P. CERIANI: SERMÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE PASCUA

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

Me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: «¿Dónde vas?» Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no han creído en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo ya está juzgado. Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.

Como el del domingo pasado, el Evangelio de este Cuarto Domingo de Pascua está tomado del gran Discurso de Nuestro Señor en el Cenáculo, después de la Última Cena; y se relaciona enteramente con la pronta venida del Espíritu Santo.

Con la presencia del divino Maestro, los Apóstoles encontraban en cualquier momento lo que necesitaban: luz en las dudas, fuerza en la debilidad, sostén en peligro, y refrigerio en el dolor.

Pero, ahora, que serán privados de las alegrías de esta divina y visible asistencia, este buen Maestro, que no deja huérfanos a los suyos, juzga que ha llegado el momento adecuado para tranquilizarlos y fortalecerlos; y por eso les promete un consolador, un guía, cuya asistencia y dirección, aunque invisibles, serán totalmente efectivas.

Las palabras Me voy a Aquel que me ha enviado, indican que fue el Padre quien lo envió a este mundo, y es a Él a quien debe regresar, después de haber cumplido la misión por la cual vino; y va al Padre a través de su muerte, de su resurrección y de su ascensión.

Y ahora que Jesús les habla claro de su partida definitiva y de las persecuciones que van a tener que sufrir, todos se entristecen y quedan sin palabras. El Salvador les hace una suave reprensión: Me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: «¿Dónde vas?» Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza…

Si supieseis qué gloria y qué bienaventuranza disfrutaré dentro de poco… Si supieseis lo que será mi reino y mi poder, qué ayuda y qué recompensa os preparo, no estaríais tan tristes por causa de mis palabras sobre mi partida. Pero, ¡qué poca y pequeña es vuestra fe! Porque os dije que me voy en breve, y que tendréis que sufrir persecución por causa mía, vuestro corazón se ha colmado de tristeza…

Para consolarlos, Nuestro Señor les dice estas profundas palabras: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré…

Es admirable la amabilidad y la condescendencia del divino Maestro que, viendo entristecidos a sus Apóstoles por sus palabras, se acomoda a su debilidad y los consuela haciéndoles ver que defiende sus propios intereses, y les explica que su partida les será favorable y, por lo tanto, ella es conveniente e incluso necesaria.

Sí, mi partida es realmente ventajosa para ustedes…, porque está decretado por el Consejo divino que sólo después de mi muerte, resurrección y ascensión, y sólo por los méritos de mi sacrificio, el Santo Espíritu descenderá sobre vosotros, para iluminaros, consolaros, fortaleceros y guiaros en todo.

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Sigue luego una frase enigmática que nos enseña cuál será el papel del Espíritu Santo en relación con el mundo culpable, a quien convencerá en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio.

Esta misteriosa frase, que el mismo Jesús se digna explicar en pocas palabras, contiene para nosotros un significado profundo y lecciones muy importantes. Consideremos cada una de las tres sentencias.

En lo referente al pecado, porque no han creído en mí…

Esto significa que el Espíritu Santo convencerá y reprenderá a los judíos, a los paganos e impíos de todos los tiempos y de todos los países, del grave pecado de incredulidad acerca de Jesucristo y de su divina Religión… Porque no han creído en mí

Este pecado es de todos el más inexcusable y como el principio de todos los otros, según la observación de San Agustín: Mientras él permanece, los otros pecados no pueden ser perdonados; y si llega a ser borrado, todos los demás se van con él.

