiomas; sea que ellos realmente hablaban, por ciencia infusa, varios idiomas, diferentes de su propia lengua nativa.

San Pedro, dirigiéndose a esta multitud, comenzó por revelarles el misterio que acababa de cumplirse, recordándoles la profecía del Profeta Joel, anunciando la divinidad de Jesús crucificado. Y fue tal la virtud de este primer sermón que fueron tres mil los oyentes convertidos y regenerados por el bautismo. Dicen las Actas de los Apóstoles:

Entonces Pedro, poniéndose de pie, junto con los once, levantó su voz y les habló: “Varones de Judea y todos los que moráis en Jerusalén, tomad conocimiento de esto y escuchad mis palabras. Porque estos no están embriagados como sospecháis vosotros, pues no es más que la tercera hora del día; sino que esto es lo que fue dicho por el profeta Joel: «Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré de mi espíritu sobre toda carne; profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos verán sueños. Hasta sobre mis esclavos y sobre mis esclavas derramaré de mi espíritu en aquellos días, y profetizarán. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra, sangre, y fuego, y vapor de humo. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el día del Señor, el día grande y célebre. Y acaecerá que todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo». Varones de Israel, escuchad estas palabras: A Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros mediante obras poderosas, milagros y señales que Dios hizo por medio de Él entre vosotros, como vosotros mismos sabéis; a Éste, entregado según el designio determinado y la presciencia de Dios, vosotros, por manos de inicuos, lo hicisteis morir, crucificándolo. Pero Dios lo ha resucitado anulando los dolores de la muerte, puesto que era imposible que Él fuese dominado por ella … Varones, hermanos, permitidme hablaros con libertad acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva en medio de nosotros hasta el día de hoy. Siendo profeta y sabiendo que Dios le había prometido con juramento que uno de sus descendientes se había de sentar sobre su trono, habló proféticamente de la resurrección de Cristo diciendo: que Él ni fue dejado en el infierno ni su carne vio corrupción. A este Jesús Dios le ha resucitado, de lo cual todos nosotros somos testigos. Elevado, pues, a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, Él ha derramado a Éste a quien vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David no subió a los cielos; antes él mismo dice: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga Yo a tus enemigos por tarima de tus pies.» Por lo cual sepa toda la casa de Israel con certeza que Dios ha constituido Señor y Cristo a este mismo Jesús que vosotros clavasteis en la cruz.”

Al oír esto ellos se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “Varones, hermanos, ¿qué es lo que hemos de hacer?” Les respondió Pedro: “Arrepentíos, y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, cuantos llamare el Señor Dios nuestro.” Con otras muchas palabras dio testimonio y los exhortaba diciendo: “Salvaos de esta generación perversa”. Aquellos, pues, que aceptaron sus palabras, fueron bautizados y se agregaron en aquel día cerca de tres mil almas.

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Comprobamos, pues, los efectos admirables del Espíritu Santo en los Apóstoles que, como acabamos de ver, se transformaron por completo.

Primero, el Espíritu Santo los purificó de todas las imperfecciones y faltas a las que hasta ese momento habían estado sujetos, y les infundió, en grado eminente, todas las virtudes opuestas.

Antes estuvieron llenos de orgullo y ambición, no mortificados, exaltados, rápidos en buscar la venganza, difíciles de persuadir y lentos para creer… Después fueron humildes, mansos, pacientes, como su Maestro, y felices de sufrir por Él.

La fe penetró tan profundamente en sus almas que su mayor deseo fue comunicarla al mundo y así compartir con él el mayor de los bienes aquí abajo.

El Espíritu Santo, habiendo purificado sus corazones, iluminó su inteligencia. Ellos, hasta ahora tan ineptos y groseros, de repente tuvieron un conocimiento claro y una inteligencia perfecta de las profecías, así como de las palabras y enseñanzas del Salvador, y de todos los misterios de la religión.

De este modo, se convirtieron en predicadores elocuentes, maestros llenos de verdadera ciencia, capaces de cerrar la boca a los escribas y a los fariseos y de confundir a todos los filósofos paganos.