¡Qué crimen el del pueblo judío! A pesar de los esfuerzos tan generosos de Jesús para iluminarlos, a pesar de su predicación y sus milagros, a pesar de las profecías cumplidas en su persona, y a pesar de los innumerables testimonios que les dio con su especial caridad, los judíos se negaron obstinadamente a reconocerlo por el Mesías prometido, el Salvador del mundo: vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron

Y desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días, ¿cuántos filósofos, príncipes, científicos…, han rehusado o dejado de creer en Jesucristo, y han engañado a los pueblos? Y esto por soberbia, locura e impiedad: la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la han recibido

E incluso cuántos cristianos, soberbios o corruptos, resisten la verdad y dejan que la antorcha divina de la fe se apague en sus almas…

He aquí el pecado contra el Espíritu Santo, que lleva al endurecimiento y hasta la impenitencia final.

El Espíritu Santo convencerá y condenará al mundo, porque será inexcusable, voluntariamente ciego, sordo y endurecido…

El Espíritu Santo ha venido a reprochar al mundo sus pecados de toda clase, su incredulidad, su impiedad, sus blasfemias, su resistencia a las gracias de Dios…

Después, como antes de la venida del Mesías en la tierra, el mundo, enemigo de Dios, no ha cesado de clamar ¡No queremos que éste reine sobre nosotros! y de preferir al malo, despreciando al bueno… Entonces, para condenarlo por sus crímenes, el Espíritu Santo hizo uso de la predicación de los Apóstoles y de sus sucesores, de la constancia de los Mártires, de la ciencia de los Doctores, del ejemplo de los Santos…

También a veces utilizó castigos terribles como, por ejemplo, la ruina de Jerusalén por Tito, la toma de Constantinopla por los turcos, etc.

Sin embargo, por el hecho de que el mundo no cree en Jesucristo y se niega a adorarlo, no debemos concluir que no cree en nada… No nos despojamos de la fe sin más… Por eso el mundo, de hecho, cree en Satanás y en toda una serie de ídolos… Rechaza al Dios verdadero, pero para postrarse y degradarse frente a fetiches, amuletos, talismanes y mascotas…

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En lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis…

Es decir, ellos me van a maltratar, a mí, en quien nadie pudo encontrar el menor pecado; me condenarán y crucificarán, como si fuera el último de los malhechores. Pero el divino Paráclito los convencerá de su injusticia; Él les mostrará que yo soy justo y santo, fuente de toda santidad y justicia.

Mi regreso a mi Padre y mi entrada triunfal en el Cielo, que les será anunciada el día de Pentecostés, les demostrará, sin apelación, que lejos de ser ese odioso seductor, ese endemoniado y ministro de Beelzebub, como dijeron…, yo soy verdaderamente el Hijo de Dios y el Santo por excelencia.

San Agustín añade, además, que el Espíritu Santo manifestará no sólo la santidad de Nuestro Señor, sino también la de sus discípulos, para convencer al mundo de iniquidad y de injusticia, y hacerle ver que sólo hay justicia y verdadera virtud en la religión cristiana.

Le reprochará su indiferencia y su desprecio por Nuestro Señor y por los misterios de religión; argüirá su odio y violencia contra los siervos de Dios, cuya santidad condena sus desórdenes y sus injusticias; enrostrará sus audaces violaciones de los preceptos divinos, sus vicios infames, sus pasiones vergonzosas, sus máximas falsas y perversas…

Porque el mundo vive según su creencia, sin otra regla que la pasión, el interés, el miedo servil al castigo, pero ningún motivo sobrenatural.

La fe y las virtudes de los buenos cristianos son la condena de la infidelidad, así como la de los vicios de los gentiles y de los malos cristianos.

Esto es así, de modo tal que, en los primeros siglos, la paz, unión, caridad y piedad de los fieles eran objeto de confusión y de admiración incluso por los paganos.

Que los cristianos de hoy ya no puedan ser buenos ejemplos para los paganos es una prueba más que estamos en los últimos tiempos, en los de la gran apostasía, que presagia el fin del misterio de iniquidad y la llegada del hombre de pecado, el Anticristo…

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En lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo ya está juzgado…

Es decir, el mundo, incrédulo y perverso, y Satanás su príncipe, serán vencidos juntamente; juzgados y condenados por mi muerte; y, además, las almas fieles, por la eficacia y el poder del Espíritu Santo, rechazarán y pisotearán a este mismo Satanás y sus legiones.

El reino del diablo será derribado por la predicación y la aceptación del Evangelio; y así dará paso a al reino de Dios.

En virtud del Espíritu Santo, los Apóstoles proclamarán por todas partes la caída del diablo, y la venida al mundo y a las almas del reino del Hijo de Dios, que se sentará a la diestra de su Padre, de donde vendrá a juzgar a vivos y muertos.

El Espíritu Santo le reprochará al mundo su insensibilidad y su desprecio por los juicios de Dios, su indiferencia respecto de la salvación, su apego excesivo a las posesiones de la tierra, a los honores, a los placeres de los sentidos; lo amenazará de severo juicio y terrible infierno, merecido por esta vida de pecados seguida de una mala muerte…

El Espíritu Santo, que es caridad, vino a convencerlo y convertirlo; pero cuántos desgraciados se atreven a resistirle, a reírse de Él, como hicieron con Jesús, y hacerse dignos de los castigos divinos…

Pero, ¿qué es más aterrador que la venganza del Dios de amor justamente irritado?…

Por lo tanto, el juicio y la condenación de Satanás son prenda y como preludio del juicio y la condena de los mundanos, sus súbditos, porque imitan su orgullo y su impiedad.

Dios quiera que ninguno de nosotros sea parte de este mundo criminal, enemigo de Dios, por quien Nuestro Señor no quiso orar…; que ninguno sea esclavo voluntario de Satanás aquí abajo y condenado de antemano a llamas eternas…

¡Ay del mundo incrédulo, impío y criminal! Si nosotros queremos evitar su reprobación con él, renunciemos de todo corazón a Satanás, a sus pompas y a sus obras; creamos firmemente en Jesucristo Nuestro Señor, observemos fielmente sus preceptos y sigamos sus ejemplos.

Así es como podemos esperar aparecer sin temor ante el tribunal de este soberano Juez y merecer compartir su gloria y felicidad.

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Respecto de la frase de Nuestro Señor Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello San Agustín hace esta importante observación: Estas palabras significan que a los conocimientos actuales de los Apóstoles se añadirá lo que ignoran, sin que haya que destruir lo que ya han aprendido, pues la verdad no puede negarse o contradecirse a sí misma.

Como dice San Vicente de Lérins: La Iglesia de Cristo, custodia vigilante y prudente de los dogmas que le han sido confiados, no cambia nunca nada en ellos, ni les quita o añade nada.

Y así es como, según el mismo Santo, puede que “haya progreso en lo que es de fe, pero no cambio. Pertenece al progreso que cada cosa se amplíe en sí misma; por el contrario, es propio del cambio que una cosa se transforme en otra. Conviene, pues, que crezca la inteligencia, la ciencia, la sabiduría de todos y cada uno, tanto de un solo hombre como de la Iglesia entera, a través de las épocas y los siglos; pero permaneciendo siempre en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma significación”.

Non nova, sed nove…, no se trata de enseñar cosas nuevas, sino de una manera diferente; es decir, explicar con términos nuevos y apropiados una doctrina antigua.

No corresponde a las innovaciones juzgar la doctrina antigua; sino que es al pasado doctrinal que corresponde juzgar las novedades.

El pasado doctrinal no plantea ningún problema; son las innovaciones quienes lo presentan.