Finalmente, el Espíritu Santo les inspiró un valor y coraje a toda prueba. Antes de Pentecostés eran débiles y temerosos: habían huido ante la proximidad del peligro, habían estado escondidos por miedo a los judíos… San Pedro, tomando su presunción por verdadero coraje, había negado a su Maestro… Ahora predican públicamente a Jesús crucificado, lo confiesan solemnemente ante el pueblo y el Sanedrín, a quienes acusan abiertamente haber sido los autores de su muerte.

Y lo anunciarán ante los reyes de la tierra; por su amor, recorrerán el mundo entero, estableciendo su Iglesia, y sufrirán los tormentos con gozo, luego la muerte.

¡Oh!, ¡qué efectos maravillosos del Espíritu Santo en los Apóstoles de Jesús!

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Tal vez estemos tentados de pensar que el Espíritu Santo sólo obró tales milagros al principio y que ya no tiene el mismo poder. Sin embargo, reflexionemos con atención:

El Espíritu Santo todavía reside en la Iglesia, y las manifestaciones de su poder y de su bondad se producen ahora como en los primeros tiempos, aunque de un modo menos sensible.

Hoy, como en el siglo primero, es Él quien ilumina las mentes, para preservarlas de tantas trampas puestas por doquier por el error y la mentira.

Es Él quien inflama los corazones para que prefieran a Dios antes que toda creatura, comunicando el celo del apostolado, la valentía del sufrimiento, e incluso del martirio.

Es Él quien suscita todavía en la sociedad tantos sacrificios, entregas, actos de generosidad y obras de caridad para aliviar todas las miserias.

En una palabra, la vida de la Iglesia, hoy como en tiempo de los Apóstoles, sólo puede explicarse por la presencia y la influencia del Espíritu divino en medio de ella…

Pero, si tantos católicos que reciben los Sacramentos no llegan a la santidad, la razón radica en que entre ellos la fe disminuye, la caridad se enfría y la mayoría vive como paganos. ¿Por qué? Porque no estamos dispuestos para recibir las gracias del Espíritu Santo; lo entristecemos, lo resistimos, lo rechazamos por el pecado.

El gran misterio de la santificación realizado en los Apóstoles, el día de Pentecostés, debe tener lugar también en nosotros; pero para ello son necesarias las mismas disposiciones.

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Renovemos, pues, nuestra fe en el Espíritu Santo; consideremos lo que es en relación con nosotros, y los efectos que quiere producir en nosotros, si nos encuentra bien dispuestos.

De ser así, como para los Apóstoles, será también para nosotros: Espíritu de verdad, Espíritu de santidad y Espíritu de fortaleza.

Ante todo, Espíritu de verdad.

Cuando venga el Espíritu Santo, dijo el Salvador: os enseñará toda verdad.

Ahora bien, la maravilla que admiramos hoy es que el Espíritu Santo ha iluminado a hombres de condición baja, y los hizo, en un instante, predicadores de la verdades más altas y contrarias a nuestra naturaleza viciada por el pecado.

No creamos que el Espíritu Santo ha dejado de operar tales maravillas en la Iglesia. A pesar de los esfuerzos del demonio, del espíritu del mundo, y de los reclamos de la carne, etc…

¡Cuántas almas vemos, aun hoy, iluminadas y sostenidas por el divino Espíritu! Las vemos renunciar al pecado y al mundo, crucificar su carne y, con valor heroico, practicar todas las virtudes…

Pero, también, ¡cuántas almas a las que San Esteban podría nuevamente decir: ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Cuán inexcusables sois! ¡A qué peligros exponéis vuestras almas!

Luego, Espíritu de santidad.

Los Apóstoles, aunque regenerados por el bautismo de Jesucristo y formados en su escuela durante tres años, no dejaban de estar dominados por todo tipo defectos e imperfecciones: ambición, celos, espíritu de disputa, presunción, etc.

Pero, tan pronto como recibieron el Espíritu Santo, se vuelven hombres espirituales, desprendidos del mundo, llenos de Dios, perfectos y sin mancha.

¡Cuántos Santos, a lo largo de los siglos, así transformados por la gracia del Espíritu santificador!