El Catolicismo, Semper idem, siempre el mismo, sin cambios…

No cambiar nada en la Fe recibida…

No cambiar nada en el Credo…

No cambiar nada en el Catecismo…

No cambiar nada en la Sagrada Escritura…

No cambiar nada en la Tradición…

No cambiar nada en las definiciones dogmáticas…

No cambiar nada en los Sacramentos…

No cambiar nada en la institución divina de la Iglesia…

¿Qué ha pasado, al contrario, desde la infiltración modernista denunciada por San Pío X? Lo que temía San Vicente: “Si se empieza a mezclar lo nuevo con lo antiguo, lo extraño con lo que es familiar, lo profano con lo sagrado, en breve este desorden se difundirá por todas partes, y nada en la Iglesia permanecerá intacto, íntegro, sin mancha; y donde antes se levantaba el santuario de la verdad pura e incorrupta, precisamente en ese lugar se levantará un lupanar de infamias y de torpes errores”.

En efecto, la herejía sólo busca trastocar o alterar los dogmas revelados, es decir las verdades ya transmitidas por la Iglesia Católica y Apostólica, para reemplazarlos por sus errores, dando sin embargo a estos, por ficción la vestidura más peligrosa, la máscara de la verdad.

Desde el punto de vista doctrinal, toda herejía tiene este doble carácter de devastación y de mentira.

Es por eso que, cuando venga el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad. Es decir, aumentando en los Apóstoles la extensión y la fuerza de su luz divina, haciéndoles comprender todo lo que Jesucristo les había enseñado; enriqueciéndolos con la verdadera ciencia de Dios, sin mezcla de error. Haciéndoles comprender todas las verdades reveladas y haciéndolos capaces de instruir a las naciones.

Y esto sucedería porque este Espíritu de verdad no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga.

El Espíritu Santo no hablará por sí mismo, como un doctor aislado, como si sus palabras fueran distintas de las del Padre y del Hijo, y constituyesen una nueva fuente de verdad.

Respecto de sí mismo, Nuestro Señor ya había declarado que su doctrina no era suya, sino la de su Padre.

El Espíritu Santo no habla por sí mismo; sin embargo, no es un mero ministro de la palabra, sino que lo hace juntamente con el Padre y el Hijo, de quienes procede. Como el Hijo habló de parte del Padre, así el Espíritu Santo hablará de parte del Padre y del Hijo; dirá lo que escuchó, no en el sentido de que hubo un tiempo en que ignoró la doctrina; sino que, viniendo al mundo para una misión inefable, enseñará lo que sabe y lo que escuchó ab initio et ante sæcula, desde el origen y antes de todos los siglos, juntamente con el Padre y con el Hijo.

Y así como el Espíritu Santo mostró el futuro a los Profetas, locutus est per Prophetas, Él os anunciará lo que ha de venir, descubrirá el futuro a los Apóstoles, según las necesidades de la Iglesia. Las Cartas de San Pablo, San Pedro, San Juan, Santiago, San Judas y el Apocalipsis son una prueba de ello.

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Finalmente, este Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, dará gloria al Hijo, porque recibirá de lo suyo y lo anunciará a los Apóstoles.

Es decir, así como el Hijo había glorificado al Padre, manifestándolo y haciéndolo conocer a todos los hombres, y enseñándoles cómo deben adorarlo y servirle, de la misma manera el Espíritu Santo glorificará al Hijo proclamando su divinidad, haciéndolo conocer, adorar y amar en todo el mundo.

Y para ello utilizará la predicación de los Apóstoles y sus sucesores como medio de producir este gran resultado, que ya había predicho por los profetas: Por toda la tierra se oye su sonido, y sus acentos hasta los confines del orbe.

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Pidamos a Nuestro Señor que nos dé alguna comprensión de sus divinas palabras.

Demos gracias a Nuestro Señor por la promesa y el don que nos hizo del Espíritu Santo.

Bendigamos este Paráclito divino por los prodigios de sabiduría, poder, bondad y conversión que hizo en la tierra.

Pidámosle se digne descender en nosotros y colmarnos de sus gracias.

Esforcémonos por ser fieles a sus inspiraciones, para que, aplicándonos aquí abajo en amar y servir a Dios, merezcamos la bienaventuranza infinita de ir a disfrutarlo por toda la eternidad en el Cielo, junto con el Padre y el Hijo.