¡Cómo necesitaríamos, también nosotros, ser bautizados en el Santo Espíritu, para ser purificados de tantos pecados, vicios, pasiones desordenadas, apegos sensuales, peligrosos y muchas veces culpables!

¡Cuántas enemistades, odios, deseos de venganza, pensamientos de ambición, fortunas mal habidas, codicia…! etc….

Pidamos, pues, al Espíritu divino que nos purifique de toda escoria, para ayudarnos a mortificar las obras de la carne, para colmarnos de los santos deseos de la virtud y del Cielo, y producir en nuestras almas los frutos que le son propios: la caridad, gozo, paciencia, bondad, mansedumbre, caridad, etc….

Por último, Espíritu de fortaleza.

El Espíritu Santo es un espíritu de fortaleza, que vivifica el alma debilitada y la hace capaz de cosas grandes por Dios.

Vimos a los Apóstoles, hasta entonces débiles, tímidos y cobardes… Después de haber recibido el Espíritu Santo, he aquí, ¡cómo son transformados! Se lanzan, sin miedo, a la batalla contra Satanás y sus secuaces…; predican a Jesús crucificado; reprochan a los judíos su deicidio; confiesan audazmente a su divino Maestro ante los tribunales; hablan como el Espíritu Santo les sugiere; y, finalmente, se consideran felices de sufrir por el nombre de Jesús hasta la muerte…

Estos pobres pecadores sin talento, sin crédito, sin más armas que esta virtud del Espíritu Santo, emprenden la conquista pacífica y la conversión del mundo, y tienen éxito…

Estas maravillas se perpetúan de siglo en siglo… Contemplemos a los Mártires, a los Padres del desierto, a esta multitud de Confesores y Vírgenes que, por la gracia y virtud de Espíritu Santo, han vencido al mundo y a la carne, y merecieron la corona eterna…

Lo hemos considerado el Domingo pasado, Domingo de los Testigos… Domingo de los Mártires, del testimonio por la sangre…

Pero nosotros, ¿tenemos esa caridad, ese fuego, ese celo, esa fuerza activa del Espíritu Santo? Debemos demostrarlo por nuestras obras… ¡Pobres de nosotros! Somos sólo debilidad, blandura y cobardía…

Sin embargo, si nos disponemos para recibir el Espíritu Santo, seremos, como los Apóstoles, corregidos de nuestras miserias, revestidos de la fuerza de lo alto, capacitados para triunfar sobre nuestro triple enemigo y dedicarnos, hasta la muerte, a los intereses de Jesús y de su Iglesia.

Seamos generosos, devotos y dispuestos a recibir todo del Espíritu Santo y a dar todo por Jesús.

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La resolución que debemos tomar es la de concebir en nosotros un mayor deseo de recibir al Espíritu Santo con la abundancia de sus dones, pidiéndole perdón por el abuso que hemos hecho de ellos.

Preparemos mejor nuestra alma, resolvámonos a ser más dóciles y más fieles a su gracia.

Pidámosle que se digne obrar en nosotros las mismas maravillas de santificación que en los Apóstoles y en los primeros cristianos, para que, en adelante, vivamos más desprendidos de las cosas temporales, para que Él se digne descender a nosotros para purificar y fortificar nuestras almas, y realizar los efectos santificadores que produjo en los Apóstoles.

Pidámosle que nos transforme, para que, viviendo por Él de una manera digna de Dios, merezcamos un día felicidad eterna.

Roguemos con la Secuencia de la Fiesta de Pentecostés:

Ven, Espíritu Santo,
y desde el cielo
envía un rayo de tu luz.

Ven padre de los pobres,
ven dador de las gracias,
ven luz de los corazones.

Consolador óptimo,
dulce huésped del alma,
dulce refrigerio.

Descanso en el trabajo,
en el ardor frescura,
consuelo en el llanto.

Oh luz santísima:
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda
nada hay en el hombre,
nada que sea inocente.

Lava lo que está manchado,
riega lo que es árido,
cura lo que está enfermo.

Doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío,
dirige lo que está extraviado.

Concede a tus fieles
que en Ti confían,
tus siete sagrados dones.

Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales el eterno gozo.

Amén, Aleluya.